Читать книгу Fiebre de amor (Dominique) - Fromentin Eugène - Страница 3
III
ОглавлениеLo que de mí tengo que decirle es poca cosa, y podría reducirse a algunas palabras nada más: un campesino que se aleja un momento de su aldea, un escritor descontento de sí mismo que renuncia a la manía de escribir; y el techo de la casa nativa destacándose sobre el comienzo y el final de su historia. El prosaico desenlace que usted conoce, es lo mejor que resultará de mi historia en cuanto a moralidad y quizás lo más novelesco como aventura. Lo demás no es instructivo para nadie, y sólo sabría conmover mis recuerdos. No he tratado de hacer misterio, créame, pero hablo de ello lo menos posible por razones particulares que en nada se parecen al deseo de hacerme más interesante que lo que soy en realidad.
Varias personas están mezcladas en los hechos que voy a referirle: una es un amigo muy antiguo – difícil de definir y todavía más difícil de juzgar sin amargura, – del cual acaba usted de leer la carta de despedida y de luto. Jamás se explicó acerca de una existencia que no pudo agradarle. Mezclarle en estas confidencias es casi rehabilitarle. Otra, no tengo porque referirme a ella poniendo discreción en mis palabras; figura en situaciones que hacen de él un hombre público; o le conoce usted o probablemente llegará a conocerle, y no creo disminuir en lo más mínimo sus méritos revelándole a usted la modestia de su linaje. En cuanto a la tercera persona, cuyo contacto ejerció vivísima influencia en mi juventud, está colocada ahora en condiciones de seguridad, de dicha y de olvido capaces de imposibilitar toda comparación entre los recuerdos del que de ella le hablará y los suyos.
Puede decirse que no tuve familia; menester ha sido que mis hijos me dieran medios para apreciar la dulzura, la firmeza que caracterizan a los vínculos que me faltaron cuando yo era niño como ellos. Mi madre apenas tuvo fuerzas para amamantarme y murió. Mi padre vivió algunos años más que ella; pero en tan mísero estado de salud, que dejé de sentir el influjo de su presencia muchos años antes de perderle. Su muerte es un hecho que para mí se produjo en puridad mucho antes de su fallecimiento. Realmente, pues, no conocí a la una ni al otro, y el día que me quedé solo llevando luto por mi padre, no aprecié ningún cambio que me hiciera sufrir. La palabra huérfano, que oía repetir en torno mío, como expresión de desventura, tenía para mí un sentido muy vago: viendo que las personas dedicadas a mi servicio me compadecían, llorando, me daba cuenta de que era digno de compasión, pero nada más.
En medio de aquellas buenas gentes crecí vigilado de lejos por una hermana de mi padre, la señora Ceyssac, que no vino a establecerse en Trembles, hasta que el cuidado de mi fortuna y de mi educación reclamaron decididamente su presencia. Encontró en mi un niño salvaje, inculto, en plena ignorancia, fácil de someter, difícil de convencer, vagabundo en toda la extensión de la palabra, sin la menor idea de disciplina y de trabajo y que se quedó con la boca abierta la primera vez que le hablaron de estudio y empleo del tiempo, asombrado ante la idea de que la vida no estuviera reducida al hecho de corretear de acá para allá por el campo. Hasta entonces no había hecho yo nada más que eso. Los únicos recuerdos que me quedaban de la existencia de mi padre eran éstos: en los escasos momentos en que le daba un poco de reposo la enfermedad que le consumía, salía, ganaba a pie el muro exterior del parque y se paseaba horas y horas tomando el sol, marchando penosamente apoyado en un grueso bastón, dándome la impresión de la ancianidad decrépita. Entretanto corría yo por el campo entretenido en tender lazos a los pájaros. No habiendo recibido otras lecciones, creía yo imitar, poco más o menos exactamente, lo que había visto hacer a mi padre. Mis camaradas eran todos hijos de campesinos de la vecindad o muy perezosos para ir a la escuela o demasiado pequeños para trabajar la tierra, y todos ellos me animaban con su ejemplo a vivir sin preocuparme lo más mínimo del porvenir. La educación que me resultaba agradable, la sola enseñanza que no me impulsaba a rebelarme, y fíjese usted bien, lo único que debía dar frutos durables y positivos me venía de ellos. Llegaba a mí confusamente, por rutina, el conocimiento de esa porción de hechos y pequeñeces que constituyen la ciencia y el encanto de la vida campesina; y para aprovechar tales enseñanzas poseía yo todas las aptitudes deseables: salud robusta, ojos de aldeano, es decir, una vista admirable, el oído acostumbrado desde muy temprano a percibir los ruidos más leves, piernas infatigables, y con todo esto gran afición a las cosas que suceden al aire libre, que se observan, que se escuchan, poco gusto por lo que se lee y una curiosidad insaciable por lo que se refiere: las historias maravillosas contenidas en libros me interesaban mucho menos que las consejas y ponía las supersticiones locales muy por encima de los cuentos de hadas.
A los diez años me parecía a todos los chicos de Villanueva: sabía tanto como cualquiera de ellos, y algo menos que sus padres; pero entre ellos y yo había una diferencia imperceptible entonces, que se determinó de pronto más adelante: la existencia y los hechos que nos eran comunes me causaban sensaciones que ellos no sentían. Así, es evidente para mí, cuando me acuerdo, que el placer de poner trampas tendidas a lo largo de las enramadas, de espiar a los pájaros, no era lo que más me cautivaba en la caza; y lo prueba que el único testimonio un poco vivo que me queda de aquellas emboscadas continuas es la visión neta de ciertos lugares, la noción exacta de la hora y de la estación y hasta la percepción de ciertos ruidos. Acaso juzgue usted demasiado pueril el que me acuerde de que, hace treinta y cinco años, un día que levantaba mis trampas en un terreno recientemente labrado, hacía este o el otro tiempo, que las tórtolas de septiembre cruzaban con un batir de alas muy sonoro, y que en torno del llano los molinos de viento esperaban con las aspas desnudas el viento que no llegaba. No sabría decir yo, cómo es que una particularidad de tan nimio valor pudo fijarse en mi memoria con la data precisa del año y hasta del día, hasta el punto de hallar su lugar en este instante en la conversación de un hombre más que maduro ya; y al citar este hecho – como podría hacerlo con otros muchos, – sólo me propongo hacerle notar a usted que algo se desprendía ya de mi vida externa y se formaba en mí cierta memoria especial muy poco sensible a la impresión de los hechos, pero de singular aptitud para fijar el recuerdo de las sensaciones.
Lo que había de más positivo – sobre todo para quienes mi porvenir hubiera podido ser objeto de atención, – es que aquella manera de vivir mal llamada sana y vigorizadora, constituía una pésima forma de educación.
Por muy despreocupado que yo fuese, tuteándome y codeándome con camaradas de aldea, en el fondo estaba solo: porque era solo de mi raza, solo de mi rango, y en desacuerdo, por múltiples conceptos, con el porvenir que me esperaba.
Me ligaba a gentes que podían ser mis servidores, no mis amigos; me arraigaba sin advertirlo, sabe Dios con qué resistentes fibras, en lugares que habría de abandonar lo más pronto posible; adquiría, en fin, costumbres que no conducirían más que a hacer de mí la persona ambigua que usted conocerá más adelante, mitad campesino y mitad dilettante, tan pronto lo uno como lo otro, y muchas veces uno y otro sin que jamás ninguno de los dos prevaleciera. Mi ignorancia, como queda dicho, era extrema: mi tía se dio cuenta de ello y se apresuró a traer a Trembles un preceptor, joven maestro del colegio de Ormessón. Era un espíritu bien conformado: sencillo, discreto, preciso, nutrido de lecturas, teniendo una opinión sobre todas las cosas, dispuesto a proceder, pero nunca antes de haber discutido los motivos de sus actos, muy práctico y por fuerza muy ambicioso. A nadie como a él he visto entrar en la vida con menos ideal y más sangre fría, ni apreciar su destino con visual más firme contando con menos recursos. Tenía la mirada franca, el gesto libre, la palabra neta; y exactamente el atractivo, el tipo y el talento que son necesarios para deslizarse insensiblemente en las masas e imponerse. Un carácter semejante, en oposición absoluta con el mío, era el más apropiado para hacerme sufrir; pero debo añadir que, además de ser realmente bueno, poseía una rectitud de espíritu a toda prueba. Aparentaba más de treinta años, aunque sólo contaba veinticuatro, y se llamaba Agustín, nombre que usaré para designarlo, hasta nueva orden.
Tan pronto como se instaló entre nosotros cambió mi vida, en el sentido a lo menos de que de ella hicieron dos partes. No renuncié a las costumbres adquiridas, pero me fueron impuestas otras. Tuve libros, cuadernos de estudio, horas de trabajo; con eso se acrecentó mi afición a las distracciones permitidas en los intervalos dedicados al recreo, y lo que bien puedo llamar mi pasión por el campo aumentó con la necesidad de diversiones.
La casa de Trembles era entonces igual que usted la ve. ¿Más alegre o más triste?.. Los niños tienen la predisposición a alegrar y engrandecer lo que les rodea en términos que más tarde todo se empequeñece y se torna triste sin causa aparente y tan sólo porque el punto de mira no es el mismo. Andrés – a quien usted conoce y que no ha salido de la casa desde hace sesenta años, me ha repetido muchas veces que entonces todo sucedía poco más o menos como ahora. La manía que contraje muy temprano de escribir mis iniciales y de estampar sellos conmemorativos por cualquier cosa, podría servirme para rectificar mis recuerdos si ellos no fueran completos e infalibles. En algunos momentos, como usted comprenderá, los largos años que me separan de la época de que estoy hablando desaparecen, olvido que he vivido después, que el tiempo y las circunstancias me han impuesto cuidados más graves, han creado causas diferentes de alegría y de tristeza y establecido razones de enternecimiento mucho más serias: es como una antigua trampa en que se cae de nuevo, y permítame usted esta imagen en gracia a que está un poco más conforme con lo que siento; como una vieja llaga ya completamente curada, pero sensible, que de pronto se reanima, y al tocarla duele y hace gritar. Imagine usted que antes de ingresar en el colegio, al que fui más tarde, ni un solo día dejé de ver aquel campanario que se distingue allá lejos, viviendo en los mismos lugares y observando las mismas costumbres, y comprenderá que al encontrar hoy las cosas de entonces en igual ser y estado que las conocí y las amé, siga amándolas. Sepa usted que ni uno solo de los recuerdos de aquella época se ha borrado – diré más aún, – ninguno de ellos se ha debilitado y no le causará asombro el que divague hablándole de reminiscencias que tienen el poder de rejuvenecerme al punto de volverme niño. Hay nombres de lugares especialmente, que nunca he podido pronunciar a sangre fría, y el de Trembles es uno de ellos.
Aun conociendo usted estos lugares tan bien como yo, es dificilísimo que llegue a comprender hasta qué punto yo los hallaba deliciosos: todos lo eran para mí, hasta el jardín que, ya lo ve usted, es bien modesto. Había en él árboles, cosa rara en todo el contorno, y muchos pájaros en ellos, porque el arbolado los atrae y no los podrían hallar en otra parte; había también en él, orden y desorden, paseos enarenados que conducían a las verjas de entrada y que halagaban cierto afán que siempre tuve por los sitios en que puede uno discurrir con cierto aparato; paseos en los cuales las damas de otra época habrían podido desplegar sus vestidos de ceremonia; oscuros rincones, bosquecillos húmedos, apenas penetrados por el sol, en los cuales todo el año crecía el verdoso césped sobre la tierra esponjosa, lugares solitarios visitados sólo por mí, que ofrecían cierto aspecto de vejez y de abandono y estaban llenos de recuerdos. Gustábame sentarme en los macizos que limitan las sendas e informarme de la edad de los arbustos que los poblaban, todos muy viejos; tanto, que aseguraba Andrés que ni mi padre, ni mi abuelo, ni mi bisabuelo los habían visto plantar. Por las tardes, desde lo alto de la casa contemplaba el jardín; en el ángulo del parque los almendros, los primeros árboles cuyas hojas arrancaba el viento de septiembre, formando raro transparente sobre el fondo llameante del cielo teñido por los rojos destellos del sol poniente. En el parque había muchos árboles blancos, los fresnos y los laureles en los cuales habitaba una multitud de zorzales y de mirlos durante todo el otoño; y más lejos se destacaba un grupo de añosas encinas – el árbol que se despoja el último y reverdece el primero; que hasta en diciembre conservaba su rojiza hojarasca, cuando todo el bosque parecía muerto; que asilaba en sus nidos a las urracas y ofrecía elevado lugar de reposo a las aves de alto vuelo; en cuyas ramas se posaban los primeros cuervos que el invierno atraía al país.
Cada estación nos traía sus huéspedes y cada uno de ellos elegía el más adecuado alojamiento: los pájaros de primavera en los árboles en flor; los de otoño un poco más alto; los del invierno en la espesura, en los grupos de árboles de hoja perenne, en las encinas y en los laureles. Algunas veces, en pleno invierno, por la mañana, un ave más rara volaba en algún rincón muy solitario del bosque; su vuelo era ruidoso, torpe, pero rápido; era una chocha-perdiz llegada por la noche; subía chocando las alas con las ramas desnudas de los árboles y se deslizaba entre ellos; apenas se le veía un momento, el tiempo preciso para mostrar su pico largo y recto. Después ya no se volvía a encontrarla hasta el año siguiente por la misma época y en el sitio mismo, al punto que parecía ser el mismo emigrante que retornaba.
Las tórtolas llegaban en mayo, al mismo tiempo que las abubillas o cucos. En las noches serenas y tibias oíase su arrullo, suave y lento, cuando en el aire había un hálito de juventud que parecía exhalarse de la activa expansión de la savia nueva. En las profundidades de la espesura, sobre el límite del jardín, en los cerezos blancos, en las alheñas en flor, en los tilos cargados de aromosos ramos, toda la noche – durante aquellas largas noches en que yo dormía poco, cuando brillaba la luna o a veces caía la lluvia, lenta, caliente, silenciosa, como lágrimas de gozo, – para mi delicia y mi tormento gorjeaban o no los ruiseñores. Callaban si el tiempo era triste; y si brillaba el sol recomenzaban sus trinos prometiendo el próximo verano. Después de la cría ya no se les oía. Y muchas veces, a fines de junio, cuando el sol abrasaba, en la espesura del bosque solía encontrar un pajarito mudo, de color oscuro, azorado, que erraba sólo revoloteando de rama en rama: era la avecilla de primavera que nos abandonaba.
En la campiña, los prados, próximos a madurar, amarilleaban; los sarmientos más viejos crepitaban; las viñas mostraban sus primeros botones. Las mieses, aun verdes, se extendían a lo lejos por todo el llano, ondulantes, teñidas de amaranto y de rojo. Un mundo sin fin de insectos, de mariposas, de pájaros se agitaba, se multiplicaba bajo aquel sol de junio en indescriptible expansión de vida. Las golondrinas surcaban el aire, y por las noches, cuando los vencejos cesaban de perseguirse lanzando agudos chillidos, salían los murciélagos, y aquel raro enjambre que parecía resucitado en las cálidas noches, comenzaba su incierto revoloteo en derredor de las viviendas. Desde que comenzaba la recolección del heno la vida del campo era de constante fiesta. Era el primer trabajo colectivo que obligaba a reunirse en el mismo sitio numerosos grupos de trabajadores.
Estaba yo presente cuando se guadañaban los prados, cuando se hacinaba el heno, y gozaba dejándome llevar sobre alguna carreta que regresaba al poblado. Tendido en lo más alto de la enorme carga como niño en un gran lecho, mecido por el dulce movimiento del vehículo rodando sobre la hierba cortada, miraba desde más alto que de ordinario un horizonte que me parecía infinito. Veía el mar extendiéndose hasta perderse de vista, por encima de la línea verdosa de los campos cultivados; los pájaros pasaban volando más cerca de mí; experimentaba la sensación de un ambiente más amplio, de una extensión más vasta que me hacía perder por un momento la noción de la vida real.
Apenas recolectados los forrajes comenzaban a amarillear los trigos. Y se reproducían el mismo trabajo, igual movimiento en estación más cálida, bajo sol más vivo, con alternativas de fuertes vientos o calma atmosférica que producía jornadas de espantoso calor y noches como auroras, precursoras de días de tormenta en que el ambiente, cargado de irritante electricidad, reaccionaba aparatosamente. Menos embriaguez y más abundancia: haces de mies cayendo sobre la tierra cansada de producir y consumida por el sol: he ahí el verano. El otoño de nuestro país ya lo conoce usted; es la estación bendita. Después el invierno; el círculo del año cerrándose sobre él. Entonces habitaba más en mi cuarto; mis ojos, siempre despiertos, se ejercitaban en penetrar las nieblas de diciembre y las tupidas cortinas de lluvia que cubrían la campiña de un lato más sombrío que la escarcha.
Cuando los árboles quedaban del todo despojados de sus hojas abarcaba yo mejor la extensión del parque. Nada lo engrandecía tanto como la bruma invernal cubriendo de un velo azulado la lejanía y falseando la noción exacta de la distancia. Ninguno o muy escaso ruido, pero cada nota más perceptible; por la noche, sobre todo, extrema sonoridad en el aire. El canto de un pinzón se prolongaba infinitamente en las alamedas desiertas y mudas, sin obstáculos a la vibración, embebidas de aire húmedo y penetradas de silencio. El recogimiento que caía entonces sobre Trembles era inexplicable; durante cuatro meses de invierno condensaba, concentraba, grababa con caracteres indelebles en mi espíritu aquel mundo alado, sutil, de visiones y de dones, de ruido y de imágenes que había vivido durante los otros ocho meses del año con una actividad que tanto asemejaba a un ensueño.
Entonces se apoderaba Agustín de mí. La estación le ayudaba: en ella le pertenecía casi del todo y expiaba lo mejor posible el largo olvido de tantos días sin empleo. Pero, ¿también sin provecho?..
Muy poco sensible a las cosas que nos rodeaban, mientras su discípulo estaba a tal punto absorbido en ellas; bastante indiferente al curso de las estaciones para equivocarse de mes como podía tergiversar la hora; invulnerable a tantas sensaciones de las cuales estaba yo acribillado, deliciosamente herido en todo mi ser; frío, metódico y tan correcto y regular de humor como era desigual el mío, Agustín vivía a mi lado sin preocuparse de lo que pasaba en mí ni sospecharlo siquiera. Salía poco, raras veces abandonaba su habitación en la cual trabajaba desde la mañana a la noche y sólo se permitía reposo en las noches de estío que no se velaba y porque le faltaba la luz del día. Leía, tomaba notas; por espacio de meses y meses le veía yo escribir en prosa y las más veces muchas cosillas en diálogo. Un calendario le servía para elegir series de nombres propios. Los estampaba en forma de lista con anotaciones; les asignaba una edad, señalaba los rasgos fisonómicos de cada uno, su carácter, alguna originalidad, una rareza, algo ridículo. Era el personal imaginado para los dramas o las comedias. Escribía muy de prisa, con una caligrafía simétrica, muy clara, y parecía dictarse los escritos a media voz. Algunas veces, cuando una observación más aguda surgía de la pluma, sonreía; y después de un párrafo largo y compacto en el cual alguno de sus personajes había hablado largo y tendido, reflexionaba un instante, como si tomara aliento, y oíale yo murmurar: «Vamos a ver, ¿qué replicamos?» Y cuando le venía el deseo de hacer confidencias, me llamaba y me decía: «Oiga esto, señorito Domingo.» Raras veces llegaba a comprenderle. ¿Cómo era posible que me interesara por asuntos de personas a quienes no conocía, a las cuales jamás había visto?
Todas aquellas complicaciones de diversas existencias tan perfectamente extrañas a la mía, me parecía que pertenecían a una sociedad imaginaria en la cual maldito si deseaba penetrar.
– Ya lo comprenderá usted más tarde – decía Agustín.
Bien se me alcanzaba que lo que tanto deleite encerraba para mi joven preceptor, era el espectáculo del juego de la vida, el mecanismo de los sentimientos, el conflicto de intereses, de ambiciones, de vicios; pero, lo repito, para mí era indiferente que el mundo fuese como un gran tablero de ajedrez – según decía Agustín, – que la vida fuese una partida mejor o peor jugada y que hubiese reglas para ese juego.
Con frecuencia Agustín escribía cartas y las recibía, muchas timbradas en París. Estas eran las que abría con más prisa y leía con mayor interés, animado el rostro por la emoción – él que de ordinario se mostraba tan discreto, – y la llegada de aquellas cartas estaba siempre seguida por cierto abatimiento que sólo duraba algunas horas o por una animación y una verbosidad extraordinaria que persistía por muchas semanas.
Una o dos veces le vi hacer un paquete de ciertos papeles, encerrarlo en un sobre con dirección a París y entregarlo con especial recomendación al encargado del correo en Villanueva. Luego notábase que esperaba con febril ansiedad una respuesta que no llegaba siempre, por lo visto. Después, otra vez comenzaba a llenar cuartillas, como un roturador que pasa de uno a otro surco. Se levantaba muy temprano, y se apresuraba a emprender el trabajo como si alguien le obligara o hubiese tomado un destajo, se acostaba muy tarde y jamás se acercaba a la ventana para averiguar si llovía o hacía sol; seguro estoy de que se marchó de Trembles ignorando que en las torrecillas había veletas, sin cesar agitadas, que señalaban los cambios de dirección del viento y la alternada vuelta de ciertas influencias atmosféricas.
– ¿Qué le importa a usted eso? – solía decirme cuando veía que me preocupaba del viento.
Gracias a una prodigiosa actividad por la cual no se afectaba su salud y que parecía ser su natural elemento, a todo proveía: a su trabajo y al mío. Me sumergía en el estudio, me obligaba a leer y releer los libros, me exigía interpretar, analizar, copiar, y no me dejaba salir al aire libre más que cuando advertía que estaba aturdido por causa de aquella violenta inmersión en un mar de palabras.
Bajo su dirección y su cuidado aprendí rápidamente – y en verdad sin grandes fatigas – todo lo que debe saber un niño cuyo porvenir todavía no está definido, pero de quien se pretende hacer, por lo pronto, un colegial. Su propósito era abreviar los años de colegio preparándome lo más de prisa posible para los estudios superiores.
Así pasaron cuatro años, al cabo de los cuales consideró que estaba ya en condiciones de abordar la segunda enseñanza, y con inconcebible espanto veía yo acercarse el instante de abandonar mi casa de Trembles.
Jamás olvidaré los días que precedieron a mi próxima partida: fue como un acceso de sentimentalismo enfermizo, sin la más leve apariencia de razonamiento, tanto, que una verdadera desventura no lo hubiese ocasionado más vivamente. Había llegado el otoño y todo lo que me rodeaba concurría a determinar aquel estado de mi alma. Un solo detalle le dará a usted idea de esto.
Agustín me había impuesto como prueba definitiva de mi preparación, una composición latina sobre el tema de la partida de Aníbal cuando abandonó Italia. Bajé a la terraza sombreada por las parras, y al aire libre, sobre el parapeto mismo que bordea el jardín, me puse a escribir.
Aquel tema formaba parte del escaso número de hechos históricos que me interesaban y, por excepción, era de todos ellos el que tenía la virtud de conmoverme profundamente. La batalla de Zama me había siempre causado la más personal emoción como catástrofe en la cual veía yo tan sólo el heroísmo sin preocuparme del derecho. Me acordaba de todo lo que había leído, trataba de representarme al hombre detenido por la fortuna adversa, a su país cediendo más bien a fatalidades de raza que no a contrastes militares, descendiendo a la costa, no abandonándole sin pena, lanzándole un postrer adiós de desesperación y de reto, y bien que mal trataba de expresar lo que me parecía ser la verdad, sino histórica, lírica al menos.
La piedra que me servía de pupitre estaba tibia; los lagartos se paseaban casi al alcance de mi mano tomando el sol. Los árboles, que ya no eran del todo verdes, el día menos caluroso, las sombras más dilatadas, el ambiente tranquilo, todo hablaba con el encanto del otoño, época de declinación, de desfallecimiento y de odios. Los pámpanos amarillentos caían uno a uno sin que el más leve soplo de viento agitara los sarmientos. El parque estaba silencioso. Los pajarillos cantaban con un acento que me llegaba hasta lo más hondo del corazón. Una conmoción profundísima, indescribible, indominable me dominaba como ola próxima a romper, extraña mezcla de amargura y de satisfacción íntima. Cuando Agustín bajó a la terraza hallome llorando.
– ¿Qué tiene usted? – me dijo. – ¿Es Aníbal quien le hace llorar?
Por toda respuesta le presenté las páginas que había escrito.
Me miró con cierta sorpresa, se aseguró de que nada había en torno de nosotros que pudiera explicar el efecto de tan gran emoción, lanzó una mirada rápida y distraída sobre el parque, el jardín, el cielo, y añadió:
– Pero, ¿qué le pasa a usted?..
Después se puso a leer mi trabajo.
– Está bien – me dijo luego que hubo leído la composición; – pero es un poco insípido. Puede usted hacer algo mucho mejor, aunque este escrito le colocaría a usted en un buen rango de cualquier clase de cierta importancia. Aníbal experimentó demasiada pesadumbre; no tuvo bastante confianza en el pueblo que le esperaba en armas al otro lado del mar. Adivinaba el contraste de Zama – me dirá usted. – Pero su derrota no se debió a su impericia. Habría ganado la batalla si hubiese tenido el sol a la espalda. Por otra parte le quedaba Antiocus; y después de Prusias traidor, el veneno. Nada está perdido para un hombre en tanto que no ha dicho su última palabra.
Llevaba en la mano, abierta ya, una carta de París que hacía pocos minutos había recibido. Estaba más animado que de ordinario; cierta excitación fuerte, alegre, resuelta, brillaba en sus ojos, cuyo mirar era siempre muy directo, pero que por lo común se iluminaba poco.
– Mi querido Domingo – continuó, paseando a mi lado por la terraza, – tengo que participarle a usted una buena noticia, una noticia que le será grata, creo, porque sé la amistad que me profesa. El día que usted entre en el colegio partiré yo a París. Hace largo tiempo he venido preparándome. Todo está ya dispuesto para asegurar la vida que allí he de llevar. Soy esperado. He aquí la prueba.
Y así diciendo me mostró la carta.
– El éxito sólo depende de un pequeño esfuerzo y los he hecho más grandes por cierto. Usted que me ha visto trabajar lo puede decir bien. Escúcheme, mi querido Domingo; dentro de tres días será usted un alumno de segunda enseñanza, es decir, algo menos que un hombre y mucho más que un niño. La edad es lo de menos. Usted tiene diez y seis años; pero, si usted quiere, dentro de seis meses puede contar diez y ocho. Abandone usted Trembles y olvídelo. No lo recuerde hasta más tarde, cuando se trate de arreglar las cuentas de su fortuna. El campo no es para usted; su aislamiento le mataría. Mira usted siempre o demasiado alto o demasiado bajo: en lo demasiado alto está lo imposible y en lo demasiado bajo las hojas secas. La vida no es así; mire siempre adelante y a la altura de sus ojos y la verá tal cual es. Es usted muy inteligente, tiene un buen patrimonio y un nombre que le abona; con semejante lote en su ajuar del colegio se llega a todo. Un último consejo: espere no ser muy feliz durante los años de estudio. Cuente usted que la sumisión a nada compromete en lo porvenir y que la disciplina impuesta no es nada cuando se tiene el buen sentido de imponerla por sí mismo. No cuente usted demasiado con las amistades de colegio, a menos que tenga usted libertad para elegirlas; y en cuanto a las envidias de que será usted objeto, si tiene éxito, como espero, espérelas y sírvanle a manera de aprendizaje. Por último, no deje pasar un solo día sin repetirse que sólo trabajando se logra el objeto que se persigue, y que ninguna noche le tome el sueño sin pensar en París que le espera y en donde nos volveremos a ver.
Me estrechó la mano con una autoridad de gesto completamente varonil, y de un salto ganó la escalera que conducía a su cuarto.
Yo bajé al jardín, en el cual el viejo Andrés cavaba los arriates.
– ¿Qué hay, señor Domingo? – me preguntó advirtiendo mi turbación.
– Hay que de aquí a tres días partiré a encerrarme en el colegio, mi buen Andrés.
Corrí a ocultarme en el fondo del parque y allí estuve hasta que se hizo de noche.