Читать книгу La peineta mágica y otros cuentos - Gabriela Fehling - Страница 3
ОглавлениеLa princesa que quería vivir
Para mi amiga Eugenia
Hace muchísimos años, tantos que se cuentan por centurias, en la exótica India nació una princesa a la que le otorgaron el nombre de Naisha, la especial. Ya de chiquita demostró ser muy vivaz y, al crecer, se volvió cada vez más curiosa y activa. Intrépida, recorría por su cuenta los cuartos con divanes y lechos con baldaquinos, los largos pasillos decorados con adornos de elefantes, las salas cubiertas de tapices, los amplios salones con columnas de oro y los sombreados jardines con pavos reales. Todo lo quería investigar, tocar, probar, analizar. Ya no sabían cómo hacer para entretenerla y, entonces, le consiguieron un espejo mágico, donde podía ver historias de fantasía. Eso un rato la contuvo, después hubo que comprar otro espejo y otro más, más grande, con más botones, un marco más bonito, con más fantasías.
Al cabo de un tiempo, también se aburrió de eso, pero ya había alcanzado la edad de asistir a las clases de la señorita Arya Nahali, noble herencia, para las niñas de la corte, y confiaron en que ella se iba a encargar de encarrilarla. Pero se le complicó a la maestra. La nena era realmente inquieta y tenía gustos distintos a las demás y, de por sí, estos nada tenían que ver con los que corresponden a una damita de su alcurnia. Cuando todas practicaban suaves melodías en la cítara o el tamboril, ella quería darle al gong. Cuando se esmeraban en realizar delicadas guirnaldas, ella se empecinaba en una escultura de lodo (y terminaba toda embarrada). Tampoco le complacían las figuras del baile, la mímica que acompaña la letra de una canción, como ser la descripción de cómo preparar el hogar para una festividad. Cuando todas las niñas, prolijas y en fila, afanosamente imitaban el movimiento del barrido de hojas al compás de la música, ella simulaba echar un cubo de agua, y ya consideraba que con eso la limpieza del interior del hogar estaba solucionada y que ahora podía jugar a lo que ella quisiera. Ni hablar de cocinar, insistía en que ella se iba a encargar de proveer la comida saliendo de caza con el arco y flecha y la lanza.
—Somos vegetarianos —explicó la maestra.
Pero no la conformó. Ahora quería buscar dátiles a Arabia. O unas bayas que, le había contado un mercader, crecían en los países fríos. Una locura.
La señorita Arya Nahali tenía una afición: cultivar hortensias. Era un trabajo agobiante, después le dolía la espalda durante días. Pero sus antepasados las habían importado de China y Japón, toda su familia se había dedicado a eso y ella consideraba un honor continuar la tradición. También pensaba en que, dado que se le hacía muy arduo y penoso concretar sola sus aspiraciones, por qué no poner a las nenas a trabajar; sería un buen aprendizaje, les enseñaría disciplina, o lo que sea. Todas las nenas, sumisa y obedientemente, cumplían con la tarea, menos la princesa Naisha, que cuestionaba todo. La señorita Nahali trataba de convencerla de la alegría de las labores de jardinería, de incentivarla con que luego dispondrían de bellas flores para adornar sus cabelleras para el baile.
—Profe, si usted no puede ni moverse con su espalda, ¡¿qué va a bailar?!
—Bueno, yo… puedo estar sentada elegantemente y lucirme. Y las miro cómo ustedes bailan.
—Yo no puedo bailar con semejante zocotroco, se me cae todo.
—Tenés que sujetarlo bien.
—Para sujetar eso necesito unos garfios.
—Las ponés en un florero, entonces.
—Profe, la flor esta se marchita de nada. Voy a pasar más tiempo cambiándola que lo que la veo.
—Bueno, si nada te gusta, ¡¿me podés decir para qué la cultivamos, entonces?!
—Eso es lo que yo me pregunto.
Irritada, la profe plantó a la nena delante de los padres y les dijo:
—Su hija es rara. Contraten ayuda profesional.
Y les recomendó un sabio hechicero. Apareció el hombre con sus pergaminos y sus pócimas, habló con la princesa y habló con los progenitores. Ellos primero no querían hablar mucho, preferían que él lo solucionara rápido sin que ellos tuvieran que involucrarse, pero después le tomaron el gusto a estar recostados en largas sesiones de diván. Parecía que se habían olvidado de por qué los habían citado y más bien revisaban sus vidas personales y los karmas heredados de sus ancestros. Pronto el mago se percató de que allí nada iba a cambiar, porque la princesa era terca y no quería entender que estaba equivocada y porque los padres estaban más enfocados en contar que en cambiar las cosas. También se dio cuenta de que en realidad eso le venía de maravillas, era una mina de oro constante y sonante. Y, por las dudas, para que nadie se avivara y cortara el caudal, recetó unos polvos mágicos para adormecer a toda la corte. Hacía el pedido a la herboristería, y unos monitos repartidores, que recorrían la ciudad en monopatín provistos de canastos, se encargaban de entregarlo.
Pero un día la princesa despertó antes que los demás y, medio adormilada, se puso a caminar. Recorrió los largos pasillos con adornos de elefantes, las salas con tapices, los salones con columnas de oro y los jardines con pavos reales y, cuando se quiso acordar, había atravesado la reja labrada y estaba fuera del palacio. Ahí descubrió que la realidad era distinta a lo que mostraban los espejos. Primero, que ninguna fantasía puede transmitir la sensación del calorcito del sol en la piel ni la frescura de la brisa al aire libre. Tampoco los aromas a especias en el mercado ni el burbujeante bullicio de la gente. Ni que los elefantes de verdad apestan como mil demonios, pero dan besos tiernos con la trompa. Vio que las mujeres no eran todas princesas y al héroe guapo no lo acompañaba el amigo torpe y feo. Los diálogos no eran ajustados, sino que incluían mucha charla intrascendente, y las tramas no se resolvían de forma satisfactoria en hora y media. Y, sobre todo, que los peligros existen en serio y le caen a uno en forma aleatoria y no de acuerdo con un argumento. Así, a ella, sumida en el desconcierto, casi la atropella un carro. La rescató a último momento un muchacho, que la tomó del brazo y la puso a salvo. Retornó al palacio tiritando de miedo y se refugió en su cuarto y en su lecho con baldaquino pensando en no volver a salir nunca más.
Pero algo había ahí afuera, que no la dejaba en paz. ¿Era el tronar de la cascada que había visto a lo lejos? ¿Las caravanas de comerciantes cubiertos de polvo y con los ojos llenos de historias de tierras extrañas? ¿El apretón de la mano amiga que la asistió?
Era algo intenso, que la convocaba, y no tardó en decidirse a salir otra vez.
—Que se queden acá las señoritas prolijas y en orden, la profe con sus hortensias y todos los que están aletargados por los polvos mágicos y los espejos de colores. Yo voy a salir a disfrutar la vida. ¡Lo juro por Shiva!
Resultó que Shiva estaba justo en medio de su siesta reparadora después de pelearse con un enano y se levantó encabronado.
—Esta gente ya me tiene harto. Les doy todo; igual, no saben cómo arreglárselas, aparezco con piel de tigre, con disfraz de elefante…, nunca están conformes, nunca nada les viene bien. Haga lo que haga, siempre piden más, y después se quejan.
Y, así como son los dioses, les mandó una peste. Para que se entretengan. Y no simplemente una peste común, envió una epidemia horrible que descolocó a todas las personas del reino; había que tomar infinitas precauciones, cuidarse unos a los otros, y de los otros y de uno mismo. Era una época rara: los que estaban afuera, en la intemperie, querían entrar a la seguridad de los muros, y los que estaban recluidos en el castillo pugnaban por salir y ser libres. Esas cosas de locos que idean los dioses indispuestos y la gente a menudo transita de la peor manera.
Así fue con la princesa: enojada estaba, con la vida, con el mundo, con el destino miserable.
—¡¿Por qué a mí?! —se indignaba—. ¿Por qué justo ahora que quiero salir? Qué época espantosa y antigua que vivimos, que ocurren estas calamidades. Si estuviéramos en un mundo moderno, esto no sucedería.
Quiso ver los espejos mágicos para relajarse un poco, pero todos estaban machaca que machaca con la peste y las teorías del fin del mundo. Pensó en abandonarse al sopor de los polvos mágicos, pero sabía que no eran remedio ni solución, así que solo se sentó a juntar bronca.
—Espero que esto termine pronto porque no aguanto más —mascullaba.
Pero lo que comenzó en la temporada de los calores siguió en la de las lluvias, y ya estaban en la estación de los vientos y parecía que iba para largo la cosa.
Pisoteando su malhumor por los pasillos, se encontró con la señorita Nahali.
—Bien te hubiera hecho ahora haber sembrado esas hortensias, tendrías algo en qué ocuparte —le espetó la maestra, lo cual es una actitud muy fea, no deben ser así los docentes.
La princesa Naisha, la misericordiosa, esperó a que se fuera para hacerle burla.
—Ay, sí, cómo no. Si fueran tan súper, no estarías todo el tiempo con esa cara de resentida.
Pero algo le quedó. Porque era inteligente y sabía discernir que lo importante no era el mensajero, con los motivos que tuviera, sino el mensaje. Y ese le pareció válido.
No se iba a poner a cultivar hortensias, eso se lo dejaría a la señorita Nahali, noble herencia, porque parece que era lo único que la sostenía en la vida, no sería tan mezquina de quitárselo. Pero podía buscar su propio estilo de pasatiempo. Ni lerda ni perezosa, ahora que tenía una meta, montó un pequeño taller al lado de su cuarto y ahí empezó a imaginar y a elaborar. Primero, volvió a lo más simple, lo que le gustaba: las esculturas de fango, y eso le hizo bien porque le permitió descargar tensiones. Realizó pequeñas vasijas y estatuillas y, cuando sintió que había alcanzado cierto grado de destreza, se animó a proyectos mayores. Utilizando como base armazones de metal, formó diversas figuras combinadas de arcilla y papel. Moldeó animales, personas y dioses, los pintó con barnices y esmaltes de colores brillantes, los vistió con trajes de raso y brocado labrado, los adornó con accesorios y joyería y los ubicó por grupos de interés. De ahí a escribirles un texto para que recitaran o dialogaran hubo solo un paso. Armó una estructura de escenario y desarrolló un mecanismo con roldanas y tarimas móviles sobre rodillos, diseñó una escenografía con telones de paisajes varios, sumó una música mecánica y situó a sus artistas en escena. Las figuras rotaban, se inclinaban, giraban, iban y venían, declamaban ardientes poesías y feroces contiendas verbales en la dulce voz de la princesa. Había de todo: romances trágicos, batallas épicas, burdos patanes hilarantes y dioses metiches.
Así pasó los meses: dibujando, cosiendo, componiendo, investigando textos antiguos para inspirarse, ensayando, representando, cantando mientras trabajaba con dedicación. No sintió el encierro ni la desazón. Y un día la peste pasó y todo empezó a recomponerse.
¿Qué hacer ahora? Había creado un mundo nuevo, un mundo seguro donde se sentía cómoda y a gusto.
Pero apenas se asomó al umbral de la reja labrada, la intensidad la capturó, y la princesa Naisha, la que se recupera, dijo:
—Si puedo crear un mundo en un espacio, puedo hacer lo mismo y más afuera. El mundo es mío. ¡A recorrerlo!
Juntó apenas unos enseres básicos y partió de viaje. Sin invocar a Shiva esta vez, por las dudas. Pero el dios estaba en paz.
Y conoció. Y aprendió. Y creó.
Benditos sean los que se animan, los que se aventuran, los que emprenden nuevos desafíos, los que disfrutan; a ellos no hay momento ni circunstancia que los detenga, el mundo es suyo y los dioses los miran con regocijo.