Читать книгу La ¿nueva? estructura social de América Latina - Gabriela Benza - Страница 6
Оглавление1. Población
En este capítulo ponemos el foco en la estructura y la dinámica poblacional de América Latina. Se trata de dimensiones clave para caracterizar las sociedades de la región. Los procesos demográficos tienen gran impacto sobre las trayectorias de vida de los individuos y sobre la dinámica social, e imponen desafíos específicos para el desarrollo socioeconómico y para las políticas públicas. Basta pensar de qué manera las experiencias vitales pueden variar sustantivamente de acuerdo con la mayor o menor longevidad, la cantidad de hijos que se tiene o las probabilidades de que estos últimos sobrevivan. O en cómo la vida cotidiana y las relaciones sociales pueden modificarse si se habita en grandes urbes, junto con otros millones de personas, o en pequeñas localidades, en las que los vínculos próximos son más frecuentes. En fin, es claro que los desafíos para el desarrollo socioeconómico y las políticas públicas requeridas en temas como salud, educación o vivienda son diferentes en contextos en los que priman altas tasas de natalidad y mortalidad o en aquellos en los que se registran intensos procesos migratorios.
En lo que sigue brindamos un panorama de las principales tendencias demográficas de América Latina y de los desafíos que plantean. En primer lugar, examinamos cómo han evolucionado el tamaño de la población, la mortalidad y la natalidad. Luego nos centramos en las transformaciones en las familias, para por último poner el foco en la distribución espacial de la población, la migración interna y la migración externa.
La transición demográfica
En América Latina habitan aproximadamente 624 millones de personas, 8,5% de la población mundial, según datos de Naciones Unidas para 2015 (UN DESA, 2019). La distribución de la población es muy heterogénea entre los diferentes países. Brasil y México, con más de 200 y 120 millones de habitantes, en cada caso, concentran más de la mitad de la población latinoamericana, mientras otros países, como Uruguay, Panamá o Costa Rica, no superan los 5 millones de habitantes (figura 1.1).
Del total de población de la región, casi un 8% son indígenas y 24% afrodescendientes, de acuerdo con estimaciones realizadas por el Banco Mundial (2015 y 2018) sobre la base de los últimos censos nacionales disponibles. Los países con mayor presencia de población indígena son, según esta misma fuente, Guatemala (41%), Bolivia (41%), Perú (26%) y México (15%). Por su parte, los afrodescendientes son una inmensa mayoría en países pequeños del Caribe como Jamaica (92%) y Santa Lucía (87%), pero también tienen una presencia muy importante en otros países, sobre todo en Venezuela (55%) y Brasil (51%). Este último país destaca, además, porque en términos absolutos cuenta con el número más alto de afrodescendientes por fuera de África. Sin embargo, no es fácil determinar con precisión el número y la distribución de la población indígena y afrodescendiente. Esto se debe a carencias en los datos estadísticos (no todos los países recaban información y la calidad de los datos es diversa), pero también a otros factores. En este sentido, la autoidentificación –en qué medida las personas se perciben como indígenas o afrodescendientes– es variable, depende entre otras cosas de los contextos sociales e históricos. Además, la manera de identificar estas poblaciones por parte de las estadísticas no ha sido siempre la misma, y distintas definiciones dan lugar a distintos recortes empíricos y, por tanto, a volúmenes distintos de personas. En el caso de los indígenas, desde los años noventa el consenso internacional, reflejado en diversos documentos de organismos internacionales, ha sido privilegiar la autoidentificación y dejar de lado otros indicadores como la lengua materna (Hall y Patrinos, 2006). Por su parte, en los censos de la región la incorporación de preguntas para captar a los afrodescendientes es reciente y se afianza en este siglo: antes, eran pocos los países que relevaban esta información, y lo hacían a través de preguntas basadas en la raza o el color.
La población de América Latina se ha incrementado a tasas decrecientes, luego de expandirse en forma intensa hacia mediados del siglo XX. Por aquel entonces la región llegó a tener las tasas de crecimiento poblacional más altas del mundo, lo que dio lugar a preocupaciones y debates respecto de los efectos negativos que tendría tal explosión demográfica sobre las oportunidades de desarrollo económico (Celade-Unfpa, 2005). Pero tras alcanzar un pico del 2,7% en el quinquenio 1960-1965, la tasa de crecimiento anual de la población comenzó a menguar. Hoy es del 1,1%, según datos para 2010-2015, y se espera que se reduzca a valores cercanos a cero (aproximadamente 0,02%) para 2055-2060 (UN DESA, 2019). De todos modos, el crecimiento demográfico latinoamericano es aún alto si se lo compara con el de los países desarrollados, y persisten diferencias entre países: Cuba y Uruguay, por ejemplo, ya tienen hoy tasas muy reducidas, del 0,2 y 0,3%, respectivamente, mientras Guatemala está atravesando una importante expansión demográfica, con una tasa del 2,1%.
Figura 1.1. América Latina y el Caribe: población total por país y subregión, 2015 (en millones)
Fuente: UN DESA (2019).
La evolución del tamaño de la población en el tiempo se vincula en gran medida con la transición demográfica, un proceso de cambio social que se caracteriza por el pasaje de altos a bajos niveles de mortalidad y fertilidad. En América Latina esta transición se inició recién en el siglo XX, mucho más tarde que en los países desarrollados, pero ocurrió en forma más acelerada. Si se considera al conjunto de la región, el período de rápido crecimiento poblacional de mediados del siglo pasado reflejó una etapa inicial de la transición, cuando en muchos países comenzó el descenso de la mortalidad pero aún se mantenían altas las tasas de fecundidad. Luego, cuando estas últimas empezaron a caer, el ritmo de expansión poblacional también disminuiría.
Pero la transición demográfica ha tenido diferentes ritmos e intensidades. Cepal (2008) ha clasificado los países de América Latina y el Caribe en cuatro etapas de la transición demográfica, de acuerdo con la evolución de la esperanza de vida al nacer y la tasa global de fecundidad: muy avanzada, avanzada, plena y moderada. Entre los países en etapas muy avanzadas se encuentra Cuba, que inició la transición de manera muy acelerada hacia mediados del siglo pasado y se transformó rápidamente en uno de los países de la región con mayor esperanza de vida al nacer y con menor tasa de fecundidad. La Argentina y Uruguay, que destacan por haber experimentado transiciones tempranas, durante la primera parte del siglo XX, se encuentran entre los países en etapas avanzadas de la transición, al igual que Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica y México, que comenzaron la transición varias décadas después pero a un ritmo sostenido. En la etapa de transición plena se ubica un nutrido grupo de países: entre ellos, Ecuador, El Salvador, Panamá, Perú, Venezuela, Honduras, Nicaragua y Paraguay. Todos han tenido avances sustantivos en materia de fecundidad y mortalidad, si bien a ritmos muy diferentes: en algunos, como Honduras, Nicaragua y Paraguay, las tendencias han sido mucho más recientes. Por último, Bolivia, Guatemala y Haití están en una etapa moderada de la transición: la reducción de la mortalidad y la fertilidad ha ocurrido más tarde y a un ritmo más lento.
Fecundidad y esperanza de vida al nacer
Después del cambio de siglo, la mortalidad y la fecundidad han continuado disminuyendo, aunque a un ritmo menor en los países en etapas muy avanzadas o avanzadas de la transición demográfica. Desde una perspectiva de largo plazo, estas tendencias demográficas han modificado en forma radical las experiencias de vida de los habitantes de la región.
La reducción de la mortalidad dio lugar a un incremento significativo en la esperanza de vida al nacer, que pasó de 51,4 años en 1950-1955 a 74,4 en 2010-2015. En ese lapso, además, se acortó la distancia que separa a la región de otras más desarrolladas. Si a mediados del siglo pasado los latinoamericanos tenían, en promedio, una esperanza de vida 17 años menor que la de los estadounidenses y canadienses y 12 años menor que la de los europeos, en la actualidad esas diferencias se han reducido a 5 y 3 años, respectivamente (UN DESA, 2019).
La extensión de la esperanza de vida al nacer ha alcanzado a todos los países de la región, y la tendencia ha sido hacia una mayor convergencia: las desigualdades entre países son hoy menores que en el pasado. Sin embargo, aún persisten (gráfico 1.1). La esperanza de vida al nacer es de 79 años en Costa Rica, Chile y Puerto Rico pero solo de 61 años en Haití y de 69 en Bolivia. En otras palabras, se registra una diferencia de hasta 18 años en la esperanza de vida según el país de la región que se habite.
Las mejoras en las condiciones de vida de la población, los avances en medicina y la expansión de los sistemas de salud son los factores que explican el alargamiento de la esperanza de vida. En este proceso ha sido muy relevante el control de la mortalidad infantil, que pasó de 126 defunciones de menores de un año por cada 1000 nacidos vivos a mediados del siglo XX a 17 por 1000 en 2010-2015 (UN DESA, 2019). Esta reducción, que ha involucrado a todos los países y ha sido constante a través del tiempo, puede atribuirse en gran medida a la menor incidencia de las muertes por causas infecciosas y parasitarias y por enfermedades del aparato respiratorio, que afectan sobre todo a los niños (Chackiel, 2004).
Como en la mayoría de las sociedades modernas, la caída de la mortalidad benefició más a las mujeres que a los varones, lo que se tradujo en una ampliación de la brecha de género en esperanza de vida al nacer: entre 1950-1955 y 2010-2015, la esperanza de vida de las mujeres aumentó de 53 a 78 años, mientras que la de los varones pasó de 50 a 71 años. La diferencia se asocia a una mayor reducción de la mortalidad por causas que afectan más a las mujeres, como las vinculadas con la salud reproductiva y las complicaciones durante el embarazo y el parto. En contraste, ha sido menos exitosa la reducción de muertes por causas más frecuentes entre varones, como las ligadas a enfermedades cardiovasculares y a causas externas (violencia, accidentes y traumatismos).
Gráfico 1.1. América Latina y el Caribe: tasa global de fecundidad y esperanza de vida al nacer por país, 2010-2015
Fuente: UN DESA (2019).
El descenso de la fecundidad se inició después que el de la mortalidad, pero ocurrió en forma sostenida y rápida. Si en 1950-1955 la tasa global de fecundidad de la región era de 5,8 hijos por mujer, en 2010-2015 alcanzó el nivel de reemplazo de 2,1, es decir, la fecundidad mínima para que una población cerrada (esto es, sin contar las migraciones) se mantenga en el tiempo (UN DESA, 2019). La tendencia ha sido tan intensa que ha superado las estimaciones realizadas para la región en diversos momentos. Como resultado, América Latina pasó de tener los índices reproductivos más altos del mundo a tener niveles por debajo del promedio mundial (2,5 hijos por mujer), aun cuando son aún más elevados que los de Europa (1,6) y los Estados Unidos y Canadá (1,8).
La disminución de la fecundidad se vincula a cambios en las preferencias reproductivas y, en particular, a un descenso constante en el número de hijos que desean tener las mujeres, como lo revelan encuestas sobre la temática desde los años sesenta. El derecho reproductivo a tener los hijos que se desea pudo concretarse –aunque, como veremos, con limitaciones– gracias a una “revolución anticonceptiva”, que tuvo bases biotecnológicas (mayor producción y calidad de los métodos anticonceptivos), políticas (programas de planificación familiar) y culturales (mayor aceptación social del uso de métodos anticonceptivos) (Celade-Unfpa, 2005).
Las evidencias muestran que, al igual que sucedió con la caída de la mortalidad, la reducción de la fecundidad fue acompañada por una disminución de las diferencias entre países, aunque estas aún son significativas. En algunos países la tasa global de fecundidad ya se encuentra por debajo del nivel de reemplazo, como en Cuba, Uruguay, Chile, Colombia, Costa Rica y Brasil. Pero en otros, como Bolivia y Guatemala, todavía está en más de un hijo por arriba de ese nivel (gráfico 1.1). A su vez, dentro de los países persisten brechas importantes entre mujeres de distintos sectores socioeconómicos. Datos para Bolivia, Colombia, Haití, Honduras, Nicaragua, Perú y República Dominicana muestran que la tasa global de fecundidad de las mujeres en el quintil más bajo de ingresos es entre 2 y 3 veces más elevada que la de las mujeres en el quintil más alto (Rodríguez Vignoli, 2014).
La reducción de la fecundidad no fue acompañada por un aumento sostenido de la edad de la maternidad. En términos agregados, no hay evidencias de una postergación sustantiva del inicio de la vida reproductiva (Cabella y Pardo, 2014). Sin embargo, esta tendencia parece el resultado de comportamientos polarizados entre sectores sociales: las mujeres de clases altas y medias han tendido a aplazar en forma considerable el comienzo de la etapa reproductiva, mientras que aquellas de sectores bajos muestran pocos cambios. Según datos de Naciones Unidades para 2010, el porcentaje de mujeres de la región que ya había sido madre a los 19 años era de solo el 6% entre aquellas con nivel educativo alto (trece o más años de educación), pero ascendía a 59% entre aquellas con nivel educativo bajo (entre cinco y ocho años de educación) (ONU Mujeres, 2017).
En estrecha vinculación con lo anterior, tampoco se han registrado grandes modificaciones en la tasa de fecundidad adolescente, que se mantiene en niveles altos. La fecundidad adolescente se concentra en las mujeres de menor nivel socioeconómico y es especialmente elevada entre las indígenas (gráfico 1.2). Se trata de una problemática de particular relevancia por sus implicancias normativas y sociales. La tasa de fecundidad adolescente de la región ha sido considerada una “anomalía” a escala global (Rodríguez Vignoli, Di Cesare y Páez, 2017), pues sus niveles se encuentran muy por encima del promedio mundial, y solo es superada por la del África Subsahariana. Además, es más alta de lo que se esperaría si se tienen en cuenta la tasa de fecundidad total y otros indicadores sociales de la región como los niveles educativos y el grado de urbanización. Sin embargo, aunque la fecundidad adolescente fue muy resistente a la baja durante el siglo XX, tras el cambio de siglo muestra cierta reducción, lo que abre la posibilidad de que esté cambiando la tendencia (Rodríguez Vignoli, 2014).
Gráfico 1.2. América Latina (6 países): porcentaje de mujeres adolescentes (15-19 años) que han sido madres por condición étnica, cca. 2010
Fuente: Cepal (2013).
Desafíos de las tendencias en mortalidad y fecundidad
La reducción de la mortalidad y la fecundidad ha modificado la estructura de edad de la población latinoamericana. La proporción de niños (0 a 14 años) ha disminuido desde la década de 1970; como contraparte, se ha incrementado la proporción de adultos (15 a 59 años) y, en especial, de adultos mayores (60 y más), y se prevé que esta última tendencia se profundice en el futuro (gráfico 1.3).
Gráfico 1.3. América Latina y el Caribe: porcentaje de población por grupo de edad, 1950-2100
Fuente: UN DESA (2019).
El cambio en la estructura de edad de la población ha tenido importantes consecuencias. La primera es una modificación en la relación de dependencia demográfica, es decir, en la relación entre la cantidad de personas que por su edad es potencialmente activa (15 a 59 años) y aquella potencialmente inactiva (0 a 14 años y 60 y más). Estos cambios pueden crear desequilibrios entre los recursos que generan las personas en edad laboral, cuyos ingresos a menudo exceden su consumo, y los de los jóvenes y adultos mayores, que suelen producir menos de lo que consumen. Sin embargo, la magnitud de estos desequilibrios y las edades a las que las personas en efecto generan más ingresos mediante su trabajo de lo que consumen varían mucho según las condiciones económicas y las políticas públicas de cada país (al respecto, véase National Transfer Accounts, en Lee y Mason, 2006).
En América Latina, en los inicios de la transición demográfica, hacia mediados del siglo pasado, la relación de dependencia era elevada, debido a que la reducción de la mortalidad infantil y la persistencia de altos niveles de fecundidad dieron lugar a un alto porcentaje de niños en la población. Esto planteó desafíos para los sistemas educativos, que se enfrentaron a una demanda creciente. Más tarde, con la disminución de la fecundidad, la relación de dependencia también se redujo, en tanto la población infantil empezó a disminuir sin que todavía hubiera aumentado en forma significativa la de adultos mayores.
La relación favorable entre población potencialmente activa e inactiva ha dado lugar a la idea de un “bono demográfico”, una situación que experimenta la región en la actualidad y que, en términos poblacionales, es muy propicia para el desarrollo económico. Esto porque la sociedad cuenta con fuerza de trabajo abundante para impulsar la economía. También, porque más personas en edad activa significan, en potencia, más contribuciones para los sistemas de seguridad social y previsionales. Al mismo tiempo, un menor volumen de población infantil alivia las presiones sobre los sistemas educativos. Por último, dentro de los hogares, cae la relación entre aquellos que necesitan cuidados y aquellos que pueden trabajar, lo que incrementa las oportunidades de mejorar sus niveles de ingresos.
Sin embargo, los beneficios asociados con el bono demográfico no son automáticos. Dependen de la adopción de políticas macroeconómicas que incentiven la inversión productiva y que incrementen la capacidad de las economías para generar empleos. Sin estas políticas, no solo se desperdicia el bono, sino que se enfrenta el problema de una mayor población en edades activas sin mayores oportunidades laborales. También es necesario invertir en educación y preparar a la población joven. La experiencia de los llamados “tigres asiáticos” es clara en ese sentido. Estos países aprovecharon el bono demográfico para apuntalar su crecimiento económico, a partir de una fuerte apuesta en la educación de los jóvenes. En América Latina, sin embargo, en las décadas recientes no ha habido políticas orientadas a aprovechar el bono demográfico, que eventualmente llegará a su fin. De acuerdo con las proyecciones, concluirá alrededor de 2027, antes de lo previsto por estimaciones previas, si bien con variaciones significativas entre los países (Cepal, 2015a).
El final del bono demográfico se vincula con el proceso de envejecimiento poblacional, la segunda consecuencia muy importante de las tendencias en mortalidad y fecundidad desarrolladas con anterioridad. Los adultos mayores están adquiriendo un peso creciente en la región: mientras en 1950 representaban el 5,6% del total de la población, en la actualidad constituyen un 11,4% (UN DESA, 2019). Se espera que esta tendencia continúe, y que para 2040 por primera vez los adultos mayores superen en volumen a los niños.
Como en otras regiones, el proceso de envejecimiento poblacional se distingue porque dentro de los adultos mayores se incrementan en forma constante aquellos de más edad, producto de las ganancias en esperanza de vida. En otras palabras, hay una tendencia a que cada vez sean más aquellos que es más probable que requieran cuidados especiales. La población envejecida es también una población predominantemente femenina, debido a la mayor esperanza de vida de las mujeres. En grandes proporciones, se trata de viudas, que deben afrontar solas sus últimos años, y que muchas veces carecen de los ingresos para solventar sus necesidades esenciales.
Pero aunque el proceso de envejecimiento poblacional es inexorable, América Latina está todavía lejos de la situación que ya afrontan otras regiones. El porcentaje de población envejecida que tiene hoy América Latina (11,4%) es muy similar al que tenía Europa en 1950, la región con los niveles más altos de envejecimiento poblacional en la actualidad (23,8%). Dentro de América Latina, además, la situación difiere entre los países: la proporción de población adulta mayor es muy elevada en Uruguay (19,2%), un país que tuvo una transición demográfica temprana, pero también en Cuba (19,4%), debido a la muy acelerada transición demográfica que experimentó ese país desde mediados del siglo pasado. En contraste, en países en etapas menos avanzadas de la transición demográfica, el porcentaje de población envejecida es más bajo. Este es el caso de Guatemala (6,7%), Honduras (6,5%) y Haití (7,1%) (UN DESA, 2019).
El envejecimiento demográfico plantea desafíos sociales importantes. Como punto de partida, es necesario reexaminar la mirada que en general se tiene de los adultos mayores, del papel que desempeñan y sus contribuciones a la sociedad. A diferencia de lo que sucede en otras regiones, en América Latina los adultos mayores todavía suelen ser vistos como frágiles y dependientes. Sin embargo, la vejez presenta un alto grado de heterogeneidad, y, como advierte Lloyd-Sherlock (2000), esto último es particularmente acentuado en países subdesarrollados como los de América Latina, producto de las desigualdades sociales. La experiencia de la vejez tiene variaciones significativas de acuerdo con la clase social de pertenencia, en tanto afecta los años de vida a los que se puede aspirar y las condiciones en que se transcurre por esta etapa (capacidades físicas y de manejo autónomo, niveles materiales de vida y posibilidades de recibir los cuidados necesarios).
En el plano de las políticas públicas, hay retos importantes. El envejecimiento poblacional es un tema que debe ser abordado, entre otras razones, por la creciente demanda de cuidados que involucra. En las sociedades latinoamericanas, el trabajo de cuidado –que comprende no solo a adultos mayores, sino también a otras personas dependientes, los niños y los discapacitados– ha quedado tradicionalmente en la esfera privada, a cargo de las familias y, sobre todo, de las mujeres. En el caso de los adultos mayores, estas tareas han estado por lo general a cargo de las hijas o, en su defecto, las nueras. Como parte del envejecimiento poblacional, empezamos a asistir a generaciones de mujeres que cuidan durante más años a sus padres o a los padres de sus cónyuges que a sus hijos. Sin embargo, la mayor demanda de cuidados se produce en un contexto de transformaciones en las relaciones de género (Cerrutti y Binstock, 2009). La creciente autonomía de las mujeres, su mayor participación en el mercado laboral y los cambios en los valores y expectativas sobre los roles de género ponen en cuestión los arreglos tradicionales. Cada vez es menos evidente que son ellas quienes deben y pueden ocuparse de la mayor demanda de cuidados. En este marco, solo aquellos grupos de mayores ingresos están en condiciones de cubrir esa demanda mediante la compra de servicios en el mercado. Por este motivo, hoy parece insoslayable la implementación de políticas públicas específicas. Sin embargo, como veremos más adelante, aunque desde principios de este siglo la problemática del cuidado ha ganado creciente visibilidad pública de la mano de los movimientos feministas, su presencia en las políticas de los gobiernos de la región ha sido escasa.
El envejecimiento demográfico genera a su vez nuevas demandas a las instituciones tradicionales del bienestar, que deben atender la salud y brindar seguridad económica a un número creciente de adultos mayores. Aunque los sistemas de salud latinoamericanos no enfrentan todavía las demandas que ya tienen los sistemas de otras regiones como Europa, que atienden a un porcentaje mayor de adultos mayores, parece necesario que comiencen a reorientar parte de sus servicios a las necesidades de esta población y a sus perfiles epidemiológicos específicos. De forma similar, el aumento de las personas pasivas impone retos a los sistemas previsionales. Primero, en términos de sustentabilidad, un problema compartido con los países desarrollados. A esto se agrega un problema específico de los países latinoamericanos, derivado de las particularidades de sus mercados laborales: cómo garantizar un mínimo de bienestar material a aquella gran cantidad de adultos mayores que no podrá acceder a una cobertura previsional debido a trayectorias laborales inestables y sobre todo en el sector informal.
Por último, las tendencias en la fecundidad también plantean desafíos específicos para las políticas públicas. En América Latina, las políticas vinculadas con la fecundidad recibieron un primer impulso importante hacia mediados del siglo XX. En ese entonces, el foco estuvo puesto en el control de la natalidad, en tanto se suponía que el rápido crecimiento demográfico bloqueaba las posibilidades de desarrollo económico. Esta mirada, muy controversial incluso en ese momento, fue desplazada por nuevas visiones que, tras un cambio de paradigma, pusieron el foco en las personas como sujetos de derechos. Como parte de este nuevo paradigma, las políticas vinculadas con la fecundidad comenzaron a enmarcarse dentro de la problemática del derecho a la salud sexual y reproductiva, y se centraron en la autonomía de la mujer y su derecho a decidir con libertad el número y espaciamiento de los hijos.
La reducción que ha tenido la tasa de fecundidad en la región, incluso más acentuada que la prevista, parece dejar atrás, en forma contundente, los argumentos acerca de la necesidad del control poblacional. Pero estas tendencias también imponen desafíos a las políticas que buscan garantizar los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. En especial, la estructura dual de los comportamientos reproductivos que se registra en los países de la región, como expresión de las profundas desigualdades sociales, amerita políticas que no actúen solo sobre los promedios poblacionales (Pardo y Varela, 2013). Entre las mujeres de menor nivel socioeconómico, y en particular entre las adolescentes, la fecundidad no deseada constituye un problema extendido. En este caso, parecen necesarias políticas especiales en materia de salud sexual y reproductiva, diferentes a las que han tenido éxito en otros grupos de edad (Rodríguez Vignoli, 2014). En contraste, es posible que en un futuro cercano las mujeres que tienen menos hijos y que ya están posponiendo la maternidad planteen un desafío por completo diferente para las políticas públicas. Será necesario asegurar que puedan tener hijos si así lo desean, a través de políticas que permitan compatibilizar el trabajo fuera del hogar y la vida familiar (Pardo y Varela, 2013).
Por último, en la búsqueda de garantizar los derechos reproductivos de las mujeres latinoamericanas, resulta imprescindible considerar la situación de la región con respecto al aborto. Los movimientos feministas locales y regionales, que adquirieron creciente vitalidad durante el período, han tenido a la legalización del derecho al aborto entre sus principales demandas. Sin embargo, los esfuerzos en este sentido tuvieron pocos resultados. Solo cuatro países de la región permiten el aborto sin restricciones legales de ningún tipo: Cuba (desde 1965), Puerto Rico (1973), Guyana (1995) y Uruguay (2012). En México, también está permitido en el Distrito Federal (2007) y en el estado de Oaxaca (2019). En el resto de la región las leyes son restrictivas, incluso en seis países está totalmente prohibido, sin excepciones: El Salvador, Haití, Honduras, Nicaragua, República Dominicana y Surinam. La inmensa mayoría de los abortos que se realizan en la región, por tanto, son inseguros, es decir, llevados a cabo por personas carentes de habilidades necesarias o en ambientes sin estándares médicos mínimos. Esto determina altas tasas de mortalidad y morbilidad materna. Al menos el 10% del total de las muertes maternas en la región se debe a abortos inseguros, y alrededor de 760 000 mujeres son tratadas cada año por complicaciones derivadas de esas prácticas (Guttmacher Institute, 2018). Y una vez más, las diferencias entre sectores sociales son también muy importantes, en tanto las complicaciones derivadas de abortos inseguros se concentran en las mujeres que viven en condiciones de pobreza.
Transformaciones en las familias
Las familias de América Latina han experimentado cambios significativos en su estructura y dinámica, producto de las tendencias demográficas que sintetizamos en páginas anteriores, pero también de otros procesos sociales, económicos y culturales. Se trata de cambios que comenzaron a vislumbrarse desde las últimas décadas del siglo XX y que han dado lugar a una mayor diversidad de formas de vivir en familia.
De un lado, las uniones consensuales han ganado terreno frente a los casamientos legales, al tiempo que se han incrementado las separaciones y divorcios. En particular, las uniones consensuales se expandieron de manera muy acentuada y generalizada, si bien en muchos casos bajo la forma de un período de “prueba” antes de un posible matrimonio. El “boom de las uniones consensuales” (Esteve y Lesthaeghe, 2016) ha ocurrido tanto en países en los que esa modalidad de entrada en unión ya era muy habitual (como los de América Central y el Caribe), como en aquellos donde era menos frecuente (como la Argentina, Brasil o Chile). Esteve y Lesthaeghe (2016) muestran, por ejemplo, que el porcentaje de uniones libres en República Dominicana, históricamente muy elevado, aumentó de 60,8% en 1980 a 78,4% en 2010 entre las mujeres en pareja entre 25 y 29 años, mientras que en la Argentina ese porcentaje se quintuplicó, desde un reducido 13,0% a 65,5% durante el mismo período. Se trata de valores mucho más elevados que los que se observan en muchos países desarrollados.
Los cambios en las pautas de formación y disolución familiar han sido vistas, por algunos, como parte de una segunda transición demográfica, motorizada por cambios en las preferencias y los valores de la población: la búsqueda de la realización personal por sobre los proyectos y compromisos familiares, y una mayor autonomía femenina, traducida en una mayor capacidad para terminar con matrimonios insatisfactorios. Sin embargo, esta mirada también ha sido matizada. La unión consensual está lejos de ser una novedad en América Latina, sobre todo en aquellas regiones con amplias poblaciones indígenas y afrodescendientes. Ha sido desde siempre la modalidad de unión más difundida entre los sectores de menores recursos, lo que se vincula a herencias culturales y a menores costos económicos. Por este motivo, no puede interpretarse necesariamente como expresión de nuevas tendencias hacia un menor apego a los controles institucionales, aunque es cierto que en las últimas décadas su incidencia se ha incrementado y que en forma creciente ha pasado a ser una opción para los sectores medios y altos. Por otra parte, más allá del cambio en las preferencias y valores, el aumento de las separaciones y divorcios no es ajeno al incremento de la esperanza de vida, que prolonga la vida en pareja y acrecienta las probabilidades de disolución conyugal (Ariza y de Oliveira, 2008). Asimismo, a pesar de los avances en materia de igualdad de género de las últimas décadas, la subordinación femenina es aún un problema central. Es posible, por tanto, que las separaciones y divorcios no involucren una mayor autonomía femenina, sino lo contrario, sobre todo en aquellos casos en que las mujeres deben afrontar solas el sustento económico y el cuidado de sus hijos.
Otras dimensiones vinculadas con la formación de las familias han sido más resistentes al cambio, en particular en comparación con lo observado en los Estados Unidos o Europa Occidental. Esto es así especialmente en relación con las edades a las que se experimentan transiciones relevantes. De un lado, la edad de entrada en unión –que se ubica en un nivel intermedio entre las observadas en los países desarrollados y los de Asia y África– se ha mantenido bastante estable (Spijker, López Ruiz y Esteve Palós, 2012). Aunque hay evidencias en tiempos recientes de una postergación, esta tendencia parece responder sobre todo a cambios en los comportamientos de los sectores medios y altos; en los sectores bajos persiste la pauta de un inicio familiar temprano (Cerrutti y Binstock, 2009). De otro lado, como se mencionó, la edad a la que las mujeres tienen su primer hijo parece seguir un patrón similar: en promedio, no hay cambios sustantivos, aunque se observa cierto retraso en los grupos de mayor nivel socioeconómico.
El tamaño y la composición de los hogares muestran ciertas transformaciones. Los hogares latinoamericanos son hoy más pequeños que en el pasado, como resultado de la caída en la fecundidad y de cambios en la composición de los hogares. Si en 1990 el tamaño promedio de los hogares de la región era de 4,2 personas, para 2010 ese número se había reducido a 3,5. Además, se ha acentuado la diversidad de tipos de hogar. Es cierto que los hogares tradicionales, formados por una pareja conyugal con hijos, son todavía los más habituales (40,3% en 2010), y que las familias extensas, en las que conviven otros familiares, siguen teniendo una presencia considerable (19%), en muchos casos debido a la falta de vivienda y la adversidad económica. Sin embargo, otros tipos de hogar se han vuelto más frecuentes en casi todos los países: en primer lugar, los unipersonales, que aumentaron del 7,0% al 11,4% entre 1990 y 2010; en segundo lugar, los monoparentales, constituidos por una madre o padre y sus hijos, que pasaron del 9,1% al 12,4% durante el mismo período (Ullman, Maldonado Valera y Rico, 2014). En ambos casos, la presencia femenina es muy importante. Los hogares unipersonales están constituidos en general por mujeres de edad avanzada, debido a su mayor esperanza de vida y viudez (aunque también por varones que viven solos luego de una separación o divorcio, y por jóvenes, sobre todo de clases medias y altas). Por su parte, los monoparentales están integrados sobre todo por mujeres que tras una separación o divorcio residen con sus hijos. Este último grupo ha sido objeto de especial atención, debido a una muy alta incidencia de la pobreza.
Dentro de los países, las transformaciones en el tamaño y la composición de los hogares no han tenido igual intensidad en los distintos sectores sociales, y persisten diferencias importantes en este sentido. Los hogares de menores ingresos ubicados en el primer quintil continúan siendo mucho más numerosos que los de mayores ingresos, en el último quintil (4,5 personas versus 2,7, en promedio). Los hogares biparentales con hijos y los extensos eran y son mucho más frecuentes entre los sectores más pobres de la población. Y mientras el aumento de los hogares monoparentales femeninos ha sido más acentuado entre los hogares de menores ingresos, el de los unipersonales lo ha sido entre los más aventajados (Ullman, Maldonado Valera y Rico, 2014; Rico y Maldonado Valera, 2011). También persiste una sustantiva heterogeneidad entre los países, de acuerdo con la etapa de la transición demográfica en que se encuentran y su nivel de desarrollo socioeconómico, como muestran Ariza y de Oliveira (2008).
Pero los cambios en los modos de vivir en familia no se restringen a los reseñados. Hay indicios de un mayor peso de otras formas familiares que, hasta el momento, no son visibles mediante los sistemas estadísticos de la región (Cienfuegos, 2014). En primer lugar, de familias multilocales o transnacionales producto de la migración: unidades familiares separadas por la distancia territorial, pero muy vinculadas a través de intercambios materiales y simbólicos que garantizan su reproducción cotidiana. En segundo lugar, familias ensambladas, producto de nuevas uniones luego de separaciones y divorcios, que en las estadísticas tienden a ser englobadas junto con los hogares biparentales nucleares tradicionales. En tercer lugar, familias homoparentales, cuyos datos son difusos debido a que no todos los censos de población reconocen su existencia. Es posible que estas familias se hayan expandido tras el cambio de siglo producto de un contexto social y legal menos hostil.
En relación con esto último, una de las tendencias que ha caracterizado la región durante el nuevo milenio ha sido el avance logrado en materia de reconocimiento de derechos de la diversidad sexual. Como parte de este proceso, varios países introdujeron cambios legislativos que habilitan el matrimonio entre personas del mismo sexo. El primero de la región en reconocer este derecho fue la Argentina, en 2010, y luego se sumaron Colombia, Brasil, Uruguay y algunos estados de México. Además, otros países, como Chile y Ecuador, legalizaron las uniones civiles entre personas del mismo sexo. Estos cambios normativos tuvieron lugar junto con otros que también actuaron en reconocimiento de los derechos de la diversidad sexual, como la implementación de leyes que prohíben la discriminación por la orientación sexual y la identidad de género (incluidos los casos de Ecuador y Bolivia, en que estas prohibiciones alcanzaron rango constitucional), y el reconocimiento legal de la identidad de género afirmada, que permite el cambio de nombre y sexo en los documentos de identidad oficiales.
En la esfera de la dinámica familiar, y en particular en la de la división del trabajo por género entre sus miembros, hay tendencias novedosas pero también importantes continuidades. Las mujeres de América Latina han incrementado su participación en el mercado laboral desde la década de 1960, si bien las brechas con los varones son todavía importantes. Gasparini y Marchionni (2015) muestran que la tasa de participación laboral de los varones latinoamericanos de 25 a 54 años prácticamente se mantuvo sin cambios entre 1992 y 2012, en alrededor del 95%, mientras la tasa correspondiente a las mujeres se incrementó del 53% al 65%. La participación laboral femenina creció a un ritmo muy acelerado durante los noventa (0,9 puntos por año entre 1992 y 2002), y si bien tras el cambio de siglo continuó creciendo, lo hizo de manera menos acentuada (0,3 puntos por año entre 2002 y 2012). Para Gasparini y Marchionni esta desaceleración puede estar asociada, al menos en parte, a la mejora en el contexto económico: sin la presión de tener que conseguir un empleo como en los años noventa, dados los mayores ingresos de otros miembros del hogar y los beneficios de los nuevos programas sociales, algunas mujeres pueden haber retardado la decisión de ingresar al mundo laboral.
Más allá de las fluctuaciones en intensidad, desde una perspectiva de largo plazo el aumento en la tasa de actividad femenina ha traído cambios importantes en la organización familiar. En las últimas décadas se incrementaron los hogares biparentales de dos proveedores económicos, en los que ambos cónyuges trabajan fuera del hogar, mientras se redujeron los que siguen la pauta tradicional de división del trabajo por género, con un varón único proveedor económico y una mujer ama de casa. Sin embargo, este cambio no ha sido acompañado por uno equivalente en materia de equidad en el reparto del trabajo dentro del hogar. El mayor número de mujeres que trabajan fuera del hogar no se ha traducido en un aumento similar en el número de varones que trabajan dentro del hogar. Así lo muestran los estudios basados en las encuestas sobre uso del tiempo, que comenzaron a aplicarse en numerosos países de la región desde principios de este siglo, en muchos casos por primera vez. El alcance que han llegado a tener estas encuestas en la región (en la actualidad relevadas por los sistemas estadísticos de once países) es otra expresión de la creciente visibilidad pública adquirida por la problemática del cuidado durante el período (Aguirre y Ferrari, 2014). Los resultados de estas encuestas son coincidentes: en todos los países las mujeres dedican más tiempo que sus cónyuges a las tareas domésticas y al cuidado, y esto aun en los casos en que ambos participan del mercado laboral. En promedio, las mujeres latinoamericanas destinan tres veces más tiempo al trabajo dentro del hogar que los varones (37,9 versus 12,7 horas por semana, respectivamente). Y mientras entre las mujeres la cuota de trabajo impago varía de forma significativa según su edad, ubicación geográfica y situación económica y familiar, entre los varones las variaciones son mucho menores: su participación siempre es limitada. Esta persistencia de relaciones de género tradicionales dentro del hogar ocurre a la par de grandes vacíos de cobertura y falencias en la calidad de los servicios para el cuidado, lo que redunda en una mayor sobrecarga de trabajo para las mujeres y en mayores dificultades para su incorporación al mercado laboral. En este sentido, las políticas de redistribución del cuidado, entre varones y mujeres pero también entre los hogares y la sociedad, han sido muy escasas, aunque hay algunas excepciones destacables, como el Sistema Nacional de Cuidados de Uruguay, que implementa y coordina políticas de cuidado de niños y niñas y de personas dependientes, y la Red Nacional de Cuidado y Desarrollo Infantil de Costa Rica. En ambos casos, las políticas de cuidados se enmarcan en una perspectiva de derechos, que incluye también a las cuidadoras y los cuidadores como población objetivo (Esquivel, 2016).
Distribución espacial de la población y migraciones internas
La población de América Latina no solo está distribuida en forma desigual entre los distintos países, sino también dentro de ellos. De hecho, los países de la región se caracterizan por el alto grado de concentración espacial de su población: en áreas urbanas, y dentro de ellas, en grandes ciudades. Según datos de Naciones Unidas para 2015 (UN DESA, 2018), en América Latina el porcentaje de habitantes en ciudades es de casi el 80%, apenas por debajo de América del Norte (82%) y muy por encima del promedio mundial (54%) (gráfico 1.4). Algunas de las ciudades más grandes del planeta se encuentran dentro del territorio latinoamericano, incluidas cuatro megalópolis (con diez millones de habitantes o más): San Pablo y Río de Janeiro en Brasil, Ciudad de México en México y Buenos Aires en la Argentina.
La vida urbana en la región tiene raíces que se remontan muy atrás en el tiempo. Los principales pueblos originarios estaban organizados en grandes ciudades, y el colonialismo ibérico proyectó su poder material y simbólico en gran medida sobre bases urbanas (Rodríguez Vignoli, 2002). Sin embargo, el carácter fuertemente urbano de América Latina es sobre todo un producto del siglo XX. En este sentido, una de las principales tendencias demográficas del siglo pasado ha sido el pasaje, en un lapso de tiempo muy breve, de una región con predominio rural a otra mayormente urbana.
En 1925 solo un cuarto de la población de América Latina vivía en áreas urbanas (Lattes, Rodríguez y Villa, 2003). Desde entonces la expansión de las ciudades se aceleró: el porcentaje urbano ascendió a 41,3% en 1950 y a 57,3% en 1970, un proceso que destacó en el escenario mundial por su intensidad. El crecimiento se concentró en unas pocas ciudades de cada país, lo que consolidó sistemas urbanos con dos características: estructurados en torno a ciudades de gran tamaño y con una tendencia a ser primados, es decir, en los que la ciudad principal exhibe una muy alta concentración demográfica.
Durante el período de alta urbanización, el principal determinante de la expansión de las ciudades fue una masiva migración proveniente de áreas rurales. La modernización de la producción rural, que disminuyó la demanda de trabajadores en el campo, y la falta de acceso a la tierra incentivaron a migrar a una creciente población con escasas oportunidades en sus lugares de origen. En general, estos migrantes fueron jóvenes en edades activas, con escasos recursos económicos y bajos niveles educativos.
Gráfico 1.4. Porcentaje de población urbana por región, 1950-2015
Fuente: UN DESA (2018).
El proceso de industrialización que se desplegó en la región por aquel entonces también sirvió de estímulo para la migración hacia las ciudades. Los empleos industriales en expansión fueron, para muchos de los recién llegados, una oportunidad cierta de mejora social, en particular en los países en que el desarrollo industrial fue más pronunciado. Sin embargo, la migración rural-urbana en América Latina estuvo menos ligada al progreso económico y social que en los países desarrollados (Cepal, 2014a). Una parte considerable de la población migrante fue más expulsada de sus lugares de origen que atraída por oportunidades reales en las ciudades. En general, las economías de la región no pudieron crear suficientes puestos de trabajo para esta inmensa masa de migrantes, y muchos de ellos no tuvieron más opción que desarrollar ocupaciones de muy baja calificación en un cada vez más amplio sector informal. Tampoco los Estados proveyeron adecuados servicios y viviendas para estos migrantes, que en gran medida fueron a parar a asentamientos precarios en los suburbios, y se transformaron así en un estrato marginalizado.