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Las casas

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Fue como entrar en una gigantesca selva blanca, mucho más grande de lo que daba la impresión desde fuera, en la verja de entrada junto a las jardineras de piedra, todos contemplando con la cabeza un poco echada hacia atrás los ventanales que cubrían por completo la parte delantera del edificio, algo apartado del centro de la ciudad pero todavía limítrofe con uno de sus mejores barrios residenciales. Justo después de que se descorriera la cancela con su lenta ceremonia eléctrica, una estatua sedente ensamblada de espejos reflejaba en las mil direcciones de la luz el primer asombro de quien acababa de superar el acceso al castillo, y, al atravesar las puertas y sumergirse por primera vez en el amplio recibidor y sus cúpulas abiertas al cielo, las columnas y los pisos superiores intuidos a través de barandillas de cristal, elevadores transparentes y sonido de pisadas en cajas de escaleras, el visitante recibía una vaga impresión de claustro o de lugar sagrado. Incluso si tenías doce años la sensación era la de pisar un acceso ignoto donde nada debe ser interrumpido y todo continúa su funcionamiento preciso, ágil y disciplinado, al margen de cualquier desorden o confusión. Entraban ganas de guardar un respetuoso silencio y dejarse llevar por aquella armonía sincronizada al ver a los hombres y mujeres en batas blancas que caminaban por los pasillos con la obediencia y la confianza de los creyentes en un templo. El grupo de escolares se detuvo junto al enorme mostrador circular de bienvenida, cuya superficie gélida y pulida, sin esquinas, se asociaba en la mente desde el primer golpe de vista con la materia prima de una nave espacial o de la nieve virgen, y mientras aguardaban contemplaron, sin ni siquiera atreverse a hablar o a hacer movimientos bruscos, las estancias altas y diáfanas como las de una clínica o una iglesia, con esas mismas luces verticales que no proyectan sombras ni dejan rincones ciegos. Era como si no hubiera umbrales, como si no existieran huecos donde algo pudiera esconderse y saltar de improviso, y todo se extendiera con la inmediatez de un horizonte completamente visible en su totalidad. Todo honesto, todo aséptico, ninguna oscuridad ni engaño.

Las instalaciones de SymGest se repartían por toda la ciudad y albergaban laboratorios, oficinas, consultas y salas de visitas, conformando una red importada tras el éxito inapelable de su gestión en otros países cuyo número crecía cada vez más. Eran todas igual de blancas, como palacios de cristal o edificios del futuro, limpios memoriales que a modo de brillantes hitos guardaban y exponían la historia del ser humano. «Podríamos decir que ésta es la primera casa de los bebés, y nos esforzamos para que sea una casa bonita». El doctor que salió al encuentro del grupo y comenzó a guiar la visita ya llevaba un rato hablando, pero éstas fueron las primeras palabras que hicieron efecto en Beatriz. «Todos los bebés necesitan una primera casa», decía el doctor, «y nosotros se la proporcionamos hasta que sus padres los recogen». El primer espacio habitado. En la memoria no es más que la huella de vaho casi borrada que queda en un cristal, la sombra prácticamente extinguida de una espesura blanca. Sin explicarse la asociación, Beatriz evocó en un relámpago el río que formaron los niños indios del cuento cuando fueron robados, aquel relato infantil que escuchaba a su madre y que no iba destinado a ella. Un río de lágrimas a través del bosque.

Los habían guiado hacia el interior más profundo del edificio y ahora cruzaban nuevas puertas que se abrían y se cerraban automáticamente detrás de ellos. Nadie tenía que mandarlos callar, el grupo de estudiantes avanzaba en orden y en el expectante silencio de los intrusos que atraviesan los pasadizos de la pirámide.

—Bien, en breve podréis ver a una de nuestras mejores ejemplares en su recinto de descanso. Pero antes —el doctor detuvo a la fila de alumnos frente a unos enormes paneles iluminados— os explicaré un poco en qué consiste nuestro trabajo.

Beatriz levanta los ojos en dirección a las letras eléctricas que parecen caer del techo hasta ellos como una lluvia corrosiva de luz azul: letras, símbolos, dibujos y lemas se proyectan sobre su cara y la de sus compañeros, todas dan la impresión de descender en regueros brillantes. El doctor les descifra los mensajes que empezaron a escribirse allí mucho antes de que ninguno de ellos naciera, parece desdoblarles ante los ojos los papeles que alguien metería entre las tablas del techo de una casa, ésta que construyeron para los recién nacidos, hundiendo las uñas entre las rendijas de la madera y dejando al descubierto el hueco húmedo donde los sacerdotes escondieron sus dogmas. Tecleaba en un panel y nuevas frases y esquemas florecían, luminosos, sobre las paredes.

—… eliminar a las mujeres de la ecuación solucionó el problema. Por supuesto, nadie podría cuestionar ahora los inconvenientes éticos… aquello no era viable ni legal, no podíamos utilizar a mujeres para el Proyecto Origen.

La atención de Beatriz iba y venía de los paneles a los trabajadores que entraban y salían del habitáculo, con sus batas impolutas, sus carpetas y tablas de memoria en las manos. Ninguno les prestaba atención, seguían su ruta como caminantes mecánicos sobre un carril.

—El Proyecto Origen de gestación secundaria ha sido la culminación de años de investigación y trabajo y el remedio a pandemias, guerras y crisis de natalidad. Ha supuesto alivio para muchas personas y ha traído esperanza a sociedades diezmadas.

La cara de un simio apareció sobre los paneles. Beatriz hizo una mueca, algunos de sus compañeros la miraron y reprimieron risas. La profesora que los acompañaba pidió silencio.

—Hemos tardado décadas en perfeccionar nuestros estudios, por supuesto, pero siempre partimos del mismo punto: de entre todos los primates, los gorilas son los que comparten un mayor porcentaje de material genético con el ser humano, entre un 97 y un 98 por ciento. Muchas de sus secuencias coinciden con las de nuestra especie, lo cual, incluso a día de hoy, nos sigue pareciendo milagroso. La gestación y reproducción del gorila es, también, muy parecida a la nuestra: el periodo de embarazo de las hembras es de ocho meses y medio, y alcanzan su madurez sexual a los diez años aproximadamente. Teniendo en cuenta que suelen vivir una media de cuarenta años, cada hembra puede alumbrar hasta tres o cuatro crías. En estado natural, los embarazos solían producirse en intervalos de cuatro años, pero gracias a nuestras modificaciones genéticas conseguimos reducir ese tiempo a la mitad.

Las pantallas mostraban ahora varias escenas de gorilas en estado salvaje.

—Las coincidencias con la especie humana no terminan ahí: las gorilas demuestran poseer un gran instinto maternal con sus crías, que permanecen bajo los cuidados de sus madres hasta los tres años. Desde el principio nos llamó poderosamente la atención el fuerte vínculo que se crea entre una madre y su cría en estos primates. Las madres primerizas, al igual que las mujeres, pueden permanecer sosteniendo a sus bebés en brazos durante largo rato… Aquí podéis verlo. —En un parpadeo de la luz, imágenes de gorilas con sus crías y, tras un giro súbito, nuevas escenas de hombres con armas de fuego y ejemplares muertos a sus pies—. Los gorilas estuvieron durante mucho tiempo en peligro de extinción, por ser blanco de cazadores furtivos y comerciantes sin escrúpulos. El Proyecto Origen también puso fin a esta barbarie. Hemos conseguido repoblar ecosistemas enteros, aumentando la población en las selvas originarias de África central. Si os parece bien, continuaremos la visita viendo las salas de cuidado y selección y por el camino os seguiré explicando más cosas.

El fulgor de las pantallas se disolvió con un murmullo acuático. La salida de la estancia se abrió descorriéndose en silencio y los colegiales enfilaron una larga pasarela que atravesaba un abismo transparente a una altura de tres pisos. A ambos lados, salas separadas con tabiques de metacrilato cuyo interior podía distinguirse a lo largo de todo el puente. Como en un hormigueo ajeno al ojo, Beatriz percibió el continuo movimiento de las figuras blancas que seguían desplazándose por dentro de las estancias.

—Hemos salvado a las gorilas de la extinción y les hemos proporcionado una vida idílica. Aquí disfrutan de todo tipo de comodidades y de un trato inmejorable, adecuado a sus necesidades, y a cambio realizan un servicio importantísimo para toda la humanidad. SymGest y el Proyecto Origen han concedido sueños, ilusión, vida… ¡han hecho del nuestro un mundo mejor! —en este punto el doctor abrió los brazos para enfatizar su alegato, intentando señalar y abarcar al mismo tiempo todo el espacio que les rodeaba, pero Beatriz comenzaba a escucharle como entre ecos—. No hay restricciones, y ése es el mejor logro y el mayor acierto de nuestro trabajo. Cualquier persona, de cualquier condición, orientación sexual y estado civil, puede solicitar los servicios de una de nuestras ejemplares en el momento en que lo desee. No ponemos límites ni obstáculos. Todo el mundo tiene derecho a ser padre o madre, y el éxito alcanzado es lo que nos motiva a seguir adelante. Hay mujeres que nos contactan por motivos de salud, por falta de tiempo, por comodidad, por trabajo, porque no desean vivir un embarazo o porque sencillamente no pueden… No entramos en preguntas incómodas ni en juicios, nos limitamos a escucharlas y a cumplir sus sueños. Cada vez más personas desean bebés propios, con sus mismos genes, pero sin las molestias que supone una gestación natural. Nosotros las ayudamos a perpetuar sus vidas, les aseguramos una ilusión de supervivencia que en realidad es una certeza —era evidente que le emocionaba escuchar su propia narración, le bastaba sentir él mismo la excitación una y otra vez sin necesidad de transmitirla a sus oyentes—. ¿Y cómo lo hacemos? ¿Cómo hemos conseguido todo esto?

Beatriz se apoya en la baranda del puente, mira bajo sus pies, más allá de los relucientes zapatos del uniforme del colegio, y contempla sin reacción el vacío, los autómatas blancos que recorren sus pasillos de cristal en pos del milagro o la catástrofe, no lo sabe todavía, preguntándose en otro relámpago insensato si alguien sería capaz de sentir más compasión por una sucia mona antes que por las mujeres que antes hacían ese mismo trabajo. Desde la pasarela también podían contemplarse más de cerca las cúpulas y el cielo artificial al que ascendían las columnas justo antes de ramificarse en ligeras y sólidas nervaduras de mármol. Vuelve a mirar hacia delante pero se ha perdido parte de la explicación.

—… controlamos al detalle el desarrollo del feto, monitorizamos cada día sus avances y los de la gorila gestante… —Beatriz vuelve a distraerse, en una de las salas a su derecha un grupo de batas blancas se ha reunido en torno a una mesa de panel táctil y estudian los esquemas proyectados, hélices de colores que giran en el aire—. Una manipulación genética básica nos ayudó a adaptar del todo su gestación a la humana, para evitar posibles problemas o complicaciones. Los padres pueden elegir también el método de parto: natural o por cesárea. Las implicaciones y consecuencias en el bebé son nulas.

Una mano se levanta en la parte central del grupo. Beatriz se alza ligeramente de puntillas para saber quién va a hacer la pregunta.

—¿Nunca han tenido ningún error? ¿Y si hay algún imprevisto?

—Está todo controlado para que eso no suceda. Reducimos cualquier riesgo a un porcentaje mínimo…

—¿Pero qué ocurre por ejemplo si hay gemelos, o si algo falla?

El científico rechaza aquella hipótesis con un movimiento de cabeza y una sonrisa que da a entender su incredulidad pero también una benévola condescendencia hacia el neófito que la plantea. Su fe en el poder de los laboratorios es absoluta.

—Sucede en muy contadas ocasiones, y tratamos de impedir ese supuesto mediante hormonación y un estricto seguimiento de cada ejemplar gestante… una de las cuales, por cierto, pasaremos a ver a continuación.

Las palabras del doctor, a la cabeza de la fila mientras reanuda su marcha, han pasado a ser un humo que se extiende y parece envolverlos. Beatriz lo tiene ante los ojos y apenas le presta atención, aunque se quedará dentro de ella tan penetrante como el olor del fuego, algo atávico anterior a ella misma y a la propia capacidad de hablar. Las preguntas de sus compañeros son también un murmullo, un entrechocar de piedras en la distancia.

—¿A las gorilas les gusta estar aquí?

Beatriz no capta la respuesta pero sí el tono de voz del científico, que suena plenamente satisfecho de su convicción, sea la que sea, y justo en ese momento piensa en la estatua que les ha recibido minutos antes, en la entrada, como una representación a gran escala de esas figuritas de cristal que se colocan en los muebles de los salones y son consideradas como adornos de enorme valor por sus dueños. De un manotazo le vienen a la mente la imagen y el gesto; un monumental primate hecho a base de pequeños espejos, sentado, paciente, mirando hacia las instalaciones con los brazos sumisos y una expresión serena en el prisma reflectante de su rostro como si dijera: «Estoy aquí para ayudaros, estoy a vuestra disposición». Cada invitado que llegaba se duplicaba en la escultura, momentáneamente en una refracción fugaz o durante un tiempo prolongado. Junto al resto del grupo, Beatriz entrevió su propia cara y su cuerpo deformados en la superficie poliédrica de los cristales, una fragmentación caótica de cabezas, piernas y chaquetas de uniforme que brillaba como por piezas, saltando y bailando sobre cada triángulo, hexágono y rectángulo hasta que les hicieron entrar al edificio.

Atraviesan dos salas más, el mismo suelo reluciente y los paneles luminiscentes encendidos o en espera haciendo las veces de tabiques separadores. Hay tubos de cristal de amplio diámetro que ascienden hasta el techo, y dentro, en un continuo baile en espiral, observan volátiles cadenas proteicas que giran y se enroscan como hojas de colores buscando el aire. Sólo faltan dos salas, diez minutos escasos para darse de bruces con una especie de primera revelación; aunque entonces Beatriz no lo sabe todavía ni lo sabrá hasta mucho después. De momento sólo busca posar la vista sobre algo que le llame la atención, aunque sin demasiado esfuerzo ni confianza en que nada pueda impactarla, avanzando abstraída como en una ensoñación junto al resto de sus compañeros, que se fijan en las paredes táctiles y los tubos de ensayo bajo la misma luz blanca que lo inunda todo. Sería más tarde cuando recordaría con total claridad el momento preciso en que el doctor abrió el acceso a las zonas de descanso, su última pisada cruzando las puertas automáticas y la repentina aparición de un nuevo corredor pegado a un gigantesco escaparate a su derecha, el primer vistazo por encima de las cabezas que la precedían e incluso antes de eso, los minutos que estuvieron esperando frente a la verja de la entrada resurgirían más tarde en una evocación completa, las jardineras de hormigón con sus piedrecitas ornamentales, aquella escultura de espejos y los ventanales que reflejaban las nubes y los edificios de alrededor, todo ensamblándose en una única pieza, un recuerdo pleno en su conjunto años después, cada insustituible movimiento encajado en el anterior y en el siguiente a la manera de un engranaje de sucesión perfecta desde el segundo exacto en que bajaron del autobús esa mañana. Un mecanismo íntegro que se presentaría acabado ante sus ojos en el futuro y sólo gracias a aquello con lo que iba a toparse en un espacio de tiempo medible ya en minutos pero que aún habría de dilatarse mucho más por delante de ella, hasta que comprendiera o al menos empezara a intuir todas sus implicaciones.

De momento el doctor había activado el acceso a la nueva zona del recorrido y explicaba la organización general de las gestantes.

—Recluimos a las ejemplares embarazadas en salas aisladas y tranquilas para someterlas a horarios estrictos y un control riguroso de sus hábitos, aunque por supuesto también disfrutan de amplios espacios abiertos. Y aquellas que de momento se encuentran en espera o acaban de terminar un ciclo de gestación viven aquí, en las zonas de descanso, algunas de las cuales enseñamos al público o a nuestros clientes para que contemplen por sí mismos su hábitat y todas las comodidades que ponemos a su disposición. Además de un habitáculo cubierto, en el recinto hay varias especies de árboles de especial frondosidad, un pequeño lago artificial y una cúpula que recrea la luz solar y los cambios atmosféricos. La temperatura es, en todo momento, la idónea. Controlamos también las constantes vitales de nuestras ejemplares y sus posibles alteraciones de apetito o sueño, y actuamos en consecuencia mediante incentivos, música clásica o ejercicios relajantes. Su calidad de vida, como podréis comprobar, es incuestionable. Incluso envidiable, me atrevería a afirmar.

Los escolares se sitúan frente al cristal, aguardando. Algunos apoyan las manos en su superficie pero enseguida les advierten de no hacerlo. El doctor transmite una breve orden por el micrófono enganchado a su solapa para abrir las puertas de un cubículo situado a tal distancia del cristal que apenas pueden distinguirlo, aunque se perfila contra el verde de la vegetación como una estructura redondeada de líneas suaves y relucientes y produce una impresión chocante, la misma que daría un iglú en mitad de la selva. En realidad las vistas parecían las de un paisaje exterior, un bosque bajo cielo abierto al que se asomaba un ventanal de cuatro metros de alto, sólo que no se sentía ningún aire que agitara las copas, éstas permanecían inmóviles. Había una calma paralizante; a través de ella se presentía que estaba a punto de descorrerse un gran telón.

Una sucesión estricta y lógica; pese a la lejanía, Beatriz empezaría a percibirlo desde el instante en que una figura comenzó a acercarse a ellos, lenta y oscura como una nube inmensa. Escuchó las primeras exclamaciones de asombro y al doctor presentando a su ejemplar como Número Nueve, enunciando sus características y haciendo partícipes a los estudiantes de su entusiasmo, aunque por decoro obvió preguntar quiénes de ellos habían nacido a través del Proyecto Origen. A mitad de camino la criatura se detuvo y alzó el mentón para olfatear el aire, seguidamente se sentó y se dedicó durante unos minutos a la labor de remover el suelo con sus enormes dedos grises, juntando piedrecitas como si se concentrara en contarlas. Actuaba con paciencia, sin ninguna prisa, de vez en cuando levantando la cabeza y olfateando de nuevo, hasta que pareció fijarse en el grupo agolpado contra el cristal que limitaba su bosque y se encendió algo en su ceño prominente que partió desde la misma dilatación de sus aletas nasales. Entonces dejó a un lado las piedrecitas acumuladas y comenzó a mecerse con un gemido que fue agrandándose y que al incorporarse sonó casi como el resurgir de un dolor antiguo, la quemadura de una herida jamás curada ni olvidada. Desde altavoces ocultos en el interior del recinto se inició una música suave y por espacio de un instante la gorila adoptó con sus brazos la posición de acunar el vacío, después siguió meciéndose adelante y atrás y en el último vaivén clavó por fin la vista en los colegiales. Quizá fue aquélla su última hora de tormento, o la primera, después de permanecer dormida soñando, quizá, con el desgarro. Se llevaba los brazos a la altura de la cara y se quedaba observándolos un momento, como si no creyera tenerlos delante; quizá había estado soñando que envolvían sus brazos de roca y los exponían a la lluvia, así de estéril imaginaba o recordaba, si tuviera capacidad de hacerlo, la lluvia en su insensible cápsula de hielo, mucho antes de que la tierra se hubiera vuelto tan dura bajo sus extremidades. Quizá también recordara otra tierra, lejana y distinta a la que palpaban sus dedos ahora, ramas derrochando frutas y semillas sin pedírselas y una orilla arcillosa recibiendo fértil el agua en un pequeño claro donde no hacía falta señalar más cómputo que el de la recogida y el arrullo. Eso soñaba, quizá, envuelta en su niebla hasta que llegaron los niños de visita y Número Nueve escuchó sus voces por detrás de la pared invisible que tocaba pero no podía comprender, y entonces fue como si la primera memoria que pisó el mundo, tan envejecida, mudada de nombre y de aspecto, se hubiera puesto de repente un disfraz y regresara.

—Número Nueve es una de nuestras ejemplares más antiguas —la voz le llegó a Beatriz desde su espalda, transportada por encima de la barrera que formaban sus compañeros agolpándose—. Ya ha completado tres ciclos de gestación y se merece un prolongado descanso.

En aquel momento, al verla tan de cerca por primera vez, Beatriz sintió una oleada inicial de rechazo, incluso de asco. Cómo sería nacer de un primate, uno igual que aquél al que observaba tras el cristal, tan semejante a un ser humano y a la vez tan grotesco en el remedo de sus movimientos y sus muecas. La gorila caminaba en círculos desde hacía un rato, la boca formando un tubo ululante que apuntaba hacia el cielo, y ahora se acercaba al cristal, justo hasta su posición, ágil pese a su consistencia de roca, con los brazos como troncos marcando sus pasos por delante con una precisión de coloso. Algunos niños gritaron, pero Beatriz no se apartó. Se asemejaba a una gigantesca estatua de piedra que acababa de aprender a caminar e inspiraba toda ella una impresión conjunta de violencia y mansedumbre.

De repente ocupó todo su espacio de visión como una aparición estática proveniente de otro mundo. Apoyó los nudillos en el cristal con gesto dócil, acercó la cabeza plana y alargada, cubierta de pelambre oscura, hasta que su vista se fijó desde un ángulo más inclinado, hacia arriba, y Beatriz sintió el impulso de pegar también su frente al escaparate para poder mirarla más de cerca. Lo primero que pensó fue que jamás había visto nada igual, ni imaginaba siquiera que podía transmitir semejante familiaridad, difícil de asumir en un vistazo rápido pero sin duda reconocible. Extrañamente, era posible asimilar como cercana aquella boca doblada en una expresión conmovedora, aquellos ojos minúsculos cuya mirada recordaba sin mucho esfuerzo a la de un ser humano y que comunicaban una urgencia que no podía ser negada. Escondían algo que Beatriz no sabía determinar pero le parecía posible llegar a avistar, secretamente, en las profundidades, brillando salvaje como el relámpago sobre altas frondas. De cuanto observaba, Beatriz siempre esperaba extraer algo que se la ocultara, una revelación o cualquier presentimiento. Lanzaba los ojos como una cuerda y tiraba de vuelta esperando examinar la pieza cobrada. En aquel momento no sabía qué era lo que esperaba ver, pero tenía la sensación de estar a punto de verlo, porque no era como mirar dentro de un túnel, o de un hueco vacío, y no divisar nada, sino que en lo profundo de aquellas pupilas diminutas, bajo los huesos prominentes de las cejas, podía distinguirse algo parecido a un temblor, la tenacidad de una larga espera. En respuesta, la gorila la miraba también a ella, y no era como si la miraran sencillamente, sino como si la vieran por primera vez. Ante Beatriz, que seguía inmóvil, el enorme cuerpo negro creció frente a la niña hasta cubrirla de sombra. Imaginó una progresión, un atisbo. No había ferocidad ni amago de lucha en el abrir lento de los labios o en el aleteo de la nariz contra el tabique transparente que las separaba, más bien un chispazo de algo parecido a la razón en la placa gris del rostro. La criatura entrecerró los ojos fijos, estudiándola, parpadeó y movió la cabeza asintiendo, con la boca contraída, y un instante después pareció encontrar reposo.

En aquellas pupilas Beatriz percibió con exactitud una especie de luz avivada por un golpe de viento. Si no supiera que era absolutamente descabellado, habría jurado que esa gorila estaba pensando en aquel instante, culminando un proceso de reconocimiento. Parecía incluso esforzarse en pronunciar vocales o consonantes para comunicar el final de su espera, estirando la boca y encogiéndola, queriendo articular sonidos que al oído humano podían imitar los de una llamada desesperada. Un completo disparate. Pero intuyó un lenguaje dirigido a ella y su corazón respondió a golpes. Las voces junto a ella se habían desvanecido por completo y la inundó una sensación de desvalimiento. Un resorte muy pequeño le saltó en el pecho, algo muy parecido a compartir un desánimo y después un alivio, muy tenue, muy ligero, flotando hasta ella en un resuello que se apretaba suavemente a su alrededor. Desde muy lejos llegaba la bruma, desde un tiempo que ella no conocía pero tenía la sensación de haber traspasado con su cuerpo, como desgajando en dos un velo.

Súbitamente, la gorila transformó la expresión de su rostro; enseñó los dientes y comenzó a gritar. Los demás se retiraron, espantados, pero Beatriz permaneció inmóvil incluso cuando el animal levantó los puños y alargó después los brazos hacia ella, bramando, abriendo la boca de forma aterradora y convirtiendo sus gritos en alaridos. Antes de preguntarse si habría empezado a golpear el cristal alguien trató de separarla con suavidad y firmeza, pero ella aún seguía paralizada mirándola, sometida a una especie de fascinación. Emergió al segundo intento, cuando su profesora la arrancó de allí para continuar adelante con el grupo. Quiso protestar, girarse de nuevo, pero sólo cuando alcanzaron la mitad del pasillo se dio cuenta de que se había quedado sola frente al escaparate mientras los demás la dejaban atrás. Volvió la cabeza para ver al animal siendo apartado del cristal mediante alguna distracción que le impidiera seguir al grupo desde su margen, captó por último una de sus manos tocando todavía la superficie lisa y escuchó una queja final que se prolongó hasta que llegó al otro extremo de la pasarela, donde el doctor continuaba sus explicaciones. Beatriz intentó volver en sí, no podía permitirse mostrarse aturdida, y lo peor de todo era notar cómo el asco se revertía inexplicablemente sobre sí misma. Su vista sobrevoló con rapidez el grupo hasta localizar la cabeza de Víctor y se acercó a él para canalizar su impacto de manera inmediata.

—Qué guapa tu madre, ¿la has visto? Se parece a ti —murmuró, lo suficientemente alto para que quienes estaban cerca también pudieran oírla. Víctor fingió no escucharla, pero ella captó su encogimiento y eso la ayudó a controlar su propia sensación de náusea hasta el final de la visita.

De hecho, aquella angustia le duraría días, aunque no tuviera conocimiento todavía de que para deshacer ese nudo Beatriz tendría que volver casi cada día a aquel mismo lugar años después con una nueva angustia sustituyendo a la anterior: el intento o el empeño de ver en el pórtico la entrada a un hogar. Porque lo que sucede dentro de las casas, cada una con su tragedia y su derrumbe, nos acciona con su motor silencioso, y si el pasado es una cinta que inicia su despliegue hacia nosotros, uno de sus primeros nudos se enredó allí aquel día, durante la visita a las instalaciones.

Siendo adolescente, muchas tardes y noches antes de volver a casa caminaría por las calles sin pensar, llevada de la misma inercia que la conducía hasta allí las veces anteriores, repelida y al mismo tiempo ansiosa por regresar, toda su corriente sanguínea concentrada únicamente en las piernas para seguir avanzando, vacío el resto del cuerpo de toda voluntad o reflejo de vida. Seguía aquel impulso hasta más allá de las calles del centro, hasta cruzar el parque, traspasar la frontera de su barrio de anchas aceras y seguir adelante en la mordida oscuridad de la noche por calles menos transitadas, más estrechas, manzanas residenciales lejos del bullicio de las terrazas y las zonas de copas, con la impresión de que se estaba abriendo una grieta en el mundo y lo único que buscaba al asomarse era la posesión, o el deseo, de una retrospectiva. Llegaba hasta allí, por fin el muro de piedra blanca que rodeaba su perímetro y las enormes jardineras junto a la verja de la entrada, y antes de abstraerse figurándose el lugar como un premonitorio campo de batalla encontraba a veces a una figura en la esquina opuesta, alguien a quien no distinguió al principio pero a quien nunca quiso decir nada después. En general le molestaba su presencia, le perturbaba casi más que la fuerza que la obligaba a regresar al edificio, pero la primera tarde que lo reconoció la cercó un pensamiento que desapareció antes incluso de desecharlo. Sin embargo, permaneció sobre sus cabezas aquella mutua mirada de desconfianza que le reveló a cada uno su propio interior en un chispazo, como si ambos fueran portadores del fuego o llevaran dentro una antigua marca de exilio. Los dos se quedaban en silencio contemplando los ventanales, cada uno en su esquina, sin dirigirse jamás un saludo, y con un presentimiento de conspiración evocaban un paisaje de columnas de mármol y pasillos amplios y diáfanos como los de un palacio de invierno a punto de ser asaltado.

Fuera, lejos, por encima y por detrás de ellos, imaginaban que la gente era un borrón que corría en direcciones equívocas mientras se extendía el humo; podían incluso visualizar cómo saltaban todos los cristales bajo la presión del fuego. Distinguían el volumen de la estatua de la entrada y escuchaban cómo empezaba a resquebrajarse; sus espejos se nublaban y después se dividían en mil centellas y estallaban. Escondidos con bultos en los brazos al pie de las escaleras mecánicas, ya sin coches que pasaban, ellos continuaban avanzando: se abrían paso hasta la salida más lejana y, como si hubieran sido los causantes de la catástrofe o los agentes que restablecerían el orden, aguardaban a que cesara el miedo, a que se apagaran las últimas voces y los últimos pasos, a que el naranja estuviera disuelto y por fin sólo pudiera verse la noche clara tras el blanco nevado de los laboratorios. Y les quedaba, entonces sí, un recuerdo muy lejano que no habían podido sacar de sus cabezas en todos aquellos años: un lamento acunándolos y, tras un largo gemido, el alarido súbito de criaturas que soñaban en su niebla, quizá, con el desgarro.

Quien esté libre de culpa

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