Читать книгу Manifiesto - Gastón Soublette - Страница 5
ОглавлениеLa crisis social y política por la que los chilenos estamos pasando, la cual ha culminado con la entrada de una pandemia mortífera en nuestro territorio, conlleva un gran desafío para nuestra capacidad de comprensión, pues antes de plantear la interrogante de cómo vamos a salir de ella y cómo evolucionarán los hechos por el avance de la peste viral que nos ha invadido, se trata de entender el sentido de lo ocurrido y discernir sus causas más profundas.
Persuadido de que esta crisis es solo la versión chilena de una megacrisis que cubre al mundo entero y que se viene gestando hace ya varias décadas, no podría referirme a ella en este ensayo ateniéndome solo a los hechos que ocurren en mi país, porque sucesos semejantes están ocurriendo en otros países y en un mismo contexto, el cual no es sino el de las formas de vida y de organización de la sociedad que han sido generadas por esta civilización industrial en todos los territorios habitados por el hombre. En ese sentido, una pandemia que contagia hoy a toda la población del mundo, desde cierto punto de vista es un acontecimiento simbólico que expresa bien una dolencia psicológica que padecemos todos por igual.
Lo que caracteriza a la megacrisis es su globalidad, de manera que los intentos por resolver cualquiera de sus aspectos por separado (crisis energética, por ejemplo) han demostrado ser temporalmente eficaces, pero operando en desmedro de soluciones que podrían haberse dado a otros aspectos.
Basándome en esas premisas, el escrito que aquí ofrezco contiene, según mi parecer, los elementos de juicio que sería necesario tener en cuenta para bien situar la crisis en el amplio y acontecido historial de esta civilización, la que, a juzgar por lo que se ve, parece estar entrando en su fase terminal, pues una mirada al acontecer mundial en el contexto de la actual globalización nos muestra, en forma cada vez más patente, que la tendencia en la dinámica del constructo económico y tecnológico en que ha venido a parar este mundo nuestro por las exigencias del mito del progreso muestra ya claros síntomas de haber entrado en un proceso de disociación perceptible en todos los ámbitos de la vida social, ya que los problemas que genera este estado de cosas, con el correr del tiempo, se han ido agravando y no nos permiten esperar un desenlace feliz, incluido el peligro letal de una desarticulación irreversible del ecosistema planetario, capaz de volver nuestra “casa común”, la Tierra, en un lugar del universo no apto para la vida humana, y la indefensión de la humanidad toda ante los peligros de pandemias que podrían devenir en extinciones masivas.
Sin embargo, la tesis fundamental de este ensayo difiere de la mayor parte de los análisis de la situación realizados por pensadores y políticos en el hecho de afirmar que la raíz de los males que nos aquejan no se halla en algún agente causal exterior al hombre que protagoniza este drama, sino que es ese mismo sujeto, como tipo humano, el que constituye la raíz de la crisis. En ese sentido, en lo referente a las causas del fenómeno, el énfasis se pone en la evolución psicológica de los pueblos, sus gobernantes, pensadores y científicos, lo que ha ido generando el tipo humano que ha concebido el entramado de esta civilización conforme a imperativos orientados hacia una meta de plenitud propuesta al mundo como el supremo bien.
Una buena parte de este texto está destinada a determinar qué es en esencia ese tipo humano y cómo ha actuado, y sigue actuando, a través de la historia para llevar al mundo todo a la situación en que hoy nos hallamos, pues, en última instancia, todo el bien y todo el mal que hay en el mundo dependen de la calidad humana de quienes lo habitan. Esa calidad humana consiste fundamentalmente en amar y respetar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, y actuar conforme al recto conocimiento del sentido de la vida. En eso radica la finalidad del fenómeno social de la cultura, pues esta es la estructura interior de los pueblos, la que determina su estado de conciencia, y su fundamento es espiritual.
En referencia a estos conceptos, se puede entender la crisis actual, en primer lugar, porque acontece en un contexto globalizado, por eso la denominamos “megacrisis”. Este contexto, que cubre hoy todo el mundo, ecualiza todo el acontecer social en una misma fenomenología. Las diferencias culturales que antes distinguían a los pueblos entre sí por sus usos y costumbres hoy han desaparecido, porque sus culturas ya no están vivas; un mismo modelo ha instalado su mecánica en todas las latitudes. Así, lo que ocurre en Tokio no tiene diferencias de fondo con lo que ocurre en Santiago de Chile. Las imágenes reproducidas de cualquier ciudad contemporánea muestran el mismo panorama de grandes bloques habitacionales de similar apariencia, amontonados sin orden ni concierto, para gente que hace las mismas cosas mecánicamente en cualquier lugar del planeta y a las mismas horas.
De este modo, hago un llamado a la sensibilidad del lector para inducirlo a que perciba que esa humanidad masificada, hacinada en grandes centros urbanos de apariencia desoladora, presenta un nivel muy bajo de conciencia, como si un despiadado planificador le hubiese hecho creer a la humanidad toda que en esas formas de vida reside el bienestar que durante siglos hemos procurado alcanzar con tanto esfuerzo.
Aunque muchos pasajes de este texto parecen alejarse del tema central de la crisis social y política que afecta al país y al mundo en su totalidad, estimo que no es posible entender este fenómeno en su real significación si no es desplazando el campo de observación de los hechos al sujeto que los protagoniza, atendiendo especialmente a la racionalidad con que se genera hoy el conocimiento del mundo, caracterizada por la finalidad de adquirir poder sobre el objeto conocido y sacar provecho de todas las cosas. Solo penetrando en la intimidad psicológica de ese tipo humano hallaremos las claves de los móviles que lo impulsan a actuar de ese modo.
En este sentido, la pandemia que nos ha obligado a vivir en cuarentena y atemorizados por el simbolismo que ofrece a nuestra intuición parece ser una advertencia que la naturaleza nos hace en medio de tantos proyectos depredadores para que no nos olvidemos de nuestra fragilidad e impotencia, pues el mito del progreso ilimitado nos ha inflado de orgullo, al punto de nublarnos la vista y hacernos creer que para nosotros, hijos de esta civilización, todo es posible.
FUNDAMENTOS IDEOLÓGICOS Y TEOLÓGICOS DE LA CIVILIZACIÓN INDUSTRIAL
La civilización industrial se instaló en el mundo hace ya más de dos siglos. La racionalidad que la rige se inició con el advenimiento de la democracia representativa en el siglo XIX, previa declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, y de los ideales de libertad, igualdad, y fraternidad proclamados al mundo por la Revolución francesa. Sin embargo, el fundamento ideológico que determinó su racionalidad operativa comenzó a elaborarse mucho antes en la filosofía utilitaria inglesa desde el siglo XVII, previendo la futura expansión del poder de la Gran Bretaña en un imperio de dimensiones mundiales. Esa filosofía cambió el referente supremo que daba un sentido de trascendencia al destino humano, el cual, a partir de ese momento, fue la generación de riqueza y los emprendimientos industriales, lo que daría nacimiento al mito del “progreso” que, en adelante, debía orientar los patrones de conducta del homo sapiens.
El fundamento teológico con que se pretendió legitimar este planteamiento ante la conciencia religiosa de la época comprendía toda una concepción del hombre, su destino y su quehacer en este mundo, y partía de la base de que, a causa del pecado original, la razón humana estaba enteramente corrompida, que toda la verdad está en la Biblia, y que los esfuerzos que el hombre haga por alcanzar la verdad mediante sus propias aptitudes mentales son inútiles y deben ser empleados en el progreso de las artes útiles y el comercio (Bacon), lo que fue reforzado con la idea de que la riqueza material es un signo que revela el favor divino, en tanto que la pobreza simboliza reprobación (Calvino). Así, la generación de riqueza devino un imperativo divino con la consecuente acumulación de capital para la constitución de grandes fortunas y centros de poder. A todo ello se agregó una concepción individualista de la sociedad, en el sentido de que esta no está formada por comunidades ni familias, sino por individuos, y que, en consecuencia, la actitud que facilita la generación de riqueza debe ser autorreferente, pues la solidaridad no es rentable (A. Smith).
Este modelo de civilización terminó imponiéndose en todo el mundo. Su versión actualizada y perfeccionada es hoy la así llamada Escuela de Chicago, cuyo mentor es el economista norteamericano Milton Friedman, y cuyas características más relevantes son el énfasis puesto en la hegemonía del mercado autorregulado, la libre circulación de capitales y el rechazo a todo agente o poder que coarte la libertad individual en la gestión económica. Y a pesar de que en países de tradición católica como Francia no se hiciera cuestión de su fundamento ideológico anglosajón, sí se adoptaron los mismos patrones de conducta, implícitos ya en la cosmovisión de la Ilustración, haciendo tabla rasa con los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, pues el proletariado movilizado por las exigencias de los emprendimientos industriales en el siglo XIX padeció bajo formas de servidumbre más inhumanas que en los peores abusos del antiguo régimen.
Por todo lo antes dicho, es común entre los ideólogos del neoliberalismo hoy imperante concebir la historia teniendo como referente supremo el mito del progreso material y el crecimiento económico, de modo que toda la historia pasada, esto es, la experiencia humana de varios milenios, es evaluada solo conforme a la capacidad de las sociedades de generar riqueza y a la mayor o menor envergadura de sus emprendimientos industriales, como si el sentido de la evolución histórica de los pueblos, a la manera de un imperativo divino, hubiese sido esta civilización tal como la hemos conocido desde su emergencia en el siglo XIX. Con ese criterio pierden su valor todas las realizaciones de las culturas no europeas y anteriores, en su patrimonio tangible e intangible, se empañan los valores que estas representan y se juzga erróneamente sus usos y costumbres, porque esas sociedades no han generado tanta riqueza como hoy pueden hacerlo las así llamadas grandes potencias.
MUTACIÓN PSICOLÓGICA DE LA SOCIEDAD
Esta cosmovisión, en extremo reduccionista, provoca el empobrecimiento psicológico de las masas, transformando eso que llamamos la cultura imperante en un orden concebido solo como un constructo económico y tecnológico. Tal es la obra del genial emprendedor, el gran cerebro financiero, el tecnócrata y el científico que le precede. Son ellos los que han construido el mundo que tenemos y han despojado a la ciencia de su fundamento de sabiduría para hacer de ella un saber de dominio de ilimitado poder.
Cabría preguntarse por qué este tipo de hombre es tan efectivo en su quehacer, pero tan pobre como figura humana. En la respuesta a esta interrogante hallaríamos la razón que nos permite entender que nosotros, los humanos comunes que dependemos de los poderosos, hemos sido formados a su imagen y semejanza, esto es, con una estructura psíquica enteramente vertida hacia el exterior. Pues si la así llamada cultura imperante no es más que economía y tecnología, y el mito del progreso nos impone el deber de crecer ilimitadamente y en un solo sentido, nuestra aplicación a los quehaceres de una tal aventura anula aspectos fundamentales de nuestra psique para dejarnos cautivos de las cosas que yacen, pesan y se desplazan en el acontecer exterior. Así se va generando gradualmente en la sociedad una mentalidad promedio puramente utilitaria en desmedro de nuestra identidad personal, pues lo que la cultura imperante exige en nosotros es solo rendimiento, en tanto que la persona que somos va retrocediendo en un proceso continuo de postergación hasta el olvido de sí misma. Esa postergación va empobreciendo nuestra sensibilidad, nuestra afectividad y nuestra capacidad intuitiva a la par que toda nuestra naturaleza sufre una conmoción, apremiada por la aceleración que adquieren todas las formas de la actividad social. Así va atrofiándose nuestra capacidad reflexiva para ser reemplazada por el cálculo, y en un mundo en que se pierde la capacidad de reflexionar y solo impera el cálculo, no queda espacio para la verdad ni para la felicidad, por eso la así llamada “posverdad” es un fenómeno concomitante con el malestar, el cual persiste con carácter crónico, es decir, como algo normal. Pues si se anulan aspectos fundamentales de nuestra vida psíquica con el objeto de que nuestra mente funcione solo en su parcela pensante y al modo que es propio del intelecto utilitario, esas facultades psíquicas que parecen haberse atrofiado siguen ahí, confinadas en el inconsciente, y la imposibilidad de cumplir su función propia es la causa del malestar y de la consecuente neurosis.
Esta anomalía mental deriva de la psicología que caracteriza a la sociedad patriarcal, en la que la vertiente activa y realizadora de la psique se desarrolla desmesuradamente en desmedro de la vertiente receptiva.
Con relación a esto, cabe recordar que la revolución agraria, al inventar el arado y herir la tierra para instalar los cultivos racionales, fundar la ciudad y organizar la sociedad jerárquicamente, conjuntamente y por analogía estableció el dominio masculino sobre su complemento femenino (Gen. 3,16) y sobredimensionó el valor de las virtudes paternas. Con esos antecedentes, se entiende que la civilización industrial procede del activismo del macho que, para ordenar la sociedad, ha elaborado una pedagogía en la que se excluyen las virtudes maternas de la receptividad, la mesura, la intuición y el afecto.
La ideología que sustenta una aventura histórica como la que la humanidad actual está viviendo necesita, en efecto, desacreditar la experiencia humana de los milenios anteriores para generar en cada individuo la convicción de que el sentido de la historia humana no es otro sino la búsqueda del bienestar, el que solo ha sido posible gracias a los ingenios tecnológicos actuales y a la domesticación de la energía. Así, toda la historia vivida antes vendría a ser solo una preparación para este mundo mecanizado, alimentado por los recursos naturales y servido por los recursos humanos, manejado desde oficinas situadas en diferentes pisos de altos edificios.
AL LÍMITE DE LO SOPORTABLE
Los creadores del mito del progreso han logrado convencer al hombre de mentalidad promedio, pero el precio que este ha debido pagar por su fe en este modelo es tan alto que ya se ha generalizado el sentimiento de que para la mayor parte de la población mundial el tan anhelado bienestar no es tal, al fin, sino al contrario. La gran masa urbana vive apremiada por el tiempo útil, y su creciente aceleración, al servicio de la máquina con la que quiso ser servida.
Consciente estoy, por otra parte, de que no se puede condenar en bloque a la civilización industrial, pero, en desmedro del bien que aportó al mundo, desde hace muchas décadas sus emprendimientos y realizaciones están alcanzando una peligrosa desmesura que altera gravemente nuestra vida, de manera que el bienestar ha degenerado en malestar crónico, la paz en conflicto permanente, el orden en confusión, la verdad en posverdad, esto es, la versión de los hechos que más conviene al poder que nos controla, en tanto que las masas, a nivel mundial, comienzan a dar muestras de no estar dispuestas a seguir tolerando este estado de cosas, pues ya no es un secreto para nadie que en materia de medioambiente estamos corriendo el riesgo de un colapso generalizado del orden natural. Pero, aun así, si tal no fuera el peligro anunciado, la humanidad está intuyendo, a estas alturas de la historia, que en este funcionar mecánico que anula su vida real se corre el riesgo de dejar de ser humano.
PUEBLO Y MASA
La civilización industrial masificó a los pueblos, porque el concepto de pueblo es correlativo al de cultura. Los pueblos son tales cuando están en posesión de su cultura, esto es, la estructura interior que da forma y sentido a su existencia como comunidad humana, y orienta la evolución de su devenir histórico. De la cultura procede la identidad de las naciones, porque abarca todos los aspectos de la vida y pone su sello distintivo a sus creaciones, usos y costumbres.
El concepto de masa es el contraconcepto de pueblo, y corresponde en los hechos a un conglomerado humano amorfo, carente de estructura interior. Si la cultura vivida por un pueblo le confiere a su gente sabiduría, virtud, creatividad e identidad, la masa, por el contrario, al ser desarraigada del espacio espiritual de su cultura, pierde esas aptitudes, en tanto que los individuos son despojados de su carácter original de personas para ser uniformados por los lugares comunes de una racionalidad ajena en todo a la noción de sentido y de trascendencia. Así, la vida, que es un don, se vuelve un problema, y el vivir se reduce al solo hecho de solucionar esos problemas.
Fue la civilización industrial la que produjo ese tipo de hombre afectado por múltiples carencias, que vive en conglomerados urbanos donde los individuos están físicamente juntos, pero no son comunidad. Creó también los espacios indiferenciados donde desaparece el arte de habitar la Tierra, y con él, las tradiciones de sabiduría y prudencia de los pueblos, para en seguida insertarse en la pura mecánica de una existencia sin alma ni valores. Fue la civilización industrial la que creó esas masas de hombres que venden su fuerza de trabajo para enfrentarse a una existencia sin más contenido que el esfuerzo laboral exigido por un sistema en el que delegan sus aptitudes en especialistas, productores e intermediarios para transformarse ellos en consumidores y usuarios pasivos.
GÉNESIS DE LA CULTURA
Para una mejor comprensión de lo dicho hasta aquí, no se puede omitir una reflexión sobre cómo se generan las culturas históricas, porque si bien el tema parece una digresión, no lo es en cuanto el colapso de una cultura implica la pérdida de los valores fundamentales en que se sustenta su devenir histórico, y esa pérdida, que es advertida y sufrida por el sector más lúcido de la sociedad, obliga a una reconsideración del proceso de la génesis y vigencia secular de esos valores hasta el punto de inflexión en que comienzan a perderse.
Toda cultura nace de un acontecimiento espiritual, el cual ocurre en el seno de una sociedad destinada a vivir un proceso gradual de integración. Este suceso, en su apariencia, suele presentarse como un hecho insignificante e ignorado por la sociedad, y solo conocido por los más próximos a la fuente de su procedencia. Esa fuente se identifica siempre con la vocación de un hombre carismático revestido de una autoridad que trasciende toda forma de autoridad conocida en el mundo, quien comunica a los pueblos un mensaje que contiene una nueva concepción del hombre y su destino, de la sociedad y del mundo todo.
Si bien el mensaje de esos hombres, en el inicio de su ministerio, sufre contradicción y ellos mismos son rechazados y hasta perseguidos por un sector de la sociedad, especialmente por quienes ejercen el poder, la trascendencia del mensaje termina por imponerse y transformarse en un referente supremo que nos enseña el sentido de la vida. Es en torno a ese referente que se constituyen los pueblos y las naciones. Y así la posterioridad podrá entender, después de transcurridos varios siglos, que tal fue el proceso del nacimiento y desarrollo de una nueva cultura.
Este proceso histórico es el que se observa en el caso de la vocación de Mahoma, el profeta de Arabia y fundador de la cultura islámica; también el caso de la vocación de Kung Fu Tze (Confucio), fundador de la cultura clásica china.
En lo que se refiere a la cultura occidental, su origen se remonta hasta el profeta judío Jesús de Nazaret, quien siendo un humilde carpintero trajo al mundo una Buena Nueva capaz de cambiar el paradigma de civilización de su época y fundar una nueva cultura en Europa y Medio Oriente. Los hombres se congregaron en torno a nuevas verdades fundamentales y surgieron nuevas motivaciones para el quehacer humano; se liberó la creatividad de los pueblos y surgió el sello identitario que marcó todas las formas de vida, creaciones, usos y costumbres del nuevo orden.
Visto así el fenómeno del nacimiento de una cultura, se llega a la conclusión de que el acontecimiento que inicia su proceso histórico es como una simiente pequeña, pero de la que ha de surgir un gran árbol cuya vida puede durar varios milenios. Esa simiente es espiritual, con lo cual no se pretende decir necesariamente que sea “religiosa”, como el caso de Confucio lo demuestra, aunque posteriormente las verdades fundamentales que trae al mundo pueden generar un culto, lo cual es de importancia secundaria para la comprensión del fenómeno.
SENTIDO DE TRASCENDENCIA
Decir que el impulso original que da nacimiento a una cultura es un acontecimiento espiritual significa que la fuerza que congrega a los hombres y los constituye como pueblos y naciones es interior, incide en el fundamento de la conciencia y da sentido a la existencia. Ese sentido no es personal sino comunitario, y genera patrones de pensamiento y de conducta que lo expresan, pues el fenómeno mismo de la conciencia es correlativo a la noción de sentido y de destino. Todas las culturas, desde sus orígenes, se han basado en la noción de un destino trascendente de la criatura humana. En todas las culturas, el pacto social se ha hecho no en relación a cómo los hombres se organizan para producir, sino en referencia al sentido. Sin asumir como comunidad las verdades que expresan el sentido, la conciencia humana carecería de fundamento para hacer del hombre un habitante del mundo que comparte su vida y su destino con otros de su especie en un orden social establecido.
Aquello no le resta importancia al hecho de que el pacto social incluye necesariamente una forma de organización para producir, pero esta supone la congregación previa de los hombres en torno a esas verdades fundamentales que dan sentido y forma a la sociedad.
DECADENCIA Y COLAPSO DE LAS CULTURAS
Las culturas no son eternas; se desgastan. Están vivas y creativas mientras son animadas por el espíritu del acontecimiento que las hizo nacer y les dio su organización interior y sus valores. Las grandes culturas emprenden grandes obras y generan formas complejas de vida. Y ocurre que la creciente envergadura de las obras y de la complejidad de la trama de la actividad social, a través de los siglos, va generando una transformación en el alma de las naciones, debilitando el vigor interior de las personas y aumentando la actividad por lo que la conciencia se ve en la obligación de proyectarse constantemente hacia el exterior, formándose al fin el tipo humano cautivo de la problemática del mundo, esto es, cautivo de su propia obra, lo cual anula la lucidez del espíritu que antes le permitía tener presentes los valores que constituían el fundamento de su cultura.