Читать книгу A la espera del Pobre - Gabriel Richi Alberti - Страница 5
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LAS «ANTÍFONAS DE LA O»:
EL DIÁLOGO DE LA IGLESIA CON CRISTO QUE VIENE
LA «O»: EL ASOMBRO AGRADECIDO
Todos los comentarios de teólogos y autores espirituales, a lo largo de los siglos –normalmente el origen de las antífonas se atribuye a san Gregorio, a inicios del siglo VII–, comienzan deteniéndose en esta «O». También las versiones en lengua vernácula han querido mantener este inicio. Se trata de una expresión de «asombro agradecido», de admiración ante el misterio que se contempla. «Se cantan siete antífonas “O”, más como admiración que como invocación» (Gemma animae III, 5), dice Honorio de Autun, un autor del siglo XII.
En efecto, no es posible entrar en el misterio de la Navidad a través del camino del Adviento más que a través del asombro agradecido. No se trata del asombro que puede suscitar algo que acontece de repente y que no esperábamos: sabemos por experiencia que lo que se presenta de improviso muchas veces nos provoca temor. El asombro de la «O» de las antífonas es un asombro ante el misterio que se ha revelado, es decir, que por gracia hemos conocido. En efecto, es un asombro agradecido ante la inmensidad del Dios hecho hombre, ante Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que viene a nuestro encuentro.
Pidamos la gracia de este «asombro agradecido»: un asombro que habitó el corazón, ante todo, de María y de José, pero también de los pastores y de los magos. ¿Cómo es posible que Dios haya querido hacerse niño? ¿Cómo es posible que el Creador de todo el universo haya querido ser recogido en un pesebre, haya querido ser mecido entre los brazos de una jovencita en una aldea desconocida del último de los reinos de la tierra?
Pero nuestro asombro crece todavía más cuando reconocemos que todo esto ha acontecido, como dice san Pablo, por mí: Cristo «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20); «al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gál 4,4-5).
Las «antífonas de la O», por tanto, ensanchan nuestro corazón, porque lo llenan de asombro agradecido ante Aquel que nos ama y viene a nuestro encuentro.
Nosotros, en efecto, no esperamos a un desconocido.
AQUEL QUE ESTÁ VINIENDO
Es muy significativo recorrer los distintos títulos y nombres que las antífonas atribuyen a Cristo que viene. Ellos nos indican que, en efecto, quien viene no es un desconocido. Al contrario. A través de la creación y de las obras de salvación, Dios ha ido revelando su rostro al pueblo elegido: un rostro de poder y de misericordia. Al final de los tiempos lo ha revelado en plenitud y para todos los hombres en el rostro humano de su Hijo hecho carne. La Sabiduría, el mismo nombre de Dios (Adonay), la Raíz de Jesé, la Llave de Israel, el Oriente y el Sol de justicia, el Rey y Deseado de las naciones… es el Emmanuel, es decir, Dios con nosotros. O, por decirlo de otra manera, la majestad y la gloria infinitas de Dios se nos ofrecen en el rostro de un niño envuelto en pañales, primicia del rostro del Inocente y del Resucitado.
Aquel que esperamos ya ha venido entre nosotros, ya se ha manifestado en la carne, hace dos mil años, y esperamos su venida en la gloria. Por eso es posible decir que no esperamos a un desconocido.
A través de las referencias al Antiguo Testamento, que las antífonas nos sugieren para introducirnos en el misterio de Cristo que viene, nos haremos portavoces de la esperanza de todas las naciones: de Israel, el pueblo elegido, y de todas las gentes. De este modo, los patriarcas, los jueces y los reyes, los profetas y los justos… los anhelos de todos los hombres se harán presentes en nuestro canto: seremos verdaderamente la Iglesia, voz misma de la humanidad a lo largo de toda su historia, que se dirige a su Esposo.
VIENE A NUESTRA POBREZA
Con gran realismo –este es el tercer elemento que quiero subrayar de la estructura de las siete antífonas–, la Iglesia hace presente en su canto no solo el asombro y la identidad de Cristo que viene, sino toda nuestra necesidad. En efecto, no podemos olvidar que Aquel que viene es el Salvador, el Redentor.
Dice un autor del siglo XIII: «La Iglesia, en estas siete antífonas, muestra sus múltiples flaquezas, y para cada una de ellas pide el remedio de su mal. Éramos ignorantes o ciegos ante la venida en la carne del Hijo de Dios; atados a las penas eternas; esclavos del diablo, vencidos por el mal del pecado, estábamos envueltos en las tinieblas; desterrados y expulsados de nuestra propia patria. Por tanto, teníamos necesidad de un maestro, de un redentor, de un liberador, de un guía, de uno que nos iluminara, de un salvador; éramos ignorantes y teníamos necesidad de recibir su enseñanza» (Guillermo Durando de Mende, Rationale divinorum officiorum VI, 9).
¡Qué bello es que la Iglesia no tenga miedo a introducir sus flaquezas en la oración! La Iglesia, en su diálogo con Cristo que viene, ¿de qué le habla? De sus flaquezas. Todos nosotros, lo sabemos por experiencia, somos capaces de hablar de nuestras flaquezas solo ante quien sabemos que nos ama. Solo el amor nos hace capaces de vencer la vergüenza de nuestra debilidad. Y así la Iglesia nos enseña una verdad fundamental de nuestra fe –una verdad que nos repetirá en la noche de Pascua: ¡feliz la culpa!–, y es la siguiente: nuestra debilidad es la puerta de la gracia; Dios ama a quien tiene el corazón herido; nuestras heridas son nuestras aliadas. ¿No es esta la experiencia de Pedro, que llora su traición, o de Pablo, que presume de su debilidad? ¿Estaban locos o, finalmente, habían comprendido cuál es la vía maestra de la relación con el Señor?
Los pobres «viven en el asombro de lo que Dios hace. Contemplan con amor la ternura de la misericordia divina (Lc 1,67-69; 1,51.58.72.78), penetrados por ella hasta lo más íntimo de su ser, habiendo llegado a ser eucaristía, como María cuando canta su Magnificat o Simeón su Nunc dimittis» 1.
DEL ASOMBRO A LA SÚPLICA
El último elemento de la estructura de las antífonas –aspecto que, en cierto modo, supone también la meta del itinerario que las mismas antífonas proponen– es la petición, la súplica al Señor: ¡apresura tu venida!
De este modo, las antífonas nos proponen un camino muy bello. Empieza por el asombro agradecido ante la condescendencia de la Trinidad. Es el asombro ante el misterio, ante el designio de Dios. Sigue con el reconocimiento de aquel que está viniendo: Jesús, el Salvador, Dios mismo hecho hombre. Un reconocimiento que expresa todo el anhelo de la historia del universo y de la salvación. La mirada fija en el rostro de aquel que viene nos permite mirar nuestra debilidad, nuestras flaquezas, nuestra necesidad. Y esto abre de par en par nuestro corazón a la súplica.
De este modo, la espera se hace súplica. Así lo muestra una jaculatoria típica de la última semana de Adviento: «¡Ven pronto, Señor; ven, Salvador!». Es una breve oración que se puede repetir a lo largo del día y que expresa adecuadamente lo esencial del diálogo de la Iglesia con Cristo que viene.
Un último detalle. Las antífonas mayores, como hemos dicho, son las antífonas del cántico evangélico de las Vísperas. Algunos autores afirman que se rezan en Vísperas porque la encarnación aconteció en el atardecer de la historia. A este propósito quiero recordar una pregunta que algunos Padres de la Iglesia se hicieron: ¿por qué tan tarde la encarnación?, ¿por qué la Trinidad no dispuso inmediatamente después del pecado original la encarnación redentora del Hijo? Entre las respuestas hay una muy bella: Jesucristo vino «tarde» –si usamos como criterio la cronología de la historia–, pero no vino con retraso. Así puede sucedernos también a nosotros: pensamos que el Señor no se hace presente, que tarda en llegar a nuestra vida para salvarla… y, sin embargo, el Señor no llega nunca con retraso. Lo hace siempre en el momento oportuno, dejando al tiempo toda su fuerza pedagógica. El tiempo del Señor siempre es el tiempo oportuno.