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ОглавлениеBLACKWOOD (ALCES ALCES)
Vivía con miedo de que aparecieran otra vez. Casi podía olerlos a mitad de la noche, escuchar sus pisadas en la hierba húmeda y hasta en las hojas de los árboles. Ordené a los sirvientes que atrancaran las puertas y tapiaran las ventanas. No tenía idea de que ya nada de eso tenía sentido: ya era demasiado tarde.
Sé lo que pensaban de mí. A todos les parecía un ricachón excéntrico que no paraba de exigir caprichos. Ellos no podían saber lo que yo, pues cuando oscurecía ya se habían ido, ya fuera por orden mía o por convicción propia. Sus preguntas y dudas me perseguían por los corredores de la casa, ya me tenían harto. También me sentía temeroso, no quería que pudieran llegar a ciertas inferencias, que supieran lo que ocurría. Pronto todo daría un vuelco. Ya estaba cambiando.
Mi familia vivía al otro lado del mar; aún quedaban unos cuantos para hacerse compañía: tías, primos y otros parientes cercanos. En ese entonces tenía la ilusa idea de traer conmigo a mi esposa e hijo. Solía mandarle muchas cartas a mi esposa. Me contaba lo que sucedía en Escocia y yo a cambio le narraba las novedades de este pueblo. Ella ignoraba casi todo. Me resultaba divertido comprobar las ideas que se iba haciendo del país, de las propiedades de mi familia. Un día me preguntó si estábamos sembrando henequén o agaves. Cómo me divertía su ignorancia. La mayoría de los europeos piensa en el país y de inmediato se imagina desiertos o junglas, exotismo. No les cabe la idea de un lago congelado, de montañas nevadas, de bosques densos, y mucho menos se imaginan la existencia de aserraderos bien equipados, como los de allá. Piensan que sólo los bosques crecen en el norte. Y, ¿qué tan al sur se encuentra esta tierra? El clima les agradaría a todos esos isleños reticentes, esta bruma que brota del suelo cuando hace calor, la neblina emergiendo por la mañana y el chipi-chipi (como le dice la gente de aquí) por la tarde, que empapa los árboles, las tejas y los gabanes de los hombres que fuman en sus pórticos.
Los hombres de aquí… Cuando no disfrutan del tabaco de Veracruz o de las Antillas, se reúnen a comer tortillas y frijoles, queso ahumado, pan con nata, chiles y huevo, y a veces carne curada. Trabajan en estas tierras más horas de las que deben, talan árboles como nadie y hacen que las buenas yerbas broten de la tierra como no ocurre en ningún otro lugar. Mi padre se encargaba de procurar a la gente para que nunca le faltara nada, para que el disgusto nunca emergiera como el vapor después de caer la lluvia sobre la tierra caliente. Al parecer funcionaba.
Las palomillas y las mariposas, juntas como en un remolino de ruido y furia, ascendían en los meses de verano hasta las lumbreras y se metían en las casas cuando podían. Yo las veía al anochecer, inundando mi estudio en los meses de calor; entonces pensaba en mi hijo. A él le hubiera gustado todo esto; lo imaginaba jugando conmigo, corriendo por los pasillos, asustando a sus tías, preguntando cosas inoportunas a sus tíos, molestando a sus primos. Mi esposa también habría sido feliz. Podría haber cuidado de nuestro hijo, pasar las tardes con sus cuñadas o con alguna amiga del pueblo… y hubiera estado segura de mí, de que no mantenía una aventura, de que no caldeaba mis sábanas con otro cuerpo distinto al suyo.
La propiedad familiar había tenido épocas buenas y malas; cuando llegué a trabajar con mi padre la hacienda se había convertido en una industria productiva y autosuficiente, era ya la más importante de la región.
Por supuesto, no siempre había sido así. No tengo una idea clara de cuándo se construyó la hacienda. Debió hacerse a principios del setecientos. Mis antepasados vinieron al país como refugiados que se transformaron en hombres de negocios, casi conquistadores: hombres duros y sin dinero en los bolsillos; tomaban lo que podían. Cuando tuvieron la oportunidad de hacerse con tierras y recursos, no dudaron en empolvarse las perneras.
Mis antepasados encontraron una tierra solitaria, casi cruel, pero dispuesta a sentir las manos y los azadones, los picos y las sierras en su costra. Ellos eligieron una zona fronteriza y conflictiva, y decidieron administrarla porque todo mundo rehuía esta región, como si aquí se adorara al diablo o a alguna criatura pagana. En aquella época las fronteras no estaban muy definidas y la sierra pertenecía a Tlaxcala, a Puebla o Veracruz, según a quién se le preguntara.
En la actualidad, el terreno se erige dentro del estado de Puebla. Los primeros en llegar y comprar estas tierras no tuvieron demasiados problemas al adquirirlas, su buena fortuna atrajo a otros miembros y pronto la mitad de mi familia emigró a este país. Sé que no todos mis antepasados mantenían una excelente reputación, pero nadie se atrevió a ligar nuestro pasado con piratas o filibusteros, a pesar de que algunos de los míos se hacían a la mar y regresaban arrastrando cofres con oro, plata y joyas de dudosa procedencia. A nadie espantaba un poco de sagacidad o malevolencia.
Cuando llegué a estas tierras sabía muy poco. No estaba seguro de si mi familia había erigido un pueblo, una ciudad, o si sólo había construido un aserradero y una casona ajada. Todo lo aprendí in situ. No me esperaba una hacienda en forma, un pueblo lleno de allegados y gente que nos quería, y tampoco había previsto tal cantidad de tierras fértiles. Me sorprendí mucho cuando llegué a la población y, en la entrada, un arco de cantera rosa me recibió con unas blancas letras talladas en bajorrelieve. El nombre del pueblo era mi apellido: Blackwood. Mansión Blackwood también era el nombre del edificio familiar. En la hacienda, construida como una vieja casa señorial, propia de los terratenientes más exigentes de la Vieja Escocia, vivía mi padre, dos tías paternas, cuatro primos de mi padre, dos tíos maternos y los hijos de todos ellos. Con eso era más que suficiente para que nuestra hacienda siempre estuviera animada.
Mi familia nuclear se había desbaratado: sólo mi padre se mudó a México. Mis dos hermanas se quedaron en Escocia para hacerle compañía a mi madre. Y hacían bien. No todo era esplendor en Blackwood. Había una cierta cantidad de pobladores que tenía reticencias hacia mi familia. Sospechaban de nuestro apellido. Mi padre aseguraba que era porque conocían el significado en español: bosque oscuro. Pura superstición, vamos. Pero yo comencé a intuir que había algo de fondo, una serie de virutas bien escondidas dentro de una larga y vieja viga.
Tenían que existir ciertos velos, verdades contadas a medias; al fin y al cabo yo llegué mucho después. ¿Qué iba a saber de los secretos de los Blackwood acantonados en América? Yo había nacido en Escocia, no en México. Incluso tenía ya esposa y un hijo cuando mi padre mandó a llamarme. ¿Qué era lo que tanto murmuraban los peones e incluso algunos de los habitantes del pueblo? Lo más fácil era creer que se trataba de algún sórdido secreto de índole sexual. Tal vez algunos tíos tenían amantes regadas en el pueblo o en los alrededores. O quizá tenían familias espurias. No se me ocurría otra cosa: ¿dinero, robos, conspiraciones, asesinatos? Recién llegado al pueblo ya había descubierto un enorme valle silencioso cubierto por densa bruma.
Mi «pueblo», no sé si llamarlo así (aunque en ese entonces sí nos lo parecía), estaba constituido por varias granjas y casonas que habían crecido en una L invertida que se alineaba con el Río de los Búhos, al norte, y con el bosque al este. El acta constitutiva estará guardada en algún banco. Mucho antes, los documentos importantes se guardaban en la misma hacienda.
Nunca quise inmiscuirme demasiado en los legajos de propiedades y herencias. A pesar de ya tener familia propia, consideraba que yo era muy joven, un neófito en los principales asuntos fiscales y administrativos. Me conformaba con aprender y mantener mi lugar, vigilar a los capataces, tener en orden las cuentas de los aserraderos, ya fueran los del bosque cercano o los más alejados de la propiedad. No necesitaba nada más. Cada tres meses juntaba lo suficiente para depositarle a mi mujer una cantidad nada desdeñable. La cuenta la llevaba mi abogado; lo demás lo guardaba aquí. Tenía planeado comprar una casona en la capital del estado, mandar a llamar a los míos y mudarme después con ellos.
No creí que los bosques no me dejarían salir.
Quería llamar a mi casa Moose Hall, el palacio de los alces, sencillamente porque el escudo de armas de nuestra familia se engalana con dos alces enfrentados. Además, desde que tengo memoria amo a esos animales, a pesar de que en Escocia no se ha visto un alce en varias décadas. Hay quien dice que se han extinguido definitivamente de nuestras tierras. Yo nunca he sido un experto en zoología, ni en ciencia alguna, ya que estamos, pero había escuchado de hombres mucho más viejos que mi padre que, a veces, en las Highlands, se avistaba algún alce blanco. Algunos hasta presumían de haber cazado uno de ellos. Lamentablemente no existía ninguna prueba. Las cornamentas que esos hombres exhibían en sus hogares bien pudieron ser compradas en otra parte o halladas en la tierra, fósiles de otras eras.
Mi padre no era uno de esos hombres adeptos a las ferias mundiales o a los fantásticos descubrimientos de la ciencia, así que prestaba poca atención a las noticias maravillosas, ya fueran del pasado o del futuro. Desde mi infancia lo había escuchado renegando de todas esas tonterías sobre «la gente pequeña», «apariciones chisporroteantes» o «luces en el cielo». Para mi padre un alce sólo tenía importancia cuando se hablaba de la heráldica familiar. Un animal mítico que se rasca en árboles huecos no era más que una idiotez propia de los campesinos. Mi idea sobre una residencia en Puebla llamada Moose Hall le inspiraba cierta desconfianza.
Los pobladores de Blackwood me habían dicho que la caza, en ciertas zonas de la región, no era mal vista ni estaba penada. Ya había seguido la pista de varios ciervos comunes que gustaban de pasearse a una distancia prudencial de la hacienda. Para mí era obvio: Blackwood no podía tener ese nombre si no recibía a los visitantes propios de aquellas oscuras florestas. Alces no, por supuesto, no a esa latitud, pero sí venados, ciervos rojos incluso. Los animales me hicieron pensar en la heráldica de mi apellido. Debía tener algo ominoso para los locales, y yo quería averiguar las razones.
Como había dicho, mi padre no era un hombre que se tomara tiempo para caminar o dar un paseo por el bosque, eso me lo dejaba a mí. No es que yo fuera un soñador. No quería más que el bienestar de mi familia y ayudar a mantener nuestras propiedades. Sin embargo, a mi parecer nada de eso estaba peleado con el gusto de caminar por las calles de un poblado tranquilo y misterioso o por los senderos que las bestias dejan marcados en el bosque. Además, mi curiosidad no hacía más que crecer; no era mi culpa, no podía evitar que mi imaginación rondara sobre aquella región ni que mi talante de escocés se mezclara con las profundas raíces de las tierras méxicanas. Había mucho más aquí de lo que imaginaba. Y ya lo presentía en aquellos días. Quizá la tarea de mi padre era mantenerme alejado de su influjo. Pero, si era así, ¿por qué me había llamado? ¿Por qué no me había dejado en la Vieja Escocia, manteniéndome bajo la densa niebla de las marismas? ¿Por qué había tenido que traerme a este país?
No podía detenerme. Quería verlo todo: a los hombres construyendo casas, de barro, ladrillo o adobe, superponiendo teja tras teja para que las lluvias no fueran un peso extra que sus paredes debieran aguantar. Quería ver a las mujeres, indígenas o mestizas, blancas o morenas, cargando a sus hijos en rebozos de buena hechura o paseándolos de la mano a través de las calles, llevándolos al doctor del pueblo, festejando algún día en especial, un cumpleaños, una fiesta patronal, haciendo tamales o preparando atole para una noche de verbena y relajo. Quería descubrir cada escondrijo que se mantuviera oculto en el pueblo o en los campos.
Mi padre incentivaba la crianza de ganado, principalmente hacia el noreste, y de animales de corral en las cercanías del pueblo: cabras, pollos, guajolotes, gallinas, cerdos y hasta faisanes. Queríamos, y eso incluye a mi padre, porque lo conocía hasta cierto punto, que la gente sonriera a nuestro paso, que nos agradecieran, que nos vieran como sus benefactores, como los buenos y honrados capataces del pueblo. A cambio, los dejábamos ser, les dábamos jornadas holgadas y cargas de trabajo aguantables. No les trajimos ningún nuevo dios, pero si ellos necesitaban una iglesia, se las dábamos.
Mi padre puso las últimas piedras, por decirlo de algún modo, de aquel templo situado en la plaza principal, donde también se había erigido el Palacio de Gobierno y una plazoleta para las fiestas en general. Crecimos y no le tuvimos miedo a los catrines que se paseaban por la capital. Nosotros éramos distintos, y ellos lo sabían.
Muy de vez en cuando el general llamaba a algún miembro de mi familia a su cubil. Los recaudadores de impuestos venían, claro, pero no sufrían desencuentros, malas caras, ni reportes informando sobre alguna situación fuera de lugar. Ni en Blackwood ni en zonas aledañas habíamos escuchado rumores de gente inconforme, de levantamientos ni de ningún movimiento revolucionario. Allí nos sentíamos felices con lo que teníamos. Y si el general Porfirio quería que dijéramos: «Lo adoramos, Ilustrísimo», se lo decíamos.
Cuando pienso en mis primeros días en Blackwood siento lástima por mí, y también por mi familia. Nada tendría que haberse salido de su cauce. Yo habría envejecido aquí, habría traído a mi familia y me habrían enterrado en el panteón familiar, muerto de viejo. Tal vez algunas ancianas melancólicas habrían estado junto a mi esposa, llorándome mientras tomaban café con canela y pan dulce. Mi vida habría sido larga y nunca hubiera conocido a los alces corriendo en estampida alrededor de la vieja hacienda.
Todo se habría mantenido como si nada… si tan sólo mi padre no hubiera muerto.
Seguí ordenando a los sirvientes que tapiaran las ventanas. Han percibido mi miedo, lo han olido con el rumor de la lluvia. Es cada vez más profundo y amarillo, más como una ráfaga caliente en el rostro y no como una simple vaharada de ponzoña. El miedo era nuevo para mí, una reluciente herida que se resistía a ser únicamente cicatriz. Y había ido creciendo después de las tormentas, después de la última partida de caza. Lo sabía ya, esperaba la llegada de las grandes manadas. Los sirvientes se fueron y me dejaron entre rumores y vaticinios. ¿Sería cierto? ¿Me había vuelto loco?
Mi padre debía tener algunas distracciones. Mi madre aguardaba (y aguardaría para siempre) en Escocia, manteniendo su posición de mujer respetable con un abolengo tan cierto como las grandes rocas erigidas en los viejos cementerios de Caledonia. Las apariencias siempre eran importantes, pero ya había escuchado de ciertas personas sobre los variopintos gustos de mi padre. Uno que otro desliz insignificante, por supuesto. Trataba de mantenerme alejado de sus asuntos, consideraba que no eran cosa mía. Pero ahora lamento no haberme fijado más, no haber sido tan perspicaz como para notar los signos de peligro.
Sus encuentros con algunas de estas mujeres lo llevaron a tener ciertas ideas «peligrosas». Nunca supe quién fue la que vertió esa idea en mi padre, pero entendí lo mucho que le había importado cuando lo escuché hablar de la caza, de la importancia de conocer (y reconocer) sus propios terrenos. Porque «la mejor manera de conocer una tierra como la palma es rasgando la telita de la piel, cazando en ella, y después beber de su heridas…», empezó a decir muy orgulloso.
Antes de que él muriera, unos meses antes, los capataces de los aserraderos del sureste notaron un incremento en los avistamientos de ciervos. Cada vez había más. Las poblaciones de cérvidos, rojos o de cola blanca, crecían en los alrededores. En ocasiones un poblador cazaba alguna pieza para complementar una comida y hacerse así un festín; no le veíamos nada de malo, era natural. Hasta nos invitaban a uno que otro banquete. Pero nosotros, los Blackwood, no lo habíamos hecho aún. En Escocia no éramos tan adeptos a la caza mayor, a pesar de que mis tíos cazaban zorros.
Mi padre tuvo una idea: quería organizar una gran partida de caza. Nada más mencionarlo, mis tíos se volvieron locos por la emoción, se alebrestaron y movieron los pies como si estuvieran poseídos por un dios arcaico y festivo. A mí también me emocionó la idea, pero no quise participar en la primera batida. Me cuesta reconocerlo, pero yo también tenía ciertas debilidades, y quería aprovechar la ausencia de mis familiares para regodearme en ellas.
La partida de caza se llevó a cabo el día acordado. Se llevaría toda la jornada, así que pidieron la ayuda de tiemperos y viejos campesinos, expertos en el avistamiento del cielo. Había humedad ese día pero, aunque habría nubes, la lluvia no tocaría el bosque, según dijeron. La expectación era abrumadora. Los locales, ya fueran capataces, peones, mestizos o indígenas, brincaban y gritaban el nombre de mi padre. Los escuchaba en alaridos provenientes del centro del pueblo. La plaza se llenó de jolgorio y todos pedían una sola cosa: «Los cuernos, los cuernos, ¡queremos los cuernos!».
En el ambiente una sustancia navegaba como un barco en plena tormenta, rompiendo las olas con furia en su deseo por llegar a puerto conocido. Los hombres sacaban sus gabanes y encendían sus cigarros como pequeñas muestras de adoración al Dios de los Fuegos. La electricidad escalaba desde la tierra haciendo que las nubes se conjuntaran como formaciones de ejércitos salvajes y gloriosos.
A nadie parecía importarle la posibilidad de que los tiemperos se hubieran equivocado, de que la lluvia cayera y se convirtiera en tormenta; no se detendrían aunque el rayo golpeara los árboles y la tierra, aunque recibieran el golpe del fuego celestial. Escuchábamos el clamor de los caballos y los gritos de los hombres cuando, en el patio de la hacienda, casi todos reunidos y subidos en sus monturas, oímos un rugido serpenteante y casi maléfico, el bramido loco y enfermo de cientos de criaturas incitando a la muerte, llamándola. Eran ellos: los ciervos habían venido. Se sentía en el suelo su paso, en el cielo rugían las voces que preceden al trueno. Y entonces, al grito de mi padre, salieron todos en su caza, mosquetón al hombro, rifles en los costados del caballo, pistolas enfundadas, lanzas en ristre.
El jolgorio en la plaza ascendió hasta convertirse en un vocerío como de demonios peleando la más aguerrida de las batallas en medio de los cielos. Después, la hacienda quedó en silencio, aguardando mis pasos, las velas, los susurros, el roce de las telas, las risas.
Llevé a una mujer a mis aposentos. Era casada. Su esposo iba con la comitiva, no había peligro de que nos descubriera. Ella cocinaba, era la dueña de una de las mejores fondas del pueblo. Así la había conocido, en una ocasión en que había preferido pasar todo el día en el pueblo, paseando y haraganeando por sus calles, que aburrirme con los asuntos de la hacienda.
Yo no era aficionado a la bebida ni al juego, aunque no veía con malos ojos a quien le gustaba. Prefería caminar, pasearme hasta que mis pies ardieran y mi estómago se convirtiera en una bestia enjaulada. Cuando eso ocurría buscaba cualquier lugar, cualquier hoguera que pudiera proveerme de algún bocado. Fumar también me provocaba hambre, y nunca salía de casa sin pitillera.
Entré en una cocina de la que salía, como un manto vaporoso, el aroma de la comida recién hecha: carne a las brasas aderezada con pimienta negra y cebollín, caldos burbujeantes hinchados con gallinas, faisanes, conejos, chiles y especias en hervor; sopas cargadas con verduras recién tomadas de los huertos y de las macetas. Y yo ahí, frente al carnaval de aromas, haciendo rezumbar mi panza como una pantera enjaulada.
Nada más verla me quedé como un animalillo que ha visto a su cazador, pero que en lugar de correr abre los ojos como si pudiera detener el tiempo, alargar su vida. Casi no necesité probar su comida para saber que era la mejor cocinera del pueblo, ni siquiera las guisanderas de la hacienda la superaban. Había algo en sus manos que me recordaba el temprano sabor de mi casa. Mi madre siempre había sido celosa y esmerada con cualquier cosa que emprendía; solía acompañar a la servidumbre en sus quehaceres, limpiando, sazonando y enseñando cómo debía hacerse. Casi todos los días se metía en las cocinas a probar y mejorar los guisos, asegurándose de que la calidad del sabor no menguara. Y en esa mujer, en mi cocinera, pude sentir lo mismo.
Tuvieron que pasar, a lo mucho, tres visitas para que la dueña me tuviera confianza, me pegara el ojo y me sonriera con ese gesto suyo que me recordaba a un girasol enorme. Yo, mientras tanto, le devolvía la mirada, le contaba algún chiste y dejaba que pegara su cuerpo al mío. Venía a mí y su olor me cubría como un manto o como una nube de aves cantarinas, y yo, feliz, me dejaba hacer.
Rara vez veía a su esposo, quien trabajaba como capataz en los aserraderos del norte, así que poco a poco me metía en sus dominios, hasta que me atreví a mucho más, y me adentré en ella, con todo el bochorno de un caballero escocés al que han encontrado con los pantalones abajo y las faldas de su doncella subidas sobre el regazo. Soñaba con ella, incluso a pleno día. Pensaba en su sudor y en sus jugos, en su aroma cálido y picante, en sus formas pegadas a la ropa de colores veraniegos, en su voz que era ya una risa perenne; pero más que nada pensaba en sus gemidos, en el revoloteo de sus ropas cuando la llevé por primera vez a la hacienda y ella se supo libre de gritar todo lo que quisiera, porque estaba con el señorito Blackwood, y a ver quién decía algo.
Cuando se acababa todo el baile, reía por lo bajo y me preguntaba cosas, casi nunca decentes: «¿Qué se siente cogerse a una mujer morena?», «Allá en Inglaterra, ¿no meten el dedo por el…?», «¿Le gusta agasajarse con las casadas o es nomás por mis chichis?», «¿Qué voy a hacer si me embarazo y me sale un escuincle güerito como usted?», «¿Le gusta cómo se siente cuando me la empuja hasta el fondo?».
Siempre me abochornaba y yo contestaba como podía. Casi siempre con una sonrisa cómplice. «Clemencia, ¿cómo puedes preguntarme esas cosas?». Ella podría haber seguido con sus preguntas indefinidamente; total, su esposo tenía a otras mujeres para calentarle el catre y yo no tenía planes de dejarla pronto.
Aquella tarde, durante la jornada de caza, la hacienda se había quedado sin hombres y con muy poquitas mujeres. Mis aposentos se encontraban en el ala oeste, muy lejos de mis tías y primas, y por la servidumbre no debía preocuparme. No había peligro de que nos descubrieran mientras yacíamos. Sin embargo, ella tuvo que hacerme una pregunta que me dolió, quizás porque no la había pensado antes y mucho menos la esperaba. Lo que me dijo no me permitió volver a tenerle la misma confianza: «Señorito, no sé si ha visto en los retratos de su gente, en los de la sangre de su papá; me da curiosidad, en todos ellos hay, si no se me ofende, cierto parecido con los venados esos grandotes, esos venados que nadie ha visto aquí desde que la abuela de mi abuela era muy niña y veía todo bien clarito».
Permitía que Clemencia me hablara sin tapujos, confiada. No tenía nada en contra de ella, al fin y al cabo era mi amante, y yo no me sentía como uno de esos británicos estirados, con la alcurnia rebosándoles por cada poro, esos que desprecian hasta a las mujeres que comparten sus lechos. Pero el comentario me hirió. La sentí lejana, como si todo lo que habíamos ido construyendo juntos, o revolcado si se quiere, se hubiera destruido con unas cuantas palabras. Pronto descubrí que ella me tenía miedo, aunque lo escondía muy bien.
«En el escudo de su familia hay una pareja de venados, pero no son como los de acá. Son diferentes, sus cuernos son más grandes, como de paleta, parecen de madera. Mi abuela me contaba muchas cosas, y ella hablaba de los cuernos como manos de unas criaturas que se aparecían, cada ciertos años, por aquí, en este bosque negro».
El estómago se me revolvió, brotaron amagos de un vómito que yo desconocía: el reconocimiento de ser un absoluto ignorante. Por primera vez me había dado cuenta de que no conocía nada sobre este lugar, sobre qué hacía verdaderamente mi familia aquí. Ni siquiera conocía su nombre original. Había aceptado lo que me habían dicho toda la vida, que mi familia había llegado a principios de 1700 y se había aposentado en estas tierras. Que aquí compraron acres a los lugareños, se hicieron con escrituras (presumo que no todas de manera legal) y pusieron un letrero con una palabra grande y elegante en la entrada: Blackwood (cosa de la que me vine a enterar hasta mi propia llegada). La corona española, al parecer, no tuvo demasiados problemas para venderle estos terrenos a una familia extranjera. En mi familia se decía que el virrey mismo fue quien firmó los documentos de arrendamiento, aunque en realidad eran de propiedad. ¿Nadie se había quejado? ¿Ningún campesino había llegado hasta la vieja hacienda de Blackwood a reclamar algún acre, una parcela? ¿Nadie había vivido en esa zona junto al río, no había vestigios de otros habitantes?
La mujer que hasta entonces había compartido mi lecho me miró de una manera muy extraña, mitad divertida y mitad acongojada. Había tocado una fibra que yo desconocía. Tenía poder sobre mí y disfrutaba jalando esa hebra, descolocándome de mi posición. «Sé que no sabes demasiado de tu propia familia. Los tuyos están divididos, como la cornamenta de uno de éstos. Unos están en Europa. Otros han decidido arriesgarse a cruzar las aguas y viven aquí. Tú, en cambio, eres distinto. No logro ver de qué lado te hallas, es como si estuvieras en la mera testa».
Nos habíamos acostado sobre la alfombra de mi habitación. Me gustaba poseerla en todas partes, ya fuera sobre la cama, en la tina mientras nos bañábamos o en alguna de las habitaciones aledañas a mis aposentos. No es que quisiera escandalizar a mis tías y primas. Con los hombres era diferente, sabía que ellos me comprenderían, pero tampoco quería que Clemencia se les antojara.
En mi habitación había un par de retratos familiares de gran tamaño colgando de las paredes. Sobre mi cama mi propia figura, pintada en un retrato pretencioso, nos veía con una sonrisa aprobatoria. No era ahí donde Clemencia había notado el parecido de mi familia con los cérvidos. Había estado mirando en la casa, por las paredes del gran salón, en el recibidor, en los pasillos y en las escaleras. Yo creía que sólo tenía ojos para mí, pero de seguro la opulencia y, ahora lo sabía, la extrañeza de mi familia la guiaban, la llamaban como el fuego a una polilla. «Yo sé que corro peligro al estar aquí. No lo digo por nosotros, lo digo por lo que hay aquí adentro, aquí mismito, bajo la tierra, ¿no lo has notado, cariño?».
Clemencia me llamaba de tú o de usted según su propia conveniencia y el momento. A veces jugaba conmigo o me ponía colorado ante algún visitante o familiar. A mi padre le daba igual, lo sabía. Él hacía lo mismo que yo, ninguno tenía nada que recriminarle al otro. Pero ella sabía dónde pincharme, dónde causar escozor, dónde atizar las ganas y después retirarse. «Raro es que no te hayas fijado en otra chamaca, que no andes culeando con otra señora… o señorita. Si no soy la única».
No estaba enamorado de ella, pero sí la quería. Por eso me dolieron tanto sus palabras. Y por lo mismo es que les puse tanta atención. Era ella quien me señalaba, acaso advirtiéndome: «La gente ha visto cosas, eso es verdad, joven Blackwood. Y un día entenderá por qué ustedes son los Bosque Oscuro. Lástima, porque me gustas un resto».
Estaba fastidiado y le pedí a Clemencia que se vistiera. Daríamos un paseo. Ella me miraba de soslayo y eso era lo que más me dolía. Traté de tranquilizarla. Le dije que no era el momento para decirme esas cosas, que me las pudo haber dicho cualquier otro día; si teníamos la jornada entera para disfrutarla sin interrupciones, ¿por qué lo había chingado todo? Así que la atraje hacia mí y dimos un recorrido por la hacienda. Caminé con ella como si fuera mi esposa. «¿Qué diría la señora si nos viera?», casi podía escuchar que me decía. Pero no me importó. No había nadie a quien escandalizar. La tomé del brazo, la rodeé de la cintura y la abracé como si fuera una criaturita.
Paseamos por todas las estancias y nos detuvimos en cada uno de los retratos. Nos fijamos en los viejos, en los fundadores del pueblo y en otros familiares de los que casi no había escuchado. Ni siquiera conocía algunos de sus nombres. Todos descendían de un viejo linaje escocés que estaba emparentado con una línea de nobles muy rancia. Eran orgullosos; yo no había heredado su arrogancia, por eso me querían los hombres. Y también las mujeres, como Clemencia, o al menos eso me gustaba pensar.
Había en mi familia cierto fenotipo, características que saltaban a la vista. Podía notarse en algunos miembros en las orejas grandes, a veces en la frente o en la mandíbula, si no es que en la nariz o hasta en la mirada. La expresión de muchos de mis familiares parecía salvaje, terrible. Algo natural, muy viejo, permanecía en el tronco de mi estirpe, y en sus ramas también, ya fueran hombres o mujeres.
Clemencia me seguía. Parecía un poco asustada, pues se pegaba a mí mientras murmuraba: «¿Ya ve, joven Blackwood? ¿Ya ve cómo tengo razón? Lo dice todo el mundo, lo sabe todo el mundo, ¿ya ve?». Dejé de sentirme tan ansioso. Quería mostrarle a mi amante que se equivocaba, que algunos de nosotros no teníamos esa figura extraña, casi bestial. No había mala sangre en nuestras venas. Además, si en nuestra figura se percibía una deformidad (había muchos casos en Europa, incluso entre los nobles), en nuestro trato no había nada extraño. Claro que unos cuantos Blackwood fueron terribles, pero qué familia no tiene a sus vástagos negros. Quería mostrarle que en mi linaje los menos eran los desviados. Tan sólo tenía que verme a mí: lo trabajador que era, lo bien parecido, lo hacendoso, lo responsable. No podía haber una rama corrupta, mucho menos podía estarlo el tronco entero.
Clemencia me miró con dulzura. Así me había estado mirando desde días atrás. Qué era. Se lo pregunté y ella se disculpó. No brotaban lágrimas, porque ella no era así, pero sentía su ternura, las ganas de hacerme sentir mejor. «No quise lastimarlo, yo también hubiera preferido callar después de haber pasado todo el día sobre la alfombra, la hamaca, la cama, ¡con lo que me encanta!, ¿a poco usted cree que no? No crea que es por mi esposo, por la culpa o que me disgustó algo de su persona. Le sigo teniendo respeto… y cariño. Pero es que ahora es diferente. Hoy pasará algo. Hoy se han ido los hombres a cazar. Y cuánto tiempo tenía de que en este bosque nadie cazaba, nadie se atrevía a seguir a los venados. Maldigo el día en que a su padre se le ocurrió. No puedo culparlo tampoco, sé que la idea provino de estos árboles, de esta tierra. No me gusta. Algunas de nosotras tenemos secretos. Cuando salimos a recoger hongos, plantas medicinales, animalillos, ponemos atención a lo que nos rodea, y sabemos que algunos troncos están ahuecados, que algunos guardan seres que no deberían existir. Quien pasa mucho tiempo entre los árboles se enseña a escucharlos, y no todo lo que dicen es coherente, bienintencionado, pues».
Clemencia me descubría con su mirada penetrante y fuerte. Me pregunté si ella sabía más cosas de las que decía, por qué sabía lo que sabía, por qué venía conmigo y me hablaba de todos esos detalles que habían pasado desapercibidos para mí. Clemencia era tan inteligente que entendí todo. Se hacía la tonta conmigo para aparentar, para no disgustarme. No tenía idea de quién era realmente, así que le pregunté cómo sabía todo lo que me decía, por qué, ¿qué interés podía tener ella en todo esto?
«Algunos sabemos, especialmente las mujeres, pero no crea que cualquiera. A mí me enseñaron mis padres; y quienes escuchamos sabemos más que otros. Ustedes son señores, y son blancos. Rara vez les contamos algo que ustedes no vayan a creer. Es como si tuvieran un límite. Les decimos todo sobre los bosques, sobre las áreas de tala, sobre la calidad de la tierra, el tiempo, los cultivos, el ganado, sobre los frutos de nuestro trabajo o sobre alguna empresa riesgosa. Ponemos en sus manos todo lo que podemos, nos juntamos a ustedes y nos beneficiamos de una relación que nos parece buena, duradera. Pero hay tanto que pasa desapercibido por sus ojos y sus oídos. No tocan como nosotros tocamos. No saben ni rezan ni huelen cuando los viejos dioses caminan sobre la tierra y tenemos que inclinarnos. Ni siquiera nos preguntan. Tenemos una sola iglesia en el pueblo, y sólo vamos para aparentar, pero ustedes ni se dan cuenta. A veces nos aprovechamos de ustedes, pero también es cierto que nos importan. Hemos aprendido a quererlos. Yo a usted lo… quiero. Por eso es necesario hablarles, al menos a los que creemos que pueden escuchar».
Clemencia guardó silencio. Me miró acongojada, descubriendo si sus palabras habían hecho mella en mi rostro. Satisfecha, prosiguió: «Hoy han ofendido a los venados de este bosque. Hoy morirá su padre, señorit… cariño. Cuánto lo siento».
Lo velamos en el gran salón. Cirios y rezanderas. No éramos muy creyentes, pero aun así una cruz guardó su cuerpo, una cruz negra, hecha con la madera de nuestra propia tierra. Los bosques parecían gemir con nosotros. Estaba mi familia, en un primer círculo de lloriqueantes guardias. Después, los sirvientes de la hacienda, moviéndose para atender a cualquiera de nosotros, para ir por café, dar órdenes a las cocineras o traer más sillas. El tercer círculo lo conformaban los habitantes del pueblo más cercanos de la familia, ya fueran cocineras, peones o capataces, leñadores, jardineros, campesinos o vigilantes. Daba igual, nos querían, conocíamos sus nombres y se acercaban a presentar sus respetos, incluso su dolor. Mi padre se había convertido en el último gran patriarca del pueblo. No tenía ni siquiera un cargo oficial, pero cuidaba al pueblo, asistido por alcaldes, ediles y mayordomos. Confiaban en él.
También vi a Clemencia. Estuvo un rato y la vi de lejos, junto a la puerta del gran salón. No tuve tiempo de hablar con ella pero la saludé con un gesto. Ella había sido la primera en informarme. No había creído en sus palabras, se me hicieron puras fantasías. Pensé que era una broma, una nueva forma de jugar conmigo, así que le ordené que se fuera. Cuando me quedé solo, caminé por la hacienda. Ya oscurecía, pronto sería de noche y yo sentí mi pecho abrirse y retorcerse como un árbol viejo en medio de una tormenta. Me quedé en el pórtico, con un rifle en la mano derecha, viendo cómo las primeras gotas comenzaban a caer sobre el mundo, mi mundo.
Esperé ahí de pie, hasta que llegaron los capataces, a voces en grito. Lo supe nada más escucharlos. Bajé la mirada. Llegó la marabunta, el torbellino de palabras que no alcanzaba a llegar hasta mí. Abrí las puertas de la hacienda. Sabía a quién traían y de qué forma. Nadie llamaba a un doctor. Veía a hombres llorando, pidiéndome perdón. Aún no había llegado ninguno de mis tíos o primos. Las mujeres comenzaron a salir de sus habitaciones. Los alaridos fueron en aumento. Llegaron los abrazos, las manos colgando de mi cuello, arañándome hasta escocerme, hasta sacarme sangre, los rictus significativos, las lágrimas pegadas a la piel. Después sólo recuerdo caminar hacia la lluvia y levantar el rostro, lavándome la pesadumbre. Estuve un tiempo así, sin moverme, escuchando el barullo, los gritos y lamentos de los demás. Después volví al salón y di las órdenes necesarias para preparar el cuerpo de mi padre.
Casi no me fijé en su rostro, no pude. Lo que sí noté fue la herida en su costado: una enorme cornada, el asta de un ciervo. No podría haber muerto de otra manera. Los discursos intempestivos y los lloriqueos exagerados no se hicieron esperar. No había de qué sentirse culpable, ninguno de mis tíos o primos había obligado a mi padre a preparar la batida. A él mismo se le había ocurrido la idea, o al menos se había dejado convencer. Pero también estaba lo que había dicho Clemencia: la culpa había sido de estos troncos, de este bosque. No lo iba a olvidar nunca.
Todo lo que siguió pasó tan rápido que no me supe explicar muchas cosas, rastros que quizá pude haber visto si el dolor no me hubiera pesado como una losa. Tan sólo quería que todo acabara, que su cuerpo fuera velado, que lloraran y gimieran, y después al sepulcro. Quería tener una piedra con el nombre de mi padre y así hablar con él de todo aquello que no pude cuando vivía, por miedo, por pena, por desidia.
Un par de primos se encargaron de las cuentas. Lo hicieron de maravilla, todo les cuadró porque los regalos para el funeral no se hicieron esperar. La parcela ya la teníamos. Parte de mis ancestros estaba enterrada en el cementerio de Blackwood. Hasta entonces no había puesto atención a los muertos, no había tenido tiempo ni ganas de dedicarles aunque fuera un solo pensamiento. Las briznas de esa tierra me parecieron grises y secas, no tenía idea de que eran exactamente iguales a las del mundo de los vivos. Cómo podía saberlo además, cuando la sangre me corría aún caliente, como un recién nacido estúpido y curioso. No había flores para los muertos; desde entonces, las hubo.
Mi testimonio no es el más certero para hablar de los funerales, de la música y las coronas, de las filas de gente despidiéndose de mi padre, de los novenarios atestados, de las visitas inesperadas. Las sentí, olí y viví. Estuve en cada momento, pero me daba igual. Había sido el anuncio de Clemencia y luego su confirmación. Ella había abierto en mí más que una herida. Una sospecha nacía en mi interior, y también un miedo preternatural, antiguo e insidioso.
Empecé a ver venados y ciervos, alces y renos, en el rostro de mis tíos y primos. Observaba detenidamente la fisonomía de las mujeres de mi familia, esperando encontrarme con la figura de un alce. Y lo peor de todo es que lo hacía, hallaba algún rasgo, aunque fuera uno muy pequeño. Empecé a evitarlos, a alejarme de mis tíos, a mirar los retratos de soslayo, a buscar documentos que me dieran la razón. Mis sospechas se hacían cada vez más grandes y formulaba teorías que no lograba concretar. ¿Dónde estaba el secreto de Blackwood? ¿Quiénes habían conformado mi familia? ¿Quiénes éramos?
Podría haber seguido perdido en una maraña de historias incoherentes e inventadas, si no hubiera sido por la «ayuda» de Clemencia, quien de nuevo se acercó a mí para darme el último golpe, el más certero y doloroso.
Antes de que ella volviera a aparecer, porque ya no la había frecuentado, ni siquiera la busqué en su fonda o en las calles, como por casualidad; no se me ocurría que pudiera verla de nuevo, no después de esa tarde. Estaba seguro de algo: me sentía acechado, y esa sensación no hacía otra cosa más que agrandarse.
La sensación de amenaza rondó primero el gran salón, donde habíamos velado a mi padre. Después se extendió sobre el cielo de la hacienda y hasta los bosques. En el gemido del viento al pasar por los árboles, en las briznas de hierba que se movían en dirección contraria al aire, en la tierra misma, como un sonido reverberante e inabarcable, se movía esa amenaza indefinible y pesada.
Además, eso no era todo. Tomé por costumbre dar algunos paseos, ya fuera a pie, en carruaje o a caballo. Salía por los dominios de la propiedad, buscaba caminos utilizados apenas por las cabras o me perdía entre las marañas de árboles que aún no habían sido talados. Casi no recorría el pueblo. Sé que no quería encontrarme con Clemencia. Creo que no la culpaba de nada, pero aún se me erizaban los vellos de la nuca y espalda cuando recordaba sus palabras. Tampoco me placía encontrarme con mi familia, así que dejé algunas responsabilidades en manos de mis primos y me di una vuelta por los pueblos de la sierra o me dirigí hacia el sur, hacia Puebla capital. Recorrí sus calles buscando el mejor emplazamiento para una casa de grandes dimensiones donde mi hijo y mi esposa pudieran sentirse a gusto. Quería distraerme, traer a mi familia y olvidar todo lo que había llegado a significar Blackwood.
Eso pensaba, eso trataba de explicarme. La realidad, dura y dolorosa, es que trataba de alejarme de la presencia sombría y amenazante de los bosques… No sabía lo que era, pero podía reconocer que había empezado a cubrir los alrededores de la finca y hasta del pueblo. Aunque me alejaba, realmente quería encontrarme con Clemencia; ella sabría, gracias a su extraordinaria intuición, gracias a los conocimientos que había adquirido con el paso de los años, lo que estaba ocurriendo. Ella era la única que podría contestarme: «¿Qué somos los Blackwood?».
Mis tíos y primos se mantuvieron ocupados, los hombres de la familia me buscaban para firmar documentos o para dar mi consentimiento; sin quererlo me había convertido en el Nuevo Señor. Sin embargo, y ellos lo sabían, mi voz estaba opacada. Creían que la razón principal era mi duelo, pero yo lo hacía por las dudas. Veía a mi gente, a mis tías, a los familiares con quienes me cruzaba en la hacienda o en las afueras, y las preguntas me carcomían. ¿Algo había de cierto en las palabras de Clemencia? ¿Por qué estábamos signados con la forma del ciervo, del alce?
Clemencia vino semanas después. Entró gracias a las cocineras, quienes la dejaron pasar sin hacerle muchas preguntas. Una de las sirvientas mandó a llamarme. Me encontraba en mi despacho planificando un viaje a Veracruz. Meditaba sobre el medio de transporte que elegiría. Me decantaba por el tren pero, aunque me fascinaba, era demasiado rápido y no quería que mi estancia en otro estado fuera tan corta.
La sirvienta me miró con los mismos ojos que Clemencia me había dedicado la última vez. Le pregunté lo que deseaba. Ella se disculpó y de sus labios brotó aquel nombre. De inmediato me levanté de mi asiento, tiré algunos frascos de tinta, el mapa que había estado estudiando y algunos otros legajos. A punto estuve de tirar mi silla. «¿Clemencia? ¿Quién la dejó entrar, dónde está?». La sirvienta señaló hacia la puerta y yo salí por ella como un diablo apenado, un guiñapo convertido en témpano de los mares del norte al volver a saber de mi amante.
¿Aún lo eres?, quise preguntarle, y que me dijera que sí, que se acercara y me permitiera olerla de nuevo. El aroma de su sudor, de sus axilas apenas humedecidas, de su sexo discreto y a la vez punzante. Quise que me dijera muchas cosas, que me alimentara de palabras y deseos malcomidos. Quise que fuéramos parte de una novela romántica y que me prometiera amor tras las eras del mundo, un amor infinito. Pero nada de eso sucedió. Sí se acercó a mí y me plantó un beso frío, un reconocimiento de lo que habíamos sido, y de respeto, nada más. Tenía que hablar conmigo, no encontrarse con mi cuerpo.
«Siento tanto lo que ha pasado. Lo vi antes de que sucediera, pero tenía que ser así. Aunque no lo creas, nosotros estamos bajo la mirada de un ser más poderoso que nosotros. Gime. Nos mira con recelo y nos dice todo lo que debemos hacer. Lo seguimos a él con miedo. Siempre lo hemos hecho, es nuestro destino. Cuando vino tu familia los nuestros ya estaban bajo su yunta…, bajo su signo. Estos árboles hablan de un pasado tan antiguo y primitivo que tú apenas puedes darle forma en tu imaginación. Su voluntad se mueve como las briznas de hierba de por aquí. Un rato apuntan en una dirección, al otro se han arrepentido. Pero tienes que comprender la grandeza de sus movimientos, la lentitud. Es tan enorme que su voluntad cambia tan rápido como puede, y nosotros lo vemos como los años, lo sentimos como décadas, cuando para él es un suspiro. A veces pasan vidas, generaciones enteras, y Él ni siquiera se ha enterado».
Clemencia estaba nerviosa. La había invitado a que tomara asiento en mi despacho, pero no se sentía segura. «Las orejas son largas, señorito». Así que me la llevé a mi cuarto. Me crucé con una tía, quien iba a decirme algo, tal vez el encargo de un tío, de un primo, pero calló al vernos. La gravedad de nuestros semblantes tampoco la hicieron murmurar. Se quedó como si hubiera visto a una pareja de fantasmas. Eso éramos, en eso nos convertiríamos, y yo todavía no lo sabía.
Caminé con Clemencia tratando de no mirar los retratos de mi familia. Sentía la voz del aire, podía escucharla, y era como el bramido largo y violento de una gran bestia. Mi antigua amante no decía nada. Caminaba con mis pasos y se aguantaba la presencia de tantos ojos. Llegamos a mi cuarto, cerramos la puerta, y nada más hacerlo se abalanzó hacia mi cuerpo, me cubrió con lágrimas, me pidió que la recordara siempre, con sus carnes alabando mi cuerpo, dejándose hacer. Me pidió que la tuviera no sólo en mi memoria, sino que un día escribiera sobre ella y, después de volver a pedirme perdón, se soltó a hablar sin que ya nada pudiera callarla.
«Mi niño, le he querido, ya lo sabe, pero no puedo más. En el pueblo me ven como la criatura que se ha ayuntado con el más grande de los Bosque Oscuro. Y no lo soporto. Mi marido desde hace tiempo sabía lo que me traía con usted. No era tonto, pero no le importaba. Tenemos un objetivo más importante, veneramos la voluntad de Aquél. Eso no era lo que me afligía, sino que habíamos escuchado las voces de los árboles, y un día las viejas se acercaron a mi casa. Traspasaron la puerta de mi fonda con sus voces y tuve que llenar de sillas los cuartos, llenarles de café con canela las manos y de pan dulce las barrigas, como si fuera un entierro. Me espanté mucho, creí que me sacrificarían, que me llevarían bajo tierra por mi atrevimiento, por haberme acostado con usted. Sabían, lo comprendían, y querían que yo lo supiera, que dejara de hacerme la tonta. Usted era el más grande, aún lo es, lo descubrieron las ancianas. Allá en el pueblo tenemos un concejo, son los que más saben, los que más han escuchado. Han parado oreja, y a través de los árboles huecos, árboles con puertas en sus troncos, les llegó la murmuración de Aquél. No me pregunte de quién, de qué. Yo no se lo puedo decir, ni siquiera lo entiendo. Pero me dijeron las viejas que usted los dirigirá, que comenzará a escucharlos y ellos harán retumbar con sus patas las estancias de esta hacienda hasta que ya no pueda dormir. Tendrá que llevar a su familia a otro lado, exigirles que dejen esta propiedad porque el Bosque Negro será tragado por la vieja raza. El bosque volverá a crecer, las raíces escarbarán la tierra de nuevo y sobre los rastros de estas ruinas guardaremos el secreto. Quizás hasta construyamos más iglesias. Los padrecitos vendrán y confundidos vestirán sus mortajas, los velaremos y sonreiremos cuando la tierra se los coma y ellos comprendan el significado de esta tierra, maldita para ellos, tres veces benéfica para nosotros.
»Nunca me ha preguntado el nombre de este pueblo, el real. Ustedes son de los que llegan y plantan una bandera y se creen los muy dueños. A veces nos gusta, no le mentiré. Así toman también a las mujeres. Nos resistimos, jugamos y finalmente nos dejamos vencer. Las arremetidas de los suyos nos dejan exhaustas. Somos de ustedes, aunque guardemos nuestra esencia muy adentro. Ninguno es capaz de hacerse amigo de uno de nosotros, ninguno puede, y por eso son castigados. Llega el rompimiento. Llega la ofensa. Podrían haber pasado muchos años así, sin que nos moviéramos, diciéndoles que sí con la tatema, fingiendo que los queremos, o queriéndolos de verdad, como yo que aprendí a… a amarlo. Pero la voluntad de Aquél, del Nuestro, derriba cualquier otra hacienda que hayamos construido.
»Niño, esto se llama Bosque Lluvia, Cuahtlahlocan, Cuauhtlan, Bosque Tláloc. Veneramos al cielo que se ayunta con la tierra y al Venado cuyas pezuñas se hunden en las raíces de las montañas; su cornamenta es tan alta que roza las estrellas. Somos la raza que ha venido con ellos, que ha nacido de ellos. Aquí la criatura que ustedes llaman alce, pero es más grande que todos los alces de la Tierra, vive, respira. Y usted, y tú, mi niño, sentirás cómo te carcome, y cómo la piel se resquebraja para dejarle paso a su pelaje. De tu testa brotarán las cuernas, correrás con los otros, brincando por los alrededores de la hacienda, y bramarás mirando las estrellas negras».
Clemencia le dio un último beso a mi boca abierta. Salió de mis habitaciones y no la volví a ver. Después de lo que consideré un delirio provocado por el dolor, una extraña invención para alejarse de mí, comencé a tener miedo. Miedo de verdad. Los murmullos en el viento se convirtieron en palabras. Dentro del bosque habita una criatura, un ser, muchos de ellos. Ya no soy capaz de mantenerme unos minutos retrancado en un árbol, observando hacia el bosque como si buscara una canica muy brillante o el rostro de una mujer como Clemencia. Ahora temo y escucho. Y sé lo que viene cuando la luz declina y los búhos comienzan a ulular.
Como señor de todo Blackwood, hice lo que me pareció más conveniente: le ordené a mis sirvientes que tapiaran las ventanas y atrancaran las puertas por la noche. He venido haciéndolo todos los días. Se los he dicho hasta cansarme, hasta que sus miradas son de desconfianza, hasta que sus cuchicheos alcanzan hasta al último ratón en las cocinas. Ni una sola noche debe faltar la tranca contra la puerta.
Mi familia entera acudió a mí cuando supo que estaba tomando ciertas medidas «extravagantes». Esta vez no me quedé callado y ataqué con todas las preguntas que pululaban en mi interior. Mis primos no sabían de qué les hablaba. Pero yo les insistía con el escudo de los Blackwood, debían fijarse en los alces enfrentados, en el significado real de la heráldica familiar. Tal vez ellos no supieran, pero los tíos sí. Los Blackwood siempre han sido orgullosos, la rama original se había criado en Escocia, cuando los pictos aún se pintaban el cuerpo con tintes azulados, cuando la Vieja Caledonia humeaba como una hoguera recién encendida. Por supuesto que existían historias.
¿La fisonomía? ¿Los ciervos? ¿Los alces? Entonces ocurrió algo que no esperaba. Mis tíos hablaron.
Era una leyenda, supuestamente. Un secreto muy viejo y muy oculto que pervive desde los tiempos en que los Blackwood fundaron este pueblo en medio de la nada, entre las fronteras de Veracruz y Puebla, en medio del México salvaje del que se habla en las novelas. Se decía que algunos de ellos habían tenido «relaciones» con los ciervos de por aquí, y gracias a esos encuentros, algunos de índole penosamente sexual, se descubrieron las mejores áreas de tala. Los ciervos con los que tuvieron contacto los llevaron a conocer los secretos de las selvas, los árboles huecos y sus murmullos y, principalmente, la existencia de las viejas criaturas, las más antiguas del bosque: alces blancos y enormes, viejos como las edades del mundo, sabios como las estrellas. La leyenda tenía visos de ser cierta. Existía una innegable memoria colectiva que brotaba de algunos miembros, cierta tendencia a encontrar las mejores áreas de tala, cierto conocimiento profundo del bosque y, sí, cierta fisonomía cérvida.
Hablaron y citaron viejas declaraciones de nuestros ancestros comunes: las profecías, la acechanza, el rompimiento con la vieja raza, la llegada de un señor que habría de levantar al jefe de esos alces. En ese punto yo ya no quise escuchar más y los corrí. Los amenacé con palos y con balas, con los dientes si era necesario. Ninguno debía quedarse. Ellos mismos corrían peligro ahora que mi padre había muerto. Yo tenía que ocupar su lugar, yo iría a los bosques y recibiría a los fantasmas, a los alces, a… mis antepasados.
Mi familia huyó. Algunos se fueron a la ciudad de Puebla, otros a la capital. Hubo quien partió de vuelta a Escocia. Yo les di lo necesario. Los proveí de dinero y recursos. Llevaron misivas mías, títulos y hasta cartas para mi esposa. Me quedé solo, junto a los locales, la gente de Bosque Tláloc.
Las briznas de hierba son ahora como lo eran entonces. La vieja hacienda aún perdura, los edificios están restaurados en parte, otros han sido abandonados. Los veo cada día que paso por las lindes de la antigua propiedad familiar. No sé si algo de ahí, una piedra, un muro caído, aún me pertenezca. Hace tiempo que la gente la rehúye. Llegarán otros y buscarán entre sus ruinas. Al fin y al cabo han quedado las reminiscencias de su fundación: el pueblo, la gente, las historias que aún se comparten cuando ya ha anochecido y entre la lumbre esperan los tamales o el café. No sólo sirven para asustar a los niños, también advierten de lo que se oculta ahí dentro, de lo que vive a su alrededor.
Yo fui el último Blackwood en vivir dentro de la hacienda. Se quedaron los sirvientes más leales. Atrancaron las puertas y se ocultaron tras las ventanas tapiadas hasta que el miedo pudo más que la lealtad, que el cariño hacia mí. Incluso creo que me compadecían.
Las criaturas fantasmales aparecieron primero a lo lejos, en los límites del bosque. Fueron los leñadores quienes hablaron por primera vez de ellas: «Son rápidas y escurridizas, de un color blancuzco muy sucio… y son más grandes que cualquier venado que hayamos visto». Después, los avistamientos ocurrieron cerca de la finca y del edificio principal. Empezamos a descubrirlos por las ventanas, sus siluetas apareciendo y desvaneciéndose tras las cortinas. Se dejaban ver siempre en grupos grandes. Corrían desde las profundidades del bosque hasta acercarse a la hacienda, se detenían un momento cuando estaban casi tan cerca como para rozar con sus cuernos las paredes o puertas, e iniciaban su acecho.
Corrían en círculos, siempre en el sentido contrario al de las manecillas del reloj, haciendo vibrar el suelo con un salvajismo que no es propio de ningún animal del bosque. Sus ojos bien abiertos parecían espiar el interior. Cuando me atreví por fin a rasgar las cortinas y encararme a las criaturas, descubrí que eran tantos que la manada se había convertido en un solo ser de muchos ojos, infinidad de patas y un mar de cuernos. Ahí me quedé, en el porche, observando con incredulidad la corona plateada y negra, la multitud de espectrales bestias. No parecían tener miedo al fuego, a la casa, a mí. Yo, en cambio, estaba aterrado
Cada noche sucedía lo mismo. Ellos venían y yo gritaba, encerrado en mi cuarto, arrastrándome bajo las ventanas, a su merced. Los sirvientes gemían mientras cumplían mis órdenes. Esperábamos a que, en cualquier momento, se rompieran las puertas y esas criaturas fantasmales entraran para machacarnos con sus patas y hacernos jirones con sus cuernos.
Cuando se iban dejaban un olor particular: un aroma acre y pútrido, como de tierra húmeda guardada durante años en arcones. Los bramidos poco a poco se iban alejando y el silencio volvía a reinar. Dentro de poco ya nadie podría escapar. Sus gritos y berridos, su aullar infernal, penetrarían nuestros oídos hasta rasgar los músculos, los huesos, el alma.
No tuve que despedir a los sirvientes. Una mañana desperté solo, sin que nadie atendiera mis llamados. Reí y luego lloré. Los comprendía, quién quería quedarse en esta hacienda eternamente acechada. Quise ahorcarme y librar al pueblo de mi maldición. No más Blackwood, sólo Bosque Tláloc.
Al final, me decidí por otra cosa.
Llegaron esa última noche a la hacienda. No tenía tapiadas las ventanas. Ninguna puerta estaba atrancada. Estaba solo, recargado en el marco de la puerta, esperando la estampida, a la manada blanca. La tierra comenzó a moverse e invoqué al monolito que sostiene al mundo. Escuché sus bramidos e invoqué al cielo para que rugiera junto conmigo y mis oídos no pudieran escucharlos. Invoqué al fuego humeante para que ocultara el icor omnipresente de los alces. Hice todo lo que brotaba de mi cabeza como una alegoría, un rezo, un simple acto supersticioso, pero aun así los vi llegar, mover sus patas, girar y apuntar sus cuernos hacia la propiedad, y después alzar sus cuellos hacia el cielo. Era noche cerrada, pero el resplandor de sus cuerpos me permitió examinarlos a detalle. No eran alces. No se parecían a ningún tipo de ciervo que conociera o del que hubiera escuchado. Eran otra cosa, algo más.
En sus fisonomías pude ver rasgos que me dejaron helado, más aún que sus propias presencias preternaturales. Me vi a mí mismo en ellos. Mi rostro. El claro fenotipo de los Blackwood. Entre los alces corrían mis tíos, abuelos, tías lejanas; mis ancestros gritaban, me amenazaban y hasta lloraban. Entre ellos debía encontrar uno más, uno que temía y ansiaba encontrar al mismo tiempo. No me decepcionaron, entre la multitud observé a una criatura con el rostro descompuesto de mi padre, desfigurado entre los rasgos de una criatura imposible. Quise gritarle, llamarlo, pedirle perdón, pero no tuve tiempo. El cielo comenzó a rugir. Cayeron rayos desgarrando como ramas luminosas el lienzo nocturno; en él pude distinguir los cuernos de un ciervo gigantesco. Las criaturas cantaban, corrían, se golpeaban entre ellas y soltaban coces.
Traspasé el portón de la hacienda mientras veía cómo se formaba un antiguo signo en el cielo de Bosque Tláloc. El signo del que me había hablado Clemencia, o al menos eso creía. Era el signo del ciervo.
La manada detuvo su marcha circular; bajaron sus cabezas y apuntaron sus cuernos hacia mí. No había otro camino, lo sabía, muy en el fondo lo sabía. El signo del cielo ahora brillaba en mi cabeza, señalándome. No me mataron. En lugar de cornearme me cargaron y llevaron sobre sus lomos, dirigiéndose al centro del bosque, donde vivía la fuente más antigua de la noche, de esa tierra, el origen que manchaba a los árboles. Ahí vivía el mayor de todos ellos.
Abrí los ojos y me descubrí en un paisaje sin vestigios de mi anterior mundo, de mi viejo hogar. No había hacienda a la vista ni fuego ni ventanas ni puertas ni hombres. Sólo podía ver el bosque y las estrellas formando constelaciones extrañas en lo alto.
Los ciervos me llevaron a un claro. Las criaturas no parecían amenazantes, más bien creí que querían mostrarme algo. Entre sus rostros descubrí la figura de mi familia, y también el rostro de mi padre. Lo que sentí es difícil de explicar; quizá el orgullo era el ingrediente más potente al notar que los seres aprobaban mi presencia.
Los truenos volvieron a rajar el cielo y entonces el signo relumbró poderoso allá arriba, donde las estrellas nacían y morían. Un par de luces como truenos bajaron hasta el claro, chocando como una tromba contra un peñasco. Dos cuernos se manifestaron en el aire como enormes ramas brillantes y aceitosas. Bajo ellos, una testa, imposible en su forma, abrumadora por su tamaño. Se formó el cuello, poderoso como una colina, un lomo como una sierra achatada y seis gigantescas patas que parecían descender del cielo para enterrarse profundas en el bosque. Recordé las palabras de Clemencia: «Veneramos al Venado cuyas pezuñas se hunden en las raíces de las montañas; su cornamenta es tan alta que roza las estrellas». Era él, el Gran Ciervo, y yo, transformado, me había convertido en uno de sus adoradores blancos. Incliné mi cornamenta hacia él y esperé a que llegaran nuestros compañeros, los habitantes de Bosque Tláloc. Entre ellos, estaba seguro, encontraría también el rostro de Clemencia.