Читать книгу El hambre heroica - Gabriel Rodríguez Liceaga - Страница 5

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DESAGÜE

No hubo mareos ni vómito por las mañanas, no hubo sueño ni cambios de humor. Yo sabía que algo estaba mal. No tenía conexión con mi barriga, me sentía una mentirosa, engañaba a todo el mundo, incluso a mí. Y el ultrasonido no hizo más que corroborarlo. No hay frecuencia cardiaca, dijo el doctor y yo pensé: Ya lo sabía. No hay frecuencia cardiaca significa que no late el corazón porque no se formó un corazón. Habrá que sacarlo pronto. Habrá que saltar de un puente. Desde el otro lado de su vejez el doctor me dijo: Esto ocurre en uno de cada cinco embarazos y yo pensé: Me lo hubiera dicho antes. Las opciones eran dos: un legrado o esperar a que mi cuerpo desechara el producto. Primero quise actuar pronto, quise decir: Ábrame ahora. Aurelio, como siempre, me calmó: Piénsalo, espera, decide. Salimos del edificio y lloramos en la banca de un parque, no están ahí para otra cosa. Él lloró la sorpresa. Yo la confirmación.

Decidí esperar a que mi cuerpo hiciera su trabajo. Me dieron algunas medicinas para apresurar la evacuación y los días pasaron sin que el huevo me dejara. Cuando había transcurrido un mes fuimos de vacaciones a la playa. Y una noche llegaron los cólicos, un dolor como no había sentido nunca, un dolor que comenzaba justo abajo del ombligo y se extendía desde el pecho hasta las rodillas. El cuerpo se me contraía como si quisiera caberme todo entre las piernas y luego se distendía como si fuera a separarse. Una y otra vez el cuerpo adentro y luego afuera y yo gritando. Por la mañana pasaron los dolores y fue sentada frente al mar que me rompí. Una sangre roja y transparente me escurrió entre las piernas como si se me hubiera abierto en las entrañas un presa. No dejaba de salir. Aurelio corrió a comprar un paquete de toallas sanitarias y yo me senté en el baño a vaciar la sangre que no se acababa. Quizá debí haberme metido al mar y dejar que el agua me lavara. Hubiese sido más sano. Más limpio. Más humano. Conducimos las cinco horas que nos separaban de la casa y no cesó la sangre ni se fueron los dolores. Quería bañarme en una tina pero tenía miedo de nadar en tanto rojo. Estaba boca abajo sobre la cama cuando supe: tengo que ir al baño y en los tres pasos que me tomó llegar al escusado sentí aquel claro desprenderse. Me bajé el pantalón, me senté sobre la taza y, plop, cayó aquel huevo sobre el agua. Tengo que verlo, dije, tengo que verlo porque algún doctor va a preguntarme. Tuve el impulso de fotografiarlo pero no podía alejarme. Era del tamaño de una manzana, era un bulto rojo de sangre dentro del que claramente se distinguía el color de la carne. Mi carne y la de Aurelio. Esa carne que no tuvo corazón y no era nada pero era. Lo miré y me sentí sola y fuerte. Poderosa. Estaba sola en ese baño y aunque Aurelio estaba algunas puertas más abajo podría no haber estado nunca, estaba sola, lo había expulsado sola y comprendí que los dolores eran contracciones de trabajo de parto. Había parido aquel huevo que se hundía en el escusado. Sola. Había aguantado los dolores. Y ahora debía jalar la palanca y dejarlo deslizarse con la mierda de la casa. Debí haberlo hecho en el mar. Ningún bebé debe escurrirse por las tuberías. Aunque no tenga corazón.

El hambre heroica

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