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Rápido por los teclados

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Hoy charlando con mi amigo José me di cuenta de que dos mujeres que tuvieron roles secundarios en mi vida han quedado cruzadas como si fueran una sola. Fueron dos mujeres amargas en roles didácticos frente a una niña ávida y sensible. Dos mujeres que jamás pensaron que hoy estarían juntas aquí, en mi página de la memoria.

Cuando estaba en séptimo grado fui a la academia Pitman. A mi papá le pareció que era algo que me iba a servir toda la vida y, como en tantas otras cosas, no se equivocó. De hecho ahora mismo se escucha el sonido desesperado de una tecla tras otra y puedo decir que me resulta enervante ver a alguien tipear con dos dedos.

La academia quedaba en la calle Cabildo casi Monroe. Yo iba los viernes, eso también le daría algo de clima festivo, además del aire de libertad que tenía para mí asistir a una actividad de adultos sola. Cada uno tecleaba en su propia y gastada máquina de escribir donde no había letras, claro. Durante la primera parte de la instrucción, uno podía mirar en lo alto de la sala un enorme cartel semejante al teclado. Alzabas la vista mientras los dedos se movían yendo por sus caminos: a,s,d,f… Ya en la segunda parte te sentaban de espaldas al cartel, las letras habían entrado desde las yemas de tus dedos hasta tu cerebro para no borrarse más.

Después venía una tercera etapa. Al contrario de las anteriores, en que escuchabas el ritmo de toda una sala de islas autómatas tecleando, te encerraban en una sala, te ponían unos auriculares y entrabas en el desafío de tipear a la velocidad de la luz.

Pitman combinó muy bien con mi acelere natural. Tal vez también por eso el recuerdo es tan grato. Pero yo iba demasiado rápido y por eso cometía errores. Hasta hoy, por ejemplo, si no me esmero, escribo Gabirela en vez de Gabriela. Al final de cada ejercicio venía una especie de guardiacárceles con una birome roja y marcaba cuántas veces me había equivocado. La recuerdo muy bien, tenía un delantal blanco y, a pesar de su juventud, era mustia. Cumplía con su trabajo sin afecto y sin pasión, jamás me sonrió y seguramente sentía que la vida la trataba igual que ella a mí. Cuando a la noche se iba a dormir, otra vez tendría en la mano una birome roja y su calificación imaginaria siempre sería deficiente, sus únicos sueños serían los que tenía al dormir, y con la tinta roja nunca dibujaría un verdadero corazón.

Volvamos a Gabirela, la ávida aceleradita que a los doce subía feliz a su clase de dactilografía. De ella me quedó el tacto en letras, el empeño por no tener cruces rojas y la velocidad incómoda con que hago todo. A veces también leo rápido y entiendo cualquier cosa, hace poco me pasó: decía “crónica de viaje” y yo leí “crianza de viaje”. También me pasa con el oído, escucho cualquier cosa y lo digo en voz alta, ¿dijiste copetín discreto? Queda un hermoso chiste con el que me divierto, al menos yo; me enorgullezco de entender mal, siento que es un talento: el de convertir el mundo a mi propia religión. Pero… a pesar de esto, quisiera no ir tan rápido.

En aquella época de Pitman también existía Ilvem, con su método de lectura veloz. Todo lo que fuera rápido, para mí era un ideal; cuando viajaba en subte y veía la publicidad con ese cerebro futurista me decía a mí misma que debía tomar el curso. Sin embargo, una vez un compañero de Letras muy admirado me dijo que estaba aprendiendo a leer más despacio. ¡Qué sorpresa me resultó su comentario! ¿Cómo podía alegrarlo eso? Yo pensaba que cuanto más velozmente leyera, más cantidad de libros podría incorporar. Pero los años desmintieron esa forma de pensar: mis parejas súper lectoras siempre leyeron más lento, y más, que yo. Mi esfuerzo por leer más lento se transforma en relecturas insistentes de una misma intrincada oración que deseo seguir de largo y se me pone de barrera.

Será que soy fanática del entusiasmo y percibo como depresión amenazante cualquier atisbo de quietud. Quizá me venga de mamá, que era una máquina realizadora de creaciones perfectas: tortas, vestidos, balances… Recuerdo que una tarde después del colegio estábamos viendo la tele las tres, mamá, mi hermana y yo; de pronto le pregunté en qué pensaba y ella respondió “en qué puedo hacer”. Una mujer que nos ayudaba con la limpieza le dijo una vez que a ella hasta el horno le funcionaba más rápido…

Un beso perdurable

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