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Conversación con la señora Grubach. La señorita Bürstner

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En esa primavera, K, después del trabajo, cuando era posible —normalmente permanecía hasta las nueve en la oficina—, solía dar un paseo por la noche solo o con algún conocido y luego se iba a una cervecería, donde se sentaba hasta las once en una tertulia compuesta en su mayor parte por hombres ya mayores. Pero había excepciones en esta rutina, por ejemplo cuando el director del banco, que apreciaba su capacidad de trabajo y su formalidad, le invitaba a una excursión con el coche o a cenar en su villa. Además, una vez a la semana iba a casa de una muchacha llamada Elsa, que trabajaba de camarera en una taberna hasta altas horas de la madrugada y durante el día sólo recibía en la cama a sus visitas.

Aquella noche, sin embargo —el día había transcurrido con rapidez por el trabajo agotador y las numerosas felicitaciones de cumpleaños—, K quería regresar directamente a casa. En todas las pequeñas pausas del trabajo había pensado en ello. Sin saber con certeza por qué, le parecía que los incidentes de aquella mañana habían causado un gran desorden en la vivienda de la señora Grubach y que su presencia era necesaria para restaurar de nuevo el orden. Una vez restaurado, quedaría suprimida cualquier huella del incidente y todo volvería a los cauces normales. De los tres funcionarios no había nada que temer, se habían vuelto a sumir en el gran cuerpo de funcionarios del banco, tampoco se podía notar ningún cambio en ellos. K les había llamado con frecuencia, por separado o en grupo, a su despacho, sólo para observarlos y siempre los había podido despedir satisfecho.

Cuando llegó a las nueve y media de la noche a la casa en que vivía, K se encontró en la puerta con un muchacho que permanecía con las piernas abiertas y fumando en pipa.

—¿Quién es usted? —preguntó K en seguida y acercó su rostro al del muchacho, pues no se veía mucho en el oscuro pasillo de entrada.

—Soy el hijo del portero, señor —respondió el muchacho, se sacó la pipa de la boca y se apartó.

—¿El hijo del portero? —preguntó K, y golpeó impaciente con el bastón en el suelo.

—¿Desea algo el señor? ¿Debo traer a mi padre?

—No, no —dijo K. En su voz había un tono de disculpa, como si el muchacho hubiera hecho algo malo y él le perdonara—. Está bien —dijo, y siguió, pero antes de subir las escaleras, se volvió una vez más.

Habría podido ir directamente a su habitación, pero como quería hablar con la señora Grubach, llamó a su puerta. Estaba sentada a una mesa cosiendo una media. Sobre la mesa aún quedaba un montón de medias viejas. K se disculpó algo confuso por haber llegado tan tarde, pero la señora Grubach era muy amable y no quiso oír ninguna disculpa: siempre tenía tiempo para hablar con él, sabía muy bien que era su mejor y más querido inquilino. K miró la habitación, había recobrado su antiguo aspecto, la vajilla del desayuno, que había estado por la mañana en la mesita junto a la ventana, ya había sido retirada. «Las manos femeninas hacen milagros en silencio —pensó—, él probablemente habría roto toda la vajilla, en realidad ni siquiera habría sido capaz de llevársela». Contempló a la señora Grubach con cierto agradecimiento.

—¿Por qué trabaja hasta tan tarde? —preguntó.

Ambos estaban sentados a la mesa, y K hundía de vez en cuando una de sus manos en las medias.

—Hay mucho trabajo —dijo ella—. Durante el día me debo a los inquilinos, pero si quiero mantener el orden en mis cosas sólo me quedan las noches.

—Hoy le he causado un trabajo extraordinario.

—¿Por qué? —preguntó con cierta vehemencia; el trabajo descansaba en su regazo.

—Me refiero a los hombres que estuvieron aquí esta mañana.

—¡Ah, ya! —dijo, y se volvió a tranquilizar—. Eso no me ha causado mucho trabajo.

K miró en silencio cómo emprendía de nuevo su labor. «Parece asombrarse de que le hable del asunto —pensó—, no considera correcto que hable de ello. Más importante es, pues, que lo haga. Sólo puedo hablar de ello con una mujer mayor».

—Algo de trabajo sí ha causado —dijo—, pero no se volverá a repetir.

—No, no se puede repetir —dijo ella confirmándolo y sonrió a K casi con tristeza.

—¿Lo cree de verdad? —preguntó K.

—Sí —dijo ella en voz baja—, pero ante todo no se lo debe tomar muy en serio. ¡Las cosas que ocurren en el mundo! Como habla conmigo con tanta confianza, señor K, le confesaré que escuché algo detrás de la puerta y que los vigilantes también me contaron algunas cosas. Se trata de su felicidad, y eso me importa mucho, más, quizá, de lo que me incumbe, pues no soy más que la casera. Bien, algo he oído, pero no puedo decir que sea especialmente malo. No. Usted, es cierto, ha sido detenido, pero no como un ladrón. Cuando se detiene a alguien como si fuera un ladrón, entonces es malo, pero esta detención., me parece algo peculiar y complejo, perdóneme si digo alguna tontería, hay algo complejo en esto que no entiendo, pero que tampoco se debe entender.

—No ha dicho ninguna tontería, señora Grubach, yo mismo comparto algo su opinión, pero juzgo todo con más rigor que usted, y no lo tomo por algo complejo, sino por una nadería. Me han asaltado de un modo imprevisto, eso es todo. Si nada más despertarme no me hubiera dejado confundir por la ausencia de Anna, me hubiera levantado en seguida y, sin tener ninguna consideración con nadie que me saliera al paso, hubiera desayunado, por una vez, en la cocina y me hubiera traído usted el traje de mi habitación, entonces habría negociado todo breve y razonablemente, no habría pasado a mayores y no hubiera ocurrido nada de lo que pasó. Pero uno siempre está tan desprevenido. En el banco, por ejemplo, siempre estoy preparado, allí no me podría ocurrir algo similar, allí tengo a un ordenanza personal; el teléfono interno y el de mi despacho están frente a mí, en la mesa; no cesa de llegar gente, particulares o funcionarios; además, y ante todo, allí estoy siempre sumido en el trabajo, lo que me mantiene alerta, allí sería un placer para mí enfrentarme a una situación como ésa. Bien, pero ya ha pasado y tampoco quiero hablar más sobre ello, sólo quería oír su opinión, la opinión de una mujer razonable, y estoy contento de que coincidamos. Pero ahora me debe dar la mano, una coincidencia así se tiene que sellar con un apretón de manos.

«¿Me dará la mano? El vigilante no me la dio» —pensó, y miró a la mujer de un modo diferente, con cierto aire inquisitivo. Ella se levantó, porque él también se había levantado, y se mostró algo turbada, ya que no había entendido todo lo que K había dicho. A causa de esa turbación dijo algo que no quería haber dicho y que estaba completamente fuera de lugar:

—No se lo tome muy en serio, señor K —dijo con voz temblorosa y, naturalmente, olvidó darle la mano.

—No sabía que se lo tomaba tan en serio —dijo K, repentinamente agotado al comprobar la inutilidad de todos los beneplácitos de aquella mujer.

Ya desde la puerta preguntó:

—¿Está en casa la señorita Bürstner?

—No —dijo la señora Grubach, y sonrió con simpatía al dar esa breve y seca información—. Está en el teatro. ¿Desea algo de ella? ¿Quiere que le dé algún recado?

—Sólo quería conversar un poco con ella.

—Lamentablemente no sé cuándo regresará; cuando va al teatro suele llegar tarde.

—Da igual —dijo K, e inclinó la cabeza hacia la puerta para irse—, sólo quería disculparme por haber sido el causante de que ocuparan su habitación esta mañana.

—Eso no es necesario, señor K, usted es demasiado considerado, la señorita no sabe nada de nada, había abandonado la casa muy temprano, ya está todo ordenado, usted mismo lo puede comprobar.

Abrió la puerta de la habitación de la señorita Bürstner.

—Gracias, lo creo —dijo K, pero fue hacia la puerta abierta. La luna iluminaba la oscura habitación. Lo que pudo ver parecía en orden, ni siquiera la blusa colgaba en el picaporte de la ventana. Los almohadones de la cama alcanzaban una altura llamativa: sobre ellos caía la luz de la luna.

—La señorita viene con frecuencia muy tarde por la noche —dijo K, y contempló a la señora Grubach como si fuera responsable de esa costumbre.

—¡Ah, la gente joven! —dijo la señora Grubach con un tono de disculpa.

—Cierto, cierto —dijo K—, pero no se deben extremar las cosas.

—No, claro que no —dijo la señora Grubach—. Tiene mucha razón, señor K. Tal vez también en este caso. No quiero criticar a la señorita Bürstner, ella es una muchacha buena y amable, ordenada, puntual, trabajadora, yo aprecio todo eso, pero algo es verdad: debería ser más prudente y discreta. Este mes ya la he visto dos veces con un hombre diferente en calles apartadas. Para mí resulta muy desagradable; esto, pongo a Dios por testigo, sólo se lo cuento a usted, pero es inevitable, tendré que hablar sobre ello con la señorita. Y no es lo único en ella que considero sospechoso.

—Está equivocada —dijo K furioso e incapaz de ocultarlo—, usted ha interpretado mal el comentario que he hecho sobre la señorita, no quería decir eso. Es más, le advierto sinceramente que no le diga nada, usted está completamente equivocada, conozco muy bien a la señorita, nada de lo que usted ha dicho es verdad. Por lo demás, tal vez he ido demasiado lejos, no le quiero impedir que haga nada, dígale lo que quiera. Buenas noches.

—Señor K... —dijo la señora Grubach suplicante, y se apresuró a ir detrás de K hasta la puerta, que él ya había abierto—, por el momento no quiero hablar con la señorita, naturalmente que antes quiero observarla, sólo a usted le he confiado lo que sabía. Al fin y al cabo intento mantener decente la pensión en beneficio de todos los inquilinos, ése es mi único afán.

—¡Decencia! —gritó K a través de la rendija de la puerta—, si quiere que la pensión continúe siendo decente, debería echarme a mí primero.

A continuación, cerró la puerta de golpe e ignoró un suave golpeteo posterior.

Puesto que no tenía ganas de dormir, decidió permanecer despierto y comprobar a qué hora regresaba la señorita Bürstner. Tal vez fuera aún posible, por muy improcedente que resultara, intercambiar con ella algunas palabras. Cuando estaba en la ventana y se frotaba los ojos cansados llegó a pensar en castigar a la señora Grubach y en convencer a la señorita Bürstner para que ambos rescindieran el contrato de alquiler. Pero poco después todo le pareció terriblemente exagerado e, incluso, alimentó la sospecha contra él mismo de que quería irse de la vivienda por el incidente de la mañana. Nada podría haber sido más absurdo y, ante todo, más inútil y más despreciable.

Cuando se cansó de mirar por la ventana, y después de haber abierto un poco la puerta que daba al recibidor para poder ver a todo el que entraba, se echó en el canapé. Permaneció tranquilo, fumando un cigarrillo, hasta las once. Pero a partir de esa hora ya no lo resistió más, así que se fue al recibidor, como si al hacerlo pudiese acelerar la llegada de la señorita Bürstner. No es que deseara especialmente verla, en realidad ni siquiera se acordaba de su aspecto, pero ahora quería hablar con ella y le irritaba que su tardanza le procurase intranquilidad y desconcierto al final del día. También la hacía responsable de no haber ido a cenar y de haber suprimido la visita prevista a Elsa. No obstante, aún se podía arreglar, pues podía ir a la taberna en la que Elsa trabajaba. Decidió hacerlo después de la conversación con la señorita Bürstner.

Habían pasado de las once y media cuando oyó pasos en la escalera. K, que se había quedado ensimismado en sus pensamientos y paseaba haciendo ruido por el recibidor, como si estuviera en su propia habitación, se escondió detrás de la puerta. Era la señorita Bürstner, que acababa de llegar. Después de cerrar la puerta de entrada se echó, temblorosa, un chal de seda sobre sus esbeltos hombros. A continuación, se dirigió a su habitación, en la que K, como era medianoche, ya no podría entrar. Por consiguiente, tenía que dirigirle la palabra ahora; por desgracia, había olvidado encender la luz de su habitación, por lo que su aparición desde la oscuridad tomaría la apariencia de un asalto y se vería obligado a asustarla. En esa situación comprometida, y como no podía perder más tiempo, susurró a través de la rendija de la puerta:

—Señorita Bürstner.

Sonó como una súplica, no como una llamada.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó la señorita Bürstner, y miró a su alrededor con los ojos muy abiertos.

—Soy yo —dijo K abriendo la puerta.

—¡Ah, señor K! —dijo la señorita Bürstner sonriendo—. Buenas noches —y le tendió la mano.

—Quisiera hablar con usted un momento, ¿me lo permite?

—¿Ahora? —preguntó la señorita Bürstner—. ¿Tiene que ser ahora? Es un poco extraño, ¿no?

—La estoy esperando desde las nueve.

—¡Ah!, bueno, he estado en el teatro, usted no me había dicho nada.

—El motivo por el que quiero hablar con usted es algo que ha sucedido esta mañana.

—Bien, no tengo nada en contra, excepto que estoy agotada. Venga un par de minutos a mi habitación, aquí no podemos conversar, despertaremos a todos y eso sería muy desagradable para mí, y no por las molestias causadas a los demás, sino por nosotros. Espere aquí hasta que haya encendido la luz en mi habitación y entonces apague la suya.

Así lo hizo K, luego esperó hasta que la señorita Bürstner le invitó en voz baja a entrar en su habitación.

—Siéntese —dijo, y señaló una otomana; ella permaneció de pie al lado de la cama a pesar del cansancio del que había hablado. Ni siquiera se quitó su pequeño sombrero, adornado con un ramillete de flores.

—Bueno, ¿qué desea usted? Tengo curiosidad por saberlo —dijo, y cruzó ligeramente las piernas.

—Tal vez le parezca —comenzó K— que el asunto no era tan urgente como para tener que hablarlo ahora, pero.

—Siempre ignoro las introducciones —dijo la señorita Bürstner.

—Bien, eso me facilita las cosas —dijo K—. Su habitación ha sido esta mañana, en cierto modo por mi culpa, un poco desordenada. Lo hicieron unos extraños contra mi voluntad y, como he dicho, también por mi culpa. Por eso quisiera pedirle perdón.

—¿Mi habitación? —preguntó la señorita Bürstner, y en vez de mirar la habitación dirigió a K una mirada inquisitiva.

Así ha sido —dijo K, y por primera vez se miraron a los ojos—. La manera en que ha ocurrido no merece la pena contarla.

—Pero es precisamente lo interesante —dijo la señorita Bürstner.

—No —dijo K.

—Bueno, tampoco quiero inmiscuirme en los asuntos de los demás, si usted insiste en que no es interesante, no objetaré nada. Acepto sus disculpas, sobre todo porque no encuentro ninguna huella de desorden.

Dio un paseo por la habitación con las manos en las caderas. Se paró frente a las fotografías.

—Mire —exclamó—, han movido mis fotografías. Eso es algo de mal gusto. Así que alguien ha entrado en mi habitación sin mi permiso.

K asintió y maldijo en silencio al funcionario Kaminer, que no podía dominar su absurda e inculta vivacidad.

—Es extraño —dijo la señorita Bürstner—, me veo obligada a prohibirle algo que usted mismo se debería prohibir: entrar en mi habitación cuando me hallo ausente.

—Yo le aseguro, señorita Bürstner —dijo K, acercándose a las fotografías—, que yo no he sido el que las ha tocado. Pero como no me cree, debo reconocer que la comisión investigadora ha traído a tres funcionarios del banco, de los cuales uno, al que cuando se me presente la primera oportunidad despediré del banco, probablemente tomó las fotografías en la mano. Sí —añadió K, ya que la señorita le había lanzado una mirada interrogativa—, esta mañana hubo aquí una comisión investigadora.

—¿Por usted? —preguntó la señorita.

—Sí —respondió K.

—No —exclamó ella, y rió.

—Sí, sí —dijo K—, ¿cree que soy inocente?

—Bueno, inocente. —dijo la señorita—. No quiero emitir ahora un juicio trascendente, tampoco le conozco, en todo caso debe de ser un delito grave para mandar inmediatamente a una comisión investigadora. Pero como está en libertad —deduzco por su tranquilidad que no se ha escapado de la cárcel—, no ha podido cometer un delito semejante.

—Sí —dijo K—, pero la comisión investigadora puede haber comprobado que soy inocente o no tan culpable como habían supuesto.

—Cierto, puede ser —dijo ella muy atenta.

—Ve usted —dijo K—, no tiene mucha experiencia en asuntos judiciales.

—No, no la tengo —dijo la señorita Bürstner—, y lo he lamentado con frecuencia, pues quisiera saberlo todo y los asuntos judiciales me interesan mucho. Los tribunales ejercen una poderosa fascinación, ¿verdad? Pero es muy probable que perfeccione mis conocimientos en este terreno, pues el mes próximo entro a trabajar en un bufete de abogados como secretaria

—Eso está muy bien —dijo K—, así podrá ayudarme un poco en mi proceso.

—Podría ser—dijo ella—, ¿por qué no? Me gusta aplicar mis conocimientos.

—Se lo digo en serio —dijo K—, o al menos en el tono medio en broma medio en serio que usted ha empleado. El asunto es demasiado pequeño como para contratar a un abogado, pero podría necesitar a un consejero.

—Sí, pero si yo tuviera que ser el consejero, debería saber de qué se trata —dijo la señorita Bürstner.

—Ahí está el quid, que ni yo mismo lo sé.

—Entonces ha estado bromeando conmigo —dijo ella muy decepcionada—, ha sido algo completamente innecesario elegir una hora tan intempestiva —y se alejó de las fotografías, donde hacía rato que permanecían juntos.

—Pero no, señorita—dijo K—, no bromeo en absoluto. ¡Que no me quiera creer! Le he contado todo lo que sé, incluso más de lo que sé, pues no era ninguna comisión investigadora, le he dado ese nombre porque no sabía cómo denominarla. No se ha investigado nada, sólo fui detenido, pero por una comisión.

La señorita Bürstner se sentó en la otomana y rió de nuevo:

—¿Cómo fue entonces? —preguntó.

—Horrible —dijo K, pero ya no pensaba en ello, se había quedado absorto en la contemplación de la señorita Bürstner, que, con la mano apoyada en el rostro, descansaba el codo en el cojín de la otomana y acariciaba lentamente su cadera con la otra mano.

—Eso es demasiado general —dijo ella.

—¿Qué es demasiado general? —preguntó K. Entonces se acordó y preguntó:

—¿Le puedo mostrar cómo ha ocurrido? —quería animar algo el ambiente para no tener que irse.

—Estoy muy cansada —dijo la señorita Bürstner.

—Vino muy tarde —dijo K.

—Y para colmo termina haciéndome reproches: me lo merezco, pues no debería haberle dejado entrar. Tampoco era necesario, como se ha comprobado después.

—Era necesario, ahora lo comprenderá —dijo K—. ¿Puedo desplazar de su cama la mesilla de noche?

—Pero, ¿qué se le ha ocurrido? —dijo la señorita Bürstner—. ¡Por supuesto que no!

—Entonces no se lo podré mostrar —dijo K excitado, como si le causaran un daño enorme.

—Bueno, si lo necesita para su representación, desplace la mesilla —dijo la señorita Bürstner, y añadió poco después con voz débil:

—Estoy tan cansada que permito más de lo debido.

K colocó la mesilla en el centro de la habitación y se sentó detrás.

—Debe imaginarse correctamente la posición de las personas, es muy interesante. Yo soy el supervisor, allí, en el baúl, se sientan los dos vigilantes, al lado de las fotografías permanecen tres jóvenes, en el picaporte de la ventana cuelga, lo que menciono sólo de pasada, una blusa blanca. Y ahora comienza la función. Ah, se me olvidaba la persona más importante, yo estaba aquí, ante la mesilla. El supervisor estaba sentado con toda comodidad, las piernas cruzadas, el brazo colgando sobre el respaldo, tamaña grosería. Y ahora comienza todo de verdad. El supervisor me llama como si quisiera despertarme del sueño más profundo, es decir grita, por desgracia tengo que gritar para que lo comprenda, aunque sólo gritó mi nombre.

La señorita Bürstner, que escuchaba sonriente, se llevó el dedo índice a los labios para evitar que K gritase, pero era demasiado tarde, K estaba tan identificado con su papel que gritó:

—¡Josef K!

Aunque no lo hizo con la fuerza con que había amenazado, sí con la suficiente como para que el grito, una vez emitido, se expandiera lentamente por la habitación.

En ese instante golpearon la puerta de la habitación contigua; fueron golpes fuertes, cortos y regulares. La señorita Bürstner palideció y se puso la mano en el corazón. K se llevó un susto enorme, pues llevaba un rato en el que sólo había sido capaz de pensar en el incidente de la mañana y en la muchacha ante la que lo estaba representando. Apenas se había recuperado, saltó hacia la señorita Bürstner y tomó su mano.

—No tema usted nada —le susurró—, yo lo arreglaré todo. Pero, ¿quién puede ser? Aquí al lado sólo está el salón y nadie duerme en él.

—¡Oh, sí! —susurró la señorita Bürstner al oído de K—, desde ayer duerme un sobrino de la señora Grubach, un capitán. Ahora mismo no queda ninguna habitación libre. También yo lo había olvidado. ¡Cómo se le ocurre gritar así! Soy muy infeliz por su culpa.

—No hay ningún motivo —dijo K, y besó su frente cuando ella se reclinó en el cojín.

—Fuera, márchese —dijo ella, y se incorporó rápidamente—, márchese. Qué quiere, él escucha detrás de la puerta, lo escucha todo. ¡No me atormente más!

—No me iré —dijo K— hasta que se haya calmado. Venga a la esquina opuesta de la habitación, allí no nos puede escuchar.

Ella se dejó llevar.

—Piense que se trata sólo de una contrariedad, pero que no entraña ningún peligro. Ya sabe cómo me admira la señora Grubach, que es la que decide en este asunto, sobre todo considerando que el capitán es sobrino suyo. Se cree todo lo que le digo. Además, depende de mí, pues me ha pedido prestada una gran cantidad de dinero. Aceptaré todas sus propuestas para una aclaración de nuestro encuentro, siempre que sea oportuno, y le garantizo que la señora Grubach las creerá sinceramente y así lo manifestará en público. No tenga conmigo ningún tipo de miramientos. Si quiere que se difunda que la he sorprendido, así será instruida la señora Grubach y lo creerá sin perder la confianza en mí, tanto apego me tiene.

La señorita Bürstner contemplaba el suelo en silencio y un poco hundida.

—¿Por qué no va a creerse la señora Grubach que la he sorprendido? —añadió K. Ante él veía su pelo rojizo, separado por una raya, holgado en las puntas y recogido en la parte superior. Creyó que le iba a mirar, pero ella, sin cambiar de postura, dijo:

—Discúlpeme, me he asustado tanto por los golpes repentinos, no por las consecuencias que podría traer consigo la presencia del capitán. Después de su grito estaba todo tan silencioso y de repente esos golpes, por eso estoy tan asustada. Yo estaba sentada al lado de la puerta, los golpes se produjeron casi a mi lado. Le agradezco sus proposiciones, pero no las acepto. Puedo asumir la responsabilidad por todo lo que ocurre en mi habitación y, además, frente a cualquiera. Me sorprende que no note la ofensa que suponen para mí sus sugerencias, por más que reconozca sus buenas intenciones. Pero ahora márchese, déjeme sola, ahora lo necesito mucho más que antes. Los pocos minutos que usted había pedido se han convertido en media hora o más.

K tomó su mano y luego su muñeca.

—¿No se habrá enfadado conmigo? —dijo él.

Ella retiró su mano y respondió:

—No, no, soy incapaz de enfadarme.

K volvió a tomar su muñeca y ella, esta vez, lo aceptó, pero le condujo así hasta la puerta. Él estaba firmemente decidido a irse, pero al llegar a la puerta, como si no hubiera esperado encontrarse allí con semejante obstáculo, se detuvo, lo que la señorita Bürstner aprovechó para desasirse, abrir la puerta, deslizarse hasta el recibidor y, desde allí, decirle a K en voz baja:

Ahora váyase, se lo pido por favor. Mire —ella señaló la puerta del capitán, por debajo de la cual asomaba un poco de luz—, ha encendido la luz y nos está espiando.

Ya voy —dijo K, salió, la estrechó en sus brazos y la besó en la boca, luego ávidamente por todo el rostro, como un animal sediento que introduce la lengua en el anhelado manantial. Finalmente la besó en el cuello, a la altura de la garganta: allí dejó reposar sus labios un rato. Un ruido procedente de la habitación del capitán le obligó a mirar. —Ya me voy —dijo él, quiso llamarla por su nombre de pila, pero no lo sabía. Ella asintió cansada, le dejó la mano, mientras se volvía, para que la besara, como si no quisiera saber nada más y se retiró, encogida, a su habitación. Poco después K yacía en su cama. Se durmió rápidamente, aunque antes de dormirse pensó un poco en su comportamiento. Estaba satisfecho, pero se maravilló de no estar aún más satisfecho. Se preocupó seriamente por la señorita Bürstner a causa del capitán.

El proceso

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