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EL CRISTO PREEXISTENTE

P A R T E I

La sabiduría

La sabiduría en todas las culturas del mundo ha sido un conocimiento del sentido de la vida. No un conocimiento teórico que agote en sí mismo su finalidad, aunque se haya trasmitido a través de los escritos de los grandes sabios, sino un conocimiento que en su misma formulación se muestra destinado a ser vivido y no solo adquirido como un saber.

En todas las culturas del mundo la sabiduría ha sido además un derivado de la revelación, lo cual se entiende en cuanto la revelación necesita de una mediación generada en la mente humana para reflejar en el acontecer real de la sociedad las opciones y actitudes concretas del hombre en el seguimiento del sentido. También necesita una mediación de carácter ritual, litúrgico y ceremonial capaz de trascender el espacio tiempo ordinario y situar al hombre en un ámbito elevado donde las verdades reveladas llegan hasta él.

En la historia de la cultura griega se aprecia bien el momento en que la mitología, que es revelación, comienza a generar un pensamiento sapiencial, el que después llegará a ser una filosofía como género literario. En la historia de la cultura india se observa claramente el paso de la revelación védica a la gnosis filosófica y mística de los Upanishads, y posteriormente a los textos escritos o dictados por los grandes sabios fundadores de los seis sistemas filosóficos indios.

En el caso de Grecia, el acento puesto en lo que después se llamó “filosofar”, realzó el carácter especulativo del pensamiento sapiencial, de donde derivó posteriormente la gratuidad del discurso filosófico como un conocimiento formulado en textos que hallan en sí mismos su propia justificación.

En lo que se refiere a la sabiduría del extremo oriente, considerada desde el punto de vista privilegiado que hoy tenemos para observarla y evaluarla en el contexto de la sabiduría universal, parece ser la más apropiada para detectar en la antigüedad un modelo humano como el que hemos llamado un Cristo preexistente, especialmente, en los escritos de los sabios chinos Lao Tse y Confucio, pues, frente a la estructura del pensamiento occidental a que antes nos referimos, esa sabiduría china del siglo VI a. C. se aproxima más a lo que podríamos llamar un saber de salvación.

Cabe considerar, por otra parte, que el Taoísmo original, tal como fue constituido en un sistema en su texto fundamental y dada la posición disidente extrema de su autor, Lao Tse, frente a la ideología civilizadora de la dinastía Tchou (que se impuso ya desde fines del segundo milenio antes de Cristo), por su rechazo del poder, la riqueza, la ostentación, la imposición de un orden único a todos los habitantes del imperio sin atender a los usos y costumbres de las culturas regionales, por su rechazo del hiperdesarrollo urbano y político, y de una religión ritualista que introdujo en la sociedad china un ingrediente artificioso en la conducta humana, y, en fin, por la grandeza misma de ese orden imperial, visible en la apariencia imponente de sus palacios, templos, parques, ceremonias, atuendos, exhibida como modelo de sociedad bien gobernada según los mandatos del cielo ante todos los pueblos de la antigüedad. Como posición de un hombre sabio, que rechaza todo eso, es lo que aproxima la sabiduría de Lao Tse a la posición fuertemente disidente que Jesús de Nazaret, como maestro y profeta, tuvo frente a la religión y los usos y costumbres de su tiempo.

Para entender en profundidad esta coincidencia tan estrecha entre ambos legados espirituales es preciso antes explicitar en qué posición se sitúa la sabiduría bíblica frente a la de otras tradiciones culturales del mundo, porque esto es un punto de capital importancia para entender que lo que en la Biblia se llama sabiduría no es lo que presenta una estrecha semejanza con el mensaje del Taoísmo original, sino muy específicamente la sabiduría personal de Jesús, la cual se transparenta en sus enseñanzas pero también en sus actos y modo de ser en general, los cuales también son enseñanzas aunque no sean verbales.

Las categorías mentales en que fueron concebidos los textos bíblicos sapienciales dan cuenta de una experiencia del mundo que excluye la búsqueda de la verdad a partir del hombre y sus posibilidades cognoscitivas, pues toda la sabiduría a que se hace referencia en los libros sapienciales consiste en un conocimiento profundo de lo que implica la fidelidad del hombre a la Ley de Dios; por lo que se puede decir que la sabiduría a que podía aspirar un israelita de los tiempos en que fueron redactados esos libros es diferente a la que concibieron y formularon por escrito los sabios de otras culturas. Si la sabiduría de los maestros de Israel consiste en una inteligencia más profunda del acontecer de salvación en el seno de una sociedad regida por esa ley, esa sabiduría carece de cuerpo propio, y viene a ser algo derivado o accesorio de lo que desde antes se ha impuesto como revelación y verdad, esto es, la palabra de Iahvé.

Esto no se dice en un sentido peyorativo, sino, simplemente, para constatar el hecho de que si la cultura hebrea de los tiempos bíblicos parece modesta en realizaciones comparada con las culturas paganas es porque esa cultura no tiene más cuerpo que la Ley y los profetas. Todo el entramado material de 1a civilización de Israel no es el fruto de una elaboración propia a partir de un conocimiento libre generado en ese pueblo por una experimentación directa con los elementos del mundo, como fue el caso de la empresa civilizadora de los pueblos paganos, y cuyo politeísmo viene a ser la base de la diversificación del conocimiento y el desarrollo de las artes útiles.

A la luz de estos antecedentes cabe decir, entonces, que lo que Jesús demostró ser como maestro y profeta, y en el solo ámbito de la religión de Israel, no parece ser, a estas alturas de la historia, todo lo que se podría entender de su evangelio, aunque en el Nuevo Testamento, conforme al entendimiento de los judíos que redactaron los textos que lo constituyen, es lógico y de fe pensar que allí está contenido todo lo que Él es. Con esto se está queriendo decir que conforme a la sabiduría que le precedió en la historia, en la persona de Jesús, en sus dichos y en sus hechos se perciben aspectos que pueden ser entendidos desde otras formas de pensamiento sin faltar a la verdad.

El hecho de que el Taoísmo sea una doctrina elaborada por una vía muy diferente al itinerario espiritual del pueblo de Israel plantea una problemática interesante para la historia de las religiones y para la misma Cristología. Esa problemática podría, sin embargo, aclararse recurriendo a razones más sencillas que las que podría creerse necesario invocar. Me refiero a lo que sobre este tema enseñaba el maestro Lanza del Vasto, discípulo europeo del Mahatma Gandhi. Después de realizar profundos estudios sobre las escuelas de sabiduría oriental (India, China, Japón) Lanza del Vasto llegó a la conclusión de que Dios viene en ayuda del hombre en desgracia, y lo primero que le envía es la sabiduría. Después, para llevar su obra a la perfección, le envía el amor. Con la palabra amor se refiere obviamente a Jesucristo y con la palabra sabiduría se refiere a los grandes maestros que le precedieron en la historia.

El monoteísmo taoísta

Las reflexiones de Lao Tse sobre el ser supremo que se expondrán a continuación son derivaciones del contexto religioso monoteísta de la cultura de la antigua China, cuyo pueblo le rendía culto al Dios único, denominado entonces “Soberano del Cielo”. Personificación del poder que gobierna el universo, el cual, en tiempos de la dinastía Tchou devino simplemente el Cielo, sin que por eso perdiera los atributos que son inherentes al Dios supremo.

Todo lo que conocemos de la doctrina de Lao Tse, fundador del Taoísmo, está enteramente contenido en su célebre Tao Teh King, esto es, Libro del Tao y la Virtud. Efectivamente, el nombre supremo empleado en el texto, esto es, la palabra china Tao, que literalmente significa “sentido”, por el tratamiento que el sabio hace de ella, entendemos que trasciende ese significado para designar el “principio” supremo de donde procede todo cuanto existe y también el sentido o ley eterna que rige todo acontecer. Y resulta claro en la lectura cuándo se pone énfasis en una u otra acepción.

El desarrollo de esta primera parte del tema puede ordenarse conforme a lo que se deduce de una lectura atenta de todos los capítulos del libro que se refieren explícitamente al Tao. Ese ordenamiento debe contemplar primero una referencia al ser supremo o principio eterno en sí mismo y enseguida al ser supremo como dotado de fecundidad, esto es, como creador de todo cuanto existe. Ambos aspectos constituyen un patrón de pensamiento presente en todas las reflexiones filosóficas sobre el ser supremo. También en este ordenamiento se planteará la cuestión del nombre, en el entendido de que el ser como principio y fundamento de todos los seres solo admite una referencia a él en términos negativos. Asimismo, se incluye en este ordenamiento temático el concepto de sentido, pues la palabra Tao tiene originalmente esta acepción, de la que deriva también la denominación “Ley eterna” empleada por Lao Tse (Cap. XVI. Tao Teh King); de esta proceden dos formas de comportamiento, uno sensato y otro insensato, esto es, conforme al sentido o contra el sentido.

En el capítulo XXV del Tao Teh King, Lao Tse, refiriéndose al Tao, dice: “Yo no conozco su nombre, pero lo llamo Tao”, y esto, en referencia a la costumbre de su época por la que ningún hombre de baja condición social podía pronunciar el verdadero nombre de un alto personaje, permitiéndosele aludir a él solo mediante un apelativo. En este pasaje de su texto el autor deja la impresión de querer inclinarse ante este alto “personaje” designándolo solo mediante el apelativo de Tao, con lo cual se refiere, como antes se dijo, a sus dos aspectos fundamentales, esto es, el “principio” y el “sentido”.

Todo este razonar es filosófico y carece del tenor profético que es propio de la fe en un Dios revelado, como el de la Biblia. No obstante esa diferencia, ella no es tan grande como para no advertir que las reflexiones de Lao Tse sobre el ser supremo pueden ponerse en paralelo con el Dios que se reveló a Moisés, desde el episodio de la “zarza ardiente”, cuando se hizo presente por primera vez a este profeta y le dio a conocer su nombre, hasta la revelación de su Ley.

El proceso de esta revelación comienza en efecto cuando Moisés presencia el prodigio de una zarza que arde sin consumirse, de la cual surge una voz que le dice: “Yo soy el Dios de Abraham, Isaac, y Jacob”. Según las modalidades del lenguaje de la época, da la impresión de que el Dios que se está revelando a este hebreo antiguo es solo el de una etnia o un pueblo como los había tantos, de ahí que el profeta le pregunte a su misterioso interlocutor cuál es su nombre. Entonces Moisés es instruido acerca de la verdadera identidad del Dios de sus ancestros, quien se revela a él no con un nombre de divinidad tribal, sino como un Dios universal sin más nombre que el de quien simplemente es. En hebreo, Iahvé, palabra que contiene las tres formas del verbo ser, es decir, el que era, es y será; como también el que hace ser, el que da el ser a todo lo que es. Los demás nombres con que los israelitas se refirieron a él son apelativos.

Este Dios universal, en el sentido lato de la palabra, no tiene nombre ni puede ser representado en imágenes ni objetos simbólicos. Solo se puede decir que es y da el ser, aunque interviene en la historia de su pueblo y se comporta como su padre, su esposo y protector, esto es, su ser inefable se transforma en la mente del profeta y asume las modalidades de comportamiento y categorías de expresión de los seres humanos, pues su manifestación al pueblo se realiza por medio de uno de ellos.

En ese sentido las reflexiones de Lao Tse sobre el ser supremo se elevan hasta aquel que solo es y da el ser, como puede percibirse en varios capítulos del Tao Teh King, y en los textos que nos dejaron otros taoístas célebres como Tchuang Tse (S. III a. C.), quien en el capítulo 2 de su texto canónico llamado simplemente el “Tchuang Tse” (León Wieger. Les péres du sisteme taoiste) dice: “¿Qué se puede decir del ser universal, sino simplemente que él es?”. Más adelante agrega: “Si se pudiera distinguir algo especial en el principio y aplicarle atributos, no sería el principio universal”, afirmación rubricada con el siguiente comentario: “Saber detenerse ahí donde la inteligencia, y la palabra llegan a su término, en eso consiste la sabiduría”.

Por su parte las reflexiones filosóficas de Lao Tse sobre el Tao como principio universal y ley eterna, consideradas en el contexto del mensaje contenido en la totalidad de su libro, nos llevan a concluir que ellas configuran una actitud del autor frente al principio supremo que no es la del simple filósofo que razona, sino la de alguien que se halla ante una verdad que asume plenamente en su vida personal, y que deviene el soporte trascendente sobre el que se genera y sustenta todo su conocimiento del mundo y de los hombres. Lo que pudo quedar solo en el ámbito de los conceptos adquiere, de hecho, las características de lo numinoso, esto es, de las revelaciones.

En el capítulo XXV se lee lo siguiente:

Hay un solo ser perfecto

Antes que el Cielo y la Tierra fuesen él ya era.

En el capítulo XXXIX se lee lo siguiente:

He aquí los que de antiguo alcanzaron el Uno.

El Cielo alcanzó el Uno y tuvo firmeza.

Los dioses alcanzaron el Uno y tuvieron poder.

El abismo alcanzó el Uno y tuvo plenitud.

Todas las cosas alcanzaron el Uno y nacieron.

Soberanos y príncipes alcanzaron el Uno

y llegaron a ser modelos para el mundo.

Todo eso fue hecho por el Uno (o Único).

En ambos capítulos las reflexiones de Lao Tse coinciden con las de los filósofos occidentales del pasado sobre el ser supremo (Aristóteles, Tomás de Aquino, etc.). Sin embargo, en su caso, por la actitud que configura en él, deja la impresión de que al exponer el cuerpo íntegro de sus enseñanzas, lo ha hecho en la actitud de quien le rinde culto a algo que en el ámbito teológico nuestro llamamos Dios, como se verá en el desarrollo de este texto.

El creador

Si del monoteísmo se sigue necesariamente el concepto de “creación”, en la doctrina de Lao Tse este aspecto del Tao está claramente delineado. El fundamento teórico para entender este punto en la doctrina de Lao Tse se halla en el primer capítulo de su Tao Teh King. El quinto verso del primer epigrama dice: “Llamo no-Ser al principio de Cielo y Tierra”. El verso siguiente dice: “Llamo Ser a la Madre de todos los seres”, esto es, el Ser en sí mismo y la Existencia. Este planteamiento se basa en las expresiones Wu y Yeu, que se traducen respectivamente por no-Ser y Ser. El texto dice que Wu es el principio de Cielo y Tierra, y el Yeu, es Mu, la Madre de todos los seres. Así el Tao como principio es el inmanifestado. Como madre de todos los seres se le está atribuyendo fecundidad. El filósofo Wang Pi (S. III a.C.) dice, refiriéndose a los dos modos de considerar el Tao: “Lao Tse lo capta como origen, en cuanto carece de antecedentes. Como Madre lo capta en cuanto está dotado de fecundidad. Como carente de antecedentes no se le puede hallar la raíz. Como dotado de fecundidad se puede dar razón de él”. Sobre este particular cabe señalar que la palabra Wu (no-Ser) significa literalmente “sin antes”, y Yeu (Ser) significa “tener uno delante”.

Como ser absoluto, en su forma negativa, tiene su equivalente en la prohibición impuesta a los israelitas por Moisés de representar a Dios en imágenes y figuras, a lo cual se refiere el apóstol Juan cuando en el prólogo del cuarto evangelio dice: “A Dios nadie le ha visto”.

En el capítulo XXV se dice también que el Tao es “Madre del Mundo”, esto es, el que trae el mundo a la existencia. En el capítulo IV se dice: “Es como un abismo sin fondo y parece ser el ancestro de toda cosa”.

En el capítulo XXI se hace referencia a la Virtud creadora del Tao, designada en el texto por la palabra china Teh. El pasaje correspondiente dice: “El contenido de la Virtud procede enteramente del Tao. El Tao anima las cosas de un modo caótico y oscuro. En él están las imágenes, caóticas y oscuras. En él están las cosas, oscuras y caóticas”. Este pasaje tiene su equivalente en todos los mitos que aluden a un estado de caos anterior al orden o de lo sin forma que precede a las formas. En los primeros versículos de la Biblia referentes a la creación del mundo, se dice al respecto que “la tierra estaba informe y vacía, y había tinieblas sobre la faz del abismo”.

En ese primer capítulo de la Biblia Dios es designado con la palabra hebrea Elohim. Esta palabra es un plural y se traduce por “las potestades” y con todo, es ese un apelativo con el que se designa al ser supremo. Posteriormente se asociará a este nombre el de Iahvé, de modo que en los comentarios rabínicos aparece la denominación compuesta Iahvé-Elohim (Rabino Grad. Las claves secretas de Israel). Sin embargo, en el prólogo del evangelio de Juan se alude al acto creador inicial proclamando al Verbo como el medio por el cual todo ha sido creado por Dios, para concluir de ahí que Jesucristo es el Verbo de Dios encarnado. Pero en ambas versiones el patrón de pensamiento es el mismo, en dos instancias, esto es, el ser supremo en sí mismo, y aquello que materializa su poder creador.

En el Libro de los Proverbios, capítulo 8, se lee lo siguiente: “Iahvé me creó, primicia de sus caminos, antes que sus más antiguas obras, Desde la eternidad fui fundada”. Se trata de un pasaje en que se hace el elogio de la sabiduría de Dios. En el texto se nota la intención de darle a esa sabiduría divina el carácter del medio por el cual Dios crea el mundo, lo que es homologable con lo que Lao Tse llama Teh, esto es, la virtud creadora del Tao que, por ser matriz única de todas las cosas creadas, da fecundidad al Tao. Así, el Tao deviene la madre del mundo por poseer Teh, la virtud creadora. Se trata, como antes se dijo, de un patrón de pensamiento filosófico acerca del ser supremo que procede de una intuición fundamental común a muchas mitologías que atribuyen a Dios un carácter bisexual.

En el Libro del Tao el pasaje referente al caos corresponde al estado indeterminado que precede a la constitución de las formas. Las imágenes mencionadas en ese pasaje del capítulo XXI equivalen a las ideas de Platón, y son arquetipos o moldes de la realidad (Platón. La República, Cap. 7). Esas imágenes son también, en algún sentido, los símbolos lineales del Libro de las Mutaciones o I Ching, los que justamente son designados con la palabra imágenes; como tales son arquetipos. Estos símbolos representan todas las fases del movimiento, tanto en el macro universo como en la dimensión en que se da la vida humana en la tierra. La seguridad de que ese repertorio de símbolos es realmente un estándar del movimiento universal se debe a la gran autoridad que todos los sabios chinos le han atribuido a este libro, que bien puede ser considerado como la piedra fundacional de la cultura china, compuesto por los aportes de los grandes sabios de esa nación a través de milenios, tema que será desarrollado posteriormente.

Digno es de hacer notar que el lenguaje empleado por Lao Tse en el capítulo XXI de su Tao Teh King, con mención expresa de lo informe y caótico y oscuro, si bien resuena analógicamente con el pasaje bíblico en que se dice que la tierra estaba informe y vacía y las tinieblas cubrían la faz del abismo (Gen. 1, 2-10), la diferencia entre uno y otro texto reside en que el pensamiento mítico, presente en el pasaje bíblico, no conceptualiza la realidad sino que utiliza sus elementos concretos metafóricamente para sugerir por la vía analógica un significado que los trasciende. Pero el capítulo XXI del Tao Teh King no se está refiriendo puntualmente a un mito del origen, sino que está aludiendo al modo como el Tao, en tanto que principio, proyecta hacia la existencia las formas del universo constantemente desde el origen; con esto se consagra el principio fundamental de que todo lo que tiene forma procede de lo que no tiene forma.

En las líneas finales del capítulo XXI se dice: “De todo tiempo hasta hoy no se ha podido prescindir de su nombre (su ser), pues todo comienza en él. ¿De dónde me viene este conocimiento de la naturaleza de las cosas? De ellas mismas”. Este pasaje contiene una referencia al conocimiento del mundo propio del hombre sabio, quien, por su inteligencia iluminada, puede remontarse de la obra al principio creador de la obra.

Pero este remontarse de la creación al creador no se realiza por una simple deducción motivada por el asombro y la admiración, sino mediante la visión bipolar de la realidad consignada en el Libro de las Mutaciones. El Tao como sentido opera las mutaciones mediante lo Creativo Yang y lo Receptivo Yin, y esa bipolaridad emana necesariamente de una unidad que la genera pero que no está sometida a ella.

Es interesante constatar también que algunos traductores del Tao Teh King, como ha sido el caso de Lin Yu Tang y José M. Tola, le atribuyen al Tao como principio el apelativo de Padre.

Por otra parte, este paralelo que se puede establecer entre el Tao de Lao Tse y el Dios único revelado a Moisés como Iahvé (Ex 3,14. Ex 34,6) incluye lo que en la Biblia es la Ley y lo que en el Libro del Tao es el “sentido eterno” o Ley Eterna.

Para entender esto hay que partir de la base de que no existe cultura humana sin un fundamento espiritual de origen, el cual es revelado a la comunidad por el hombre sagrado, el profeta, el sabio maestro, el sabio soberano guía de su pueblo, el gran legislador, que en las comunidades indígenas es el chamán. Las diferencias entre unos y otros pueden parecer grandes en ciertos casos, pero la función que ellos cumplen en el seno de su comunidad es proporcionalmente la misma.

Asimismo, no hay relación de los hombres con la trascendencia, el ser supremo, los dioses, que no genere la noción de un deber ser, esto es, de un “sentido” trascendente o Ley suprema que los pueblos deben seguir para vivir en plenitud la condición humana, de lo que sigue el hecho de que pueda haber un comportamiento sensato y otro insensato.

Ocurrió que con el correr de los siglos y milenios, la ley de la tribu, que fijaba límites y orientaciones a la conducta de sus miembros, evolucionó conforme a la complejidad creciente de las agrupaciones humanas de mayor población. Así fue como, para tribus numerosas como lo fueron las doce de Israel, constituidas en su conjunto como un pueblo autónomo después de la salida de Egipto, se hizo necesaria la dictación de una ley canónica que cubriera con sus preceptos todas las formas de comportamiento (incluidas las narraciones ejemplares y los mitos), dado que las transgresiones se fueron haciendo cada vez más frecuentes por la complejidad de las relaciones entre individuos y clanes en la trama relacional de comunidades de tan amplia dotación.

El apóstol Pablo, en los primeros esbozos de su nueva teología, al declarar que en la nueva dispensación lo que justifica a los hombres no son ya las obras conforme a la Ley mosaica (Ley de Dios) sino la fe en Jesucristo, insiste en que la Ley no llevó nada a la perfección, solo nos enseñó la naturaleza del pecado; y eso, porque su razón de ser fue la de tipificar y sancionar las transgresiones generando la noción del mal a través de ellas (Gal 3,19).

La Ley de Moisés dio un orden a la sociedad de las doce tribus, y la unificó formulando en un texto canónico, que posteriormente fue puesto por escrito, el modo de concebir el sentido de la vida, revelado por Iahvé a su profeta.

Pero el modo como se ha descrito aquí la evolución de las sociedades antiguas hasta la constitución de una ley fundamental que da forma a su organización, sin faltar a la verdad, no da cuenta del trasfondo espiritual del proceso, pues la necesidad de que la conducta humana sea reglamentada no tuvo en su origen una motivación utilitaria. La idea misma de que hay cosas utilitarias y profanas, en oposición a otras que pertenecen a un ámbito sagrado, solo ha ocurrido con el advenimiento de las grandes civilizaciones, las que en su misma mecánica generan el ámbito profano. En el origen toda la vida humana ha estado inmersa en la sacralidad del orden natural, que era el paradigma en que todo adquiría sentido para los hombres de los tiempos remotos, sobre el trasfondo del poder invisible que preside todos los procesos vitales y las mutaciones del cielo y de la tierra. Así, en las sociedades primitivas la trascendencia estaba subentendida y de suyo presente en la raíz de todos los hechos del acontecer global, y todos los hechos estaban interrelacionados. Por eso el sentimiento de unidad y sacralidad subyacente es común a todas las sociedades que han vivido inmersas en el orden natural hasta hoy. Así lo que hoy podríamos considerar como un ámbito sagrado, en oposición a otro ámbito profano y utilitario, no se daba entonces. Eso que hoy llamamos fe en referencia a la religión era un conocimiento por participación procedente de una conciencia participativa que no podía mirar el mundo como lo otro, lo distinto, lo ajeno, lo objetivo. El hombre era parte del concierto universal, aunque por el desarrollo de la función consciente tuviera conciencia de sí como un ser diferente, pues su amplio margen de movilidad e independencia personal ocurría en referencia a un “ser así del mundo”, cuya naturaleza definía las metas y límites de su conducta, empezando por las exigencias de su comunidad.

La sabiduría como un conocimiento destinado a ser vivido para asegurar un desarrollo de la vida humana conforme al sentido ocurrió con el desarrollo de la cultura y es proporcional al grado de desarrollo de la función consciente. En ese proceso también se fue haciendo consciente la idea del espíritu que preside con su poder todos los hechos del acontecer; su representación no es ya una realidad difusa cuya presencia no se diferencia de las cosas presentes aunque las trasciende, sino un ser al que se hace referencia mediante un nombre como el gran “Tangri” de los mongoles, que todo lo domina. Esto es, el Dios de la cultura.

Esta emergencia de una entidad divina a la que se le rinde culto ocurrió simultáneamente a un desarrollo proporcional de las prácticas del culto y la formulación de una ley fundamental cada vez más compleja que rigiera el comportamiento de la comunidad; todo eso visto como una unidad indisociable que excluye la posibilidad de que haya ámbitos ajenos a la sacralidad que abarca todos los dominios de lo real.

Con relación a esto cabe considerar que algunos antropólogos en sus investigaciones han llegado a la conclusión de que la primera concepción del ser supremo fue monoteísta (Ad. E. Jensen. Mito y culto entre pueblos primitivos), pues el politeísmo de por sí acusa una elaboración cultural compleja tanto más cuanto que los dioses son potestades civilizadoras.

A esta visión global y sucinta de la cultura primigenia, sin embargo, le va faltando todavía un elemento que en la mentalidad originaria fue de capital importancia para los antiguos como explicación de la problemática que genera de suyo la condición humana. Se trata de lo que en todos los mitos del origen se describe como la caída original, esto es, la conciencia que todos los conductores espirituales de los pueblos antiguos han tenido de que en un tiempo remoto los ancestros de nuestra especie vivieron en un estado de plenitud que después se perdió. La versión más conocida de esta tradición es la que se halla en el primer libro de la Torah de Israel. Según esta y otras versiones, la pérdida de la integridad original sería la que desvió la conducta de los hombres, transformándolos en transgresores del sentido de la vida, o Ley Eterna, el que sin ser conocido y calificado como tal era espontáneamente seguido aun mucho tiempo después de que emergiera la función consciente. Así, la mala índole del transgresor que todo hombre oculta dentro desde entonces es lo que al fin exigió una reglamentación de la conducta humana que, por una parte, tipificara las transgresiones y que, por otra, enseñara una vía de comportamiento sensato.

Pero todo esto no fue el fruto de una convención de hombres guiados solo por su razón, aunque se pueda decir que en los códigos fundamentales de los pueblos hay algo semejante a un pacto social. La ley que reglamenta la conducta de las sociedades antiguas y los mitos o relatos ejemplares sobre la historia de los ancestros surgen del ministerio que ejerce en la comunidad el hombre sagrado, el “señalado” desde su nacimiento para ser su guía.

Para entender esto en su verdad más profunda es necesario partir del concepto de “sentido”, en chino, Tao; porque en definitiva, la Torah de Israel, las Leyes de Manú, los Vedas de la India, los clásicos confucianos y taoístas, el Corán y otras escrituras sagradas de las grandes culturas, ¿qué son sino formulaciones del sentido para que los hombres puedan vivir en plenitud su condición humana, como individuos y como sociedad?

La condición paradisíaca y la caída original

En Occidente la versión más conocida del mito del paraíso y la caída del hombre se halla en la Biblia hebrea; la versión más desarrollada y extensa se halla en las tradiciones más antiguas de la cultura china. Puede objetarse que la gran vocación civilizadora de las dinastías antiguas (Hía, Yin y Tchou) parece contradecir el hecho de que en China el mito del paraíso haya sido considerado como una verdad fundamental; el hecho es que siempre existió entre los sabios y soberanos chinos la conciencia muy clara de que toda la historia conocida de los hombres ocurre en un estado de disminución vital y espiritual, a causa de la pérdida del estado de integridad en que vivieron los ancestros remotos. De ahí que la sabiduría heredada de los sabios más antiguos, como fue el caso de los tres augustos Fu Hi, Ching Nong y Hoang Ti, procedentes del tercer y cuarto milenio antes de Cristo, haya sido elevada a la categoría de un paradigma insuperable aun por el mismo Confucio en la última etapa de su vida. Esa sabiduría originaria, generada por la espiritualidad de hombres que vivieron en la clara conciencia de que el orden natural es el verdadero paradigma en referencia al cual debe ajustarse el destino histórico de los pueblos, es la que Lao Tse formuló y resumió en cuatro mil caracteres en su Tao Teh King; y que lo condujo a proponer un modelo de hombre coincidente con la figura de Jesús, a lo cual él añadió la advertencia de que tal era el testimonio que nos llega de los sentimientos y modo de proceder de los gobernantes más antiguos de las etnias que concurrieron a la formación de la raza china.

En el caso de la cultura china tenemos la mejor y más completa información de cómo el paradigma del orden natural fue entendido por los hombres sabios de la remota antigüedad y cómo pudo constituirse en la expresión viviente de una verdad fundamental. Para eso la mente del primitivo, en el proceso de desarrollo de la función consciente, ha debido transferir del repertorio de patrones de conducta seguidos espontáneamente por los de su especie, y del sentimiento de su adecuación al orden dado, un saber objetivo susceptible de ser comunicado verbalmente mediante un lenguaje de nombres; al mismo tiempo que la función consciente lo fue constituyendo en un sujeto observador del mundo que se diferenciaba cada vez más del entorno del que formaba parte, evolucionando desde la identificación a la presencia diferenciada.

Cabe observar, sí, que la constitución de un conocimiento objetivo que se puede enseñar supone la posibilidad de la ignorancia del mismo, en tanto que ese conocimiento, en la instancia anterior a su constitución como un saber comunicable, acompañaba de suyo a todos los individuos de nuestra especie.

Es probable que solo en la cultura china se hallen hoy los antecedentes más antiguos que nos permitan entender cómo ocurrió en la vida de las etnias la transferencia del conocimiento desde el acontecer natural a la observación atenta de los hombres sabios, cuyas mentes podían abstraer los arquetipos que por analogía se pueden aislar como imágenes y que sintetizan los modos de comportamiento de los seres vivos, los elementos y en general todas las mutaciones de la tierra y el cielo.

Para entender esto debidamente es preciso partir de la base de que así como nosotros nacemos en un ambiente civilizado, en el que todos los patrones de pensamiento y comportamiento están dados, circunstancia que desde la infancia nos introduce en modos de vida altamente sofisticados que determinan nuestro estado de conciencia, en los tiempos remotos en que nuestra especie vivía identificada con el orden natural, el hombre nacía en un ambiente en que la cultura natural de su tribu era ese conjunto de conocimientos y prácticas que en ese contexto daban forma a la conciencia. Los hombres estaban dotados de un equilibrio psíquico y biológico que les permitía armonizarse con el entorno y, por así decirlo, hallar por sí mismos el “camino”; pues solo pierden el camino aquellos cuyo ser consciente se ha constituido en un núcleo autorreferente, del que procede un margen considerable de deliberación personal arbitraria, fuente de errores y conflictos.

Esa posibilidad acusa un desarrollo inarmónico de la función consciente. Con relación a esto cabe preguntarse, ¿qué es lo que desvió la función consciente desde su desarrollo natural y sensato hacia lo que carece de sentido y destruye la vida?

En su versión bíblica el mito del paraíso y la caída está claramente condicionado por la cosmovisión que caracteriza al monoteísmo hebreo. En la versión china en cambio no aparece la caída motivada por un “pecado” individualizado con precisión como en el Génesis de la Biblia. Se trata de un extenso relato dividido en diez edades en cuyo desarrollo hay hitos precisos que corresponden a dinastías de soberanos que, según el tenor del texto, habrían gobernado a los pueblos en épocas muy anteriores al imperio; pero eso es solo una ficción narrativa. Lo que en la Biblia es aquel mentado “pecado original”, en la versión china está subentendido en las actitudes de los hombres de las diferentes edades, y eso que se subentiende es que, en un momento imposible de precisar pero al cual se alude directamente en un comentario de los historiadores que pusieron por escrito la tradición oral, el cielo, que antes estaba armónicamente vinculado a la tierra, se desvinculó de ella, y los hombres recibieron la influencia de lo alto en forma más disminuida. Una de las razones de esta desvinculación es aludida como un aumento en la elaboración de la actividad mental. Según este comentario los hombres se volvieron extremadamente “esclarecidos” y por eso la naturaleza se retrajo ante su influencia y las bestias que antes les eran sumisas se apartaron de ellos y los atacaron.

Estos relatos son incluidos en los escritos de los historiadores clásicos chinos tales como Se Ma Tsien, Lo Pi, y otros, y proceden de escritos más antiguos, los que a su vez, se remiten a los escritos sagrados de la dinastía Tchou, cuyo guardián durante muchos años fue el propio Lao Tse. El conocimiento que los taoístas de renombre demuestran tener de ese pasado se debe a dicha circunstancia (Recherche sur les temps anterieurs au Chou King, par le pére de Prémare. Livres sacres de l’Orient, 1843)

En el desarrollo del relato aparecen todos los hitos que la historia y la antropología distinguen como puntos de referencia para determinar el avance gradual del hombre, a través de muchos milenios, hacia la civilización. Todo lo cual es descrito en términos ambiguos en lo referente al bien y al mal. Cada peldaño en la escala de este progreso es precedido por un hecho nefasto que causa gran daño a los hombres y al mundo mismo, al cual le sucede el advenimiento de un soberano sabio y santo que supera la crisis y restablece el orden, pero siempre en un nivel inferior al anterior. Así, el descubrimiento del fuego y el modo de encenderlo mediante dos maderos, el cocimiento de los alimentos, las técnicas para la pesca y la caza, las técnicas de construcción de viviendas e instrumentos, la curación de enfermedades, que gradualmente fueron apareciendo paralelamente a estos progresos; la práctica de la agricultura, la revelación del conocimiento que permite entender mediante símbolos y números el acontecer cósmico, la invención de la escritura, en fin, todo eso fue comprometiendo a los hombres con un orden de creciente complejidad, una extensa trama de procedimientos, reglas de comportamiento y organización política y administraciones. Esto ocurrió en forma paralela a la pérdida gradual de la virtud, la disminución de las fuerzas vitales y la pérdida de la longevidad, y, paradójicamente, el aumento de la ignorancia y la necesidad de saber.

A este respecto conviene citar el epigrama XVII del Tao Teh King en el que Lao Tse describe sucintamente esta decadencia de la sociedad desde los tiempos de la inocencia original a los tiempos de la supercivilización de la dinastía Tchou:

De los buenos soberanos apenas se supo que existieron.

Los sucesores de estos fueron amados y alabados.

Los sucesores de estos fueron temidos.

Los sucesores de estos fueron despreciados.

Los de la primera categoría, según los maestros taoístas, gobernaron mediante el “no-obrar”, es decir, sin alterar la armonía cósmica de la sociedad y el orden natural. Esos soberanos eran los guías de su pueblo solo por la influencia de su ser, no por el hacer ni el poder. Según Lao Tse, en aquellos tiempos las agrupaciones familiares tenían la sensación de vivir con arreglo a ellas mismas (Epigrama XVII). Los sucesores de estos, mencionados en el segundo verso como aquellos que el pueblo amó y alabó, son aquellos que vivieron en un mundo más inarmónico y peligroso, debiendo enfrentar grandes calamidades tales como sequías, hambrunas, inundaciones; emergencias que ellos supieron enfrentar con sabiduría y eficacia, por eso el pueblo los amó y alabó.

Los soberanos aludidos en el tercer verso, son aquellos que se hicieron cargo de un vasto y poderoso imperio, en el cual, por la complejidad de la vida de la nación, tuvieron que enfrentar hechos graves de conducta antisocial, reprimiendo el delito y la sedición con mano dura.

Los aludidos en el cuarto verso son los soberanos indolentes y corrompidos que aparecieron al término de las dinastías antiguas por la decadencia moral de las familias imperiales, en un mundo de opulencia y refinamiento para unos, y de humillación para otros.

Una lectura completa del clásico confuciano “Chou King”, esto es “Sagrado libro de la historia”, nos permite identificar con sus nombres a los soberanos aludidos indirectamente en el capítulo XVII del Tao Teh King.

Entre los primeros cabe mencionar a Fu-Hi, quien vivió en el cuarto milenio antes de Cristo. A él se atribuye la creación de los símbolos lineales que constituyen el sistema de las mutaciones del I Ching.

Entre los mencionados en el segundo verso destaca el emperador Yao, apodado el Grande, quien vivió al término del tercer milenio antes de Cristo, y a sus dos sucesores, Chun y Yü, quienes se hicieron cargo de evacuar las aguas del diluvio hacia el mar, salvando a la nación de perecer ahogada.

Los mencionados en el tercer verso son los héroes fundadores de las dinastías antiguas posteriores a Yao, tales como Tang “el perfecto” y “Wen Wang”, quienes construyeron el imperio antiguo y lo hicieron prosperar mediante una gigantesca máquina política.

Los mencionados en el cuarto verso son los soberanos disolutos y criminales con que terminaron las dinastías Hia y Yin, a los que podría agregarse también los impotentes e incapaces soberanos Tchou que gobernaron solo nominalmente sobre un imperio dividido en reinos combatientes durante los siglos terminales de la tercera dinastía.

Por el contexto de estos relatos se entiende que los sabios chinos que los han transcrito y comentado o se han referido a ellos indirectamente, como es el caso de Lao Tse, dan una versión de la caída del hombre ligada también a una cuestión de conocimiento. De ahí que osen decir que la desarticulación de la trama cósmica de la sociedad y el orden natural se debió a que los hombres se volvieron muy “esclarecidos” (intelectuales). A este respecto cabe observar que para Lao Tse el conocimiento del sentido o Ley Eterna solo puede obtenerse deshaciéndose de todo el saber acumulado por la alta cultura. En el epigrama XLVIII del Tao Teh King, se dice lo siguiente:

Quien se entrega al estudio, día a día acrecienta su saber.

Quien se entrega al Tao, día a día se deshace de su saber.

En esta cita subyace el supuesto de que el saber procede de la arbitrariedad humana para representarse el mundo movido por intereses que empañan el verdadero conocimiento. Por eso el saber denostado por Lao Tse no refleja el sentido, lo cual ocurre porque el saber termina siempre por rebasar la medida de lo sensato, adquiriendo una complejidad y autonomía que lo anulan frente a la consistencia de la realidad. En ese sentido la alta cultura, para los sabios como Lao Tse, termina por alienar la mente de los hombres.

En el epigrama XVIII del Tao Teh King se lee:

Cuando la inteligencia y el saber prosperaron surgió la falsedad.

Con este antecedente debemos entender lo dicho en el epigrama III:

No favorecer a los hombres de ciencia y talento para que

el pueblo no compita.

En el epigrama XIX se dice:

Rechaza el saber y la ciencia y el pueblo se beneficiará cien veces.

En el epigrama XXX la referencia al conocimiento es más explícita:

Desde que la civilización comenzó surgieron los nombres

pero los nombres adquirieron al fin existencia propia

y al final se ignoró dónde detenerse.

Esta última cita es interesante en el sentido de que Lao Tse demuestra tener claro el problema de la autonomía malsana que el lenguaje adquiere sobre la realidad que pretende designar (fenómeno típico de los tiempos decadentes) y el proceso acelerado de la pérdida del sentido del discurso humano, lo cual queda bien determinado con la frase terminal: “Y al final se ignoró dónde detenerse”. Así puede entenderse que todo gigantismo civilizado es precedido siempre por una mente cuyo discurso se ha desvinculado de lo real.

La escuela de Confucio, habiendo sido definida como una sabiduría de la cultura, enfrentó este mismo problema, por eso una de las características de esa escuela fue lo que él denominó: “Rectificación de nombres y conceptos”, esto es, depuración o saneamiento del lenguaje.

En lo que se refiere a Lao Tse, toda la crítica que él hace a la civilización en su Tao Teh King está basada en la idea de que la vida por sí misma tiene su propio orden y su propio desarrollo gradual, y que para el bien de los hombres no necesita ser mejorada. Pues ninguna invención humana podría ser mejor que el orden dado. A este respecto cabe citar los últimos versos del epigrama del capítulo LXXV que dice:

Quienes no se preocupan de mejorar la vida

son los que en verdad la favorecen.

En el epigrama del capítulo XIX Lao Tse dice:

Rechaza la habilidad y el lucro

y no habrá más ladrones ni bandidos,

pues estas cosas no son más que simulacros,

por eso cuida también que los hombres

puedan recuperar su confianza

que sean simples y naturales.

En el primer verso él formula una afirmación que contradice flagrantemente la tendencia, común a todos los hombres, a apreciar la habilidad y el estatus económico. Según él ambas cosas no son más que simulacros de una plenitud de vida que no es conforme al Tao, y que por su misma naturaleza tiende a incrementarse hasta que los hombres adquieren el estatus de poderosos y privilegiados sobre una gran masa anónima de otros que están muy lejos de serlo. De ahí su perentoria declaración del Cap. XXX:

Hacerse poderoso es contrario al Tao

y todo lo que se opone al Tao perece rápidamente.

En el mismo sentido el capítulo LXXVI en sus dos versos finales dice:

Lo grande y fuerte declina

lo suave y tierno prospera.

Resumiendo todo lo que se ha escrito en China sobre la armonía original de la vida humana en el mundo, lo que aparece como semejante al relato bíblico son las líneas generales en la descripción del estado paradisíaco y las consecuencias de la caída, concebida como un proceso gradual de pérdida de la virtud hasta la aparición de grandes hombres nefastos por su perversión, capaces de causar grandes daños a los hombres y al mundo mismo. El paralelo incluye un diluvio que acabó con la mayor parte del pueblo chino, calamidad que fue enfrentada por los soberanos del tercer milenio antes de Cristo, quienes lograron mediante obras ciclópeas de ingeniería hidráulica evacuar las aguas hacia el mar (Chou King, capítulo Yao Tien). Se nota una diferencia grande con el diluvio bíblico sufrido por los hombres en estado de total indefensión y contra el que solo cabía implorar la misericordia divina gracias a la cual se salvó un retoño familiar del que procede la nueva humanidad, esto es, Noé y su clan.

El mito chino del paraíso y la caída incluye también el mito metalúrgico, destacando al que podría llamarse el Caín mongólico llamado Tchi Yeu, monstruo que comía arena y piedras dice el relato, aludiendo al trabajo de extracción de minerales, y quien fue vencido por el emperador Hoang Ti (2705 – 2597 a.C.), apodado el “emperador Amarillo”, señor de la tierra, santo patrono del taoísmo. Es interesante un pasaje del relato en que se dice que gracias a su gran ascendiente espiritual Hoang Ti logró convocar a muchas manadas de animales feroces y enjambres de insectos que se aliaron a él para vencer a Tchi Yeu. Hoang Ti es calificado por los historiadores como el ancestro común a todos los linajes de soberanos chinos y en ese sentido viene a ser algo así como el Abraham de los chinos.

El paraíso terrenal de la Biblia

En comparación con la versión bíblica del paraíso y la caída, la versión china presenta, en apariencia, diferencias considerables en cuanto una procede de la tradición sapiencial del extremo oriental y 1a otra de la tradición profética del monoteísmo hebreo. Con todo, profundizando en la versión bíblica, esas diferencias se van atenuando hasta permitirnos hallar finalmente una semejanza de base, disimulada por las formas de expresión, y por cuanto ambas están referidas a un mismo hecho reconocido en todas las tradiciones espirituales del mundo.

Antes dijimos que la versión bíblica estaba fuertemente influida por las exigencias de la fe monoteísta del pueblo de Israel, Con todo, el mito bíblico, al igual que otros, se remonta a un estado de la humanidad en que los hombres vivieron íntegramente insertos en el orden natural, desnudos, sin sufrir daño ni avergonzarse. Y dado que se trata de un mito, lo mismo que dicen los relatos de la tradición oral china sobre la vinculación del cielo y la tierra, el texto hebreo lo expresa mediante la metáfora de la presencia manifiesta de Dios en el jardín de Edén, y la posibilidad de que esta situación venturosa daba a los hombres de dialogar con el autor de la vida y conocer directamente su voluntad (esto es, el sentido). En consecuencia, la posterior expulsión del paraíso de la pareja primordial equivale necesariamente a una expulsión lejos de la presencia divina (desvinculación del cielo y la tierra).

Hasta aquí el relato parece dirigido a todos los hombres, pero la irrupción del tentador sitúa el relato en la ortodoxia monoteísta hebrea. El texto bíblico correspondiente se halla en los capítulos 2 y 3 del Génesis. El primer texto dice: “El Señor Dios dio este mandato al hombre: Puedes comer de todos los árboles del jardín; pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que comieres de él, morirás”.

La mención del tentador aparece más adelante en el capítulo 3 en los siguientes términos: “La serpiente era más astuta que las demás bestias del campo que el Señor había hecho; y dijo a la mujer: ¿Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín? La mujer respondió a la serpiente: Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; solo que del fruto del árbol que está en medio del jardín, nos ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, porque si lo hiciereis moriréis. La serpiente replicó a la mujer: No es verdad que moriréis, bien sabe Dios que cuando comáis de él, se abrirán vuestros ojos, y seréis como los dioses conociendo el bien y el mal”.

La serpiente fue escogida por el redactor del texto por varias razones, al parecer. Una de esas razones es la ambivalencia simbólica de que este animal está dotado. Símbolo de la energía de la tierra, de la sexualidad por su semejanza con el miembro masculino, símbolo de la cautela astuta, y divinidad de la fertilidad en Canaán, en cuyo territorio se asentaron definitivamente las doce tribus de Israel.

Por las narraciones antiguas de Israel que figuran en la Torah y demás libros del Antiguo Testamento, entendemos que los hebreos, inicialmente monoteístas, vivieron siempre bajo la tentación de confiar su existencia como nación a las divinidades paganas de los pueblos nativos de Canaán a los que dominaron, pero en cuya vecindad tuvieron que vivir durante dos milenios. Esa tentación se explica en cuanto las divinidades paganas son potestades civilizadoras y, por tanto, aparecen como más inmediatamente capaces de dar a los hebreos lo que ellos creen necesario para vivir una vida semejante a la de los demás pueblos; desentendiéndose así de la misión espiritual que Iahvé les ha confiado por el ministerio de sus patriarcas, sus jueces y sus profetas, porque se advierte claramente en las narraciones históricas contenidas en la Biblia que la tendencia espontánea de esa sociedad de doce tribus era seguir el ejemplo de los países civilizados que ellos habían conocido. Por eso el primer acto de rebelión contra el monoteísmo Iahvista ocurrió cuando Moisés permaneció demasiado tiempo en la cima del monte Sinaí, mientras recibía de Iahvé el código fundamental de su pueblo. Se trata del conocido episodio del “Becerro de oro”, réplica de la divinidad taurina egipcia y por ser solo un novillo parece ser un primer anuncio simbólico de que este pueblo de pastores caminaba hacia un futuro de sociedad sedentaria agrícola. Nótese además que el oro con que fue hecho había sido sustraído a los mismos egipcios en el momento de la liberación (Ex. 12,35-36).

Este y otros episodios semejantes ilustran una situación de divorcio casi total entre el inspirado profeta, cuyo rostro resplandece hablando cara a cara con Dios, y las expectativas terrenales de su pueblo estimulado por el ejemplo de las culturas paganas del Medio Oriente.

En los capítulos 12 y 13 del libro de Moisés llamado “Números”, se dice que el profeta antes de hacer entrar al pueblo a la tierra de Canaán envió exploradores para recabar información completa de cómo era el país y sus habitantes. Estos, después de una ausencia de cuarenta días, volvieron e informaron a Moisés en los siguientes términos: “Hemos viajado al país donde tú nos has enviado. En verdad es un país donde mana leche y miel, y he aquí una muestra de sus frutos. Pero el pueblo que lo habita es poderoso, las ciudades son fortificadas y muy grandes”. Enseguida declararon: “No podemos marchar contra ese pueblo, porque es más fuerte que nosotros”. Más adelante describen a los hombres de la región como de muy elevada estatura, entre los que incluyeron hasta algunos gigantes (hijos de Anak), frente a los que ellos se vieron semejantes a langostas.

Por lo que dice la continuación de este relato, estos exploradores espías fueron castigados con una plaga que los hizo morir rápidamente. Y eso, porque en tales testimonios se transparentaban dos cosas graves. Primero, la desconfianza en la constante protección que Iahvé ejercía sobre su pueblo, y segundo, una no confesada admiración por la civilización pagana, hacia la cual miraba el grueso del pueblo, ambicionando sus modos de vida y el consecuente sometimiento a la protección de sus dioses; esto contrastaba fuertemente con la riesgosa experiencia monoteísta que el profeta los inducía a vivir, no obstante haber presenciado todos los prodigios que su Dios había realizado a su favor. En ese sentido se puede decir que Moisés aparecía ante ellos exigiéndoles poner su confianza en algo que para ellos no tenía un asidero seguro en la realidad, y que por momentos parecía una aventura sin destino.

En pasajes como este de la Torah de Israel también se transparenta el contraste que presenta la tendencia común de los hombres a renunciar al desarrollo de sus facultades espirituales superiores, lo cual conlleva un esfuerzo y un sacrificio que pocos están dispuestos a asumir, a cambio de una existencia más segura en lo material y psicológico. Especialmente clara parece esta propensión en el hecho de que el pueblo de Israel, liberado de la esclavitud a que estuvo sometido en Egipto, con prodigios del poder de Dios que debieran haber reforzado su fe, murmuró contra Moisés por haberlo sacado de esa tierra, donde, no obstante la servidumbre a que estaba sometido vivía una existencia más segura. La enseñanza que contienen estos pasajes de la Torah es de gran trascendencia, aunque en apariencia sean episodios circunstanciales de una narración histórica.

Estos y otros antecedentes semejantes es necesario invocar a la hora de abocarnos a la interpretación del pasaje de la Torah en que se narra la caída de la humanidad. Pues si esa versión que da la Biblia hebrea de un hecho común a todas las mitologías del origen está influida por las exigencias del monoteísmo israelita, no es muy difícil reparar en que el dilema que se establece entre obedecer a Dios o a la Serpiente es la misma que reaparecerá en numerosos pasajes en que se describen las vicisitudes, cuya secuencia forman la accidentada aventura de la iniciación del pueblo de Israel en el monoteísmo Iahvista bajo la guía de su profeta.

Entendido así el problema, queda en evidencia la insignificancia de los criterios de quienes, ante esos textos bíblicos, han tomado posición por una interpretación literal o han inventado el falso problema del monogenismo y el poligenismo, o han caído en la mezquindad de ver en esta tragedia que afecta a toda la humanidad solo un “pecado” relacionado con el acto sexual.

El solo hecho de que el tentador ofrezca a nuestros ancestros míticos una sabiduría que los hará igual a los dioses si comen del fruto del árbol que Dios les ha prohibido comer y que el texto diga que Eva accedió a comer de él porque le pareció bueno para alcanzar la sabiduría, basta para entender el alcance de ese lenguaje para quien tiene un conocimiento integrado de la Torah.

Pero una vez entendido eso y descartadas todas las interpretaciones que no se avienen con esta polémica fundamental del monoteísmo hebreo contra el paganismo politeísta de las naciones del Medio Oriente, se abre la puerta para la comprensión de las más pesadas verdades acerca de la evolución histórica global de la humanidad en el proceso del ascenso del hombre mediante la tecnología y la generación de riqueza. Y es justamente llegando a este hito de la interpretación del mito bíblico del paraíso y la caída que la versión china y la versión hebrea se encuentran.

Mirado el problema con un criterio agnóstico, es evidente que tanto el monoteísmo israelita como el politeísmo pagano no corresponden hoy a ninguna realidad para nuestra comprensión intelectual y científica del mundo. Pero aun así, un agnóstico podría entender más bien por la vía de la antropología filosófica y la psicología analítica que las divinidades antiguas por proyección reflejan aspectos importantes y muy profundos del funcionamiento psíquico de los hombres. De lo cual se puede extraer una conclusión general útil para nuestra investigación, en el sentido de que Dios o los dioses, polos de una disyuntiva que en los textos bíblicos parece de vital importancia para el pueblo de Israel, representan opciones básicas de vida capaces de configurar un destino histórico en términos mucho más graves y reales que lo que podría ser el mero estudio objetivo de las características que la historia, la antropología y la sociología podrían describir como propias de las culturas que generan una u otra opción.

Desde el punto de vista agnóstico se podría establecer también un paralelo entre los dioses civilizadores de la antigüedad con las ideologías del siglo XX, las que llegaron a adquirir para sus adherentes hasta un carácter numinoso, a la par que sus fundadores fueron rodeados de un aura semejante a la de las divinidades antiguas y venerados en santuarios. Así se entiende que en la antigüedad la opción por el culto a determinados panteones de dioses correspondía de hecho a optar por un determinado tipo de orden cultural y, en consecuencia, social y político. Así se entiende, por ejemplo, lo que Mao Tse Tung quiso decir en su famosa afirmación que reza: “Lo más importante en el hombre es la ideología”, lo que equivale a decir en la naciente iglesia cristiana, que lo más importante en la vida humana es la fe.

Se da esta explicación para entender la gravedad real que significaba para los israelitas antiguos adorar dioses extranjeros, el peor de los pecados, el cual atentaba contra el primer mandamiento del decálogo.

Dicho así fuera de contexto parece ser solo una concepción propia de épocas remotas en las que primaban las estructuras religiosas de la sociedad, lo que hoy carece de sentido. Pero entendido el problema en su real significado espiritual, el dilema que se presentaba al pueblo de Israel entre una opción por Iahvé y otra por los dioses extranjeros se vuelve próximo y actual, hasta adquirir rasgos inquietantes como se verá a continuación.

Los ejemplos dados sobre lo que se ha acordado en llamar la “revolución monoteísta” son, pues, los que nos permiten descifrar sin mucha dificultad el texto en que aparece el tentador en el paraíso en la forma de una serpiente que induce a nuestros primeros padres a desobedecer a Dios, atraídos por los halagadoras promesas de adquirir una sabiduría que los hará igual a los dioses, los cuales son aludidos en el texto con la palabra “elohim”, que se traduce por “potestades”.

El supuesto ineludible que contiene el texto en el sentido de que esa sabiduría es maligna, aunque sea calificada en los ambiguos términos de ser una “ciencia del bien y del mal”, se relaciona justamente con el pasaje antes citado del libro “Números” de la Torah. Los exploradores que Moisés envió a la tierra de Canaán, para informarse acerca de cómo era el país como fuente de recursos naturales, pero sobre todo cómo era su gente y sus formas de vida, y que causó la admiración de estos visitantes clandestinos cuya confusión de valores fue castigada con la muerte, contiene una referencia al problema central del texto de la tentación de Adán y Eva; pues la sabiduría prometida por esta divinidad de la fertilidad, esto es, la serpiente, no es otra sino aquella que permite a los cananeos la construcción de una civilización admirada por los israelitas pero cuyos fundamentos son tenebrosos. El texto antes citado del libro “Números” contiene un breve comentario por el que los emisarios le advierten a Moisés que se trata de una sociedad que devora a su gente, declaración que es seguida por la mención de los gigantes. Sociedad esclavista entregada a lo que en el Antiguo Testamento se denomina las “abominaciones de la idolatría”, entre las que los sacrificios humanos y especialmente los sacrificios de niños eran prácticas rituales ordinarias.

Entendido así el carácter de la sabiduría ofrecida por la serpiente, cabe detenerse para analizar el problema que plantea su nombre, esto es, “del bien y del mal”. Se ha dicho que con este par de opuestos según las modalidades idiomáticas hebreas se está significando un saber que lo abarca todo, y que por tanto, esa denominación no debe ser entendida solo en términos de lo bueno y lo malo en el sentido moral. Ese argumento sería entonces el que permitiría interpretar el pecado de Adán como el orgullo de querer acceder al saber de los dioses o sea de ser un superhombre, en circunstancias de que Dios lo ha creado como un ser con una naturaleza determinada con sus posibilidades y limitaciones, cuyo saber le ha sido dado justamente para vivir en la plenitud de la ley que rige su ser. Dicho así resulta una aventura trágica en la que es protagonista el ancestro mítico y su consorte, pero que se mantiene en lo que es lejano y extraño como cualquier mito heroico de la antigüedad cuyo contenido humano no nos alcanza. Fundamentar en tal arquetipo narrativo la convicción y el dogma de que por eso la humanidad cayó de su venturoso estado primigenio a la condición de humanidad desgraciada y pecadora, y que por eso necesita ser salvada, lo cual conlleva la terrorífica posibilidad de condenarse; y convencer de eso, primero, al pueblo de Israel y enseguida a todos los que adhirieron a la fe cristiana e islámica, no resulta convincente hoy como explicación teológica; aunque no sea erróneo decir que con el par de opuestos “bien” y “mal” se quiere designar la totalidad de las cosas existentes.

Resulta más acertado entender este problema si se atiende a las consecuencias del engaño del tentador y la desobediencia de la pareja primordial. En efecto, salta a la vista que la adquisición de esa sabiduría capaz de hacer de los hombres un igual de los dioses, como primer aporte al conocimiento de los ancestros míticos, fue la conciencia que en ellos se despertó de estar desnudos y sentir vergüenza de su condición. Luego vino el miedo y la necesidad de esconderse, en lo que va involucrada la angustia culpable. Acto seguido surge una distancia entre el hombre y Dios que antes no existía, y por la necesidad de justificarse ante el creador nace el discurso humano manipulado caprichosamente: “La mujer que me diste por esposa me ofreció del árbol y comí…”. “La serpiente me sedujo y comí…”. En suma, todo esto puede calificarse globalmente como una pérdida de la inocencia, dando a esta palabra su más alto significado, tal como Confucio la concibe como la conciencia recta del hombre que es auténtico, en quien no hay doblez ni hipocresía ni tendencia a pensar mal. El ofrecimiento de la serpiente comenzaba diciendo que al comer del fruto prohibido por Dios se abrirían sus ojos. Con esto el tentador insinuaba que en su primer estado los hombres estaban ciegos, porque lo que veían y conocían del mundo y de sí mismos no era la realidad, la cual les era intencionalmente ocultada por Dios. Pero, continuando con las consecuencias de la desobediencia, a la pérdida de la inocencia que provoca la caída en el miedo y la culpa, sigue ahora el juicio de Dios, quien maldice la tierra por el pecado de Adán, y tanto que hasta llega a expresar su arrepentimiento de haberlo creado. Le anuncia a la mujer que parirá sus hijos con dolor y que será dominada por su marido. Al hombre le anuncia que con penosos trabajos encontrará su alimento y que comerá el pan con el sudor de su frente, mientras la tierra le producirá cardos y espinos. Finalmente Dios cierra el ciclo de su sentencia condenatoria definiendo al hombre como tierra y polvo, al que retornará cuando muera.

Se entiende que en esta tragedia en cuatro actos, en los tres ya descritos, dos parecen dirigidos a toda la humanidad, esto es, el primero y el tercero. El segundo, vale decir, el dilema que se presenta a la primera pareja entre obedecer a Dios o dejarse tentar por la serpiente, es una expresión fundamental de la polémica que se daba para los israelitas entre Iahvé, el Dios único, y los dioses, a causa de los atractivos que las civilizaciones paganas presentaban para un pueblo en situación de alto riesgo por andar errante y desprotegido por el mundo tras la guía de un profeta mediador que los vinculaba a un Dios metafísico que no se dejaba representar en imágenes, y en el seguimiento de una aventura en la que nada parecía estable ni seguro.

El cuarto acto de esta tragedia fue la expulsión de la pareja primordial del paraíso a lo que el texto agrega el irónico comentario de Dios: “Mirad como el hombre se ha vuelto como uno de nosotros conociendo el bien y el mal”. El hecho de que quien pronuncia esas palabras se refiera a sí mismo en plural procede justamente de que el nombre de Dios en los primeros capítulos del Génesis es “Elohim”, un plural que significa las potestades, como antes quedó dicho. Otros comentaristas ven en eso un uso de lo que se llama el plural mayestático.

Este cuarto acto, que incluye el episodio de la expulsión de Adán del Paraíso, contiene también una referencia al inicio de la etapa agrícola de la especie humana por la mención del pan y la explícita mención del cultivo de la tierra, lo cual parece dirigido también a toda la humanidad. Así se establece el nexo que une los cuatro actos de esta tragedia con la siguiente, la de los “hermanos primordiales”, en la que es posible percibir con más claridad el carácter real de esa ciencia del bien y del mal, adquirida por Adán y Eva, ante la cual su condición primera queda definida solo en términos de carencia, por la desnudez.

Justamente ese aspecto del relato es el que da la clave para entender que la serpiente, divinidad cananea, al decir a la pareja primordial que Dios les ha ocultado el conocimiento verdadero capaz de cambiar su condición actual por la de la omnisciencia de los “Elohim”, está dejando en evidencia la razón básica por la que los hombres terminaron despreciando su propia naturaleza original para vestirse con los brillantes ropajes de la civilización, esos que el pueblo de Israel admiraba y ambicionaba para sí, incluidos sus dioses, por su falta de fe en el Dios único que había hecho alianza con sus ancestros.

Llegando a este punto hemos tocado la razón de fondo por la que las interpretaciones que hasta hoy se han hecho de esta narración sagrada sobre el origen de la condición humana no han establecido un vínculo real entre la así llamada caída original y el sentido de la sufrida historia que los hombres hemos vivido por milenios hasta los convulsionados tiempos acaecidos en los dos últimos siglos.

En esas interpretaciones no se ha podido evitar que la investigación y sus conclusiones permanezcan solo en un plano teórico especulativo y ajeno, como quien está tratando con una rareza arqueológica de la remota antigüedad que solo tendría validez para sus contemporáneos.

Los hermanos primordiales

Pero al desenlace de nuestra investigación no se llega sino con la interpretación del episodio de los hermanos primordiales.

El lazo fraterno que supuestamente habría unido a Caín y Abel podría ser mítico y no real. Y eso para representar a los pueblos pastores e itinerantes en Abel, y a los sedentarios, agricultores, metalúrgicos y guerreros en Caín. Este nombre significa literalmente “herrero”, fundidor de cobre y hierro. En plural designaba al gremio metalúrgico que explotaba las minas de estos metales en el monte Sinaí. Es probable que este mito de los hermanos primordiales haya tenido por base un acontecimiento real en el cual el rey de los pastores fue muerto por el rey de los herreros. En todo caso, la muerte de Abel a manos de Caín está indicando que un nuevo tipo de sociedad ha nacido para transformar el orden antiguo.

Esa mutación tan radical se comprende mejor atendiendo a la información que el Génesis da acerca de Caín como el constructor de la primera ciudad de que se tiene noticia, su oficio de agricultor, el significado de su nombre, y el hecho de que el más alto exponente de la metalurgia aparezca entre sus descendientes, Tubal-Caín, como también los primeros que usaron instrumentos musicales. De este conjunto polifacético de atributos cainistas se puede concluir entonces que por la vía de este hijo de Adán advino al mundo el homo faber, el homo politicus y el homo ludens. En este contexto, Caín es, en el sentido lato de la palabra, el “héroe civilizador”.

Aclarado esto, el sentido convergente de las dos tragedias se entiende con el acto final del juicio de Dios, del que resulta una verdad por demás incómoda para todos. Este juicio comienza antes del fratricidio, cuando Dios miró con agrado la ofrenda del pastor, de las primicias de su ganado, y miró con desagrado la ofrenda del héroe civilizador, de los frutos de la tierra. Esta ofrenda de Caín, a juzgar por lo que de ella dice el texto del Génesis, no tiene en sí una apariencia maligna y de ella solo sabemos que la causa de la repulsa divina es que en ella hay algo que Dios considera que no es conforme al recto obrar. Este rechazo de Dios enfureció y abatió a Caín, con lo cual Dios dirigió a él su palabra en los siguientes términos: “¿Por qué te enfureces y andas abatido? Cierto es que si obraras bien tu rostro no decaería, y si obras mal, el pecado acecha a tu puerta y aunque venga sobre ti, tú puedes dominarlo”.

Para entender la causa no explícita de este rechazo divino cabe considerar, pues, que la cultura de los pastores y los labradores, que en este relato se enfrentan, comportaba también dos formas diferentes de culto, y es en este punto donde reside la diferencia que el juicio de Dios rechaza. Por el contexto del relato completo desde la caída de Adán, se entiende que en los cultos relacionados con la fertilidad estaban ya presentes las simientes del culto a los dioses, entre los que figura la serpiente. En el mensaje de Dios a Caín se menciona el pecado que acecha a su puerta, como una tentación que él puede vencer. Se puede pensar que el sentido de este pasaje está referido a la tentación de dar muerte al hermano menor en quien recae el favor divino, movido a ello por la envidia, pero la línea de pensamiento que como un hilo conductor enhebra los episodios de esta narración apunta más bien a la tentación de confiar el trabajo de la tierra a las divinidades de la fertilidad, como ocurría en la cultura agraria de los pueblos paganos.

Considerando que hay aquí una tentación que induce a Caín a pecar, la que él habría podido rechazar para obrar bien a los ojos de Dios, nos pone en la línea del pensamiento básico de estos capítulos referentes al origen de la condición humana actual. Caín es tentado como lo será después el pueblo de Israel, el que en incontables ocasiones se vio ante el dilema de optar por Iahvé o por los dioses. En el caso específico de los dioses de la fertilidad, involucrarse en las prácticas rituales de los cultos paganos equivalía al sacrilegio de traicionar la fe en el Dios único, creador y señor del universo, para atribuir su poder de dar y multiplicar la vida a otras potestades, lo cual a su vez arroja más luz sobre la tentación de los progenitores del héroe civilizador.

El fratricidio viene a ser una consecuencia del hecho de que Caín en su ofrenda ritual se haya aproximado a ese mundo de fundamentos tenebrosos. Por eso el acto de dar muerte a su hermano viene a ser el homicidio fundante de un nuevo orden, el orden civilizado, y oculta el sentido que en las culturas paganas tuvieron los sacrificios humanos. El nuevo orden, por tanto, contiene un ingrediente de violencia que más adelante motivará la decisión de Dios de acabar con la especie humana. El pasaje correspondiente se halla en el capítulo 6 del Génesis, versículos 5 y 6: “Al ver el Señor que la maldad del hombre crecía sobre la tierra, y que todo su modo de pensar era siempre perverso, se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra, y se afligió en su corazón. Y el señor dijo: Yo exterminaré de la faz de la tierra al hombre que he creado, desde el hombre hasta las bestias, los reptiles y los pájaros del cielo, porque me arrepiento de haberlos hecho”.

Con estos antecedentes se puede llegar a una conclusión acerca de por qué el pecado original lleva ese calificativo de carácter universal y cubre con su sombra a toda la especie humana y su destino, porque las interpretaciones que se han intentado hacer hasta ahora carecen de la trascendencia que justamente se le atribuye a esa caída de la humanidad a una condición espiritual inferior, que la mantiene bajo la reprobación de Dios, por lo cual debe ser salvada. Ese carácter del así llamado pecado original parece aludido en lo que Jesús llama “pecado del mundo”, que solo puede borrar el cordero de Dios, la víctima sacrificial que es su hijo unigénito, como parafraseando el sentido de los sacrificios expiatorios de todos los pueblos de la antigüedad.

Se entiende más claramente el alcance universal de ese pecado del mundo en el capítulo 4 del evangelio de Mateo en que se narra el episodio de las tres tentaciones a que Jesús fue sometido por Satanás. De ellas, la tercera se relaciona con el pecado del mundo y revela su sentido y el porqué de la denominación con que Juan el Bautista y Jesús se refieren a él (Jn. 1,29).

En el versículo 8 de ese capítulo se dice lo siguiente: “Lo llevó el diablo a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos y le dijo: Todo esto te daré si postrado me adorares. Entonces Jesús le dijo: Vete Satanás, porque escrito está: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás’”. En esta cita todo lo que ocurre y se dice está relacionado con el episodio correspondiente a la caída de la primera pareja humana por su desobediencia a la prohibición de Dios de comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Pero ahora el tentador no es solo una divinidad del Medio Oriente, sino el mismo espíritu del mal personificado.

El sentido del texto es inequívoco: los reinos de este mundo son todos de Satanás (Lc 4,6) porque se han construido según el espíritu de rebeldía y orgullo que les caracteriza. Así el conjunto de todos los reinos es el fruto acabado y el hecho histórico consumado del acto de comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal de la pareja humana primordial, lo cual ocurrió por la vía del héroe civilizador, Caín, ejemplar humano en quien se realizaron las promesas de la serpiente: “Se abrirán vuestros ojos y adquiriréis una sabiduría que os hará igual a los dioses”.

En este sentido Caín representa a los primeros hombres que ante la magnitud de la caída se abocaron a desarrollar un saber que compensara el desvalimiento en que quedaron al perder su vinculación con la trascendencia. Con relación a esto, cabría recordar que la versión hebrea de la caída original no figura en las sagradas escrituras solo como una enseñanza objetiva, sino, como antes se dijo, una enseñanza influida fuertemente por el dilema que se presentaba para el pueblo de Israel entre ser fieles a Iahvé, manteniéndose en la santidad y la “justicia”, o alejarse de Dios para buscar refugio en las divinidades paganas capaces de ayudarlo a instalarse en el mundo sacando provecho de todo. Entre los textos bíblicos en que más claramente se describe ese dilema se puede citar el capítulo 2 del libro del profeta Oseas en referencia a Samaria, cuyo pueblo se alejó del culto de Iahvé justamente para poner su confianza en los dioses, mencionados aquí como sus “amantes” en el entendido de que la relación de Iahvé con su pueblo se califica en términos nupciales. En ciertos pasajes en que Iahvé habla de Samaria, como evocando sus nefastas decisiones, la hace decir:

Me iré detrás de mis amantes,

los que me dan mi pan y mi agua,

mi lana y mi lino, mi aceite y mis bebidas.

Más adelante esta Samaria personificada agrega:

Ellos son mi salario

que me han dado mis amantes.

Hablando en primera persona Iahvé se refiere a la infidelidad de Samaria en los siguientes términos:

Cuando les quemaba incienso

cuando se adornaba con su anillo y su collar

y se iba detrás de sus amantes

olvidándose de mí.

El desenlace de este drama es que Iahvé, a pesar de su resentimiento por la traición de Samaria, dice que la perdonará y que hablará a su corazón, seduciéndola otra vez para que vuelva a ser su esposa. Esa profecía de Oseas se cumple en el diálogo de Jesús con una mujer samaritana cuyo nombre no se da, el cual tiene un velado tinte amoroso.

La decisión de Jesús de ir a tierra de samaritanos donde ningún judío ponía pie constituye un acto de reconciliación, y la mujer con que dialoga, de quien dice el texto que había tenido cinco amantes, está graficando lo que el mismo profeta anunció como un acto de misericordia de Dios para con su esposa prostituida.

La mención expresa que el texto hace de los beneficios que Samaria esperaba obtener de sus amantes refleja lo antes dicho sobre la tendencia del pueblo de Israel a poner su confianza en las divinidades paganas, las cuales no solo eran capaces de darle las provisiones para satisfacer sus necesidades básicas, sino también todo aquello que constituye la gloria de los reinos, aspecto de la cuestión que Mateo menciona refiriéndose a la tercera tentación de Cristo. El hecho de que la profecía de Oseas se refiera solo a ese tipo de beneficios reduce el pecado de Samaria a una infidelidad de ínfima magnitud al lado de lo que en el evangelio se quiere significar con eso de los reinos y su gloria. Porque si Satanás, o el espíritu del mal personificado a nivel universal, es, de acuerdo con las mismas palabras de Jesús, “mentiroso” y “homicida” (Jn 8,44), con estos calificativos se está conceptuando también a la sabiduría prometida por la serpiente, la cual tiene el poder de hacer de los hombres un igual de los dioses. Vale decir, que la sabiduría en que se funda el orden creado por la raza de Caín y sus dioses es una falsa sabiduría; esto tiene por resultado lo que el escritor francés contemporáneo Pascal Quignard llamó la “guerra infinita”, simbolizada en el asesinato de Abel.

Es en este punto de nuestra investigación que conviene recordar que el juicio de Dios por el cual Adán y Eva fueron expulsados del paraíso contiene una muy reveladora distinción entre dos tipos humanos que se generarán a partir de ese momento. Se trata de los versículos 14 y 15 del capítulo 3 del Génesis, que dice así: “El Señor Dios dijo a la serpiente: Por haber hecho esto, maldita seas tú entre todos los animales y todas las bestias del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás el polvo toda tu vida; pondré hostilidad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo: él herirá tu cabeza cuando tu hieras su talón”.

Según este texto, en adelante, el trasfondo de toda la historia humana será una lucha del bien y el mal, pero una lucha que aparece aquí bien acotada en su significación profunda, esto es, la lucha entre dos tipos humanos, la descendencia de la mujer y la descendencia de la serpiente. Descrita así esta lucha, las palabras bien y mal se cargan de un sentido mucho más enjundioso que como simples conceptos de lo que convencionalmente y en abstracto se entiende por lo bueno y lo malo. Si la significación teológica del dilema entre Iahvé y los dioses hoy puede no significar nada para nuestra concepción científica del mundo, los antecedentes que se han invocado para proyectar este dilema en nuestro tiempo y entenderlo a la luz de nuestra racionalidad, nos permiten vincular esa sabiduría del bien y del mal con una actitud básica de cierto tipo de hombre a través de la historia que en Caín tiene su modelo. Porque ¿qué otra cosa demuestra ser la empresa civilizadora de Caín a la que precede la reprobación de Dios, sino la del hombre que, desvinculado de la trascendencia, se propone conocerlo e intervenirlo todo para sacar provecho de todas las cosas y del hombre mismo, decidiendo él qué es lo bueno y qué es lo malo conforme a las directrices del proyecto constructor del mundo que él propone como único sentido de la vida? Saltando muchos milenios nos hallamos frente a las ideologías y las ciencias contemporáneas, las que literalmente han inventado intelectualmente el sentido del mundo, lo cual a la postre ha ocurrido en desmedro del mundo mismo y de la mayor parte de los hombres.

Si en los libros sapienciales de la Biblia se afirma que el comienzo de la sabiduría es el temor de Dios, esa afirmación en el contexto del monoteísmo hebreo tiene un significado bien preciso, pues ese temor de Dios está referido a las consecuencias que se siguen de no cumplir su Ley, especialmente el decálogo. Pero también tiene un significado más general y abierto en el sentido de la noción de los límites de las empresas humanas, más allá de los cuales se violan las fronteras de lo que es sensato; y lo que es sensato bíblicamente, de todos modos, es lo que no transgrede la Ley de Dios.

A este respecto Confucio reflexiona muy acertadamente cuando dice que la sabiduría consiste en reconocer el don del cielo y saber qué es lo que el hombre debe agregar de sí. Reconocer el don del Cielo en el contexto de la cultura china del siglo VI antes de Cristo equivale a una profesión de fe monoteísta; solo que lo que el Cielo da, en parte y en principio, es conocido por las textos sagrados, pero en gran medida es una vivencia que le sale al paso a los hombres espirituales quienes gracias a esa experiencia llegan a conocer la medida y dirección de su comportamiento en determinadas coyunturas. Así se entiende por qué Confucio sostiene que para conocer al hombre antes hay que conocer el cielo.

En el contexto de la cultura hebrea el don de Dios es la Ley, las promesas y los beneficios con que Iahvé colma a su pueblo. Y es conforme a la Ley que uno conoce al hombre, porque la Ley no solo está formada de preceptos, sino también de narraciones ejemplares; ambos aspectos de la Ley señalan implícitamente el sentido que permite conocer al hombre sensato y al que no lo es. En referencia a este punto de la sabiduría bíblica, lo que caracteriza a la “raza de Caín”, que antes se denominó la “descendencia de la serpiente”, es la temeridad que el orgullo confiere a ese tipo de hombre.

Según lo que se lee en el Libro Rojo de Carl Gustav Jung (Capítulo I, “El reencuentro del alma”), si el hombre no se integra psíquicamente, dicho en forma poética, si no se encuentra con su propia alma para alcanzar su medida individual, será impulsado toda su vida por una ambición sin límites. Según este psicólogo, esa es la gran enfermedad del hombre contemporáneo, por eso su proyecto constructor del mundo lleva dentro un germen letal. Todo lo cual es aplicable a lo que el texto del Génesis deja transparentar acerca del carácter de Caín y su descendencia. Hablando en términos bíblicos da la impresión de que Caín es el que pone en práctica y cosecha los frutos de la así llamada ciencia del bien y del mal, porque carece en absoluto de eso que la sabiduría bíblica llama “temor de Dios”. Es la primera irrupción que registra la escritura sagrada hebrea de la perversidad subyacente en el orden civilizado pagano donde se conjuga la falsa verdad con la soberbia, la ambición desmesurada y el derramamiento de sangre.

Solo con estos antecedentes podemos ahora entender por qué todo progreso de la civilización acrecienta su poder sobre el mundo y los hombres, lo cual demuestra ser inseparable de los sacrificios humanos consumados en las grandes guerras, a lo que ahora se suma no la ofrenda de Caín de los frutos de la tierra, sino el hambre y la destrucción de la tierra misma. Tal es el significado que tiene la frase del historiador alemán Oswald Spengler, en el sentido de que lo que él llama la “gran historia” es muy exigente y eso dicho en el contexto de una civilización de fundamento cristiano.

Jesús en un arranque de rebelión hace una referencia a la raza de Caín, la cual ve encarnada en ciertos hombres particularmente orgullosos, ambiciosos, hipócritas y asesinos, situados en altos puestos de poder: “Para que se demande de esta generación la sangre de todos los profetas que se ha derramado desde la fundación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías que murió entre el altar y el templo” (Lc. 11, 50).

La alusión al justo Abel revela qué entiende Él por la descendencia de la serpiente y la de la mujer, esto es el linaje propiamente humano. El hecho de que el otro linaje sea mencionado como el de la serpiente acusa la intención de decir que no es humano. Con lo cual se entiende mejor la afirmación de Confucio en el sentido de que lo humano está referido al Cielo, lo que también se relaciona con la dignidad de origen que el Génesis le atribuye al hombre, al decir que Dios lo hizo a su imagen y semejanza.

Asimismo cabe relacionar con lo dicho antes, la razón que Dios da para decidir el exterminio del género humano en el diluvio, como se lee en el capítulo 6 del Génesis, versículo 3: “Entonces el Señor dijo: mi espíritu no permanecerá siempre en el hombre, porque el hombre solo es carne”.

Finalmente se comprende que lo que caracteriza a Caín como consecuencia de todo lo que él es como tipo humano, es el proyecto constructor del mundo en el sentido en que lo entienden las culturas paganas, las cuales parecen ajustarse a lo que Jung dice del hombre que no se ha encontrado con su alma, esto es el desalmado (Libro Rojo, Cap. I); según el Génesis el hombre que carece de espíritu, y que ha borrado en él su semejanza divina.

El linaje de la serpiente

Jesús se refiere a ese tipo de hombre, no humano, cuando aconseja a sus discípulos no dar las cosas santas a los perros ni las perlas a los cerdos. Se trata, seguramente, de un refrán tradicional que Jesús cita en relación con la predicación del evangelio, refiriéndose a aquellos que rechazarán la “buena nueva”, esto es, escribas y fariseos (Comentarios bíblicos San Jerónimo) (Mt. 7, 6).

En el mismo sentido se puede interpretar el pasaje del evangelio en que Jesús cura a un lunático poseído por varios espíritus inmundos que dicen llamarse “legión” y que piden no ser expulsados al desierto, sino trasferidos a una piara de muchos puercos (Marcos 5). Jesús se lo concede, y la piara se precipita por un acantilado al mar. Aquí la palabra legión podría ponernos en la pista de un probable simbolismo de este episodio, pues la entrada de esos espíritus inmundos en los puercos sugiere la intención de referirse a las legiones romanas como a una piara. Eso, aparte de la exégesis que la teología moderna ha hecho de la totalidad de este episodio.

En el mismo sentido debe entenderse la profecía que Jesús hace sobre el día de la ira de Dios que ya estaba cerca, cuando la ciudad santa sea profanada por los gentiles y el templo destruido. En el evangelio de Lucas Jesús dice refiriéndose a ese fatídico momento que cuando Jerusalén sea rodeada por un ejército sus discípulos deben entender que ha llegado el día de su desolación (Lc. 21, 20).

En el evangelio de Mateo (Mt. 24, 28), en referencia al mismo episodio, Jesús al ser interrogado por sus discípulos sobre dónde debía ocurrir todo eso él respondió: “Donde se halle el cadáver allí se reunirán los buitres”. Una forma de expresarse doblemente descalificadora, en cuanto define la institución religiosa, cuya sede está situada en Jerusalén, como un cadáver, y a las legiones romanas como buitres, aves carroñeras con las que él ironiza a las águilas de las insignias militares romanas.

Es preciso recordar también que Moisés poco antes de morir predijo este trágico desenlace de la historia del Israel bíblico, refiriéndose seguramente a los romanos, en los siguientes términos: “El Señor suscitará contra ti desde las extremidades de la tierra, una nación lejana, rápida como el águila, de lenguaje bárbaro, de rostro temible, que no tendrá respeto por el anciano ni piedad por el niño” (Deuteronomio 28, 49-50). La referencia a los romanos se deduce de la magnitud del desastre descrito como el final definitivo de la nación.

En el Capítulo 32, versículo 21 Moisés, refiriéndose a las consecuencias que para Israel tendría el culto de los dioses y el incumplimiento de la Ley, formula amenazas en nombre de Iahvé en los términos siguientes: “Ellos excitaron mis celos adorando lo que no es Dios. Ellos me han irritado con sus vanos ídolos, y Yo excitaré sus celos con aquello que no es un pueblo, por medio de una nación insensata yo los irritaré”.

Nótese cómo estos pasajes del Deuteronomio abundan en expresiones basadas en el supuesto de que los hombres de las naciones con que Iahvé castigará a Israel no son humanos, y tanto que su sociedad no puede ni siquiera ser calificada de “pueblo”.

En relación al versículo 21 antes citado, es interesante considerar que los soldados nazis afiliados a la SS encargados de recibir a los prisioneros judíos enviados a los campos de exterminio, llevaban un cinturón con una inscripción que decía “Gott mit uns”, esto es, “Dios con nosotros”. Con esta expresión esperaban convencer a los judíos de que entonces su suerte no tenía otra explicación que la que ellos podían hallar en sus propias escrituras sagradas, con lo que los nazis procuraban generar en ellos una pasividad suicida (lo que motivó muchos años después la excelente película Juicio a Dios).

Da la impresión de que la espiritualidad que la Ley generó en el sector santo de Israel determinaba una sensibilidad muy despierta acerca de lo que era la santidad, como una calidad humana que diferenciaba en extremo a los justos de ese pueblo, de los modelos humanos seguidos por otros pueblos. Esa sensibilidad es la que demuestra tener en su más alto grado Jesús y los apóstoles y todos los escritores sagrados que se refieren a las aberraciones y monstruosidades que los hombres de otros pueblos eran capaces de cometer. Es una sensibilidad muy fina que solo se daba al parecer entre los justos de la fe monoteísta hebrea, lo que parece transparentarse en figuras tan nobles como José hijo de Jacob, y el profeta Daniel, caracteres donde resplandece la caridad, la mansedumbre y la sabiduría, anticipando el tipo humano que caracterizará a Jesús. En ese sentido resulta reveladora la experiencia del profeta Daniel con el rey Nabucodonosor de Babilonia, quien lo tenía en alta estima y lo había puesto a la cabeza de los sabios (magos) consejeros del monarca. Como en el caso de José hijo de Jacob, este Daniel fue consultado por el rey acerca de un sueño inquietante que tuvo (Dan. 4,7-13). Él vio en su sueño un árbol gigantesco cuya copa tocaba el firmamento y cuyo ramaje se extendía hasta los confines del mundo, de cuyos frutos se alimentaban todos los hombres, a cuya sombra se refugiaban todos los animales y en cuyo ramaje tenían su morada todas las aves. Enseguida vio él venir un enviado del cielo que ordenó cortar el árbol y dejar solo la base del tronco y las raíces. Hecho lo cual, el emisario celeste dio la orden de que dejaran ese resto de árbol expuesto al aire y el rocío del cielo, y que se cambiara su espíritu humano por un espíritu animal, y tuviera su parte de alimento en la hierba del campo durante siete años; eso hasta que entendiera que el Altísimo domina sobre la realeza de los hombres y la entrega a quien le place, y que es capaz también de elevar al más insignificante de los mortales.

La interpretación del profeta de esa rara narración onírica está referida obviamente a la persona del monarca. Él es el árbol gigantesco en la medida que su poder se ha elevado hasta el dominio de los dioses y se ha extendido a los territorios de todas las latitudes, ganándose la fama de ser el benefactor de todo el mundo.

El árbol es abatido quedando a la vista solo la base del tronco y las raíces, por cuanto él es un rey que se ha exaltado a sí mismo por su propia vanidad, negándose a reconocer que hay un Dios que está por encima de todos los reyes. Su castigo consistirá en la pérdida de la razón quedando reducido a la condición de un animal que no puede seguir viviendo entre los hombres y debe buscar la compañía de las bestias del campo cuyo territorio y alimento compartirá con ellas. La base del árbol que queda representa al mismo rey, y su posibilidad de recuperar su reino solo si después reconoce la trascendencia del Dios de los hebreos, lo cual debe ocurrir en el término de un período de siete años. Se cita este pasaje del libro del profeta Daniel por el simbolismo que contiene en referencia al célebre emperador Nabucodonosor, independientemente de lo que la exégesis moderna haya descubierto en relación con las motivaciones de su inclusión en el texto y la época de su redacción.

Esta curiosa historia, narrada con detalles en el libro del profeta Daniel, es muy rica en enseñanzas sobre el tema que estamos desarrollando sobre los tipos humanos que representan a los dos linajes fundamentales denominados como descendencia de la mujer y descendencia de la serpiente.

La interpretación que se hace del sueño del rey deja en suspenso las verdades más pesadas que están implícitas en él. El hecho de que un emisario del cielo mande cortar el árbol significa que el imperio que ha construido Nabucodonosor es una construcción hecha por las fuerzas de las armas y el orgullo y la temeridad de un hombre que falsamente pretende pasar como un benefactor de la humanidad. La prueba de eso se halla en el versículo 24 del capítulo 4 del libro de Daniel, texto que dice: “Quieras tú señor seguir mi consejo: Expía tu pecado por la justicia, y tus iniquidades por la piedad hacia los desgraciados, esto podría ser la condición para que tu prosperidad continúe”.

Pero más interesante que eso e íntimamente ligado a la mención de su injusticia y su iniquidad es la reducción del rey a la condición de bestia. Debemos ver en ellos otro mensaje en el sentido de que los hijos del linaje de la serpiente han dejado de ser humanos. Solo la intervención del santo profeta con su sabiduría, su mansedumbre y su caridad es lo que puede despertar el espíritu embotado del rey de Babilonia. Aunque la conducta disoluta y sacrílega de su sucesor, Baltasar, deje en evidencia la indigencia espiritual que afectaba a todos los administradores de tan brillante civilización.

La continuidad de la historia narrada por Daniel es el mejor ejemplo que tenemos en la Biblia de la alienación mental que los dioses del Medio Oriente de entonces provocaban en los que le rendían culto. En varios pasajes se dice que Daniel se burló de ellos en presencia de reyes y altos personajes sin temer a las consecuencias, por lo que fue enviado al foso de los leones sin ser herido por las fieras.

Asimismo hay pasajes en los que los reyes aparecen como divinidades que deben ser adoradas y ellos se prestan para esos manejos cuyos beneficios políticos esperan cosechar. También en numerosos pasajes se mencionan los castigos que el rey inflige a personajes de nota como el foso de los leones y la trituración. El texto dice que esos leones eran alimentados diariamente con animales de ganado y por dos cuerpos humanos.

Todo el relato ha sido concebido para destacar, en forma por demás impactante, el contraste que resalta entre el profeta sabio, sereno y piadoso con la bestialidad de los que detentan el poder entre los asirios. Por eso en sus visiones apocalípticas el profeta los ve convertidos en fieras como leones, osos, leopardos y monstruos cornudos, como una anticipación de lo que en el Apocalipsis de San Juan será la “bestia” que surge del mar, que representa al imperio romano y la brutalidad de los usos y costumbres de su sociedad durante el tiempo del auge imperial que comportaba la divinización del soberano y el culto a su persona.

Una de las características de estas visiones es que las bestias de varias cabezas y cuernos profieren palabras arrogantes, con lo que se está caracterizando ese orden pagano como un fruto de la soberbia humana, no sin rozar sutilmente la vulgaridad y la grosería, como un rasgo inseparable del poder absoluto que se pretende divino legitimando así cualquiera monstruosidad. Tal es el caso, por ejemplo, de la orden que dictó Nabucodonosor de dar muerte a los sabios y videntes que asesoraban al trono, por trituración de sus cuerpos, y destruyendo además sus moradas y asesinando a sus familias, por no haber sido capaces de interpretar uno de sus famosos sueños.

La monarquía israelita

La tendencia del pueblo de Israel de seguir la vía del paganismo medioriental –adoptando los usos y costumbres, el culto y las instituciones de las naciones paganas de su vecindad– se advierte también en el hecho de que, llegado a un grado de evolución propia de un pueblo numeroso y ya instalado en el mundo, ambicione ser gobernado por un rey como las demás naciones. Hasta ese momento los gobernantes del pueblo de Israel eran los “jueces”, pues si las funciones de gobernar y juzgar estaban unidas en las monarquías paganas, para Israel el supremo señor era Iahvé mismo, y todo el que rigiera como gobernarte los destinos de este pueblo era solo un mandatario de él, pues la ley y las sentencias que resultaban de los juicios no eran más que un reflejo de su voluntad. Por eso es que había una diferencia entre lo que se entiende por un rey en las naciones paganas y un juez en Israel. Uno de los últimos jueces de este pueblo fue el profeta Samuel, quien en su ancianidad debió delegar su función en sus dos hijos. Pero estos sucesores no fueron capaces de seguir las huellas de su padre, por lo cual el profeta, ante la protesta de los ancianos, debió enfrentar el deseo del pueblo de ser gobernado por un rey. El texto bíblico correspondiente a este incidente se halla en el primer libro de Samuel, capítulo 8, versículo 5: “He aquí que tú eres ya muy viejo y tus hijos no siguen tus huellas, ahora establece sobre nosotros un rey que nos juzgue como los que tienen todas las naciones”. En esta cita se ve, una vez más, el deseo de Israel de parecerse lo más posible a las naciones paganas, dejando de ser un pueblo singular y diferente en todo a los pueblos civilizados del Medio Oriente, por lo que la monarquía israelita no podía menos que evolucionar hacia lo que habían sido sus modelos. Su primer rey, Saúl, terminó siendo reprobado por Iahvé, y un espíritu maligno se posesionó de él. Acabó su vida miserablemente vencido por los filisteos en una batalla en la que murieron sus tres hijos, y él, para no caer en manos del enemigo se suicidó con su propia espada.

El momento cumbre de la institución de la monarquía en Israel corresponde al reinado de David, arquetipo del monarca favorecido por el cielo; aunque su reinado fue un período de constantes guerras y la escritura nos lo muestra durante una considerable parte de su vida derramando sangre y traicionando a hombres dignos como su general Urías, a quien le arrebató su esposa y lo hizo morir en el campo de batalla. Hasta en su lecho de muerte no logró deshacerse de su agresividad, pues terminó sus días maldiciendo y aconsejando a su hijo Salomón de ejecutar varios actos de venganza.

Con todo, el rey David fue un hombre de gran fe, de lo cual da testimonio el conjunto de salmos que escribió y legó a la posteridad como arquetipos de la perfecta oración y comunión interior con Dios, aunque su naturaleza de hombre proclive a la violencia lo traicionó en momentos decisivos de su vida. De esto, no obstante, pudo salvarse gracias a su voluntad de bien por la vía del arrepentimiento y la humillación.

En el primer libro de “Los Reyes”, en su capítulo 2, versículo 12, se emite un juicio global sobre el reinado de Salomón en el sentido de que fue muy estable. Y eso gracias a que este monarca, reconocido por su sabiduría, supo hacer alianza con los reinos paganos, casándose con princesas extranjeras, cuya preferida entre ellas fue la hija del faraón de Egipto. Fue un superdotado en todo sentido, cuyo mayor mérito fue el haber construido el gran Templo de Jerusalén, lo cual no pudo lograr su padre David, como era su deseo, porque, como lo dice expresamente la escritura, él había derramado mucha sangre humana.

Hasta aquí el destino de esta monarquía podría parecer exitoso, aunque, sin que se haga explícito, se advierte que el proceso de evolución histórica de Israel se orientaba cada vez más hacia el estilo de los reinos paganos. Por eso la primera gran falla de este brillante monarca fue tomarse en serio como rey y como político hábil, dejando entrar a su harén, consistente en varios cientos de esposas y otras tantas concubinas, a las hijas de la idolatría, tolerando el culto a sus dioses aun dentro del territorio del reino. El palacio que se hizo construir y el boato que en él se desplegaba resultan al fin incompatibles con la fe en Iahvé como la entendieron sus ancestros. Por eso no es de extrañar que su reino terminara dividido y que la mayor parte de los reyes que le sucedieron cayeran bajo la reprobación de Dios.

El camino seguido por Israel hasta las guerras de los Macabeos y el posterior dominio romano, el nacimiento del Cristianismo y la destrucción de la nación, y la dispersión de los judíos por el mundo, parece ser la consecuencia del hecho de no haber estado en condiciones de asumir las exigencias que el monoteísmo Iahvista le imponía a su pueblo. En ese sentido se puede decir que la Ley de Iahvé revelada por Moisés fue un yugo muy pesado que nunca pudo ser bien cumplido por los israelitas, como el mismo Pablo de Tarso lo dice en sus cartas, a propósito de los intentos que los judaizantes hacían por retrotraer hacia la religión tradicional a los convertidos a la nueva fe en Jesucristo. Pero por sobre eso está el más grave pecado hacia esa Ley, considerada globalmente como voluntad de Dios y encabezada por el primer mandamiento del decálogo, como figura en el capítulo 20, versículos 2 y siguientes: “Yo soy el eterno, tu Dios, que te ha sacó del país de Egipto, del estado de servidumbre. Tú no tendrás otros dioses delante de mí”. Ese es el hecho más grave, y queda en evidencia desde la institución de la monarquía, por cuanto el texto bíblico correspondiente a la demanda del pueblo de ser gobernado por un rey, en su capítulo 8 del primer Libro de Samuel, versículo 6 y siguientes dice al respecto: “Samuel oró al Eterno, y el Eterno dijo a Samuel: Escucha la voz del pueblo en todo lo que este te dirá, porque no es a ti que están rechazando, es a mí que ellos rechazan para que no reine más sobre ellos. Ellos actúan en todo sentido como siempre han actuado desde que yo los liberé de Egipto hasta este día, ellos me han abandonado para servir otros dioses”.

Descrito de este modo sucinto, el descalabro espiritual que significó para la descendencia de Abraham el intento de instalarse en el mundo conforme a la ciencia de los dioses que conformaron las culturas paganas del Medio Oriente, aunque sea una verdad en sus grandes rasgos, no hace justicia a lo que fue de hecho la vida de un pueblo sobre el que recayó la responsabilidad del advenimiento del culto al Dios único, creador y señor de todo cuanto existe. Así, dejando a un lado el descalabro mismo en sus hechos concretos, terminaremos distinguiendo un monoteísmo ideal de los monoteísmos reales, porque la misma distinción se puede hacer tratándose del Cristianismo y del Islam. Al final lo único que cuenta es que históricamente ha existido una cultura Iahvista hebrea, una cultura cristiana y una cultura islámica, no obstante todos los matices negativos que hayan tenido en su accidentado itinerario a través de milenios, y en esos soportes históricos la fe que queda en el mundo aún se sostiene.

Rechazo de la civilización

Lo que antes hemos llamado la tragedia en cuatro actos, de los cuales tres parecen dirigidos a toda la humanidad y uno preferentemente al pueblo de Israel, nos deja una interrogante respecto del mismo pueblo de Israel. Esta pregunta se puede formular así: Si el tentador cuyo engaño hizo perder a los hombres su ventura original es una divinidad pagana que actúa como un oráculo del paganismo, contradiciendo la voluntad de Dios (el sentido), y las divinidades paganas son dioses civilizadores que inspiraron su sabiduría a los reyes, sabios y sacerdotes antiguos para construir los imperios del Medio Oriente en Egipto, Mesopotamia, y Canaán; si los modos de existencia que se daban en esos imperios eran ambicionados por los israelitas para sentirse en igualdad de condiciones con los demás pueblos y dejar de ser el pueblo de un Dios metafísico que los llamaba a través de su profeta a asumir la responsabilidad de introducir en el mundo la fe en el Dios único con riesgos evidentes para lo que ellos consideraban su seguridad, y su buen vivir; si por otra parte lo que Dios señaló a la pareja primordial como el deber ser de la vida humana era un estado en que los hombres viven insertos en el orden natural en plenitud de vida y tanto más si se consideran las condiciones de vida que durante tanto tiempo fueron las del pueblo de la alianza; todo eso como premisa, ¿no contiene acaso implícitamente un rechazo a lo que hoy llamamos “civilización”?

Esta interrogante se vuelve más clara y directa si se considera que, de los hermanos primordiales, el que a todas luces es el héroe civilizador es aquel que cae bajo la reprobación de Dios e inaugura un nuevo orden en el mundo, el orden civilizado, cuyo homicidio fundante fue el asesinato de su hermano Abel, pues su más famosa obra fue la construcción de la primera ciudad de que se tiene noticia. Muy poco después el texto del Génesis, en su capítulo 6, se refiere a que la perversión de los hombres se había generalizado en el mundo, por lo que Dios concibió el proyecto de aniquilar a todos los pueblos y salvar solo al clan de Noé, el justo patriarca, descendiente del tercer hijo de Adán, Set, quien reemplazó a Abel y fue la raíz del linaje santo.

Conforme a esta hipótesis se advierte que en la bipolaridad Caín-Abel hay una clara opción por el nómade pastor y un rechazo del sedentario civilizado. Asimismo, se advierte que en el culto agrario de Caín están ya las simientes del politeísmo civilizado que llevó a este héroe desde la agricultura al trabajo de los metales y la construcción de ciudades. Y si así fuera, ¿qué alcance espiritual tiene la opción por el nómade pastor?

Por lo que se ha podido investigar, parece que los pueblos pastores se inclinan a poner su fe en un Dios único, sin muchas complicaciones rituales ni mayor desarrollo doctrinal, como es el caso del famoso Tangri, dios de los mongoles. Tal habría sido la fe de Abraham.

En lo que se refiere a este patriarca, nótese que antes de ser llamado por Dios él era un opulento señor que habitaba en la ciudad de Uruk, capital del imperio sumerio, y por tanto, vivió sometido a los dioses de ese imperio pagano. Nótese también que el Dios único irrumpe en su vida como una realidad tan viva y avasalladora que genera en él de inmediato la fe en su más alta expresión, y tanto que él ni siquiera se extrapola de su aventura para averiguar qué entidad superior ha tomado posesión de su vida y su destino. El hecho sobrenatural se impone para él como lo real sin suscitar mayores interrogantes.

En lo que al ciclo de Abraham se refiere, nótese que la escritura abunda en ejemplos de la vida impía que se llevaba entonces en las ciudades, con lo cual queda una vez más en evidencia el desprecio mutuo que entonces se tenían los sedentarios civilizados y los nómades pastores. Desprecio que queda sellado en la envidia con que Caín enfrenta el hecho de que la ofrenda a Dios de su hermano sea aceptada y no la suya. Sobre Abraham, nótese que desde la irrupción de Dios en su vida todo cambia para él, y ese cambio no es menor referido a la investigación en la que se busca verificar hasta qué punto la hipótesis planteada antes es digna de ser aceptada, pues de ser Abraham un opulento señor, residente de la capital del imperio sumerio, deviene, como Abel, un rey pastor que peregrina por el mundo sin ciudad firme, y esa forma de vivir es la que se aviene con su fe en el Dios único.

Con todo, la posibilidad de que haya en toda esta narración un rechazo implícito por lo que llamamos civilización, como tantos pasajes lo sugieren, lo cual quedaría rubricado por la tercera tentación de Jesús que formula una condena global a todos los reinos del mundo, ese rechazo tendría un matiz diferente a como lo entiende hoy la posición de los que profesan una ideología antisistémica. La palabra civilización concebida así genéricamente no pertenece a la estructura mental de un hombre de esos tiempos remotos, porque, en lo que a esta palabra se refiere, lo que entonces había en el mundo era precisamente lo que en las tentaciones a que Satanás sometió a Jesús se denominaba los “reinos” del mundo, que eran también civilizaciones. Con todo, no sería del todo erróneo sostener que en este relato que se inicia en la caída de nuestros primeros padres, los hermanos primordiales, la perversión generalizada que motiva el castigo del diluvio, y la vocación del padre de la fe monoteísta hay en efecto un rechazo del fenómeno histórico que llamamos civilización.

Aclarado esto cabe considerar que si el deber ser está representado en el orden primigenio, esto es, el paraíso, el valor del estado en que Adán y Eva se hallaban mientras vivían en él, no consistiría solo en el hecho de vivir en armonía con el orden natural, sino, según el relato bíblico, en cuanto el hombre en ese estado venturoso no conoce más ley que la que emana de su vinculación al ser supremo. No hay en la Biblia ningún pasaje directamente alusivo a la naturaleza como paradigma y fuente del conocimiento. Por eso, en el Génesis, el relato sobre el estado paradisíaco de nuestros primeros padres se ha redactado desde el punto de vista del monoteísmo hebreo sin referencias explícitas a una sabiduría originaria procedente de la experiencia del hombre como habitante del mundo.

En lo que al orden natural se refiere, las escrituras sagradas hebreas están referidas solo a un mundo de hombres, independientemente de si estos viven como pastores o como ciudadanos. Lo que importa, en cuanto a ellos, es que pongan su fe en Dios y cumplan sus mandamientos en cualquiera circunstancia, y que se abstengan de rendir culto a otros dioses.

En esto reside una diferencia de actitud con la antigua tradición china, en la que se describe la caída de la humanidad como un lento proceso de degradación.

La antigua sabiduría del extremo Oriente

La sabiduría cósmica china, heredada de un pasado remoto, como doctrina y enseñanza se desarrolla en el crecimiento de la cultura. Su paradigma fundante es el orden natural, aun en el sistema confuciano, el cual, no obstante, se define como una sabiduría de la cultura.

De la sabiduría se sigue necesariamente el concepto de “cultivo de sí mismo”, a la manera de un proceso constante de rectificación y purificación de la vida, por el que el hombre pasa a raíz de una decisión fundamental de trabajar sobre sí mismo para seguir un comportamiento sensato, esto es, conforme al sentido.

Sobre esa base la mente del hombre natural distingue intuitivamente dos modalidades fundamentales de comportamiento de las cosas y los seres vivos: una de carácter creativo, fuerte, y otra de carácter receptivo, suave. Esta bipolaridad lo cubre todo, y es la base del discernimiento por analogía. Nada hay en el universo que no pueda ser clasificado conforme a esta dialéctica cósmica, la cual determina la naturaleza de todas las cosas. Así todo lo que es creativo y fuerte tiende a asemejarse por su modo de comportamiento, aunque se trate de objetos muy disímiles en su apariencia. Se trata de una intuición que determina el lenguaje en sus formas originarias. Todo discurso humano dirigido al entendimiento mediante metáforas tomadas de las cosas, seres o fenómenos naturales se aproxima a lo que ha debido ser el habla de la prehistoria.

En los tratados anexos al Libro de las Mutaciones, cuya autoría, en parte, es atribuida a Confucio, se puede observar cómo la racionalidad civilizada china del período Tchou trabaja con elementos de lenguaje procedentes de la 9ª edad, aquella que se extiende antes del tercer milenio a. C., descifrando un repertorio de ideas expresadas mediante formas y energías de la naturaleza, y distinguiendo entre ellas las que por su índole se comportan como entidades creativas o receptivas.

Los tratados anexos mencionados son el Shuo Kua, esto es “Discusión de los trigramas”, y el Ta Chuan, “El gran tratado” (traducción de Richard Wilhelm, versión castellana de D.J. Vogelman. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1986).

Cabe preguntarse cómo surgió la sabiduría cósmica, es decir, el conocimiento del sentido desde el orden natural. Para eso es preciso superar la racionalidad occidental cuya tendencia discriminadora busca siempre definir taxativamente los diversos aspectos de la realidad, llevada por un impulso original hacia la consistencia del ser, lo cual determina la compacta solidez y verticalidad de sus conceptos, dejando en evidencia el carácter de ese conocimiento como un saber de dominio. Esta tendencia debilita al extremo la noción de unidad, y corresponde al pensamiento solidificado y mecánico del orden urbano. De ahí surge una oposición entre el orden construido y el orden dado, vigente hoy como el rasgo más determinante de nuestro modelo de civilización.

Para entender qué se quiere decir y hacia dónde se dirige esta reflexión es preciso partir de la base de que todo pueblo cuya cultura esté asentada en el orden natural genera una sabiduría en la que prima el concepto de mutación sobre el concepto de ser o esencia. Se entiende por mutación, en este caso, el modo de comportarse de las cosas en el concierto del movimiento global, y distinguiendo en ese comportamiento los aspectos favorables o desfavorables, fastos o nefastos para la comunidad. Tal es el concepto de “naturaleza”. Al quedar definido ese concepto como el comportamiento de las cosas, lo que prima en ese saber es la noción del cambio, el cual se define como permanente.

Aplicando el concepto de naturaleza a lo que llamamos “la naturaleza” en su globalidad, esta queda definida no como un conjunto de cosas u objetos o seres que invitan al hombre a actuar sobre ellos observándolos como lo otro, sino como un organismo dinámico totalizador, el cual es discernido por los aspectos o etapas de su evolución en el tiempo, el cual incluye al hombre. Esta visión del mundo basada en el cambio más que en el ser de las cosas es la que conlleva necesariamente la noción y el sentimiento de la unidad del mundo, esto es, el mundo como un organismo o macrosistema en el que todo está interrelacionado, y no como un conjunto de cosas que se suman y superponen. De esta visión de mundo surge un saber basado en la organicidad del espacio tiempo.

Todos los pueblos en su origen han vivido insertos en el orden natural y han concebido el mundo como un organismo en constante mutación, y todos los que han pasado de ahí a su fase civilizada han tendido a alejarse de esa cosmovisión en favor de un saber discriminador cuyo desarrollo, en el grado en que hoy se halla, ha terminado por anular la noción de unidad.

Asimismo la atrofia de la intuición que percibe la unidad se ha desarrollado paralelamente a una separación creciente ocurrida entre el hombre y el mundo, hasta constituir el clásico par de opuestos del sujeto y el objeto. Porque el objeto, en este par de opuestos, es revestido de una consistencia que lo extrapola del hecho real de hallarse inmerso en el tiempo y sujeto a un cambio permanente. El mismo principio que constituye esta polaridad contiene, como concepto, el supuesto de que el objeto como tal es algo fijo, como fijas son las magnitudes mensurables del espacio-tiempo.

Lo que no puede imaginar la mente del hombre que se concibe a sí mismo solo como un sujeto que está frente al mundo como objeto es que, en una concepción del mundo como mutación, la mente humana no puede extrapolarse del total, porque toda mutación ocurre en simultaneidad con el acontecer psíquico humano. Pues en virtud de la unidad del orden total, el acontecer psíquico tiene su correlato analógico en el acontecer cósmico.

Lo que tampoco puede imaginar la mente del hombre que se concibe a sí mismo solo como un sujeto situado frente al mundo, es que él no puede identificarse solamente con su estado consciente, desde el cual define las cosas, porque tras su espacio mental consciente hay una extensa zona de psique inconsciente, de la cual él, para pensarse a sí mismo, está separado. La inconsciencia de esta anomalía psíquica se debe justamente a que la vida del sujeto se confina exclusivamente en su parcela pensante, anulando la posibilidad de que el inconsciente se exprese para él, y haga un llamado al yo consciente para que no traicione la ley que rige su ser como potencial recibido desde el nacimiento.

El inconsciente siempre está ahí expresándose para cualquier observador que sepa escrutar su comportamiento y el de otros, pero sus fuerzas subterráneas el sujeto no puede hacerlas conscientes mientras viva en la creencia de que los móviles de sus actos son decisiones libres generadas en el discurrir autónomo del instante.

El acontecer objetivo es un correlato analógico del acontecer psíquico justamente por la base inconsciente sobre la que actúa la mente consciente. En esa base inconsciente reside la memoria genética de la especie en forma de arquetipos, que son patrones de pensamiento y acción que desde la trastienda fijan límites simbólicos a la acción de los individuos y las comunidades. También en el espacio inconsciente de la mente se acumula la experiencia individual del sujeto y actúa sobre él aunque este no lo perciba.

Desde el punto de vista de la sabiduría el hombre accede a un comportamiento sensato solo cuando es capaz de hacer consciente las pulsiones inconscientes que ordinariamente condicionan sus actos. Tal resulta ser la vía central del trabajo sobre sí que el hombre debe hacer. Confucio, en su tratado denominado Ta Hio (“El gran estudio”), se refiere a este aspecto del comportamiento sensato de los hombres sabios, describiendo el proceso interior que precede a la toma de decisiones de un buen gobernante. Según Confucio, cuando un sabio soberano de la antigüedad quería poner orden en el imperio empezaba por poner orden en su casa. Para poner orden en su casa ordenaba sus pensamientos, y para ordenar sus pensamientos ponía orden en su corazón (centro de la conciencia y asiento de la mente). Para poner orden en su corazón, él escrutaba los móviles ocultos de sus propios actos. En este lenguaje, con la palabra oculto se alude a lo que no es inmediatamente manifiesto para el yo consciente. Se supone que el esfuerzo de hacer consciente lo que está en uno, pero que por alguna razón el sujeto no repara en ello, exige un temple moral que no es común, porque significa que en ese acto extraordinario de autoconocimiento, el sujeto está dispuesto a mirar cara a cara sin atenuantes ni autocomplacencia lo que en él no está conforme a la ética ni se corresponde con su dignidad. Se trata de lo que en el tratado Ta Hio se designa con la expresión “perfeccionar los conocimientos morales”, o escrutar el “principio de las acciones”.

El hombre sabio, conforme a esta enseñanza de Confucio, es aquel que tiene la calidad ética para enfrentarse a sí mismo y mantiene una relación fluida y alerta frente a su interioridad más profunda.

En esa relación no solo se trata de tener el coraje de asumir lo que Jung llama la “sombra” de la psique (ver capítulo II del libro Aion, contribución a los simbolismos del sí-mismo de Carl Gustav Jung), esto es, el aspecto oscuro que cada cual tiene dentro de sí en estado potencial, sino la capacidad más sutil de percibir las proyecciones que el inconsciente realiza en el acontecer objetivo, tanto a nivel individual como a nivel social. Esto incluye necesariamente en el sujeto una capacidad para percibir dónde fallan las concepciones exactas del intelecto calculador, con las que pretende definir las cosas de un modo unívoco para ordenar el mundo conforme a sus aspiraciones e intereses personales y de grupo. Pues está comprobado científicamente que las delimitaciones taxativas de las cosas que caracterizan el discurso humano civilizado, como las magnitudes de espacio y tiempo, que para la ciencia son y deben ser fijas, influidas por una función psíquica, todo puede relativizarse, y las magnitudes fijas devenir elásticas y hasta ser reducidas a cero (ver el libro Interpretación de la naturaleza y la psique. C. G. Jung, donde desarrolla la teoría de la “sincronicidad” y el contenido psíquico de las coincidencias significativas). Asimismo, está comprobado que una buena parte de los hechos que a los hombres les toca vivir personalmente u observar ocurren en coincidencias significativas con sus contenidos inconscientes, por lo que queda en evidencia que el acontecer así llamado objetivo no es tal en el sentido que el intelecto lo concibe, sino que es un correlato analógico del acontecer psíquico más profundo. Por eso puede afirmarse también que la realidad asume frecuentemente, para un sujeto determinado, un comportamiento simbólico capaz de reflejar su interioridad.

Con estos antecedentes provenientes de la psicología analítica y coincidentes con la cosmovisión del Libro de las Mutaciones, estudiado por Jung, se puede entender aspectos de la historia de la antigüedad que el positivismo científico había relegado al ámbito de las ficciones imaginativas de los tiempos precientíficos y prefilosóficos. De lo que podemos concluir que la realidad –al ser conocida no solo desde la parcela consciente de la mente, sino por una psique integrada que incluye la actividad inconsciente– deja de ser racional a la manera como lo pretende el intelecto, aunque no irracional. Así todo el conocimiento que hemos elaborado desde la razón, entendiendo por tal la facultad discriminadora de la mente que divide la realidad para distinguir aspectos, ámbitos, causas, efectos, semejanzas y diferencias, ha estado fuertemente influida por intereses y aspiraciones cuya satisfacción solo se logra encuadrando la realidad en denominaciones y magnitudes fijas, y rechazando todo lo que pueda desafiar ese modelo de representación y la actitud misma que lo ha generado.

La sabiduría o conocimiento del sentido, pues, nace del conocimiento de las mismas expresiones del sentido, y si la palabra sentido indica dirección y supone el movimiento y el cambio, las expresiones del sentido se hallan en la totalidad del mundo, considerado antes que nada como un macroorganismo en perpetuo cambio, lo cual va desde el ciclo de las estaciones y la floración vegetal, hasta los cambios más sutiles que operan en el organismo y la psique humana.

Para el hombre el sentido consiste primero en el desarrollo pleno y armónico de su potencial vital y psíquico, es decir, aquello que lo habilita para ser un habitante del mundo en plenitud. Por eso la relación del hombre con el hombre y consigo mismo será conforme al sentido, en la medida de que no obstaculice ese desarrollo pleno y armónico.

La sola existencia en el mundo de un ser como el hombre que viene a él trayendo ese potencial interior es suficiente para entender el sentido del quinto mandamiento del decálogo: “No matarás”. Como también el carácter maligno del daño que los hombres se hacen mutuamente y que da por resultado la inhibición, cuando no la anulación, del complejo de posibilidades que cada cual contiene en sí, es decir, todas las formas de explotación y opresión del hombre por el hombre.

En la cultura primigenia el hombre tenía un conocimiento empírico del complejo dinámico del mundo, el cual podía ser muy profundo y vasto, aunque no como un saber al que se accede por intelección mediante la razón. Esta suposición se basa en el hecho de que las representaciones de las diferentes fases del movimiento universal en las imágenes lineales del sistema de las mutaciones de China procede de la prehistoria, y que los símbolos de los trigramas básicos que generan todo el sistema remiten a ideas metafóricas de formas y energías de la naturaleza, procedentes de la experiencia milenaria de una humanidad que vivió inserta en el orden natural sin el soporte cultural de la civilización. A la misma conclusión se puede llegar en el estudio de cualquiera cultura indígena como es el caso de la mapuche y su “mapudungun” o habla de la tierra.

Más atrás se dijo que la cultura china es la mejor dotada para darnos una idea de lo que fue la sabiduría del hombre natural antes del surgimiento de las grandes culturas, pues esa visión del mundo como movimiento o mutación, diferente de una sabiduría que ponga su énfasis en la consistencia del ser, en China no fue olvidada por los que llevaron a cabo la empresa civilizadora, sino que fue codificada y trasmitida a través de las edades, y considerada como válida para todos los tiempos, en el entendido de que la organicidad del movimiento universal está operando constantemente según leyes inherentes a la naturaleza de los seres. Por eso, en los tiempos primitivos o en la más sofisticada civilización habrá siempre movimientos cíclicos –como la sucesión de las cuatro estaciones– y movimientos lineales, que nacen y se desarrollan en etapas sucesivas sin retroceso ni repetición de la secuencia. Y en todo tiempo se generarán procesos de cambio en los cuales se puede distinguir cuándo se hallan en su estado inicial de germen, al que sigue la secuencia de su desarrollo, hasta la culminación de su intensidad propia en su etapa de auge, a la que sigue la declinación hasta su extinción o cierre del proceso. Asimismo siempre permanecerá idéntica en su índole la naturaleza de las fuerzas creativas y las fuerzas receptivas, y las variantes que resulten de la interacción de ambas. Esto se dice del comportamiento de todos los seres del universo, como también de la pareja humana y de la misma polaridad que rige la psique, y que determina su doble comportamiento consciente e inconsciente, intelectual e intuitivo.

En esta cosmovisión, que resulta obligada para una sociedad que vive inmersa en el orden natural, la sabiduría consiste en el discernimiento de la índole del movimiento y en la justa medida de los actos humanos en todas las fases de su evolución, respetando las leyes del desarrollo gradual, con lo cual el habitante del mundo ocupa el lugar que le corresponde en el concierto universal.

La codificación de esa sabiduría de la cultura primigenia en China habría empezado en el cuarto milenio antes de Cristo, y se atribuye al mítico soberano Fu-Hi o Tai-Hao la representación en símbolos lineales de todas las fases del movimiento. Esto, que fue un sistema de símbolos cuyo contenido y aplicación era parte de la tradición oral, evolucionó hasta fines del segundo milenio antes de Cristo, cuando el patriarca de la dinastía Tchou, el así llamado rey Wen, organizó el canon del sistema de las mutaciones, agregando textos epigramáticos a cada símbolo, en cuanto estos representaban fases del destino que requerían un dictamen para la guía de la conducta humana en cada coyuntura. Así nació el libro más antiguo del mundo, llamado I Ching o Libro de las Mutaciones, piedra fundacional de la cultura china, el que en el siglo VI antes de Cristo fue estudiado y comentado por Confucio y su escuela, hasta adquirir la forma que hoy tiene, estructurada en tres etapas: la etapa simbólica originaria, la guía de los dictámenes y la época de los comentarios confucianos.

Como se trata de una doctrina basada en la organicidad del acontecer en el tiempo, su texto efectivamente propone situaciones de la vida del hombre en sociedad, en el orden natural, y de la relación del individuo consigo mismo. Por su grado de abstracción como estructura del suceder es aplicable a los hechos de cualquiera época, y puede percibirse cómo su dinámica propia abarca y explica los acontecimientos de toda la historia conocida del pasado y del presente.

En esta cosmovisión, y participando de la cosmovisión de todas las sociedades que han vivido insertas en el orden natural, el acontecer universal es un solo acontecer, lo cual deriva, de una concepción unitaria del cosmos, lo que a su vez unifica el acontecer subjetivo con el objetivo. En consecuencia, todo lo que acontece influye en el todo, y todo lo que acontece en las profundidades de la psique humana influye también en el todo, y más aun, tiene el poder de polarizar el espacio-tiempo, conformando un paralelismo analógico, por el cual el acontecer objetivo deviene un reflejo del acontecer interior.

El Libro de las Mutaciones o I Ching es el desglose de la acción permanente del Tao (el sentido) en el ámbito de la sociedad humana. Su concepción del tiempo no es mecánica, es orgánica. Hay ciclos del tiempo que se expanden a manera de oleadas y que afectan a todos los hombres, de manera que lo que es posible esperar como resultado de nuestros actos en un ciclo determinado no es posible obtenerlo en otro ciclo.

A esa concepción del tiempo están referidos todos los dictámenes en los que se confronta el quehacer humano con alguna fase del acontecer global (tiempo), en la que es preciso, por ejemplo, “cruzar la gran agua”, esto es, emprender la realización de un proyecto de mayor envergadura y riesgo; o abstenerse de actuar; o contentarse con pequeñas realizaciones, en atención a que, en una dimensión superior del espacio-tiempo en evolución, se dan o no las condiciones para actuar en el sentido que se desea.

Tchuang Tse (sabio Chino del siglo III a. C.), en su antología de ensayos filosóficos (Les Péres du Sisteme Taoiste de Leon Wieger), cuenta el caso de un joven de familia humilde cuyo talento para las artes marciales fue detectado por un prefecto local del imperio y enviado a la capital para su educación. Un tiempo después, otra familia de la localidad, al ver que el hijo de un vecino había sido beneficiado por poseer talento para el manejo de las armas, se hizo presente ante la autoridad local para recomendar a uno de sus hijos para el mismo oficio. El funcionario imperial en esa coyuntura estimó que el recomendado era un hombre peligroso dadas las condiciones políticas del momento y ordenó que le cortaran un pie.

En esta organicidad del tiempo se distinguen los conceptos de “duración”, por una parte, y de “desarrollo gradual”, por otra. La duración es lo propio de las creaciones humanas realizadas conforme al sentido (Tao); y el desarrollo gradual es el modo natural de crecimiento y el desafío que el tiempo orgánico opone a las pretensiones de las empresas humanas. Un dictamen del I Ching sostiene que una demora conveniente en la realización de un proyecto es lo que el sujeto necesita para templar su carácter, a fin de adaptar sus pretensiones al ritmo de los procesos naturales (I Ching, Capítulo “El Conflicto”).

En la totalidad del texto del libro se presupone que el acontecer tiene raíces trascendentes y procede de un macrosistema de fuerzas combinadas cuya trama abarca el universo todo. En su conjunto ese macrosistema es la expresión del Tao como principio (ser supremo) y como sentido (ley eterna). La ley eterna antes de estar expresada en una preceptiva oral o escrita es la descripción de su manifestación en todas las coyunturas posibles que el organismo del espacio-tiempo pueda hallarse en relación con la vida y los actos humanos.

En una comparación con la Ley de la cultura israelita, esta se revela al profeta líder de los hebreos antiguos como la expresión de la voluntad de Iahvé, pero para un pueblo que se había distanciado definitivamente de la antigua conciencia participativa, por la que el acontecer humano era parte del acontecer natural. La Ley de Israel está destinada a ser el sentido del actuar humano, pero solo en un mundo de hombres, libres ya de su participación psíquica consciente en el orden natural. En ese sentido da la impresión de que la revolución monoteísta se distanció del paradigma natural en el que sus ancestros estuvieron inmersos, porque algo de la religión cósmica quedaba en los cultos paganos.

Pero el interés que puede suscitar para nosotros el I Ching como una codificación de la sabiduría cósmica primigenia es que fue destinada a regir como ley fundamental de un orden civilizado. En este hecho único en el historial de la cultura humana se halla la explicación de la longevidad del imperio chino y su cultura ética, aun en los tiempos más difíciles de su devenir político, como los misioneros jesuitas franceses y españoles del XVII nos informan.

Para el tema que nos hemos propuesto desarrollar en este ensayo, el I Ching, como libro sapiencial, presenta el interés de derivar de esa sabiduría cósmica, que emana de la organicidad original del espacio-tiempo, una concepción del deber ser humano coincidente con la concepción bíblica del hombre. Lo interesante en esto reside en el hecho de que el modelo de hombre subyacente en este libro emerge justamente del paradigma de un orden originario.

Con relación a esto, es interesante recordar que cuando los jesuitas franceses fueron a China a estudiar su cultura in situ, con el propósito de conocer las bases de un orden social que a ellos les parecía digno de ser estudiado, se cuidaron mucho de llamar la atención y ser detectados por las autoridades. Este anonimato de un grupo de religiosos occidentales en China solo pudo ser mantenido por breve tiempo. Eventualmente la información llegó a oídos del emperador, quien hizo llamar a estos religiosos extranjeros, no para hostigarlos ni amenazarlos, sino para saber cómo estos europeos habían asimilado lo esencial de la cultura china, si eso era posible. Los jesuitas comparecieron ante el emperador, quien con mucha amabilidad y protocolo los recibió en la sala del Gran Estudio. Interrogado acerca de sus investigaciones sobre el idioma y la literatura sapiencial china, el sacerdote que hacía de cabeza del grupo fue desafiado por el emperador a leer pasajes del I Ching y a formular comentarios pertinentes, lo cual el sacerdote hizo con entera soltura y mucha inteligencia. El emperador grandemente sorprendido le dijo que nunca se habría imaginado que un europeo fuera capaz de algo semejante. Después le formuló una pregunta interesante para el tema que nos ocupa: si él como sacerdote católico veía alguna incompatibilidad entre el I Ching y su Evangelio cristiano, a lo que el jesuita respondió que no veía ninguna incompatibilidad en el ámbito doctrinal, pero sí en el hecho de que este libro fuera consultado como oráculo.

Debían pasar cuatro siglos antes de que la psicología analítica moderna descubriera la fenomenología del inconsciente para explicar científicamente por qué la consulta del I Ching, mediante un nexo que une el acontecer objetivo y los contenidos profundos de la psique, puede describir con fidelidad la situación en que se halla una determinada persona en medio del juego de fuerzas que están conformando su destino. Con todo, dejaremos de lado este aspecto del I Ching, por cuanto constituye una modalidad cultural ajena a nuestra estructura mental, en tanto que el contenido del texto, por las razones dadas antes, tiene una relación inevitable con el fluido del destino individual y social de los hombres de cualquiera época.

El punto en que incide la concepción ética que se desprende de esta cosmovisión reside en primer lugar en lo que este libro designa con el nombre de “hombre superior”. En la versión castellana realizada por la doctora Lola Hoffmann, la traductora, después de una acucioso estudio, define al hombre superior, mencionado constantemente en el I Ching, en los siguientes términos: “Este representa a un sujeto capaz de examinar y corregir continuamente sus errores, de estructurar su destino (plan de vida) en forma soberana y vivir en comunión con las energías cósmicas visibles e invisibles”.

El Cristo preexistente

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