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Esta mañana el despertador no ha entonado su característico zumbido. A las nueve y quince (hora programada) ya estoy en la pastelería del otro lado de la calle en busca de unos croissants recién horneados que me vuelven loca, y que solo me permito en los pocos fines de semana que tengo ganas de vestirme y bajar. Una vez deleitado el paladar y eliminados los restos del almuerzo, cargo sobe mis hombros la nueva mochila de cordura donde llevo todo mi mundo. Desde el quicio de la puerta examino la oscuridad de la casa vacía y silenciosa embargada de cierta dosis de melancolía, pues fue mi refugio durante los tres últimos años. Después cierro definitivamente la puerta con dos vueltas de cerrojo, me dirijo al ascensor y frente al espejo descubro a una nueva Mónica que casi no reconozco. En lugar de la aburrida y lánguida muchacha de traje de chaqueta con camisa blanca abierta en su escote y semblante rendido, me quedo embobada mirando incrédula a la chica que imita mis movimientos al otro lado del cristal. Tiene una expresión alegre y feliz, pañuelo floreado en tonos rojizos a modo de diadema cubriendo parte de su rubia y ondulada melena, blusón blanco bordado de aspecto hippy y pantalón vaquero apretado gastado en sus articulaciones. La miro sorprendida por la metamorfosis interior que refleja su mirada limpia y brillante. Es el reflejo de mi nuevo e intrigante porvenir.

Una vez en la aeronave, un Boeing 757-200, la casualidad juega a mi favor situándome entre la ventanilla que proyecta maravillosos paisajes y un simpático y atlético joven deportista que se dirige a Lima para participar en el quinto campeonato mundial de motos de agua. Tenemos una conversación entretenida y original acerca de sus viajes, sus logros y, sobre todo, su filosofía de vida. Es un bollito, a caballo entre los veinte y los treinta años, con anchos hombros y unos pectorales bien desarrollados que luce con premeditación. Tiene un mentón rudo, labios carnosos, barba perfilada con maestría, cabello rubio levemente ondulado y, por lo que se deja ver, depilación deportiva. Pero lo que más me atrae es la prominente sonrisa que luce en todo momento. Tiene «la sonrisa del hombre absoluto», la de un ser privilegiado que ha conseguido aunar, en su microespacio temporal, el arte-ocio con la profesión-sustento conquistando con clarividente determinación las más altas cuotas de autoestima y reconocimiento personal que irradia como un lucero, iluminando a quienes tenemos la suerte de estar a su vera. Como yo jamás conocí a nadie que consiguiera hacer de su pasión una profesión, este prodigioso logro de Yaki —que es su apodo— me tiene admirada. Entre charloteos, largas cabezadas y entretenidos textos encuadernados, flotamos sobre las nubes en un tranquilo y amigable tránsito que da lugar a un ágil acercamiento emocional. Fortuitos e inocentes roces cada vez más intencionados parecen pedir permiso para llegar más lejos. En pleno estado de euforia nuestras manos se entrelazan como si ellas, y no nosotros, fueran las responsables de esa unión. La excitación nos provoca una especie de sonora risa nerviosa que se convierte en vergonzosa, tímida y casi silenciosa; el enlace de las manos da lugar al de los dedos y el de los dedos al de nuestras bocas, que se funden en un largo y apasionado beso. Levantamos el reposabrazos que nos separa castigando nuestras costillas y nos abrazamos con tal intensidad que parece que nada ni nadie pudiera separarnos jamás.

—Te espero en el servicio —me dice Yaki visiblemente excitado y con los mofletes acalorados.

Seducida hasta la médula e incapaz de reservar ni un solo segundo al disimulo, me enfilo tras él por el pasillo central sujetándome a los cabeceros de los asientos de la clase turista, ajena a pasajeros y auxiliares de vuelo, que parecen percatarse de nuestra descarada maniobra.

El resto del viaje todo son arrumacos, caricias, palabras tiernas y otros dos encuentros en el lavabo, donde, a pesar de su estrechez, alcanzamos las más altas cotas de frenesí sexual y postural. La aventura a más de mil metros de altitud termina con el aterrizaje en Lima. Yaki y su moto acuática Bombardier RXP de doscientos quince caballos abandonan el avión. Yo continúo el vuelo llevándome como presentes: un último y ardiente beso en los labios, la promesa de futuros contactos y una gran sensación de alegría y plenitud. Es como si acabara de experimentar mi primera relación sexual. Como si todas mis experiencias anteriores hubieran sido una mala imitación. Creo que acabo de probar las mieles del auténtico placer abarrotando todos mis sentidos. Tengo ganas de saltar y gritar… como si me hubiera tocado la lotería y llevara el décimo entre las piernas.

Mi llegada a la terminal de Tasma es de lo más pintoresca. La sala está dividida por una malla metálica apoyada sobre un murete repintado que separa a los recién llegados de los familiares. Sus caras aplastadas contra los cuadradillos de alambre dejan sobresalir sus originales narices como en un campo de nabos. Todo este gentío, alboroto y penetrante olor a humanidad me sobresaltan. Los únicos viajes que hasta el momento había realizado fueron a poca distancia, con amigos, con todo programado y con pocos imprevistos. Esta nueva dimensión me impresiona bastante, pero espero que la fuerza de la ilusión me ayude a afrontar el reto. Una vez terminada la larguísima demora hasta que la ineficaz cinta transportadora me regurgita el equipaje, me acomodo en espera de la guagua en una silla vacante adosada a una pequeña fila de asientos cochambrosos de resina amarilla. Paralela, otra hilera idéntica es ocupada por variopintos personajes que, aburridos, me observan con cierto disimulo. Solo los más pequeños se atreven a acercarse entre juegos y bromas. Una estridencia nos sorprende presagiando la inminente llegada del destartalado autobús. Es un aparato de tan crujiente sintonía que parece que se vaya a desarmar. Su popa ventosea enormes soplos de denso humo negro y maloliente que obligan a huir despavoridos a cuantos aguardamos en el andén. La carrocería que un día estuvo adornada con el arte de algún pintor nativo se ve ahora cuarteada por los agresivos óxidos que, sin piedad, van hurtando el metal. Una vez interrumpida la flatulencia, los pasajeros cercamos el transporte sin ningún orden y el conductor, subido a su lomo, recibe los informes bultos que desde abajo le lanzan los más fornidos. Con evidente experiencia y desgana, el chofer apila los fardos hasta formar una torre que casi duplica la altura de la guagua.

Ya en el interior, incómodamente sentada junto a una ventanilla de apertura lateral velada por decenas de dígitos y cercada por pomposos flecos textiles empolvados, me veo envuelta en una anárquica acumulación de hombres, mujeres, niños, mascotas y enseres. En un largo, duro y lastimoso trayecto de más de siete horas transitamos por retorcidos caminos de gran atractivo paisajístico, responsables de una inmensa polvareda púrpura que, junto con el sudor que me cae en cascada por el interior de la ropa, forman un complejo de pócima líquida que termina muriendo en la suela de mis sandalias. Medio descolgada de mi asiento, pues descubro aves ponedoras mejor situadas, advierto el insistente toque ligero del codo de la divertida Artemisa. Una buena señora de rostro festivo, abundante perímetro e indumentaria regional que me distrae con el convite de sus extraños, aunque suculentos, condumios y su charla trivial. El fortuito desmoronamiento de una roca del tamaño de un buey guillotina la pista obligándonos a detener la conducción y a desalojar el transporte. Ante la imposibilidad de desplazarse por los muchos bártulos que acumulan, algunos optan por esperar a que los rescaten. El resto se dirigen camino abajo siguiendo el trazado, pues Manacos ya se divisa a unos cinco o seis kilómetros en lo más profundo del valle de Thimanán.

Yo paso de seguir al cortejo y me encamino hacia un estrecho sendero que me introduce en un maravilloso mundo de recia y variada vegetación con intensos verdes, ocres saturados y graciosas salpicaduras de Laureles, mirtos y mimosas que comparten espacio con grandes palmeras y árboles centenarios. Extasiada por el fantástico universo y tras varias horas de evasión por interminables pendientes laberínticas… la senda acaricia tímidamente un pedregoso riachuelo de generoso e inmaculado caudal.

Felizmente agotada como consecuencia de la gran caminata, me acomodo sobre un homogéneo canchal de piedra vestido elegantemente con un favorecedor traje de musgo suave y mullido. Sumerjo los pies en el fresco dejando que unos pequeños pececitos plateados me cosquilleen los dedos mientras el sol, todavía alto, templa mi espalda con un cálido masaje. Una leve pero infinita sonrisa perfila mis labios como reflejo de una emoción jamás sentida. Me encuentro completamente dichosa, orgullosa e impresionada conmigo misma. Tengo ganas de abrazarme, besarme y darme palmaditas de felicitación en la espalda por la increíble heroicidad cumplida. Parece que, por primera vez y a consecuencia de mi inmersión en tan exótico entorno, estoy tomando conciencia absoluta del momento que estoy viviendo. Conciencia de un nuevo presente que rompe definitivamente con aquella urbanita sencilla, de metas terrenales, con la que ya no me siento para nada identificada.

Prefiero el perfume de una flor al olor de un BMW recién estrenado, o el suave sonar de las hojas mecidas al chaca-chaca de un contador de billetes. Ahora mi futuro se reduce a los planes que el azar me quiera obsequiar. Sin ahorros, hipotecas, ni planes de pensiones… Solo me importa el presente.

Este narcótico momento de inmensa paz, abstracción y merecido descanso se rompe con la presencia sorpresiva de una modesta silueta a contraluz que se acerca chapoteando por entre los cantos rodados y alterando la armonía del entorno. Periquitos, pájaros carpinteros, rascahojas y demás aves apostadas en el ábside de la torrentera se escabullen por entre las hojas, en un descontrolado revoloteo de huida hacia el cielo.

—Hola ­—me saluda un niño de unos doce años—, me llamo Yaizá.

Tardo un poco en reaccionar. Los reflejos que se escapan por entre el ramaje me obligan a entornar los ojos. Está descalzo, con la epidermis tintada por el sol y ataviado con un pedazo de pellejo de tapir a modo de calzón. Se inclina, ladea la cabeza, me muestra una extensa sonrisa y me pide que le siga señalando en la dirección de la corriente con la punta de una vara anudada en sus extremos en forma de arco. Me habla de su abuelo, de un oráculo, de los Tupanga y de una profecía que anuncia mi llegada. Yo no entiendo nada, pero como me siento tan confundida y vulnerable, tan invisible y perdida, decido seguirle; como nada tengo, nada puedo perder.

—Debemos partir ya —se cruza el arco en el pecho—, tenemos que llegar antes de la puesta del sol. El camino es largo y difícil.

Me levanto encogida de hombros, recojo mi mochila y me dispongo a seguirle.

Penetramos en la espesura de un fantástico bosque sorteando resbaladizos canchales y empinados terraplenes. Como en un parque temático, Yaizá encuentra a cada paso algo con lo que entretenerse: un riquísimo mango que comparte conmigo, una liana donde columpiarse, un bichito que corretea por entre sus dedos, las pisadas de un antílope real, el canto de un papagayo… Tras varias horas de recorrido nos topamos —para mi sorpresa— con un gran precipicio, balcón privilegiado del más majestuoso, imponente y bello paisaje natural jamás imaginado.

Una grandiosa extensión arbórea de cientos de especies engalanadas con todo el espectro cromático circunda heterogéneas masas de agua turquesa repartidas al albur. De entre la selva sobresalen decenas de colosales figuras de roca granítica en forma de aguja rasgando el firmamento con sus afiladas cimas. Las nubes en forma de aros de algodón se aferran a los infinitos conos pétreos anillándolos sin conseguir alcanzar su final.

Tengo el rostro desencajado por el esfuerzo, la mirada cautivada por el horizonte y el corazón golpeándome el pecho como si quisiera escapar.

—Ya solo nos queda bajar este valle hasta llegar al río Tiricana —me comenta mascando una pequeña broza que lleva en la boca para asearse los dientes.

—Necesito descansar un minuto. ¡No puedo dar un paso más!

Me siento, apoyo la mochila sobre un pequeño pedrusco y dejo que el espectáculo inunde mi alma.

—Como quieras, pero todavía queda un ratito —me dice una vez tumbado sobre la hierba.

—¿Cuántas horas?

—Nosotros no decimos horas. Si es después del amanecer y el sol está alto, es pronto y nos da tiempo de hacer muchas cosas; si ya está próximo al horizonte, es tarde y hay que refugiarse —me instruye describiendo un arco de levante a poniente brazo extendido e índice erguido.

—Me parece que tienes razón, puede que en tu mundo el reloj no tenga mucha utilidad.

Con algo de pena, pues es mi joyita preferida, me quitó el reloj Calvin Klein de pulsera rígida plateada y grabada con escamas; miro su esfera cuadriforme de fondo negro y agujas albinas por última vez, lo introduzco en el macuto y lo envuelto en un alegre y sedoso pañuelo de cuello, regalo de mi amiga Elisa.

—Esto es precioso —digo con un sensible suspiro mientras acomodo la espalda sobre mi mochila.

—¡Será mejor que sigamos! —sugiere Yaizá, que se las ha arreglado para subir a un árbol y balancearse como un primate.

Pasado el atardecer, llegamos a Wanawa —el poblado de los Tupanga—. En actitud festiva, poderosos guerreros cazadores nos homenajean ataviados con sus alegres y luminosas pinturas de guerra danzando febriles al son de los tambores y alardeando de sus flechas artesanas y lanzas emplumadas. Las mujeres con sus trajes tradicionales de faldas vegetales lucen emperifollados gorros de mimbre cubiertos de floripondios y se contonean en un sugerente vaivén sincrónico que enfatiza sus encantos, su fuerza y su feminidad. El ambiente está coronado por sinfónicos cánticos primitivos al compás de palmas, djembes y darbukas. Arropando el descampado de tierra teñida, un pequeño conjunto de chozas hechas de caña, palos y barro hacen de palcos improvisados para los más pequeños, que interactúan con cánticos, risas, percusiones y persecuciones al estilo «Te la quedas». Una vez terminada la gala me obsequian con delicados cuidados y mimos. Es una comunidad absolutamente solidaria, cuyo objetivo vital es el bien colectivo, sin rastros de ego.

Como en las aguas del Mar Rojo, se separan los cuerpos tribales dejando espacio para la aparición con lento caminar de un venerable anciano con rostro amable y piel arada, vestido casi exclusivamente con plumas, raíces, colmillos y demás objetos indescriptibles, a modo de reliquias que le cuelgan de todas partes. En su cabeza luce orgulloso un abanico de enormes hojas de palmera bastante más altas y frescas que él. Su evidente grandeza no está ni en su ruinosa figura ni en sus carentes bienes terrenales, sino en el asombroso recogimiento que experimentan, no solo sus adeptos, también las aves, las bestias y hasta el mismísimo viento que parece haberse detenido en señal de respeto.

—Yo, Heliat, Chamán de los Tupanga, te doy la bienvenida a nuestro pueblo como invitada de honor. Con nosotros tendrás alimento y cobijo siempre que lo desees —proclama con los brazos dispuestos en invocación celestial.

—Gracias a todos —digo con palabras entrecortadas por la emoción.

—Imagino que tendrás muchas preguntas, no te preocupes, las irás resolviendo poco a poco, ahora disfruta de los regalos que nos ofrece la naturaleza, bebe sus aguas, come sus frutos y descansa sobre su lecho —me convida el hechicero.

El pequeño Yaizá coge mi mano y junto a algunas residentes —que nos siguen entre sonrisas y cuchicheos— recorremos la pequeña distancia que nos separa de la brillante e infinita pared de granito vertical, eje excéntrico del asentamiento. Una generosa cascada de agua dulce cae pausada desde el firmamento inundando una poza horadada por la historia. En una especie de cueva que apenas socava un par de metros la milagrosa roca, disfrutamos de un fresco rinconcito donde degustar los más exquisitos manjares. Frutas exóticas, peces singulares y tubérculos extravagantes reposan sobre una cama de enormes hojas circulares de Victoria regia de casi un brazo de diámetro. Una finísima nube, como resultado del impacto del agua tras la caída, mantiene los alimentos salpicados por pequeñas gotas que centelleaban como exclusivos y efímeros diamantes de extraordinaria pureza. Tumbados sobre nuestros costados, al más puro estilo de los triclinium griegos, engullimos los sabrosos alimentos obsequiados por la madre selva.

Satisfechos ya con el festín nos dirigimos a una cabaña redonda techada con hojas de mostera, suelo de arena y muros embarrados. Me acomodan en una de las hamacas que anudadas al poste central se dirigen a la pared en forma de radios circunscritos. Aunque me siento un poco desorientada por tantas emociones también experimento una agradable sensación de seguridad, fruto del recibimiento y posterior acogida de los nativos. Con un lento asedio hacia mis reflexiones, la modorra me va invadiendo hasta la conquista total.

A la mañana siguiente un fuerte hedor me destierra del sueño. Una vez desperezada y liberada de la poltrona, que como a una pepita de frijol me mantiene abrazada, retiro la pálida manta de bandas verticales tricolor a juego con las hamacas que cubre la entrada y, sin moverme del umbral, observo sorprendida la gran actividad que, en tono relajado, ya se desarrolla por todas partes. Las niñas y niños más pequeños acumulan leña traída por los jóvenes que la depositan en la periferia. Las mujeres más ancianas se afanan en quemar el pestilente pelo de un Caititu con el propósito de preparar su carne en un Biaribi u horno subterráneo. Las casaderas, con largos troncos de no más de un puño de ancho y un mortero tallado a base de maestría, machacan una pasta hecha con harina de mandioca y mucha paciencia. Los hombres, hundidos hasta poco más de la cintura y equipados con anzuelos, redes y rudimentarios aparejos de cáñamo, pescan a pocos metros de la orilla ejemplares como el Tambaqui, uno de los peces más exquisitos del mundo. Salgo de la cabaña y a mi paso los paisanos me saludan con una leve reverencia acompañada de un risueño guiño de aceptación y cariño. Ya en el centro del poblado una atractiva mujer engalanada con brillantes metales y lujosas pinturas festivas me invita con un gesto amable a que la siga hasta «La Casa de los Ritos». Una singular construcción revestida con cristales enhebrados a base de finos cordeles enganchados por doquier que tintinean con la fina brisa y lanzan intermitentes rayos de luz.

—¡Entra! —me ordena la voz profunda y suave de Heliat, que reconozco al instante—. Por favor, siéntate.

Me acomodo sobre una alfombra natural y, con la espalda apoyada en un rulo de piel, alzo la vista para distinguir —una vez que mis pupilas se acomodan a la discreta penumbra— la mirada tierna del hechicero. En un ambiente de completa solemnidad posa sus manos sobre un pequeño cofre de cobre en forma de baúl y recita una especie de cántico en un dialecto extraño. Abre el recipiente con sumo cuidado y respeto y del pequeño arcón extrae un legendario oráculo sagrado de no más de una cuarta de diámetro forjado en oro macizo y esmaltado en bajorrelieve. Asiéndolo con ambas manos lo alza por encima de su cabeza al son de la misma plegaria. Lo incrusta en una especie de altar rocoso emplazado y orientado de tal manera que un haz de luz solar proveniente del exterior impacta sobre él, proyectando el reflejo de su imagen profética sobre la blanca sílice hacinada y allanada en un gran plato de arcilla.

—Este es el gran legado de nuestra tribu… Cualquiera de nosotros daríamos la vida por preservarlo para nuestra estirpe. También tú podrás encontrar en el oráculo sagrado las respuestas a muchas de tus preguntas —manifiesta el hechicero con sabia clarividencia.

Me reclino apresurada, sedienta de respuestas, y le interrogo convencida de estar frente a un genuino ser espiritual.

—Dime, Heliat. ¿Cómo sabías que iba a venir si mi único rumbo es la deriva? Yo me dirigía a Manacos y solo la casualidad hizo que me desviara del camino y me encontrara con Yaizá.

Permanece un rato en silencio, como meditando la respuesta, me mira fijamente a los ojos y descubro la extraordinaria profundidad de su serena mirada.

—Los dioses —me instruye— nos han anunciado por medio del disco dorado que enviarían a sus ninfas aladas para traerte hasta nosotros con el propósito de que nos ayudes y nos protejas —alcanza una fina astilla, para utilizar como puntero, y prosigue—, fíjate en estos diagramas. A lo largo de generaciones hemos ido transmitiendo de padres a hijos las claves del relicario para poder descifrar el significado de los símbolos, dibujos y esquemas que esconden las verdades supremas de los Tupanga. Tú eres una de esas verdades —concluye señalando una pequeña figura que el valioso metal refleja sobre la fina arenilla.

—Pero si yo no soy capaz de ayudarme ni a mí misma, cómo voy a proteger a todo un pueblo —le contesto a sabiendas de que mis palabras le van a decepcionar.

—Cada uno de nosotros —prosigue— somos como un gran joyero repleto de celdillas que contienen nuestros más preciados dones. Estas oquedades están tapadas por pequeñas puertas con grandes cerrojos. Para conocer nuestras habilidades ocultas debemos buscar y encontrar la llave de cada una de estas cerraduras y liberar nuestras capacidades.

—No estoy yo muy segura de que tenga ningún don especial que encontrar —manifiesto frustrada.

—Un arquero nunca conocerá su puntería si no halla los dardos —insiste mirándome con vehemencia.

—Puede que tenga razón —replico poco convencida.

—No mires solo con tus ojos, deja a tu corazón que vea a través de ellos. Estas representaciones —señala— se grabaron antes de que el mundo fuera mundo y predicen tu encuentro con nuestro pueblo y la gran batalla. Las profecías hablan de una gran lengua en forma de serpiente que se traga todo nuestro mundo. Cabañas, tierras, cultivos y hasta la misma selva que nos da cobijo y alimento serán engullidas por el gran reptil.

Sus últimas palabras me devuelven a la realidad reventando todo el misticismo atesorado.

—Pero eso es imposible —protesto— no existen animales tan grandes. ¡Ya los habría visto la comunidad científica! Un cíclope así no se puede esconder —niego con la cabeza.

—La boa se tragará nuestro mundo y solo tú puedes vencerla —me recita en plegaria.

Lo del increíble vaticinio de mi llegada al poblado como «Su esperada arma de Liberación» me pareció una farsa inocente, ocurrente y hasta divertida —viniendo de un pueblo milenario y aislado cultural y geográficamente—, pero lo del gran bicho que se lo come todo ya no hay forma de procesarlo con un mínimo de razón. No puedo seguir fingiendo interés y empiezo a revolverme incómoda en el asiento con la necesidad de terminar la reunión. No quiero herir los sentimientos de un hombre de buena voluntad, que protege su fe y sus creencias, pero tampoco pienso seguirle la corriente.

—La serpiente no es invencible —continúa ajeno a mi escepticismo—, puesto que está gobernada por hombres.

—O sea, que un hombre a lomos de un gran reptil va devorar a vuestro pueblo y yo tengo que luchar con él hasta vencerle —digo con rudeza—. Siento ser tan directa, pero me parece que yo no tengo nada que ver con este ser mitológico ni con su montura. Y como, perdone mi franqueza, no creo en nada de esto, me parece que lo más honesto es no defraudaros y marcharme. Me levanto con dificultad, pues a mis piernas anquilosadas les cuesta descruzarse, y me despido con una sensible reverencia.

—Dime, Mónica —me interroga el anciano con los dedos entrecruzados a la altura del pecho—. ¿Qué buscas? ¿Qué fuerza te impulsó a dejar las comodidades de tu mundo y emprender tan osado viaje?

—Pues… no lo he pensado… Busco… una existencia llena de sentimientos positivos y la oportunidad de que mi vida sea útil para alguien —declaro asombrada por mis propias palabras.

—Entonces, tu camino ya tiene una dirección —afirma inmóvil.

—Pues yo creo que no sigo ninguna dirección, más bien me siento como si hubiera dado un salto al vacío y no encontrara la anilla que abre el paracaídas. Solo espero localizarla antes de darme el tortazo.

—Has hecho un largo camino buscando algo que solo puedes encontrar en tu interior —me confirma en un intento por orientarme.

—Puede que sea así —digo animada por el debate—, pero también busco ese lugar bello y apartado en un rincón paradisíaco del planeta que me envuelva con su natural serenidad. Siempre será más fácil encontrar la paz en un sitio así que en una frenética y ruidosa avenida.

—La paz que buscas no está en las calles, las avenidas ni los paraísos.

—Entonces… ¿dónde debo buscarla? —clamo invocando unas palabras mágicas que definan mi estrategia.

—¡Bajo la piel! —me contesta clavándome la mirada con extrema seguridad y confianza.

El silencio se adueña de mis labios hasta que Heliat me indica que me tumbe sobre un estrecho camastro hecho de finas ramas trenzadas a modo de nido de Macuá, situado en el exterior. Expectante ante la sabiduría del brujo, obedezco y escucho sus nuevas reflexiones con el interés de un aprendiz solícito.

Absorbidas algunas pinceladas de la filosofía Tupanga decido que es el momento de partir.

Me incorporo con una especie de mareo. Como si hubiera echado una mala siesta o tuviera una resaca de caballo. Me encuentro rara, distinta, y no solo intelectualmente. También experimento algunos cambios corporales que me sorprenden. No tengo un espejo, pero me noto mucho más delgada, y no solo eso, también me noto el pelo más largo, como si hubiera crecido de repente.

Miro al chamán mostrándole mi cabello boquiabierta a la espera de una explicación.

—¿Qué me ha pasado? ¿Cuánto tiempo he permanecido tumbada? Parece como si llevara meses y no unas pocas horas.

Giro y giro sobre mis pies descalzos. Me palpo con ambas manos y manoseo mis cabellos.

Heliat me observa con una leve sonrisa, me tiende las manos y yo coloco las mías sobre sus palmas arrugadas.

Me quedo ensimismada y con el ceño fruncido.

—¡Esto es más que una sensación! —Alzo la voz—. Mi pelo, mi delgadez y el tono tostado de mi piel demuestran que ha transcurrido un largo periodo. Giro de nuevo, pego la barbilla a mi pecho y me quedo perpleja buscando una explicación racional.

—Toda la sabiduría que has acumulado irá aflorando hacia tu conciencia. Busca tu salud espiritual por encima de los bienes materiales y así encontrarás todas las respuestas —dice con el fin de calmarme.

—Pero necesito saber…

Heliat me corta sin permitirme terminar la frase.

—Recuerda —se toca las sienes con las yemas—, que tu mente escuche el alboroto como una bella sinfonía y que tu cuerpo perciba cada roce como una caricia. Ahora… vete a descansar, mañana te espera un largo camino hasta Manacos.

La oscuridad se apodera infalible de árboles, plantas, valles y montañas apagando las ya débiles pinceladas rojizas del atardecer. Mis ojos caen vencidos por el sueño.

Al alba una escurridiza luz rubia se desliza por entre la techumbre de la choza, y una débil brisa mueve la tela que cubre la entrada. Aparto el paño con el brazo mientras hago visera con la mano para protegerme del renacido sol. Los Tupanga esperan en dos filas paralelas haciéndome un pasillo para despedirse con sentidas reverencias, no sin antes ofrecerme agua y provisiones para el camino. Yaizá me acompaña hasta el lugar donde la vereda ya no tiene pérdida y se despide con un cariñoso y conmovedor achuchón. Me tomo el camino con calma desprendida de toda inseguridad y con la extraña sensación de haber aprendido un montón de cosas que no consigo ubicar en mi cerebro; como cuando tienes una palabra en la punta de la lengua que no consigues recuperar.

Cien pasos al norte

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