Читать книгу Escritos Personales - Fundación Jaime Guzmán - Страница 8

Оглавление
1 EL ESPIRITU DE CONSIGNA

Por el camino de la política

Cuando de niño leí por primera vez El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, hubo muchas partes cuyo significado no entendí. Sólo la madurez me permitiría comprender ese libro escrito bajo la forma de estar dirigido a los niños, pero cuyo mensaje alcanza a todos los seres humanos, sin fronteras de edades, culturas o creencias. Desde su primera lectura ese libro me cautivó, manteniéndose hasta hoy como una de las obras por mí más queridas.

Entre los trozos cuyo significado menos capté en esa primera lectura, estaba la visita del Principito a un diminuto planeta, en el cual sólo existía un farol y un hombre que lo prendía y apagaba maquinalmente según una periodicidad rígida, casi esclavizante.

Interrogado por el Principito sobre por qué hacía lo descrito, el farolero le respondió simplemente: “es la consigna”. Ante la réplica del Principito señalándole que no le entendía, su interlocutor le precisó “no hay nada que entender... la consigna es la consigna”.

El farolero explicó enseguida que antes su oficio era razonable, porque el planeta giraba a una velocidad que le exigía encender y apagar el farol una vez por día. Pero que ahora el planeta giraba cada vez más rápido y su tarea se había vuelto agotadora... porque la consigna permanecía idéntica.

Cuando comencé a conocer la política chilena, descubrí poco a poco que su desenvolvimiento, y con éste el destino del país, estaba esclavizado por consignas. Cualquier intento de cuestionarlas aparecía tan temerario y estéril como el ingenuo esfuerzo del Principito. Y la mayoría de los ciudadanos se sometía a los moldes de las consignas sin pretender explicaciones satisfactorias. Igual que el farolero, las acataban como algo impuesto, respecto de lo cual nada había que procurar entender.

Las consignas eran similarmente compactas y cerradas de parte de quienes sustentaban posiciones más conservadoras y de aquellos que convocaban a aventuras revolucionarias. El éxito que estas últimas alcanzaron entre 1964 y 1973, bajo las sucesivas fórmulas de la Democracia Cristiana y el marxismo-leninismo que gobernaron al país en ese decenio, fue el fruto de un ambiente general que hacía más atrayentes las consignas revolucionarias, de grandes mitos globalizantes frente a la sociedad.

No se trataba del respaldo consciente del pueblo a determinadas ideas precisas, analizadas y evaluadas con un mínimo rigor. Era la efímera subyugación ante ciertas consignas revolucionarias, ya que frente a ellas sólo se levantaban otras consignas y no un cuerpo de conceptos sólidos, capaz de desnudar y vencer a las primeras. Y mientras las revolucionarias emergían con todo el vigor de las utopías, las consignas opuestas languidecían opacas, reflejando a una derecha desgastada y acomplejada.

Ciertamente, el lenguaje oficial del gobierno militar implantado en 1973 no ha sido tampoco ajeno al espíritu de consigna. Pero creo que, contra lo que pudieran pensar quienes lo pintan como un régimen opresivo, la ciudadanía ha conocido en este periodo una vida menos sometida al quehacer político, y por ese específico motivo, con mayores posibilidades para formarse un juicio propio más libre y ajeno a las consignas.

Creo que el actual repudio ciudadano a las viejas dirigencias políticas, por entero ajenas a la profunda evolución experimentada por el país desde 1973, expresa un rechazo a la perspectiva de que se nos arrastre nuevamente a una pugna entre consignas ciegas y huecas, que sólo disfrazan ya sea pequeñas ambiciones, intereses y rencillas personales o de grupo, o bien grandes amenazas de signo mesiánico o totalitario. Porque la consigna es útil para cualquiera de estas dos hipótesis. Para lo único que no sirve es para construir un régimen político, ni mucho menos una democracia sana, moderna y eficiente.

Desafiar la consigna: el temor de los políticos

La reducción de la vida política a una batalla entre consignas, revela toda una deprimida actitud moral de los cuadros dirigentes que la impulsan o que se someten a ella. Detrás de tal conducta, subyace siempre una falsificación de la realidad. El eslogan reemplaza al raciocinio y los instintos más viscerales sustituyen al auténtico ejercicio de la voluntad.

Quizás la única diferencia reside en que los totalitarismos son consecuentes al proceder de ese modo, porque en su esencia está siempre el propósito de anular la capacidad crítica de los seres humanos a quienes procura someter. Más aún, los totalitarismos aspiran a moldear las conciencias hasta sus más ocultos rincones para asegurar así sus pretensiones de irreversibilidad.

Los sectores humanistas y favorables a una sociedad libre, al caer en semejante vicio traicionan, en cambio, lo más básico de sus principios con una actitud que sólo denota inconsecuencia o móviles bastardos.

En todo caso, el resultado es siempre el mismo. La política se convierte en un martilleo de propagandas en favor de ideas-fuerzas, que procuran evitar el análisis matizado, sereno y reflexivo. Los políticos temen desafiar las consignas imperantes, aterrados de que una inicial incomprensión dificulte sus ambiciones. Las iniciativas se juzgan no por sus cualidades o fallas intrínsecas, sino por su origen o autoría, rechazándose a priori todo cuanto provenga del adversario. Los partidarios de los gobiernos defienden a brazo partido todo lo que ellos realicen u omitan, mientras que los opositores le desconocen cualquier mérito e incluso se esmeran en hacerlo fracasar y se complacen en la medida en que lo consiguen, como si de por medio no estuviese la patria en cuanto objetivo común que compromete y afecta a todos sus habitantes.

¿No hemos palpado acaso, cada uno de nosotros, el regocijo indisimulable con que las sucesivas oposiciones chilenas denuncian el presunto “fracaso gubernativo”, ante un incremento —por ejemplo— de la inflación o del desempleo? Basta escucharlas para advertir que nada podría desilusionarlas más que conocer una estadística que reflejara un éxito del gobierno respectivo. Esperan y anhelan el fracaso de éste como cuervos que otean la proximidad de un posible cadáver, para satisfacer sus ansias de reemplazarlo en el poder sin importarles que con esa conducta colaboren a destruir al país que a todos nos vio nacer, en que todos habremos de vivir y que legaremos a las futuras generaciones.

Lo que ocurre es que el objetivo de quienes así proceden no está constituido por servir al país, sino por alcanzar o retener el poder. He ahí la raíz y el fruto del espíritu de consigna. De allí surge y en eso deriva, exponiéndose incluso a que el giro final conduzca al establecimiento de un régimen totalitario.

Acomodarse a los nuevos vientos

Corolario lógico de lo anterior es la táctica de “arrebatar las banderas” al adversario, que los sectores no totalitarios han solido asumir. Dada la tendencia socialista que por definición es inherente a todo totalitarismo (marxismo, fascismo, nacional-socialismo, etc.), la táctica puede enunciarse como el empeño de los no socialistas por arrebatarle al socialismo sus banderas.

Se trata de que los partidarios de una sociedad integralmente libre impulsemos ideas que propicia el socialismo, sólo que más moderadamente. De tal modo, se piensa que se le privará a éste de dicha bandera, asumiéndola uno mismo, si bien en forma morigerada. La fórmula procura justificarse con la supuesta astucia del Gatopardo, de que “todo tiene que cambiar para que todo siga igual”.

Lo que la referida táctica olvida es que el adversario siempre puede correr más allá sus banderas, sosteniendo que lo realizado es insuficiente y que precisamente corresponde a un artilugio gatopardesco. Así, va obligándonos a dar otro y otro paso en la orientación socializante, a la espera de que la realidad se aproxime ya tanto a su ideal, que entonces le resulte fácil ensayar el asalto final al poder. Y es que el trecho que separará al totalitarismo del poder se habrá hecho previamente cada vez más escaso, por obra de la funesta táctica señalada.

Un caso típico vivido en Chile al respecto, fue el de la reforma agraria. Los partidos de centro y de derecha que gobernaban con don Jorge Alessandri (1958-1964) decidieron “arrebatarle esa bandera” al izquierdismo socialista, a comienzos de la década del 60. Bajo el embrujo o la presión del Gobierno norteamericano de John Kennedy (curiosamente los Estados Unidos han sido campeones de esta táctica para los países de América Latina, en la errónea creencia de que hacer “algo de socialismo en este subcontinente — bajo el nombre de “reformas de estructuras”— es el medio adecuado de producir justicia social y de evitar el comunismo), esos partidos políticos chilenos llevaron adelante una iniciativa de reforma agraria que se transformó en ley, previa enmienda de la Constitución para permitir discriminatoriamente el pago diferido de las expropiaciones agrarias.

El texto de esas dos reformas, tanto la constitucional sobre el derecho de propiedad como la ley de reforma agraria misma, tenía el sello moderado de sus autores que, en el fondo, no las deseaban sino que las asumían en la creencia de que con ellas impedirían la avalancha. La derecha y el centro le habrían así “arrebatado la bandera” de la reforma agraria al izquierdismo socialista.

Como era de prever, los exponentes del socialismo chileno descalificaron esa reforma agraria por completo, apodándola despectivamente como “del macetero”. Y llegados sucesivamente al gobierno, primero la Democracia Cristiana (1964-1970) y luego el marxismo-leninismo (1970-1973) realizaron sus propias reformas agrarias, cada una más radicalizada que la anterior. Con ello se demostró que la bandera seguía siendo de sus legítimos dueños.

Mirado el asunto más a fondo, pienso que la táctica de “arrebatarle las banderas” al adversario socialista, revela un grave reblandecimiento moral en los defensores de una sociedad libre. Ella acusa que se ha concedido que “el mundo va hacia el socialismo” y que sólo podemos atenuar o diferir esa ineludible realidad. Denota una falta de fe en los propios ideales de libertad opuestos al socialismo y en la capacidad de hacerlos prevalecer.

Semejante actitud política, que fue la que yo conocí durante mi juventud escolar y universitaria como realidad predominante en los partidos que se englobaban en la llamada derecha tradicional, no podía resultarme menos atrayente. Igual fenómeno le ocurría a casi toda mi generación. Mal puede despertar mística alguna en la acción política aquel que se ha rendido de antemano y que ya sólo discurre el itinerario de su propia capitulación. Aunque ello se realice con la mejor rectitud patriótica, que siempre me pareció mucho mayor —eso sí— en las colectividades de derecha que en la Democracia Cristiana o en el socialismo marxista.

Era ya en esa época y sigo siendo un convencido de que en política hay que tener siempre el coraje de desplegar las propias banderas sin temor a una eventual derrota ni autocomplejo frente a las contrariedades de ir contra la corriente. No se trata de confundir esa actitud resuelta, con el mesianismo de quien no está dispuesto a las necesarias transacciones propias de la vida democrática. A lo que apunto es a no asimilar el contenido de una transacción con lo que constituye —y debe seguir constituyendo— el propio ideal. A no perder jamás la propia identidad, entrando en la montaña rusa de lanzarse tras las banderas del adversario.

Incluso, la táctica de “arrebatar las banderas” al socialismo presenta otro rasgo particularmente extraño.

¿Qué sentido tiene gobernar y luchar por seguir gobernando, si ello se va hacer no para realizar lo que uno piensa, sino para aproximarse a lo que desea el adversario?

Podrá respondérseme que así se evitan cosas peores. Es posible, y en más de alguna realidad específica puede ser política y éticamente valedero. Sin embargo, como actitud global y sistemática, ella me parece fatal.

Cuando uno es derrotado políticamente con las propias banderas enhiestas, hay siempre la posibilidad de llevarlas al triunfo más adelante. Cuando uno permite, en cambio, que se las arrastren de a poco y a girones, más preocupado de arrebatarle las suyas al adversario, la derrota puede demorar algo más. Pero la perspectiva de revertir la situación desaparece, porque el propio ideal se ha abdicado o arriado. Ya no estará más presente como alternativa, al menos liderado por quienes lo abandonaron para acomodarse a los nuevos vientos.

Claro que para ser invariablemente fiel al propio ideal, hay que creer en él con una muy profunda convicción del espíritu. Y hay que forjar una voluntad que se atreva a desenmascarar las consignas. Aunque hacerlo conlleve desafiar lo que “todos” aparezcan favorecer en un momento. Es, de nuevo, la alternativa de desmitificar las consignas o de sucumbir ante ellas.

Figura moral de Alessandri

Mirando en forma retrospectiva, intuyo que el origen de mi ferviente admiración hacia don Jorge Alessandri proviene principalmente de lo expuesto.

Mi primera noticia sobre su persona fue con motivo de las elecciones parlamentarias de 1957. Pese a que yo sólo tenía diez años de edad, seguía las informaciones políticas con avidez. Fue tan grande la impresión que me produjo asistir a los seis años de edad al desfile en favor de la candidatura presidencial de don Arturo Matte en 1952, que la política y las elecciones ejercieron desde muy temprano sobre mí un atractivo enorme. Pronto empecé a leer diariamente la prensa y a escuchar las conversaciones que los adultos sostenían sobre estos temas, en un ambiente familiar de muchas y variadas vinculaciones políticas. Lo que conseguía entender era, por supuesto, muy limitado. Pero desde entonces adopté la costumbre de no desestimar una lectura, una conferencia o una conversación por el hecho de que sólo lograse captar una parte de ella, a veces incluso muy escasa. Con el tiempo he seguido cultivando esa práctica, ante la prueba de que así uno siempre aprende algo y adquiere una progresiva familiaridad con el tema que le permite comprender cada vez un poco más a su respecto. Me parece la única fórmula de no permanecer en la ignorancia completa de aquello que uno no pueda estudiar de manera sistemática.

La gran votación con que don Jorge Alessandri fue elegido senador por Santiago en 1957, pese a una brevísima campaña electoral de última hora, me impactó porque rompía todos los pronósticos previos.

La elección presidencial del año siguiente, en 1958, despertó en mí un entusiasmo ilimitado por la figura de Alessandri. Su triunfo me produjo una de las mayores alegrías que he sentido, como culminación de una campaña cuyos principales hitos se grabaron en mi mente con una fuerza imborrable.

La presidencia de don Jorge, vivida por mí entre los 12 y los 18 años de edad, comenzó encontrándome en el colegio y terminó hallándome al término del segundo año de universidad. Época decisiva en la formación de una persona, su figura ejerció sobre mí un magnetismo extraordinario. Sólo vendría a conocerlo personalmente después, en 1967, y a acercarme a él en su segunda campaña presidencial, para la elección de 1970, en la que participé activamente como dirigente juvenil y a consecuencia de lo cual nació una profunda y estrecha amistad con él que perduró hasta su muerte. Pero mi vibrante alessandrismo databa de mucho antes.

Creo que lo que más me sedujo de su personalidad fue precisamente su intachable integridad moral, acompañada de una notable valentía para combatir, desde la soledad, contra los falsos mitos y consignas.

Su diaria caminata desde su casa hasta La Moneda, hecha como un simple ciudadano, atravesando todo el centro de la ciudad sin vigilancia ni escolta, resultaba factible en una época en que aún no se conocía el terrorismo organizado. Sin embargo, poderlo realizar en medio del más amplio respeto ciudadano, simbolizaba las dimensiones de su figura moral.

Por otro lado, sus escasos discursos periódicos por radio al país (la televisión sólo surgió embrionariamente en Chile a fines de su gobierno), eran esperados expectantes por la opinión pública y llevaban casi siempre el sello de un vigor polémico capaz de enfrentar con talento las más difíciles encrucijadas y las más violentas mareas, a la vez que llenos de una honda emotividad que su apariencia adusta no conseguía ocultar.


Jaime Guzmán en el living de su casa junto a una foto de Jorge Alessandri. Admiraba en él la valentía para luchar contra los mitos y las consignas políticas.

Recuerdo con particular nitidez una larga entrevista que Alessandri sostuvo, durante alrededor de dos horas, con la directiva de la poderosa y temida Central Única de Trabajadores (CUT) y que, ante versiones contradictorias sobre su contenido, el Presidente de la República dispuso que se transmitiera por cadena nacional de radioemisoras. Más que una entrevista, se trataba de una polémica recíprocamente respetuosa pero muy agitada, en la que el Jefe del Estado se batía con inteligencia, firmeza, dominio de todos los datos o cifras y salidas llenas de un humor propio de su calidez humana.

Entre sus principales discursos, sobresalieron sus dos últimos mensajes anuales al Congreso Pleno, en uno de los cuales previno proféticamente a los “sembradores de ilusiones y quimeras”, advirtiéndoles que su camino terminaría por conducirnos a “un quiebre de la juridicidad de la cual Chile con razón se enorgullece”. Asimismo, no olvido una memorable intervención que tuvo hacia el final de su gobierno, al recibir el testamento del Presidente Balmaceda, oportunidad donde fustigó a don Eduardo Freí y a don Salvador Allende, que ya eran los dos candidatos que competirían por su sucesión presidencial, a raíz de conductas que, a juicio de Alessandri, privarían a ambos de la necesaria autoridad moral para gobernar adecuadamente.

En vez de que el ejercicio del mando desgastara su popularidad, don Jorge Alessandri la fue acrecentando. Lo logró sin recurrir a ningún instrumental propagandístico, sino rehuyéndolo hasta extremos que pueden considerarse incluso excesivos, pero que trasuntaban la austeridad y sobriedad más severa que ha caracterizado su retirada existencia. En 1964 tuvo que desautorizar públicamente una campaña que sus partidarios habían lanzado para recoger firmas tendientes a requerir una reforma constitucional que permitiese su inmediata reelección para el periodo presidencial siguiente, iniciativa que empezó a prender en la ciudadanía con inusitada fuerza, tan sólo en pocas semanas.

La entrega del mando a su sucesor dio lugar a una espontánea manifestación popular de adhesión y homenaje hacia Alessandri, que se convirtió en una verdadera apoteosis. Como testigo emocionado de ella, hice un breve relato periodístico de tal acontecimiento al cumplirse veinte años de su ocurrencia, el cual se inserta como un anexo al final de estos escritos.

Desde el instante mismo en que abandonó la jefatura del Estado, un grupo de amigos personales suyos lanzó la idea de que el pueblo de Chile le solicitara a don Jorge que aceptara volver a postular a la Presidencia de la República en 1970, idea que culminó al ser inscrito —caso único en nuestra historia— como candidato presidencial independiente con la sola firma ante notario de los ciudadanos que exigía la ley y sin intermediación de apoyo partidista alguno para ello.

Debo hacer la salvedad de que no es el propósito de esta obra, ni menos el del presente capítulo, aspirar a una reseña de la figura, el pensamiento o la obra de don Jorge Alessandri. Su persona aparece necesariamente en ella por ser el hombre público chileno hacia el cual mayor admiración profesé y que más fuerte influencia ha ejercido sobre mí. Ello lo liga de modo inseparable a muchas de las reflexiones y experiencias que en estas páginas deseo transmitir. Si he bosquejado algunos de los antecedentes históricos a su respecto, es para facilitar a los lectores que no vivieron estos hechos, la comprensión de las conclusiones que de ellos he extraído. Lo mismo valga como explicación para las demás referencias a ciertos hechos pretéritos a que se aluda en este u otros capítulos.

En este sentido, creo útil consignar que no me extrañó en absoluto, sino que me clarificó lo que me aparecía como un enigma, que la reforma agraria impulsada en su gobierno y a la cual antes me referí, se llevó adelante a pesar de su tenaz oposición frente a los partidos que lo apoyaban, a quienes no logró convencer del error e inutilidad de su táctica y ante la que, en esas condiciones, se vio obligado en la práctica a inclinarse.

El fenómeno político de Alessandri, madurado y profundizado en la honda amistad que con él me ligó desde 1970, me reveló realidades muy significativas, con la fuerza que tiene su comprobación empírica.

Ante todo, constaté que hay dos grandes modos de abordar la acción pública. Una, la predilecta para la inmensa mayoría, busca halagar a la masa, identificándose con las consignas dominantes y cediendo demagógicamente a sus pasiones y caprichos. La otra, mucho más difícil, intenta guiar al pueblo, librando con valentía moral y de cara ante él, un combate rectificador frente a las consignas falsas, vacías o torcidas.

Expresada en términos actuales, la primera fórmula está representada por políticos que son prisioneros de su imagen. Vasallos de las encuestas de opinión pública, éstas constituyen su norte orientador; su contenido refleja lo que el pueblo prefiere y, por consiguiente, lo que ellos deben hacer para agradarle y obtener su preferencia. Y más que al pueblo, a quienes de verdad se apresuran por complacer con particular solicitud, es a los grandes centros de presión o grupos de poder.

El segundo criterio no supone desentenderse de las aspiraciones populares, pero se autoimpone el deber de cotejarlas con un análisis serio de su conveniencia para el país y de las posibilidades que la realidad ofrece. No teme rechazar lo que no se avenga con ello, porque no se abate ante una posible derrota. Confía en que si a la negativa se añaden argumentos convincentes y actitudes que lo validen, se pueden cambiar las inclinaciones de la masa y que la eventual derrota de hoy puede ser el germen de la victoria de mañana. En todo caso, no hace política fijando como supremo norte la conquista o retención del poder, sino el servicio al país en la línea de fidelidad a los propios ideales.

Valga como digresión, que lo que sí estimo indisoluble del éxito de una actitud rectificadora, es añadirle la capacidad de autorrectificación que la aleje de todo riesgo de soberbia o mesianismo. Y las autorrectificaciones se diferencian del acomodo oportunista, en que en éste no se reconoce ni se fundamenta el cambio de predicamento, requisito que considero esencial para la legitimidad y respetabilidad de una acción pública. El oportunista, en cambio, siempre se dejará la puerta abierta a un nuevo giro, tan arbitrario como fuere menester. Por eso no le interesa ni le conviene admitirlo ni explicarlo.

Ahora bien, arquetipo de la acción pública conductora y rectificadora, don Jorge Alessandri demostró que ella puede triunfar y conferir una popularidad sobresaliente, aun con los estilos convencionalmente más contraindicados para ello. Y este hecho alcanzó en él ribetes tanto más sólidos y duraderos, cuanto fue respaldado en un testimonio de vida plenamente concordante.

En la entrega genuina e integral de la propia vida a una causa, reside la más vigorosa de las fuerzas que a ésta pueda brindársele. Sólo entonces la actividad política se hace sinónimo de servicio público, y emerge como una vocación que compromete la existencia entera y no etapas parciales de ella.

Mientras más lo conocí, más me impresionó la estricta correspondencia entre la imagen que Alessandri proyecta y lo que conforma su personalidad más íntima y real. Nada hubo en él que fuera una pose por razones de apariencias. Fue tal cual apareció. Aun en lo que pudiese sugerir mayores dudas a la suspicacia criolla, como su absoluta falta de ambiciones políticas y su tajante reticencia a la figuración pública.

Como agregado — o síntesis— de todo lo anterior, don Jorge Alessandri me hizo tangible una realidad adicional. Al mismo ser humano se lo puede atraer, indistintamente, explotando las más bajas pasiones o apelando a sus más nobles sentimientos, dualidad que siempre coexiste como alternativa para la conducta de cada persona. En cada uno de nosotros, siempre se jugará la disyuntiva entre dejarnos arrastrar a las mayores bajezas o de empinarnos hacia las más elevadas manifestaciones de que es capaz el espíritu humano. Todo dependerá de cuáles sean los estímulos más fuertes que nos rodeen y, en definitiva, de qué actitud asumamos frente al opuesto llamado de ambos.

Obviamente, resulta mucho más fácil escoger el camino de conquistar la simpatía de otro —y la del pueblo en general— alimentando los impulsos humanos más ruines, que para nuestra débil naturaleza operan como imán grato y tentador. Más aún, será inevitable que muchas veces quienes así actúan, consigan prevalecer en determinados momentos, porque las caídas morales de los pueblos se proyectan como reflejo de las que tampoco nunca superarán del todo las personas que los conforman.

Sin embargo, tras la frustración que, a la postre, siempre dejará el vacío espiritual de ceder a la envidia, al odio, a la permisividad, al libertinaje o a otra baja pasión cualquiera, los seres humanos y los pueblos buscamos resortes que puedan sacarnos de ese abismo y encontrar en las virtudes éticas la fuente de verdadera felicidad personal y progreso social.

Es ahí donde los ojos se vuelven hacia quienes no han sucumbido ante la avalancha degradante. A quienes han mantenido su propia identidad, sin abandonar sus banderas para salir atolondrados a arrebatarle las suyas al adversario. A quienes han continuado denunciando con perseverancia y coraje los ídolos propios de toda falsa consigna, por mítica o arrasadora que pareciese. A quienes no han renunciado a contribuir a guiar la historia, ni han creído que ésta se mueva por vientos que la voluntad propia no sea capaz de contrarrestar y modificar. A quienes no han cesado de apelar siempre y sólo a los más nobles sentimientos del alma humana y a los más altos destinos que ellos pueden plasmar para la convivencia social.

Este convencimiento y esta línea de conducta son, a mi juicio, las únicas justificaciones válidas para emprender una acción política.

Escritos Personales

Подняться наверх