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II

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La ausencia causa efectos singulares. Lo comprobé durante aquel primer año de alejamiento que me separó del señor Bray sin que el más leve motivo directo pareciese evocar en uno el recuerdo del otro.

La ausencia une y desune: tanto acerca como aleja: hace recordar y olvidar; relaja ciertos vínculos muy sólidos, los distiende a veces hasta romperlos: hay alianzas reconocidas indestructibles en las cuales ocasiona irremediables averías: acumula mundos de indiferencia sobre promesas de eterna recordación. Y al mismo tiempo, de un germen imperceptible, de un vínculo inadvertido, de un «adiós, señor», que no debía tener ningún alcance compone, con una insignificancia, tejiéndolos yo no sé cómo, una de esas tramas tan vigorosas sobre las cuales dos amistades masculinas pueden muy bien subsistir por todo el resto de la vida, porque tales lazos son de imperecedera duración. Las cadenas formadas de ese modo, sin saberlo nosotros, con la sustancia más pura y más vivaz de nuestros sentimientos, por aquella misteriosa obrera son a la manera de un intangible rayo de luz que va del uno al otro sin que lo interrumpan ni desvíen la distancia ni el tiempo: el tiempo las fortifica y la distancia puede prolongarlas indefinidamente sin romperlas. La añoranza no es en tales casos más que el movimiento un poco más rudo de esos hilos invisibles anudados en las profundidades del corazón y del alma, cuya extrema tensión hace sufrir. Pasa un año: la separación fue sin decirse «hasta la vista»: se produce un reencuentro inesperado: y durante ese tiempo la amistad ha hecho en nosotros tales progresos que todas las barreras han caído, todas las precauciones han desaparecido. Aquel largo intervalo de doce meses, gran espacio de vida y de olvido, no ha contado un solo día inútil: y esos doce meses de silencio han determinado la necesidad mutua de confidencias con el derecho más sorprendente aun de confiar.

Un año justo hacía que había ido por vez primera a Villanueva cuando volví a él atraído por una carta del doctor, en la cual me decía: «En la vecindad se habla de usted y el otoño es soberbio; venga usted.» Llegué sin hacerme esperar, y cuando una noche de vendimia, después de un día tibio, de espléndido sol, en medio de iguales ruidos que antaño, traspuse, sin anunciarme, los umbrales de Trembles, vi que la unión de que he hablado estaba formada y que la ingeniosa ausencia la había operado sin nosotros y para nosotros.

Era yo un huésped esperado que volvía, que debía volver, y que una vieja costumbre había hecho familiar de la casa. ¿No me encontraba a mi vez completamente a mi satisfacción? Aquella intimidad, que comenzaba apenas, ¿era antigua o nueva? No podría afirmarlo: de tal modo la intuición de las cosas me había hecho vivir largamente en medio de ellos: tanto la sospecha que de ellos tenía asemejaba la costumbre.

Muy pronto la servidumbre me conoció: los dos perros no ladraban cuando llegaba al patio: la pequeña Clemencia, y Juan se habituaron a verme y no fueron por cierto los últimos en experimentar el grato efecto del regreso y la inevitable relación de los hechos que se repiten.

Más adelante se me llamó ya por mi nombre sin suprimir en absoluto la fórmula de precederlo por la palabra señor, pero olvidándola con mucha frecuencia. Sucedió después que el «señor de Bray»—yo decía ordinariamente señor de Bray—no estuvo de acuerdo con el tono de nuestras conversaciones: y cada uno de nosotros lo advirtió como nota desafinada que hiere el oído. En realidad nada parecía haber cambiado en Trembles: ni los lugares ni nosotros mismos: y teníamos el aspecto—de tal modo era todo tan idéntico a lo de antes, las cosas, la época, la estación y hasta los pequeños incidentes de la vida—de festejar día tras día el aniversario de una amistad que no tenía data.

La vendimia se hizo y se terminó igual que los años precedentes, con las mismas fiestas, iguales danzas, al son de la misma cornamusa manejada por el mismo músico. Después, arrumbada la cornamusa, desiertas las viñas, cerrados los lagares, la casa tornó a su calma ordinaria. Durante un mes los brazos descansaron y los campos se cubrieron de verdura: fue ese mes de reposo especie de vacación rural que dura de octubre a noviembre—después de la última recolección hasta la siembra,—que resume los días buenos, que trae, como un desfallecimiento de la estación, calores tardíos precursores de los primeros fríos. Por fin, una mañana salieron los arados; pero nada menos parecido al ruido de la vendimia que el triste y silencioso monólogo del labriego conduciendo los bueyes de labor y el gesto sempiterno del sembrador distribuyendo el grano en la tierra roturada.

Trembles era una hermosa propiedad, de la cual Domingo sacaba una buena parte de su fortuna y que le hacía rico. La explotaba por sí mismo con ayuda de su esposa, quien—según de Bray afirmaba—poseía todo el espíritu de los números y de administración que a él le faltaba. Como auxiliar secundario—con menor importancia y tanta acción casi como ella en el complicado mecanismo de una explotación agrícola,—tenía un viejo servidor, por encima del rango de los criados, que desempeñaba funciones de mayordomo e intendente. Este hombre—cuyo nombre figurará más adelante en este relato—se llamaba Andrés, y en su calidad de hijo del país y casi de hijo de la casa, tenía con respecto a su amo tanta privanza como ternura. Cuando de él o con él hablaba decía «señor nostramo», y de Bray le tuteaba por costumbre adquirida durante la niñez que perpetuaba una tradición doméstica de suyo emotiva en las relaciones del joven patrono y el viejo Andrés, el personaje principal en Trembles después de los dueños de la casa.

El resto del personal—bastante numeroso—se distribuía en las múltiples dependencias del castillo y de la granja.

Muchas veces todo parecía vacío, menos el corral, en donde se agitaba constantemente una multitud de gallinas; el gran jardín, en el cual las muchachas de la granja recogían la hierba, y la terraza expuesta al mediodía en la que la señora de Bray y sus hijos estaban a la sombra de las parras, cada día menos compactas por la caída rápida de los pámpanos secos. A veces pasaban días enteros sin que se percibiese un ruido revelador de la vida en aquella casa habitada por tanta gente que existía entregada a la actividad del trabajo doméstico y agrícola.

La alcaldía no estaba en Trembles, aunque por tres o cuatro generaciones los de Bray hubieron desempeñado aquel cargo como por derecho propio. El archivo se quedaba en Villanueva; una vivienda de labriegos servía de escuela y de casa consistorial. El alcalde, dos veces por mes, acudía para presidir el concejo municipal, y de cuando en cuando para celebrar algún matrimonio. Esos días partía de Trembles con la banda en el bolsillo y se la ceñía al entrar en la sala de sesiones y acompañaba de buena voluntad las formalidades legales de una pequeña arenga que producía excelentes efectos. Dos veces en una misma semana, tuve ocasión de presenciar esa escena en la época de que hablo. Las vendimias atraen infaliblemente los matrimonios: es la estación del año que hace emprendedores a los mozos, enternece el corazón de las muchachas y forma los noviazgos.

La distribución de la beneficencia estaba a cargo de la señora de Bray. Tenía las llaves de la farmacia, de los depósitos de ropas, de leña gruesa, de sarmientos; los bonos de pan firmados por el alcalde iban escritos de mano de ella; si añadía de lo suyo a la liberalidad comunal, nadie se enteraba, y los pobres recibían el beneficio sin saber nunca la mano que se lo daba. Gracias a esto, verdaderos pobres indigentes había muy pocos en la comuna: los recursos que procuraba el mar en ayuda de la caridad pública, los de las marismas y algunos prados inferiores en los que los más apurados apacentaban sus vacas, un clima dulcísimo que hacía muy soportables los inviernos, contribuían a que los años se sucedieran sin penurias excesivas y eran factores que daban margen a que nadie pudiera lamentar la suerte de haber nacido en Villanueva.

Tal era, sobre poco más o menos, la parte que a Domingo le correspondía en la vida pública de su país natal: administrar una pequeña comuna perdida en las lejanías de todo gran centro, encerrada entre marismas, apretada contra el mar que roía sus costas y le devoraba cada año algunas pulgadas del territorio; velar por la conservación de los caminos y procurar la desecación de los terrenos inundados periódicamente; preocuparse de los intereses de muchas personas para las cuales eran necesarios a las veces el arbitrio benéfico, el consejo o el juez; impedir las disputas y poner óbice a los pleitos, causa y efecto de discordias; prevenir los delitos; cuidar con sus propias manos y ayudar con recursos de la propia gaveta; dar buenos ejemplos en materia agrícola; hacer ensayos ruinosos para animar a los tímidos en la senda de los progresos útiles; experimentar a todo riesgo en tierra propia y con dinero propio como un médico ensaya en su cuerpo un medicamento a riesgo de la salud; y todo eso hacerlo con la mayor naturalidad, no como una servidumbre, sino como un deber de posición social, de fortuna y de nacimiento.

Alejábase lo menos posible del estrecho círculo de aquella existencia activa e ignorada cuyo radio no excedía de una legua.

En Trembles se recibían pocas visitas; algunos amigos que llegaban para cazar, desde lejanos límites del Departamento, y el doctor y el párroco de Villanueva invitados regularmente a comer todos los domingos.

Cuando—después de levantarse—tenía despachados todos los asuntos de la comuna, si le quedaban un par de horas para ocuparse de los propios, pasaba revista a sus máquinas agrícolas, distribuía el trigo de semilla, hacía acopiar los forrajes o bien montaba a caballo cuando una necesidad de vigilancia le reclamaba más lejos. A las once la campana de Trembles anunciaba el almuerzo; era el primer momento del día en que se reunía la familia y ponía a los dos niños bajo la mirada del padre. Uno y otra aprendían a leer, modesto comienzo, sobre todo para el muchacho, en quien Domingo cifraba, creo yo, la ambición de ver realizado un éxito en oposición diametral del fracaso de su propia vida.

El año era abundante de caza y en ella ocupábamos la mayor parte de las tardes cuando no emprendíamos una rápida jira por la árida campiña sin otro fin que costear el mar. Observaba yo que esas cabalgatas, durante las cuales pasaban largos espacios del más absoluto silencio, a través de un territorio cuya aridez nada tenía de risueño, le ponían más serio que de ordinario solía estar. Caminábamos al paso de nuestras cabalgaduras; muchas veces parecía que se olvidaba él que yo le acompañaba, para seguir como adormecido el monótono andar de su caballo escuchando el golpeteo de las herraduras sobre los cantos rodados de la costa. Gentes de Villanueva u otros pueblos que solían cruzar nuestro camino le saludaban llamándole unas veces señor alcalde y otras señor Domingo; la fórmula cambiaba según el domicilio de los transeúntes, de conformidad con la clase de relación o el grado de dependencia.

—Buenos días, señor Domingo—le decían a través del campo. Eran labriegos, gente de trabajo, agachados sobre los surcos. Con más o menos esfuerzos desplegaban la cintura, fatigados los riñones, y descubrían grandes frentes cubiertas de cortos cabellos, cuya blancura se destacaba sobre el rostro atezado por el sol. Alguna vez una frase cuyo sentido no estaba definido para mí, un recuerdo de otros tiempos, evocado por alguno de aquellos que le habían visto nacer y le decían:—«¿Se acuerda, señor?»—algunas veces, una frase bastaba para hacerle cambiar el gesto y sumirle en embarazoso silencio.

Había un viejo pastor de carneros, un buen hombre, que todos los días a la misma hora llevaba su rebaño a apacentarse con la hierba salobre de la vertiente sobre el mar. Hiciera buen o mal tiempo, veíasele a dos pasos de la quebrada, derecho como un centinela, el sombrero de fieltro encasquetado hasta las orejas, los pies en los gruesos zuecos rellenos de paja, abrigada la espalda con un capotón de paño pardo.

—Cuando pienso—me había dicho Domingo—que hace treinta y cinco años que le conozco y le veo siempre ahí...

Era gran hablador, como hombre que sólo en raras ocasiones puede aliviarse del prolongado silencio y sabe aprovecharlas. Casi siempre se ponía delante de nuestros caballos cerrándoles el paso, y con gran ingenuidad nos obligaba a escucharle. Más que ningún otro tenía la manía del «¿se acuerda, señor?», como si los recuerdos de su dilatada vida de guardián de carneros no constituyeran más que una serie no interrumpida de bienandanzas. No era, por cierto—ya lo había yo advertido,—el encuentro que más agradaba a Domingo. La repetición de aquella imagen siempre en el mismo lugar; la renovación de cosas muertas, inútiles, olvidadas, todos los días a la misma hora puestas indiscretamente ante sus ojos le molestaba realmente. Así, a despecho de su indulgencia para todos los que le amaban—y mucho le quería el anciano pastor,—Domingo le trataba un poco como a un viejo cuervo charlatán: «Está bien, está bien, tío Jacobo, le decía, hasta mañana», y trataba de continuar el paseo. Pero la estúpida obstinación del tío Jacobo era tal, que no quedaba más recurso que resignarse y dejar que tomasen aliento los caballos en tanto que el viejo pastor hablaba.

Un día Jacobo, como de costumbre, luego que nos vio a lo lejos, bajó la pendiente de la quebrada, y plantado como un mojón en medio del estrecho sendero que debíamos seguir nos detuvo. Estaba más ganoso que nunca de hablar de los tiempos que fueron, de recordar fechas; los recuerdos de lo pasado se le subían al cerebro como una borrachera.

—Salud, señor Domingo, salud, señores—nos dijo mostrándonos todas las arrugas de su rostro devastado, dilatadas por la satisfacción de vivir.—He aquí un tiempo como se ve pocas veces, como no se ha visto desde hace veinte años. ¿Se acuerda usted, señor Domingo, de hace veinte años? ¡Ah, qué vendimias aquéllas, qué calor para recoger... y qué modo de gotear los racimos como esponjas, y cómo eran dulces como azúcar las uvas!... No había gente bastante para cortar todo lo que los sarmientos tenían...

Domingo escuchaba impaciente y su caballo piafaba como si las moscas le atormentaran.

—Era el año que había tanta gente en el castillo, ¿se acuerda? ¡Ah, como...!

Pero una huida del caballo cortó la frase y dejó al tío Jacobo con la boca abierta. Aquella vez a todo trance había pasado adelante Domingo y su cabalgadura galopaba fustigada con el látigo como si el jinete le castigara por algún resabio súbito o por haber tenido miedo.

Durante el rato del paseo Domingo estuvo distraído y el mayor tiempo posible mantuvo su caballo al galope largo.

Era Domingo poco aficionado al mar; había crecido—decía—escuchando sus gemidos y recordaba aquel tiempo con desagrado; sólo a falta de más risueños caminos para pasear habíamos adoptado aquel rumbo. No obstante, visto desde lo alto de la quebrada que seguíamos el horizonte plano de la tierra y el del mar, resultaban de una grandeza sorprendente a fuerza de estar vacíos. Por otra parte el continuo movimiento de las olas y la inmovilidad de la llanura; el contraste de los barcos que pasaban, con las casas que estaban inmóviles, de la vida aventurera y de la vida determinada por analogía, debía impresionarle muy vivamente y lo saboreaba secretamente, sin duda, con el placer acre propio de las voluptuosidades del espíritu que hacen sufrir. Al caer la tarde volvíamos a paso corto por los caminos pedregosos enclavados entre los campos recientemente labrados cuya tierra era negruzca. Las alondras volaban al nivel del suelo huyendo con un postrer estremecimiento de día sobre las alas. Así llegábamos a las viñas y nos abandonaba el aire salado de la costa. Del fondo de la llanura se elevaba un hálito más tibio. Poco después entrábamos bajo la sombra azulada de los grandes árboles y muchas veces estaba ya cerrada la noche cuando echábamos pie a tierra en el patio de Trembles.

Por la noche nos reuníamos nuevamente en un gran salón provisto de antiguos muebles; un ancho reloj señalaba la hora, y tan vibrante era su sonería que alcanzaba a ser oída hasta de las habitaciones altas. Era imposible substraerse a aquel monótono ruido que nos despertaba con sólo el ritmo de su péndulo, y muchas veces Domingo y yo nos sorprendíamos recíprocamente escuchando en silencio el severo murmullo que segundo a segundo nos conducía de un día al otro. Asistíamos a la faena de acostar a los niños cuyo tocado de noche se hacía por indulgencia en el salón, y a quienes la madre llevaba a la cama, todos envueltos en tela blanca, los brazos colgantes y los ojos cerrados ya por el sueño.

A eso de las diez nos separábamos. Yo retornaba a Villanueva, o bien, más adelante, cuando las noches eran lluviosas y más oscuras y los caminos menos transitables, me retenían en Trembles. Tenía mi alojamiento en el segundo piso en un ángulo del edificio tocando a una de las torrecillas. Otro tiempo, durante su juventud, había ocupado Domingo aquella misma habitación. Desde la ventana se descubría toda la llanura, toda Villanueva y hasta la alta mar, y me dormía escuchando el rumor del viento en los árboles y el ronquido de las olas que había arrullado a Domingo en la niñez. Al día siguiente todo recomenzaba como el anterior, con la misma plenitud de vida, la misma exactitud en las distracciones y en el trabajo. Los únicos accidentes domésticos que tuve ocasión de presenciar fueron propios de la estación, que turbaban la simetría de las costumbres; como, por ejemplo, un día de lluvia que modificaba las disposiciones adoptadas contando con el buen tiempo.

En días tales, Domingo subía a su despacho. Pido perdón al lector por estos pequeños detalles y de otros que les seguirán; pero ellos le permitirán penetrarse poco a poco y por las mismas vías indirectas que a mí mismo me condujeron, de la vida del caballero labriego en la conciencia misma del hombre, y quizás en ella encontrarán particularidades menos vulgares. Esos días, decía, Domingo subía a su despacho; es decir, retrogradaba veinticinco o treinta años y revivía su pasado durante algunas horas. Había en aquella habitación algunas miniaturas de familia, un retrato suyo, de cuando era muy joven y tenía el rostro sonrosado y rodeado de bucles castaños; un retrato en el cual no había un rasgo fisonómico semejante a los del hombre de lo presente; algunos legajos rotulados en un montón de papeles y dos bibliotecas: una antigua, la otra enteramente moderna que manifestaba por la selección especial de libros, las predilecciones que de hecho aplicaba en su vida. Un pequeño mueble cubierto de polvo contenía los libros de colegio únicamente; volúmenes de estudio y de premio. Añádase a todo esto un viejo escritorio acribillado de manchas de tinta y de golpes de cortaplumas y un hermoso mapa-mundi datando de medio siglo en el cual estaban trazados a mano los más quiméricos itinerarios a través de todos los países de la tierra. Además de aquellos testimonios de su vida de estudiante, respetados y conservados con verdadero cariño por un hombre que se sentía envejecer, había otras diversas cosas que correspondían a su vida íntima reveladoras de lo que había sido, lo que había pensado, que me cumple dar a conocer, aunque en ellas haya mucha puerilidad. Refiérome a lo que se veía sobre las paredes, en las estanterías, en los vidrios, innumerables confidencias fáciles de descifrar.

Leíanse sobre todo fechas completas—día, mes y año.—Era frecuente la indicación reproducida en serie, con sucesión de datos de diverso año, como si muchos seguidos se hubiera dedicado a constatar algo idéntico, ya sea su presencia material en algún sitio o la del pensamiento sobre el mismo objeto. Era rara su firma al pie de las inscripciones; mas no por anónimas eran menos reveladoras de la personalidad que las había concebido y grabado. Había además una sola figura geométrica elemental. Encima, la misma figura estaba reproducida con una o dos líneas más que modificaban el sentido sin cambiar el principio y repetida con nuevas modificaciones llegaba a corresponder a significados particulares que implicaban el triángulo o el círculo originario, pero con resultados diferentes. En medio de éstas alegorías, cuyo significado no era difícil adivinar, estaban escritas algunas máximas muy concisas y muchos versos, todos contemporáneos de aquel trabajo de reflexión sobre la identidad humana en el progreso. La mayor parte estaban escritos con lápiz, porque el poeta los estampó tímidamente o porque desdeñó prestarles demasiada permanencia trazándolos en forma que los perpetuase sobre el muro. Monogramas, en los cuales la misma mayúscula se enlazaba con una D, se destacaban sobre el primer verso de muchas de aquellas poesías de acepción más definida, recuerdos de época más reciente sin duda. De pronto, como revelación de una recaída hacia un misticismo más doloroso o más elevado, había escrito—seguramente por una coincidencia fortuita con el poeta Longfelow—Excelsior, Excelsior, Excelsior, repetido entre una porción de signos de admiración. Después, a contar de una época que se podía calcular en torno de la fecha de su matrimonio, advertíase evidentemente que sea por indiferencia o tal vez resultado de una enérgica determinación, había adoptado el partido de no escribir más. ¿Juzgaba que se había completado ya la póstuma evolución de su existencia? ¿O pensaba, con razón, que nada podía temer en adelante respecto de aquella identidad de sí mismo que tanto había cuidado establecer hasta entonces? Una sola y última fecha muy visible seguía a todas las demás y coincidía exactamente con la edad de Juan, el primer hijo que le había nacido.

Una gran concentración de espíritu; una activa e intensa observación de sí mismo, el instinto de elevarse muy alto cada vez más, y de dominarse no perdiéndose de vista nunca; las transformaciones arrastradoras de la vida con la voluntad de reconocerse en cada nueva faz; la naturaleza que se hace comprender; sentimientos que nacen y enternecen un joven corazón nutrido de su propia sustancia; aquel nombre que se enlaza con otro y versos que se escapan de él como el aroma de una flor en primavera; los esfuerzos fracasados hacia las altas cumbres del ideal; la paz, en fin, que se hace en un espíritu borrascoso, tal vez ambicioso, y de seguro martirizado por quimeras; he ahí, si no me engaño, lo que se podía leer en aquel registro mudo, más significativo en su confusa nemotecnia que muchas memorias escritas. El alma de treinta años de existencia aún conmovida, palpitaba en aquel estrecho gabinete; y cuando Domingo estaba en él, delante de mí, asomado a la ventana, un poco distraído y tal vez perseguido aún por el eco de antiguos rumores, era cosa de saber si había venido para evocar lo que él llamaba la sombra de él mismo o para olvidarla.

Un día tomó un paquete de libros colocado en un oscuro rincón de la biblioteca; me hizo sentar, abrió uno de los volúmenes y sin más preámbulo se puso a leer a media voz. Eran poesías sobre asuntos demasiado gastados después de muchos años de vida campestre, de sentimientos heridos o de pasiones tristes. Los versos eran buenos, de un mecanismo ingenioso, libre, imprevisto, pero poco líricos en resumen, aunque las intenciones del autor lo fueran mucho. Los sentimientos eran delicados, pero vulgares, y las ideas débiles. Aparte la forma que, lo repito, por sus raras cualidades discordaba notablemente con la indiscutible debilidad del fondo, parecía aquello ensayo de un hombre joven que se expansiona en versos y se cree poeta porque cierta música interior le pone en el camino de las cadencias y le impulsa a hablar con palabras rimadas. Tal era, a lo menos, mi opinión, y no teniendo por qué guardar consideraciones al autor, cuyo nombre ignoraba, se la di a conocer a Domingo con la misma crudeza que ahora la escribo.

—He ahí juzgado al poeta, y bien juzgado, ni más ni menos que por él mismo. ¿Hubiera usted usado igual bravura si hubiese sabido que los versos eran míos?

—Absolutamente—repliqué un poco desconcertado.

—Tanto mejor. Eso me demuestra—continuó Domingo,—que lo mismo en bien que en mal me estima usted en lo que valgo. Hay otros dos volúmenes de fuerza semejante a la de este otro. También son míos. Tendría el derecho de negarlo puesto que en ellos no figura mi nombre; pero no sería usted, por cierto, la persona a quien ocultaría yo debilidades que tarde o temprano conocerá usted en totalidad. Yo, como tantos otros, les debo acaso a esos ensayos fracasados alivio y enseñanzas útiles. Demostrándome que no soy nada, lo que he hecho me ha dado la medida de los que son algo. Esto que digo es modestia a medias; pero no le extrañará a usted que no distinga la modestia del orgullo cuando sepa hasta qué punto me es permitido confundirlos.

Había dos hombres en Domingo: eso no era difícil adivinarlo. «Todo hombre lleva en sí mismo uno o muchos muertos», me había dicho sentenciosamente el doctor, que también sospechaba un gran renunciamiento en la vida del campesino de Trembles. Pero el que no existía ya, ¿había, siquiera, dado señales de vida? ¿Y en qué medida? ¿En qué época? ¿Había traicionado alguna vez su incógnito con algo más que dos libros anónimos e ignorados?...

Tomé los dos libros que Domingo no había abierto; el título me era conocido. El autor, cuyo nombre no había tenido tiempo de penetrar muy hondo en la memoria de la gente que lee, ocupaba con honor un puesto de mediano rango en la literatura política de quince años atrás. Ninguna publicación más reciente me había hecho saber que vivía y escribía aún. Formaba parte del pequeño número de escritores discretos que nunca son conocidos más qué por el título de sus obras, cuyo nombre alcanza fama sin que ellas salgan de la sombra, y que pueden desaparecer o retirarse del mundo sin que el público, que no se comunica con ellos más que por sus escritos, llegue a saber lo que de ellos ha sido.

Repetía yo los títulos de los libros y el nombre del autor; miraba a Domingo, y comprendiendo que le adivinaba, sonrió y me dijo:

—Sobre todo no linsonjee usted al publicista para consolar al poeta. La más real diferencia que entre los dos hay consiste en que la prensa se ha ocupado del primero y no ha hecho igual honor al segundo. ¿Si razón ha tenido para callar respecto del uno, no se ha equivocado al acoger bien al otro? Tenía muchos motivos—continuó—para cambiar de nombre como antes tuve graves razones para mantener el anónimo; razones que no emanaban tan sólo de consideraciones de prudencia literaria y de modestia bien entendida. Ya ve usted que hice bien, puesto que nadie sabe hoy día que aquel que firmaba mis libros ha concluido prosaicamente por hacerse alcalde de su pueblo y cultivador de viñas.

—¿Y ya no escribe usted?—le pregunté.

—¡Ah, no!... Eso se acabó. Por otra parte, desde que no tengo nada que hacer, puedo decir que no me queda tiempo para nada. En cuanto a mi hijo, he aquí lo que pienso acerca de él. Si yo hubiera llegado a ser lo que no soy, consideraría que la familia de los de Bray había producido bastante, que su misión estaba cumplida, que mi hijo sólo tenía que procurarse descanso. Pero la Providencia ha dispuesto otra cosa: los papeles se han trocado. ¿Es esto mejor o peor para él? Le dejo el esbozo de una vida incompleta que él completará, si no me equivoco. Nada acaba; todo se transmite, hasta las ambiciones.

Luego que abandonaba aquella habitación peligrosa poblada de fantasmas en la cual se comprendía que una multitud de tentaciones debían acosarle, Domingo tornaba a ser el campesino de Trembles. Dirigía una frase cariñosa a su esposa y a sus hijos, tomaba la escopeta, llamaba a los perros, y si el cielo sonreía íbamos a terminar el día en el campo empapado de agua.

Hasta noviembre duró aquella vida fácil, familiar, sin grandes expansiones, pero con el abandono sobrio y confiado que Domingo sabía poner en todo lo que no estaba mezclado con asuntos de su vida íntima. Gustaba del campo como un niño y no lo ocultaba; pero hablaba de él como hombre que en el campo habita, no como literato que lo canta. Había palabras que nunca pronunciaban sus labios, porque jamás conocí hombre que fuese más pudoroso que él en cierto orden de ideas, y la confesión de sentimientos llamados poéticos era un suplicio que estaba muy por encima de sus fuerzas.

Tenía por el campo una pasión tan sincera, aunque contenida en la forma, que le llenaba de voluntarias ilusiones y le impulsaba a perdonar muchas cosas a los aldeanos aunque les reconociera ignorantes y cargados de defectos y aun de vicios. Vivía en perenne contacto con ellos, pero no compartía ni sus costumbres, ni sus gustos ni uno solo de sus prejuicios. La extrema sencillez de su traje, de sus maneras y de su vida todo era excusa de superioridades que ninguno de los que le trataban hubiera sospechado. Todos en Villanueva le habían visto nacer, crecer, y después de algunos años de ausencia tornar al país natal y arraigarse en él. Había viejos para quienes con sus cuarenta y cinco años ya era siempre Dominguito; pero de todos los que a diario pasaban cerca del castillo de Trembles y reconocían en el segundo piso, a mano derecha, aquel cuarto que fue su habitación de niño adolescente, ni uno solo sospechaba, por cierto, el mundo de ideas y de sentimientos que le separaba de ellos.

He hablado de las visitas que Domingo recibía y me cumple volver sobre ese asunto por razón de un suceso del cual fui, hasta cierto punto, testigo, y que le impresionó hondamente.

Entre los amigos que según costumbre se reunieron en Trembles para festejar a San Huberto, estaba uno de los más viejos camaradas de Domingo, llamado D'Orsel, muy rico, que vivía retirado, según se decía, sin familia, en un castillo situado a una docena de leguas de Villanueva.

Era D'Orsel de la misma edad que su antiguo camarada, aunque su cabello rubio y su rostro afeitado eran parte a que representara algunos años menos. Tenía buen tipo, vestía muy bien, distinguíanle maneras seductoras por lo cultas, y un dandismo inveterado en los gestos y en las palabras, que constituían un atractivo real. Había en todo su ser moral mucho abandono o mucha indiferencia o mucho fingimiento. Era entusiasta de la caza y de los caballos, y después de haber adorado los viajes no viajaba ya. Parisiense por adopción, casi por nacimiento, un buen día se supo que había abandonado París sin que nadie fuera capaz de determinar la causa de aquella retirada, y que había ido a encerrarse en su castillo de Orsel absolutamente solo.

Su vida era verdaderamente extraña. Como en un lugar de refugio y de olvido dejándose ver muy poco, no recibiendo a nadie, no se explicaba su conducta más que por causa de desesperación, puesto que se trataba de un hombre todavía joven, rico, en quien era razonable suponer, si no grandes pasiones, a lo menos vivos ardores de carácter muy diverso. Poco instruido, aunque había adquirido de oídas cierto grado de cultura intelectual, manifestaba altivo menosprecio por los libros y profunda conmiseración por aquellos que a escribirlos se consagraban. ¡Para qué eso! Después de todo la existencia es sobradamente corta y no merece la pena de tomarse tantas preocupaciones... Y sostenía con más ingenio que lógica la tesis vulgar de los descorazonados, por más que nada justificara el que se considerase uno de ellos. Lo que había de más sensible en aquel carácter—un poco difuso, como si estuviera cubierto de una capa de polvo de soledad, y cuyos rasgos originales comenzaban a desgastarse,—era una especie de pasión indecisa y no extinguida al mismo tiempo, por el gran lujo, los grandes placeres y las vanidades artificiales de la vida. Y la hipocondría fría y elegante que dominaba todo su ser demostraba que si algo subsistía después del desaliento ante tales ambiciones tan vulgares, era el disgusto de sí mismo y al propio tiempo el excesivo apego al bienestar.

En Trembles siempre era recibido con mucho cariño, y Domingo le perdonaba la mayor parte de sus rarezas en gracia a la vieja amistad que les unía, y en la cual D'Orsel ponía, por cierto, todo lo que le quedaba de corazón.

Durante los pocos días que pasó en Trembles, tal como sabía ser en sociedad, es decir, un compañero amable de agradabilísima conversación y aparte, alguna que otra salida de la ordinaria reserva, nada reveló hasta qué punto el fastidio dominaba en su espíritu.

La señora de Bray se había impuesto la tarea de casarlo: quimérica empresa, pues nada era más difícil que llevarle a discutir razonablemente sobre tales ideas. Su respuesta ordinaria era que ya había pasado la edad en que uno se casa por inclinación, y que el matrimonio, como todos los actos capitales y peligrosos de la vida, reclama un gran impulso de entusiasmo.

—Es el más aleatorio de los juegos—decía,—que sólo tiene excusa por el valor, el número, el ardor y la sinceridad de las ilusiones que en él se ponen y que no resulta divertido más que cuando de una y otra parte se juega fuerte.

Y como causaba asombro verle encerrarse en Orsel abandonado a una inacción de la cual se lamentaban sus amigos, a esta observación, que no era nueva, replicaba:

—Cada uno procede según sus fuerzas.

Alguien dijo:

—Eso es prudencia.

—Puede ser—repuso D'Orsel.—En todo caso, nadie podría decir que sea una locura vivir tranquilamente en una finca propia y encontrarse a gusto.

—Eso depende...—dijo la señora de Bray.

—¿De qué, señora?

—De la opinión que se tiene sobre los méritos de la soledad y sobre todo de la mayor o menor importancia que uno da a la familia—añadía ella mirando involuntariamente a sus hijos y a su marido.

—Ha de tenerse en cuenta—interrumpió Domingo,—que mi mujer considera cierta costumbre social, con frecuencia discutida por hombres de talento superior, como un caso de conciencia y un acto obligatorio. Pretende que el hombre no es libre e incurre en culpa cuando no procura labrar la dicha de alguien pudiendo hacerlo.

—Entonces, ¿nunca se casará usted?—insistió la señora de Bray.

—Es lo más probable—dijo D'Orsel en tono mucho más serio.—Son tantas las cosas que he debido hacer y no he hecho, con menos riesgos para otros y menos temores de mi parte... ¡Arriesgar la propia existencia no vale nada; comprometer la libertad es algo más grave; pero casarse y ser árbitro de la libertad y de la dicha de una mujer!... Hace ya muchos años reflexioné sobre ese asunto y la conclusión fue que me abstendría.

La tarde misma en que mantuvo esta conversación, D'Orsel partió de Trembles a caballo y acompañado de un sirviente. La noche fue clara y fría.

—¡Pobre Oliverio!—murmuró Domingo luego que le vio alejarse al galope corto de su caballo con dirección a Orsel.

Pocos días después llegó del castillo un correo que venía a escape y traía para Domingo una carta enlutada, cuya lectura le anonadó a pesar del gran dominio que tenía sobre sí mismo en materia de emociones.

Oliverio había sido víctima de un grave accidente. ¿De qué clase? No lo expresaba la carta, o Domingo tenía sus razones para no explicarlo más que a medias.

Sin perder momento mandó enganchar su carruaje, hizo venir al doctor rogándole que le acompañara, y aún no había pasado una hora desde la llegada del mensajero de la triste nueva, cuando de Bray y el médico partieron a toda prisa camino del castillo de Orsel.

Tardaron varios días en volver; ya a mediados de noviembre y de noche regresaron. El doctor, que fue el primero que me dio noticias del enfermo, se encerró en la más absoluta reserva como cumple a los hombres de su profesión. Sólo pude saber que la vida de Oliverio ya no corría peligro, que se había ausentado, que su convalecencia sería larga y exigiría su permanencia en país de clima cálido. Añadió el médico que el accidente sufrido por D'Orsel acarreaba el resultado de arrancar al incorregible solitario del espantoso aislamiento que se había impuesto en su castillo haciéndole cambiar de residencia, de aires y acaso de costumbres.

Encontré a Domingo muy abatido y la más viva expresión de pena se pintó en su rostro cuando me permití dirigirle algunas preguntas acerca de la salud de su amigo.

—Creo inútil engañarle a usted—me dijo.—Tarde o temprano será conocida la verdad de una catástrofe muy fácil de prever y, desgraciadamente, inevitable.

Y me entregó la carta misma de Oliverio.

«Orsel noviembre de 18...

»Mi querido Domingo: Es verdaderamente un muerto quien te escribe. Mi vida no servía para nadie—demasiado me lo han repetido,—y no podía menos de humillar a todos los que me aman. Es tiempo de acabar por mí mismo. Esta idea, que no data de ayer, volvió a mi mente el otro día al separarme de ti. La maduré por el camino, la encontré razonable, sin inconvenientes para ninguno, y el regreso a mi vivienda, de noche y en una tierra que tú conoces, no era, por cierto, distracción capaz de hacerme cambiar de propósito. Me faltó habilidad y sólo he logrado desfigurarme. No importa: he matado a Oliverio y ya le llegará su hora a lo poco que queda de él. Me marcho de Orsel y no volveré más. Nunca olvidaré que has sido, no mi mejor amigo, el único amigo. Eres la excusa de mi vida. Atestiguaros por ella. Adiós, sé feliz, y si alguna vez hablas a tu hijo de mí, sea para que a mí no se parezca.

»Oliverio.»

Hacia mediodía comenzó a llover. Domingo se retiró a su gabinete y yo le seguí. Aquella semimuerte de un compañero de la juventud, del único antiguo amigo que le conocí, había reanimado amargamente ciertos recuerdos que sólo esperaban una circunstancia propicia para esparcirse. Yo no le pedí confidencias; fue él quien me las ofreció. Y como si no hiciera más que traducir en palabras las memorias cifradas que tenía a la vista, me refirió sin disfraces, pero no sin emoción, la historia siguiente:

Fiebre de amor (Dominique)

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