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Desear al Padre
ОглавлениеEn la escuela de la compasión
A modo de cita de encabezamiento para la oración del Padrenuestro podríamos colocar las palabras que el Altísimo dirige a Jonás: «¿Por qué tienes ese disgusto tan grande por lo del ricino?» (Jon 4,9). Con estas palabras, el Señor parece justificarse ante el profeta, enfadado por la compasión y la piedad de su corazón misericordioso.
La oración del Señor se convierte día tras día en una escuela en la que aprendemos a captar los tonos y colores de la vida sobre el trasfondo de la compasión y del amor divino. Aprendemos así a descubrir el rostro de un Dios que renuncia a su poder ilimitado para no humillar nuestra debilidad y permitirnos no solamente respirar, sino también reconocerlo como nuestro Padre. Con estas palabras, heredadas de los padres y entregadas a sus compañeros de camino más íntimos, el Señor Jesús responde a la pregunta de uno de sus discípulos y se hace maestro de oración para la vida en cada rincón del mundo y en cada segmento del tiempo. Repitiendo las palabras de la oración, entramos en un verdadero trabajo de orientación adecuada en el camino de la vida, que exige siempre la capacidad de distinguir, aclarar y elegir.
La oración, tal como nos la enseña el Señor Jesús, haciéndose, a la vez, modelo de ella para nosotros, es ante todo un instrumento para trabajar sobre nosotros mismos a fin de hacer crecer una relación con Dios que nos cure de nuestras derivas y nos libere de nuestros miedos. De ese modo nos volveremos cada vez más capaces de construir puentes de hermandad y de reconciliación. Mientras nuestro corazón se abre a la oración recibimos el pan de la piedad y del perdón, sin los cuales la vida no sería posible. La vida correría el peligro de revelarse imposible de vivir o, con toda seguridad, sería menos gozosa. La oración que nos ha enseñado el Señor es un verdadero aprendizaje del arte de vivir y una escuela cualificada de compasión. Un aprendizaje semejante pasa por la decisión de asumir nuestra pobreza hasta integrar amorosamente la de los hermanos y hermanas con los que compartimos el camino de la existencia, a veces tan duro. La oración, lejos de ser una fuga opiácea de la realidad, se convierte, por el contrario, en una escuela cotidiana de sabiduría y de caridad creativa. Esta escuela se prolonga durante toda la vida y es el trabajo interior que nos impulsa a zarpar hacia espacios cada vez más amplios de la existencia para no permanecer encallados en puertos tan seguros como mortíferos. Orar en la lógica encarnada e involucrada que subyace a las palabras del Padrenuestro nos pone ante la urgencia y el desafío de vivir de manera auténtica hasta el punto de tener que ponernos cada día en la escuela de la oración, que no es simplemente informativa, sino formativa en sentido amplio y pleno. En efecto, la oración es una «prodigiosa destilería de lo invisible» 2.
Podemos intuir lo que experimentó «uno de sus discípulos» (Lc 11,1) mientras contemplaba encantado al Maestro en oración. En la oración de Jesús se trasluce la profunda verdad de su relación con un Dios tan íntimo que se revela como «Padre» (11,2). El discípulo, cuyo nombre no se menciona, pero que nos representa a todos, espera pacientemente a que el Señor Jesús termine para pedir que él lo inicie –a su vez, y junto a los otros– en el arte de la oración. Sucede exactamente como cuando se ve a alguien hacer algo hermoso o extraer del horno una comida sabrosa y se le pide con entusiasmo incontenible: «¿Me enseñas cómo se hace?». Como toda madre y como todo maestro, el Señor no se echa atrás y nos enseña el modo de estar frente al Padre como él y con él en calidad de hijos. Por tanto, la oración del Señor tiene consecuencias que hay que reconocer y honrar: encontrar en cada persona a un hermano y saber acogerlo en la libertad de los «hijos» (Gál 4,6), y no en el temor de los esclavos.
Mientras nos adentramos en esta meditación sobre la oración del Señor no podemos más que hacer nuestra la emotiva invocación del discípulo: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). En realidad, hemos de decir que, en la tradición bíblica y espiritual, cada vez que se pide: «Señor, enséñanos a orar», se pide, en realidad: «Señor, enséñanos a vivir». La oración es la puerta que introduce en la casa –el castillo, diría Teresa de Ávila– de la relación con Dios a través de la invocación, de la intercesión, del aliento de la contemplación. Por eso toda la Tradición concuerda en el hecho de que la lex orandi, la regla de la oración, es siempre la lex credendi, la regla de la fe, que se torna en lex vivendi, la regla de vida. Este dinamismo no tiene solución de continuidad.
Al acercarnos a la oración del Señor estamos llamados a tomar conciencia de un don que comporta una clara toma de posición: a través de estas palabras buscamos aprender a orar en la esperanza de aprender a vivir.
Los siete colores de la oración
Las siete invocaciones de la oración del Señor, más que un «compendio» de devoción, representan un mapa para movernos y orientarnos de manera segura en nuestra relación con el Padre. Podemos acoger estas invocaciones como si fuesen los colores que hay que tomar continuamente de la paleta de la vida cotidiana para pintar el cielo de nuestro deseo más profundo y verdadero. Siete instrumentos, siete colores, siete caminos… siete fondos como el de una pantalla de ordenador o de un teléfono móvil, para afrontar todas las realidades de nuestro día a día con serenidad y confianza. San Juan de la Cruz explica que el Señor Jesús, al enseñar el camino de la oración a sus discípulos,
solo les enseñó aquellas siete peticiones del Pater noster, en que se incluyen todas nuestras necesidades espirituales y temporales […]. Mas no enseñó variedades de peticiones, sino que estas se repitiesen muchas veces y con fervor y con cuidado; porque, como digo, en estas se encierra todo lo que es voluntad de Dios y todo lo que nos conviene 3.
A partir de este texto del doctor carmelita bien podemos decir que la oración del Señor, que se nos ha entregado solemnemente en el momento de nuestro bautismo, representa este posible movimiento existencial. Él mantiene unidas las exigencias de la «voluntad de Dios» y todo aquello «que nos conviene», sin forma alguna de competencia ni, menos aún, de oposición.
Así pues, partiendo de este modo de entenderla y de vivirla, la oración se torna en aquello que más nos interesa, porque es lo que más llega a entrecruzarse con nuestra experiencia concreta. La existencia de cada uno está siempre ligada a dos aspectos inseparables: el inmanente –concreto y cotidiano– y el más trascendente, no menos cotidiano y concreto. Fuera de la oración, el peligro consiste en absolutizar inadecuadamente solo uno de estos dos elementos, deteniendo en nuestro corazón el largo proceso de relación con Dios, con nosotros mismos y con el mundo. Este proceso interior nos permite una conformación serena y natural al designio y al deseo de Dios sobre nosotros, en plena solidaridad con el camino de esperanza de todos y cada uno. Para comprender el misterio de la oración podemos hacer referencia a las palabras del profeta Isaías, que se expresa de manera simple, pero con particular eficacia:
Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía (Is 55,10-11).
El Padrenuestro es un acto de fe que nos ayuda a captar la misma dinámica de «efecto» en las palabras que lanzamos hacia Dios en nuestra humilde invocación: ellas no volverán vacías, «sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo» (Is 55,11). La psicología moderna, como ya antes la sabiduría de los antiguos, identifica precisamente el papel paterno con el de la «palabra» ofrecida. Justamente esta palabra, que limita y estimula, permite al niño crecer, a través de la confianza, en la responsabilidad. Por eso el Señor, al enseñarnos las «siete palabras» de la oración, nos habilita para entrar en el misterio de la voluntad del Padre, cuya palabra, como dice Isaías, realiza lo que promete. Entrar en esta comunión de voluntades nos pone en condiciones de acoger y hacer fructificar aquello que responsablemente elegimos para nuestra misma vida a la luz de su palabra. Estas «siete palabras» que, antes de enseñárnoslas, el Señor Jesús rumió en su propio corazón, son la fuente de aquellas otras «siete palabras» pronunciadas por el Crucificado en el acto solemne y amoroso de su muerte apasionada.
A través de la enseñanza del Señor Jesús, que comparte con nosotros su misma experiencia de oración, se nos ofrece la posibilidad de convertir nuestro enfermizo narcisismo. En lugar de replegarnos sobre nosotros mismos estamos llamados a un camino de relación libre y liberadora a través de un proceso que nos hace personas capaces de tomar la palabra con convicción y con real disponibilidad de escucha. Como explica Eugen Drewermann: «Una poesía solo puede interpretarse mediante una poesía, una canción solo mediante una canción, una oración solo mediante una oración» 4.
Esto puede aplicarse en grado sumo al Padrenuestro. De la oración no se habla: la oración se vive. Del mismo modo que no se habla del amor, sino que se vive dejando que los otros gocen de sus frutos hasta percibir su perfume regenerador que, ciertamente, no se puede explicar con palabras.
Cada vez que hacemos nuestras las palabras del Señor, desde lo profundo del corazón y con una profunda conmoción imploramos y esperamos: «Sé nuestro Padre». No tardará en llegar el momento en que nuestro corazón exhalará, como una brisa ligera, un estremecimiento: «Aquí estoy» (Is 58,9). Como repetimos siempre en la celebración de la eucaristía: «Nos atrevemos a decir» las palabras que el Señor nos ha «enseñado» como para dejarnos contemplar y casi acunar por su mirada misericordiosa. A través del bálsamo regenerador de estas palabras nos dejamos transformar y perdonar hasta en lo más profundo de nuestros tormentos a fin de encontrar paz y compartirla con todos aquellos que caminan y sufren con nosotros y como nosotros. Atreverse a decir las palabras del Señor solo es posible si estamos «formados» por la «divina enseñanza» de su corazón, «manso y humilde» (Mt 11,29), como se nos recuerda justo antes de la comunión cada vez que celebramos la eucaristía.
En el evangelio según Lucas, cuando el Señor enseñó la oración a sus discípulos, se encontraba «orando en cierto lugar» (Lc 11,1). A diferencia de lo que leemos en la versión de Mateo, el contexto no es el de la enseñanza del Sermón de la montaña, sino el de una participación de vida. La oración es una experiencia personal e íntima que se comparte a través de una narración que solo puede ser evocativa, nunca exhaustiva. Viene aquí a la memoria la sugerente expresión de Etty Hillesum: «Estos asuntos son casi más íntimos que el tema del sexo» 5. Según el evangelista Lucas, el Señor Jesús no enseña a orar, sino que es visto por sus discípulos mientras ora, y ora de una manera tan atractiva que hace que ellos sientan la necesidad de participar en ese misterio de relación. Todo eso parece entrar casi en contradicción con lo que encontramos en el evangelio según Mateo, donde el Señor censura a todos aquellos que oran «para que los vean los hombres» (Mt 6,5) y enseña: «Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto» (Mt 6,6). Por tanto, si el Señor no se esconde en el acto de hacer oración, no pretende ciertamente «dar espectáculo», sino que comparte lo que él mismo vive en la oración. En efecto, cuando queremos transmitir algo importante, no hablamos de ello, sino que lo hacemos ver. El Señor Jesús es el maestro de la oración no con las palabras, sino antes que nada con su ejemplo. Él nos transmite el gusto de la intimidad de la oración, que no tiene nada que ver con el intimismo enfermizo de un cierto modo de orar desabrido y desencarnado.
Las invocaciones del Padrenuestro nos ofrecen así la estructura fundamental de toda oración auténticamente discipular. Ella se funda en una práctica cotidiana y amorosa, y ciertamente no en una teoría abstracta. Como recuerdan los Santos Padres, a orar se aprende orando, del mismo modo que a amar se aprende amando.
Aprende el arte y déjalo de lado
Uno de los primeros Padres que comentó la oración que el Señor entrega a sus discípulos fue Cipriano de Cartago, que dice así:
¡Qué misterios, amadísimos hermanos, se encierran en la oración del Señor, cuántos y cuán grandes, breves en las palabras, pero especialmente fecundos por su eficacia! En este resumen de la doctrina celestial no queda nada omitido de cuanto se refiere a la oración 6.
Retomando lo que el apóstol Pablo enfatiza varias veces en su predicación, podríamos decir que el Padrenuestro debe considerarse y custodiarse como el corazón mismo del «evangelio» (Gál 2,6). La fórmula más breve y concisa que nos transmite Lucas parece tener una eficacia aún mayor. Cuando el Señor Jesús responde a la petición de uno de sus discípulos, comienza diciendo así: «Cuando oréis, decid: “Padre…”» (Lc 11,2), y concluye con una invocación: «No nos dejes caer en tentación» (Lc 11,4).
Si releemos el Padrenuestro a partir de la primera y de la última palabra, parece poder decirse que esta oración es el antídoto contra la tentación del miedo, que a veces nos induce a hacer trampas con nuestra vida para no molestar ni ser molestados. La oración asidua nos lleva de nuevo a la continua necesidad de purificar nuestros corazones de todo aquello que nos hace temer a Dios, a los demás y, tal vez antes que nada, a nosotros mismos. Si cada día aprendemos a través de la oración a dirigirnos a Dios con el nombre de «Padre», la oración se convierte en una escuela de libertad y en una academia de verdad encarnada en la vida y no envuelta en fórmulas. Si repetimos con la mente y con el corazón la oración que el Maestro nos enseñó, aprendemos a mencionar todos los aspectos y todas las coordenadas de nuestra vida. Y así aprendemos también a recibir y a atravesar todo ello sin caer en la trampa siempre amenazante del disimulo, que nos hace ajenos a nosotros mismos e incomprensibles para los demás.
En la oración aprendemos a nombrar el «reino» sin olvidar «el pan de cada día», en la oración recordamos que tenemos un «Padre» sin olvidar que no solamente somos hijos, sino también hermanos. Esto exige que cada día no solo comamos, sino que también «perdonemos» (Lc 11,4). La oración evita convertirse así en una realidad paralela a aquello que vivimos y nos ayuda a amalgamar nuestra tierra con el cielo de Dios sin dejarnos atrapar por la «tentación» de inútiles y perjudiciales «purismos angélicos» 7, para ser, en cambio, simples discípulos del Evangelio. En ese sentido nos amonesta santo Tomás de Aquino:
Ante un semejante, la oración sirve, primero, para manifestar los deseos y las necesidades y, segundo, para inclinar su ánimo en nuestro favor. Pero esto no es necesario en la oración a Dios, pues cuando oramos no nos proponemos manifestar a Dios nuestras necesidades o deseos, porque lo conoce todo […]. La oración dirigida a Dios es necesaria por causa del mismo hombre que ora, a fin de que considere sus defectos e incline su corazón a desear ferviente y piadosamente lo que espera conseguir orando, y de este modo se haga idóneo para recibir 8.
La oración que Jesús nos enseña es «exigente» no por su aspecto esotérico, sino por el hecho de que, mientras asciende a la presencia de aquel Dios que reconocemos e invocamos como «Padre», nos hace conscientes y colaboradores del «designio de amor de su voluntad» (cf. Ef 1,5). Este designio nos incumbe a todos, porque asegura a cada uno de nosotros la vida del cuerpo, la libertad del alma y el perdón recibido y ofrecido: sin eso, la existencia no puede más que marchitarse en la violencia del sentimiento de culpa o en el infierno de la aflicción. De esta oración que el Señor Jesús enseñó a sus discípulos y que nos fue transmitida en el regazo de nuestras madres y de nuestros iniciadores en la fe puede decirse, en verdad, que «quemaba como antorcha» (Eclo 48,1). Para que una antorcha arda es necesario que se la alimente con cuidado y perseverancia. Incluso cuando nuestras jornadas sean más densas que la espesura que nos impide ver más allá de la suma de las urgencias, no olvidemos orar con las palabras que el Señor nos ha enseñado más como madre que como maestro. Estas palabras son como el fuego que hay que custodiar bajo las cenizas de las muchas ocupaciones y preocupaciones de cada día.
Junto a un Padre de la Iglesia como Cipriano de Cartago y un doctor de la Iglesia como Tomás de Aquino podemos ofrecer la sabia reflexión de un psicoanalista contemporáneo que puede considerarse con razón como un maestro: Massimo Recalcati. Uno de sus textos más importantes comienza justamente –y a buen seguro no por casualidad– con la evocación de la dimensión de la oración:
La oración dirigida a Dios pertenece al tiempo de la existencia de Dios. […] La oración preserva el lugar del Otro como irreductible al del yo. Para orar –esto es lo que les he transmitido a mis hijos– hay que arrodillarse y dar gracias. ¿Frente a quién? ¿A qué Otro? No sé responder y no quiero responder a esta pregunta. Y, además, mis hijos no me la plantean. Cuando me lo piden, practicamos juntos lo que queda de la oración: preservamos el espacio del misterio, de lo imposible, del no todo, de la confrontación con la inadmisibilidad del Otro 9.
En el evangelio según Mateo, exactamente en el centro del Sermón de la montaña –cuyo núcleo duro son las bienaventuranzas– encontramos la «oración del Señor», que no se ha de «interpretar» como si fuese una pieza de teatro que se agota en la simple repetición. Por el contrario, la oración nos pone en la condición de dirigirnos hacia Otro para ser restituidos a nosotros mismos de una manera nueva y en todas las dimensiones de nuestro ser: cuerpo, psique y espíritu. Por eso la oración tiene un carácter «performativo» que nos forma, porque siempre nos transforma. La oración que nos fue entregada en el bautismo y que repetimos siempre inmediatamente antes de alimentarnos del cuerpo y la sangre de Cristo en la eucaristía no es una oración que haya que «seccionar», sino una plegaria para repetir sin fin, como las palabras amadas, como se usan todos los días las cosas de siempre con las que se crea una complicidad hasta el punto de convertirse en una forma de identidad. Las dos partes del Padrenuestro son como las dos tablas del Decálogo, que nos ayudan a afrontar todos los aspectos de la vida y las exigencias de la relación con el Otro de Dios y las infinitas diferencias que experimentamos en nuestras relaciones humanas.
Es posible que una oración que comienza con el nombre de «Padre» y termina con la evocación del «mal» nos atemorice. Sin embargo, en esa completitud y complejidad podemos reconocer la fiabilidad de esta oración que nos coloca en la realidad y casi nos expone a ella en su entera totalidad, hecha de alegría y de trabajo duro. Nuestra vida es un combate entre lo que nos hace reconocer en Dios a nuestro Padre y lo que nos hace sentir la atracción del mal como huida de esta relación exigente. Toda experiencia de mal radica siempre en la tentación de autonomía y de autodeterminación. El fruto más amargo del mal es el extrañamiento respecto de aquellos que, por el contrario, son nuestros hermanos, que, de imperdonables e insoportables, como fue para Caín, se convierten en imprescindibles, como para el Señor resucitado (cf. Jn 20,17).
La oración se inicia con una puesta en escena de tres grandes deseos: la santificación del nombre, la venida de un reino y el cumplimiento de una voluntad. Solo después de la clarificación y de la manifestación de aquello que podría definirse como el escenario de nuestro dirigirnos a Dios siguen cuatro peticiones que solicitan al Altísimo que nos conceda las coordenadas necesarias para la realización de estos tres deseos que contienen y trascienden todo deseo: el pan de la vida corporal, el pan del perdón, que nos permite subsistir como personas, la fuerza ante la tentación y la serenidad frente al mal.
Escuela de libertad
De acuerdo con lo dicho, la oración formada en la escuela del Padrenuestro nos permite pasar de la evaporación del padre a la cristalización del Padre. Este proceso se hace posible por la revelación –en Jesucristo– de la posibilidad de elevarnos del temor de tener que medirnos con un padre-amo, que refleja el imaginario religioso común e idolátrico, al Padre-perdón que nos reconoce como hijos. En este proceso, que nunca se realiza de manera definitiva, recibimos como fundamento una dignidad sobre la cual podemos construir nuestra identidad singular. Una identidad capaz de comunión y de renovadas alianzas a favor del incremento de la vida de todos y de la esperanza de cada uno.
Si «entre el padre y el hijo el silencio es valioso como el oro» 10, entonces la oración es el modo de habitar este silencio sin que él se convierta en una forma de mutismo. Podemos imaginarnos bien que el Señor Jesús aprendió, mucho antes que las palabras, las actitudes de la oración auténtica en el regazo de su padre José, «el carpintero» (Mt 13,55), y junto a él. De este hombre «justo» (1,19), que aparece en el tiempo justo y en el lugar justo, las Escrituras nos transmiten tiernamente los gestos del cuidado y de la protección de aquel que es más débil y corre el peligro de verse expuesto a la violencia, que comienza siempre con la incomprensión. Como recuerda otra psicoanalista –Françoise Dolto–, para hablar es necesario no tener la boca llena, hay que «destetar» la palabra para que sea verdadera, y esto implica una dosis de renuncia. En efecto, el bebé, vinculado a su madre en el acto de la lactancia, tiene que aprender después a hablar, pero para poder hacerlo debe ser destetado, y solo después será capaz de hablar libre y correctamente. Para poder orar y dirigirse a Dios es fundamental haber aprendido a renunciar a la satisfacción inmediata de las propias necesidades y de los propios deseos, para no ser como niños a los que, justamente, se enseña a «no hablar con la boca llena».
La oración es siempre ese paso adelante en nuestra vida en el cual, dirigiéndonos a Dios como «Padre nuestro», pedimos ser liberados de una excesiva concentración en nosotros mismos y en nuestras necesidades, para abrirnos a la vida, percibida y cultivada como algo cada vez más grande y distinto de nosotros. El modelo –el arquetipo– de la vida que vivimos en la tierra viene de más lejos y no se identifica con nosotros mismos, sino que debe ser tomado de otra parte… cada vez de más lejos y de más hondo. Para ser realmente hijos hay que aceptar que un padre «hable de nosotros», para después «hablarnos a nosotros», poniéndonos así en condiciones de hablar, a nuestra vez, también nosotros.
La oración del Padrenuestro, repetida como el mantra de los discípulos de Cristo, se torna así en una palestra de renuncia a la propia autorreferencialidad, para equiparnos con y entrenarnos en aquella capacidad de relación que nos hace personas y no solo individuos. Esto se da cuidando un silencio que hace posible esa palabra porque la libera. De manera admirable explica esto mismo Jean-Yves Leloup:
La realidad que colocamos bajo la palabra «Dios» está, posiblemente, en ese silencio, entre las líneas, entre las palabras, entre la inspiración y la espiración. Ese silencio de donde proviene y hacia donde regresa el hálito, de donde viene y hacia donde regresa el pensamiento, de donde viene y hacia donde regresa la vida… ¿No es acaso ese silencio el que Jesús llamaba su «Padre» y «nuestro Padre»? ¿No es acaso la Fuente de su ser, de su pensamiento, de su palabra y de su acción, el lugar de donde brotan el ser, el pensamiento, la palabra y el acto justos… el acto humano, creado, ajustado a su fuente divina increada, un deseo humano muy humano y, por tanto, en armonía con el deseo mismo de la gran Vida, en nosotros una oración…? 11
Toda la vida se nos entrega para realizar dos operaciones que, en realidad, son una sola: aprender a amar y prepararse a morir. La oración representa el apoyo necesario para no fracasar en esta operación no solamente necesaria, sino también tan estimulante y amable. La oración transforma nuestra vida en una semilla de esperanza y nos permite atravesar el desierto florido de ese silencio de nosotros mismos que nos pone frente al Otro: en él reconocemos el rostro del Padre como el recién nacido siente el perfume de su madre. De este silencio se da cuenta el discípulo innombrado del evangelista Lucas, y de este intimísimo silencio Jesús nos hace partícipes con las palabras de «su» indecible e inenarrable oración. El primer paso para que esto ocurra es saber reconocer que no se es autosuficiente y que la propia vida se realiza necesariamente –sería esperable que fuera, también, gozosamente– en un límite no solo asumido, sino incluso amado. De este límite asumido y amado es memoria necesaria el solo hecho de ponerse a orar. Lo dice, una vez más, de manera clara y fuerte hasta el psicoanálisis, que intenta sondear los procesos de nuestra psychḗ. Lo que llamamos «psique» indica en griego no solo el alma pensante, sino también la mariposa, con su fascinante misterio de transformación:
¿Cómo preservar la apertura de la existencia al misterio evitando hacer del desencanto una nueva religión, una nueva forma de ilusión? ¿Cómo hacer posible la experiencia virtuosa del límite? La experiencia de nuestra castración, ¿no es, tal vez, la experiencia central de toda auténtica oración? ¿Y no es una tarea crucial de la función paterna hacer posible el encuentro con nuestro límite más radical? 12
La oración del Padrenuestro desarrolla para nosotros esta función iniciática. Una célebre frase de Tertuliano la define como breviarium totius evangelii 13: resumen de todo el Evangelio. Si el Padrenuestro es el resumen de todo el Evangelio, entonces es también el compendio de toda la vida. De modo que repetir la oración del Señor dejando ascender dentro de nosotros una de sus siete invocaciones se torna un modo de hacer correr por las venas de nuestra alma la sabiduría del Evangelio y sus exigencias. Orando con estas palabras aprendemos a dirigirnos a Dios «como el Señor nos enseñó». Estas son las palabras que expresan ante todo la fe de Jesús, que nos pone en condiciones de hacer madurar nuestra fe como se dio para el mismo Señor. Es bueno recordar que la oración por excelencia del cristiano no es «cristiana», sino judía. Por eso, como discípulos, estamos llamados a entrar en el mismo proceso de confianza que Jesús aprendió en la escuela de los padres y las madres de Israel. Se trata de entrar en aquel camino de éxodo y en aquel dinamismo pascual que se revelan como una escuela de libertad duramente conquistada a través de las grandes batallas del corazón.
No es nuestra intención decir en estas páginas nada «nuevo» (Ecl 1,9) sobre un texto meditado desde siempre en la tradición y enriquecido por las emociones de las innumerables personas que lo han repetido en tiempos y situaciones extremadamente diversos. Si pudiésemos registrar las emociones que se han experimentado –y se experimentan aún– en el corazón de los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares al rezar el Padrenuestro, pienso que tendríamos una vista maravillosa del panorama del misterio mismo de nuestra humanidad. Si bien eso no nos es posible a nosotros, ciertamente sí le es posible al corazón del Padre, que está en los cielos, que se inclina continuamente para acoger nuestras alegrías y acompañar nuestros dolores. Como se recuerda en un salmo que no se reza en la Liturgia de las Horas, porque está catalogado entre los «imprecatorios», en cualquier situación en que vivamos queremos «ser oración» (Sal 109,4) para llegar a ser cada vez más humanos y fraternos. A las palabras del salmo adjuntamos una vez más las de Massimo Recalcati antes de entrar a meditar, una por una, las siete invocaciones que han acompañado los caminos de una multitud innumerable de peregrinos en la vida antes de nosotros:
Para los seres humanos, para los seres que habitan el lenguaje, no hay posibilidad de autosuficiencia, no hay forma de escapar de la dependencia estructural del Otro. En este sentido, somos una oración. Cada uno de nosotros proviene de un horizonte que no ha elegido y que lo ha determinado.