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4 Me lo dijo una vidente

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Gabby, todo lo que tienes de clarividente lo tienes de chiflada.

—Jussie Smollett

¡Anda! ¡Se me ha olvidado decir que Tola era vidente! O, al menos, así es como se ganaba la vida. Cuando mamá, Ahmed y yo nos mudamos de nuestro apartamento en Brooklyn y Tola se instaló con papá, la habitación de Ahmed se convirtió en su consulta. Digo «consulta» siendo un poco generosa. Seguía pareciéndose mucho a la habitación de Ahmed, incluso seguía estando allí su cama. Tola hacía pasar a esa habitación a sus clientes y se sentaba en el suelo mientras ellos tomaban asiento en la cama o delante de ella, también en el suelo. Tenía una bolsita con conchas de cauri y, al parecer, era capaz de leerlas para predecir el futuro. De niña, yo me lo creía a pies juntillas. Y pensaba que todos lo hacíamos, así que nunca me molesté en preguntar si de verdad era vidente o no. No se me ocurría que alguien pudiera fingir algo así. ¡Ay! ¡Era tan joven e inocente!

En los primeros tiempos después de la ruptura, mis padres hicieron un intento de custodia compartida. Ahmed y yo regresábamos a Brooklyn los viernes después de la escuela y volvíamos a casa de mi tía Dorothy, en Harlem, el lunes al salir del colegio. Yo me pasaba el fin de semana en nuestro antiguo apartamento, con su nuevo mobiliario, sus nuevos olores, mi nueva madrastra y mi nuevo hermanito. El apartamento en el que me había criado no me resultaba familiar sin mi madre allí. Sin mi familia allí. Había unas cuantas fotografías de mí y de Ahmed en un estante, pero parecían fuera de lugar. Parecíamos dos niños estadounidense en casa de una familia africana. Mi padre y Tola hablaban en wolof. Yo solo sabía un poco de wolof de cuando había visitado Senegal y no entendía bien lo que decían. Las únicas voces americanas que había por allí eran la mía y la de Ahmed, y ninguna de las dos parecía contar. Nosotros éramos los extranjeros ahora. Cuando Tola tuvo a su segundo hijo, mi hermano Abdul, a mi padre volvió a parecerle importante enseñarme a ser una «buena mujer y madre musulmana». Por eso tenía que ayudar a Tola con el recién nacido mientras mi padre conducía un taxi por la ciudad de Nueva York. A mí no me importaba. Quería mucho a Abdul y no quería perderme ni un segundo de su vida de bebé. Aunque por entonces yo solo tenía nueve años, me ocupaba de Abdul mientras Tola atendía a sus clientes.

Africanos de un montón de países distintos acudían a ver a Tola para conocer su futuro. Gente de Senegal como ella y como mi padre, gente también de Malí, de Nigeria, de Sudáfrica, ¡de todas partes! Para mí era como un arcoíris de todas las tonalidades y culturas de negro y marrón. En una ocasión, mientras estaba allí, ¡vinieron incluso unas afroamericanas! Era un domingo. Lo recuerdo porque aquellas dos mujeres mayores negras venían directamente de la iglesia, vestidas de punta en blanco. Una vestía de amarillo integral con un sombrero blanco. Y la otra iba toda de blanco con un sombrero blanco y negro. Me encantaron. Estaba emocionadísima de ver a otras estadounidenses en aquel apartamento. Tuve la sensación de haber estado perdida en otro país cuyo idioma no hablaba pero, al doblar una esquina, vi un McDonald’s y supe que todo estaba bien. Cuando llegaron aquellas señoras vestidas de domingo, Tola estaba atendiendo a otro cliente, así que se sentaron en el salón conmigo mientras yo veía un programa infantil en Comedy Central y cebaba a Abdul. Yo apenas hablaba con los africanos que venían a que les leyeran el futuro. Me gustaba hablar con ellos lo justo para escuchar sus acentos y dialectos, pero luego solía volver a concentrarme en lo que fuera que estuviera viendo en la tele, así que la conversación era mínima. ¡Pero el día de las afroamericanas no fue así para nada! Sometí a aquellas señoras a una batería de preguntas indiscretas. Les pregunté por qué querían que les predijeran el futuro, quién les había hablado de Tola y dónde estaba su iglesia. Ellas me preguntaron si Abdul era mi hijo o mi hermano. ¡Qué mala educación! Comentaron que hablaba muy bien inglés. Les di las gracias y les dije que llevaba practicándolo desde que tenía un año. Parecieron impresionadas, pero solo porque no se dieron cuenta de que estaba siendo sarcástica. Me encantaron aquellas señoras negras. No solo me recordaron a mi madre y a cómo solía ser nuestro apartamento, sino que me ayudaron a darme cuenta de que Tola podía ejercer de vidente para todo tipo de personas. De alguna manera, yo había dado por sentado que solo podía predecirles el futuro a africanos, que hablaba con espíritus africanos que le desvelaban los futuros secretos de otras personas africanas. Recuerda que tenía nueve años. Y entonces se me ocurrió que, si podía leerles el futuro a aquellas señoras negras, ¡entonces igual también podía decirme a mí qué me depararía la vida!

Una noche de verano, cuando ya tenía diez años cumplidos, le pedí que me leyera el futuro. Ella soltó una carcajada, porque debí de parecerle muy mona, y me dijo que sí. Sacó sus conchas de cauri y nos sentamos en el suelo del salón mientras papá miraba las noticias francesas en la televisión. (Juro por Dios que siempre mira el telediario francés. Debe de preocuparle mucho lo que sucede en Francia). En aquel entonces, Abdul ya había empezado a andar, pero yo lo retenía como un rehén sobre mi regazo porque solo tenía la sensación de que me quería si lo tenía abrazado. Tola me preguntó qué quería saber. Lo que yo de verdad quería saber era si alguna vez tendría un novio. Quería saber si Thomas, que vivía en mi edificio, estaba tan pillado de mí como yo de él. Y también quería saber si me vendría pronto la regla. Pero papá estaba a cinco pasos de distancia, en el sofá, y no me pareció apropiado formular ese tipo de preguntas. En lugar de eso, solté una risita, puse los ojos en blanco y dije:

—¡Yo qué sé! ¡El futuro! Lo que quiero saber es… el futuro y todo eso.

Agarró sus conchas en una mano, las agitó unas cuantas veces y luego las dejó caer en un bol que había colocado en el suelo entre ambas. Volvió a agarrarlas, las agitó de nuevo y las lanzó otra vez al bol.

—Veo que te espera un gran futuro —dijo al fin.

—¡¿Voy a ser psicóloga?! —le pregunté muy emocionada.

Tola no entendió la pregunta, así que la pasó por alto y respondió:

—Vas a ser famosa.

¡Buá! Eso sí que no lo había visto venir. Cuando era algo más pequeña había querido ser cómica, pero había abandonado ese sueño a los ocho años. También me había imaginado siendo famosa. Lo que más me habría gustado era ser cómica, para poder ir a clubes nocturnos y viajar.

—¿Haciendo de cómica? —quise saber.

Tampoco entonces Tola entendió mi pregunta, pero me dijo:

—No. No lo sé. ¡Pero sí sé que serás famosa!

—¿Cómo? —insistí yo.

—No lo sé, pero vas a serlo —me tranquilizó.

No me cuadraba. En aquel entonces, mamá había dejado de ser una maestra paraprofesional y se había convertido en una destacada intérprete en el metro. (Sí, lo sé, pero ya lo explicaré un poco más adelante). Tenía un montón de fans bajo tierra y Ahmed y yo estábamos seguros de que un día alguien la descubriría, se haría famosa, sonaría en la radio y nosotros nos haríamos ricos y papá y su estúpida familia nueva, Tola incluida, se arrepentirían de habernos obligado a mudarnos de nuestra casa y de haber convertido nuestro antiguo apartamento en un pequeño Senegal. Entonces mi madre adoptaría a Abdul y seríamos felices. Ese era el plan. Yo pensaba que eso era lo que iba a ver Tola. No estaba segura de cómo había dado con eso de que quien se haría famosa iba a ser yo.

—¿Estás segura?

Agarró las conchas, las agitó y volvió a lanzarlas al cuenco.

—Sí. Vas a ser famosa como Oprah.

—¿Estás segura de que no quieres decir que mi madre va a ser famosa?

Tola miró las conchas, pero no las volvió a recoger. Parecía estar viendo algo realmente en aquellas conchas, parecía estar viendo algo que no acababa de entender.

—Tu madre… un poco. Pero eres tú. Tú eres la famosa. Tu madre es famosa porque tú eres famosa.

Pues perfecto. No estaba segura de por qué me veía siendo famosa, pero me parecía fantástico. Fantástico y sospechoso.

—¿Y qué más? —pregunté, ansiosa por saber más.

—Que te quedarás muy flaca.

Aquello sí que empezaba a sonar bien.

—¡Hala! ¡Papá! ¡Voy a ser flaca! —exclamé, emocionada de compartir aquella noticia con él, a la que él respondió con una de sus extrañas risotadas.

—Tendrás gemelos cuando seas mayor —vaticinó Tola—. Dos niñas.

Aquello se le estaba yendo de las manos. Dejé que Abdul se marchara a cuatro patas de mi regazo y de mi útero. Por supuesto… era posible. Mi abuela materna tenía una gemela, eso lo sabía, así que lo llevábamos en los genes. Pero tener gemelos sonaba caro. Un bebé era divertido, pero no sabía cómo iba a costearme tener dos bebés al mismo tiempo.

—¿Seré rica? —le pregunté.

—Hummm —respondió ella.

—Ay, qué bien. Suena bien…

Era una pregunta tonta. Si iba a ser famosa, ¡por supuesto que también sería rica! ¡Buá! Y si Tola sabía que sería famosa y rica, entonces estaba claro que era la mejor vidente del mundo. ¡Y, además, iba a quedarme flaca! Eso explicaba por qué todos los africanos de la ciudad viajaban a Bed-Stuy para verla. ¡La muy capulla hablaba sin tapujos!

—Entonces ¿tendré un marido? —le pregunté, como si mi padre fuera a permitirme tener hijos fuera del matrimonio.

—Por supuesto —respondió Tola—. Tu marido será un buen musulmán.

Me vine abajo. Si las miradas matasen, Tola haría tiempo que ya no estaría entre nosotros. De adulta, he conocido a muchos tipos geniales que han resultado ser musulmanes. Pero, de niña, casarme con un musulmán significaba casarme con mi padre. Y eso era algo que, a la edad de cinco años, ya había decidido que no pasaría nunca.

—Serás una buena esposa musulmana casada con un buen africano musulmán —continuó Tola.

Entonces fue cuando me di cuenta de que, en realidad, no era vidente. Era imposible. Yo era incapaz de ser una «buena esposa musulmana», como tampoco lo había sido mi madre cuando se había casado con papá.

Le expliqué a mamá lo de mis vaticinios y nos reímos juntas. ¿Gemelas? ¿Fama? ¿Yo una «buena esposa musulmana»? Supuse que la gente iba a videntes para poder reírse luego de sus predicciones. Tres años después, Tola dio a luz a gemelas. Dos niñas. Y aquella fue la última confirmación que necesitaba: Tola podía ser vidente, pero no veía bien.

Diría que sí creo en los videntes. Lo confieso. Creo que algunas personas tienen la capacidad de ver las cosas con más claridad que la mayoría. Y creo que todos tenemos un sentido de la intuición, pero que algunos de nosotros tenemos una capacidad innata de ver algo que aún no ha sucedido. Y si esa habilidad es tan potente que puedes cobrarles a los demás por ponerla en práctica, me parece bien. Mi madre asegura que su madre era vidente, que si MaDear (así es como mi familia llama a mi abuela) decía que iba a ocurrir algo, acababa ocurriendo. Mi madre también dice que, cuando era niña, descubrió que también era vidente. Dice que soñó con una familia en África que era igual que la suya en Georgia y que más que un sueño le pareció un recuerdo. Pero aquello la asustó, de manera que rezó a Dios para que le quitara ese poder y, según mi madre, lo hizo. Acabo de telefonear a mi madre para confirmar todo esto y dice que no se acuerda de pedirle a Dios que le quitara ese poder y que, desde luego, ella nunca diría que su madre o ella eran videntes. Aun así, yo sigo creyendo que somos una familia intuitiva y que esa intuición es solo parte de ser mujer. Las mujeres son las que dan a luz y también son las que saben que vas a echar tu vida a perder si te haces un tatuaje en el cuello. Quizá lo de ser vidente nos venga de familia. O quizá lo que me venga de familia sea pensar que eres mucho más especial y tienes mucho más talento que nadie.

Si me dejo llevar por la sospecha, podría pensar que Tola me dijo lo que creía que yo quería escuchar. A fin de cuentas, yo no era más que una niña. Si realmente podía leer aquellas conchas, ¿por qué no le revelaban cuánto los odiaba a papá y a ella? ¿Dónde estaban aquellas conchas cuando tuve que compartir mi habitación y mi cama con la amante de mi padre que fingía ser solo su prima? ¿Fueron esas conchas las que le revelaron a Tola que yo era infeliz y sufría en aquel apartamento con ellos? Lo más probable es que se compadeciera de mí y decidiera decirme que sería rica y famosa para que me sintiera mejor. (No lo digo como algo malo, pero eso no convierte a Tola en vidente). Si de verdad hubiera sido vidente, me habría dicho que me pusiera ropa interior aquel día de séptimo en el que me rompí el tobillo y tuvieron que enyesarme el pie mientras me intentaba tapar la vagina con una libreta. ¡Muchas gracias, Tola! El hecho de que yo haya acabado siendo famosa no demuestra nada. Es pura coincidencia.

¿Y tú qué miras?

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