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PREFACIO

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En un tiempo se decía que es inútil llevar «vasos a Samos o lechuzas a Atenas», pues Samos era famosa por los vasos que allí se fabricaban, y la lechuza era precisamente el símbolo de Atenas. En igual medida resulta inútil presentar un escrito del Hno. Michael Davide, el monje benedictino ya conocidísimo por sus escritos, sobre todo por los de carácter litúrgico, según la inspiración específica de su Orden.

Se me ha pedido que escriba el prefacio para su última obra, y he aceptado no solamente por la estima y gratitud que siento por él, sino también para introducir el tema, que puede parecer paradójico, como si uno pudiese ser ordenado sacerdote sin haber recibido antes el bautismo.

Al presentar una novela no hay que revelar enseguida su conclusión, a fin de dejar al lector la incertidumbre sobre el curso que seguirá el argumento. Pero, en nuestro caso, digo de inmediato que el tema de este escrito es el de hacer presente que la ordenación presbiteral no puede ser algo que predomine, sino que debe estar al servicio del bautismo, es decir, del ser cristiano: el bautismo nos une al sacerdocio de Cristo, que es un sacerdocio de elección (según el rito de Melquisedec) y no una transmisión por genealogía o por casta (como el de Leví o el de Aarón). Ya desde el título, esta declaración quiere ser «una provocación, no un juicio», como confirma el autor en las últimas páginas, después de haber subrayado su respeto a los pastores de la Iglesia y su sincera fraternidad hacia los presbíteros de la Iglesia, «con los cuales –declara– siento que comparto la alegría y el esfuerzo de una fidelidad en la que estamos llamados a comenzar cada día de nuevo y en la que, en muchos aspectos, seguimos siendo principiantes».

En el fondo hay una «revolución copernicana». Igual que el científico polaco había demostrado que no es el Sol el que gira en torno a la Tierra, sino esta en torno al Sol, así el Concilio Vaticano II, después de haber demostrado prácticamente que no es el mundo el que está al servicio de la Iglesia, afirma que ella está al servicio de la humanidad («sacramento –dice desde el comienzo la Constitución Lumen gentium– o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano») y que en la Iglesia no son los fieles los que están en subordinación respecto a la jerarquía, sino esta última al servicio del pueblo de Dios: el presbítero no debe sentirse en primer lugar el jefe al que los bautizados han de sentirse subordinados: antes bien, debe sentirse destinado por el sacramento del orden –que es extensión del sacramento del bautismo– a ponerse al servicio de los bautizados; y como también él es fundamentalmente un bautizado, y «la gracia presupone la naturaleza» –como recordaba santo Tomás de Aquino–, deberá cuidar de su crecimiento humano: por ejemplo, deberá darse cuenta de la realidad del erotismo, de la dimensión afectiva de la humanidad y, por tanto, del valor de la sexualidad, y de que su celibato, antes de estar en función del servicio, debe llegar a estar al nivel de una intimidad espiritual y disponibilidad para una compasión extrema para con todos. La misma homosexualidad no debe ser considerada en la Iglesia –ni siquiera expresamente– como pecado y enfermedad y, por tanto, como una disposición que hay que excluir preventivamente del sacerdocio, sino como exigencia de relaciones humanas, como condición concreta con la cual medirse.

El autor cita la exhortación del papa Francisco a los presbíteros en el contexto de su visita a los lugares de actuación de Don Milani a ser «clérigos, no clericales», como lo hace asimismo con otras afirmaciones del papa Francisco, pero también de Benedicto XVI. Como es obvio, cita la Biblia y el Concilio, pero hace también lo propio con otros varios autores, por ejemplo Rupnik y Theobald, pero también Panikkar y el mismo Drewermann, que, más allá de ciertas expresiones que le han acarreado la desconfianza de la jerarquía, tiene un profundo conocimiento de la psicología humana y, por tanto, hace útiles observaciones que es preciso tener en cuenta.

Así pues, este escrito de Michael Davide es interesante y valioso, alimento de aquella esperanza a la que exhorta en el último párrafo Cipriano de Cartago, o sea, un obispo docto, santo y mártir.


+ LUIGI BETTAZZI,

obispo emérito de Ivrea

¿Sacerdotes sin bautismo?

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