Читать книгу 16 de octubre de 1943 - Giacomo Debenedetti - Страница 6

Оглавление

PRÓLOGO

Natalia Ginzburg


Breve y espléndido1, 16 de octubre de 1943 narra la deportación de los judíos romanos. No podemos dejar de admirar la extraordinaria fuerza de su estilo, transparente como el vidrio. Parece que quien habla, en el relato de Debenedetti, sea la misma realidad. Las frases se suceden nítidas, sobrias, severas, y sobre cada una de ellas gravita el peso de una piedad inmensa. Como las campanadas de un reloj, suenan las palabras que nos llevan a la implacable conclusión.

Estamos en Roma, en el antiguo gueto, barrio poblado por artesanos y pequeños comerciantes judíos. Han pasado pocos días desde el armisticio. El Mayor Kappler hace llamar a los jefes de la Comunidad judía. Los judíos de Roma, dice, son doblemente culpables: como italianos, y por tanto traidores; como judíos, y por tanto, enemigos de Alemania desde hace siglos. Así que el Gobierno del Reich impone un rescate. Deben reunir y entregar, en un día y medio, cincuenta quilos de oro. Con afán, con fatiga, los judíos se ponen a recoger el oro. La ciudad se ha enterado, y algunos «arios» vienen a ofrecer oro, tal vez sea poco, lo que pueden. «Casi humildemente preguntaban si ellos también podían… si sería apreciado…». Lamentablemente no dejaron sus nombres, que querríamos poder recordar en los momentos de desconfianza en el prójimo. Vuelven a la mente, y parecen bellas, unas palabras repetidas también por George Eliot, «la leche de la bondad humana». Entregados finalmente al Mayor Kappler los cincuenta quilos de oro, los judíos de Roma se sintieron tranquilos. En el antiguo gueto vuelve la calma y cada uno retoma su vida cotidiana, el trabajo de cada día, los negocios y las prácticas religiosas. Kappler les ha dado su palabra y se fían: a cambio del oro, la seguridad. «En contra de la opinión generalizada —escribe Giacomo Debenedetti— los judíos no son desconfiados. Mejor dicho: son cautelosos y astutos para las cosas pequeñas, pero crédulos y desastrosamente ingenuos para las grandes».

La vida en el gueto, por lo tanto, ha vuelto a ser como era y «a primera hora de la mañana, cuando un resplandor pegajoso y gris como sus casas, empieza a empujar las cornisas, ya encuentras a todos estos judíos por la calle, voceando, llamándose a gritos.» Todos, si estábamos cerca de Roma en aquella época, o en la misma Roma, o lejos, hemos intentado después imaginarnos las calles de aquel barrio, evocándolas en nuestra memoria o dibujándolas en nuestra imaginación. Todos, cuando hoy caminamos por aquel barrio, volvemos a pensar en aquel 16 de octubre, cuando el odio y la desventura se abatieron sobre aquellas calles, sobre aquella gente ingenua, atareada, ignara.

La tarde del viernes 15 de octubre llegó al gueto una mujer. Venía del Trastévere, donde trabajaba en el servicio doméstico por horas. «Una mujer vestida de negro, despeinada, desaliñada, empapada por la lluvia. No puede ni hablar, la agitación atasca las palabras en su garganta, le hace babear». Ha hablado con la mujer de un carabiniere, que le ha dicho que ha sido vista, en mano de un alemán, una lista con nombres de cabezas de familia judíos, destinados a la deportación con sus familias. Pero nadie la escucha. La consideran una exaltada, una mentecata. «Regresaron a sus casas, y se volvieron a sentar en torno a la mesa, a cenar, comentando aquella historia sin sustancia».

Puede parecer extraño, a la luz de los hechos, tanto candor. Sin embargo, quien vivió aquellos días y quien vivió entonces el miedo de la persecución, recuerda bien como con el terror a los nazis se mezclaba un cierto optimismo y la idea de que quizás, en definitiva, la realidad fuera más leve, más razonable que la imaginación. El estado de ánimo que reinaba entre los judíos entonces, en Italia y tal vez también en otros lugares, era variable y discontinuo y el pánico luchaba contra algo que quería parecerse al sentido común. Así, sentados para cenar, aquellos judíos del antiguo gueto rechazaron cualquier proyecto de fuga, pronunciaron sus oraciones y celebraron la llegada del sábado.

Por la noche, se oyeron disparos por las calles del barrio. No solo disparos, también gritos siniestros, alboroto, «gritos coléricos, sarcásticos, incomprensibles». Los niños lloran, en las casas todos están levantados, espían, vigilan desde las ventanas los callejones inmersos en la oscuridad, a los soldados. «¿Qué se puede decir a los niños para que se callen, cuando no se sabe qué decir a uno mismo? Cálmate, ahora van a Monte Savello, a Piazza Cairoli, en un rato todo habrá terminado, ya verás». Después, al alba, de repente las calles se vacían, sobreviene un profundo silencio. Todos vuelven a dormir porque «pensándolo bien, no había pasado nada. (…) Las camas abandonadas acaso habían conservado un poco de calor».

Pero por la mañana, aquí están de nuevo los soldados. Esta vez sin disparos, sin gritos. Ha empezado la redada. «Los cogen a todos, literalmente a todos, peor de cuanto se pudiera imaginar». Enfermos, ancianos, lactantes, mujeres que acaban de parir. Las familias pasan por las calles en fila. «Los niños buscan seguridad en los ojos de los padres, un consuelo que estos ya no les pueden dar (…) Alguno besa a sus criaturas: un último beso entre aquellas calles, aquellas casas, aquellos lugares que les han visto nacer, sonreír por primera vez a la vida». Y «en los rostros y en el comportamiento de estos judíos, más intensamente que el sufrimiento, ya se ha impreso la resignación». Al candor de la inocencia sobreviene, fulminante, la memoria ancestral de antiguas deportaciones que sufrieron antepasados remotos, de los cuales ellos nunca han oído hablar.

Alguno, quién sabe cómo, consigue salvarse. A una mujer, los dos alemanes de guardia en la puerta de su casa le indican con un gesto que huya. Son, se dirá después, dos austriacos. La mujer, confiando en su fortuna, llama a una pariente desde la calle: «¡Escapa, que cogen a todo el mundo!». La pariente: «Un momento, visto al niño y bajo». «Desgraciadamente vestir al niño fue fatal: fue capturada con el niño y con toda la familia». Otra mujer, que cree que ya está a salvo en Ponte Garibaldi, ve pasar un camión alemán cargado de parientes y de conocidos, grita y es apresada con los niños que llevaba con ella. Un «ario» consigue salvar a una de las niñas diciendo que es suya. Pero la niña llora y llama a su madre, y los alemanes la meten en el camión y también ella desaparece.

Al alba del lunes, los judíos son obligados a subir a un tren en la estación Roma-Tiburtino. Imposible acercarse al tren. Se dice que en Fara Sabina, o en Orte, desde un tren que pasaba al lado del «tren precintado» una joven distinguió tras la reja de un ventanuco, el rostro de una niña que conocía, y la llamó. Otro rostro apareció entonces en la reja y le hizo el gesto de callar: «Esta invitación al silencio, a no intentar devolverlos a la comunidad humana, es la última palabra, el último signo de vida que nos ha llegado de ellos».

En Ocho judíos se evoca la figura de un comisario de policía que, después de la liberación, declaró ante la Alta Corte de Justicia que había tenido la posibilidad de borrar, de la lista de los que iban a ser fusilados en las Fosas Ardeatinas, diez nombres. Hizo borrar dos nombres elegidos al azar y ocho nombres de judíos. Ocho judíos, por tanto, le debían la vida. Esto era para él un signo de antifascismo, y le parecía que ahora debía representar, ante la opinión pública, un mérito. Pero se trata, una vez más, de una discriminación de naturaleza racista. Los judíos, sin embargo, piden la ausencia de cualquier discriminación. Piden «el derecho a no tener derechos especiales». «Reparación sería volver a poner a los judíos en medio de la vida de los otros, en el círculo del destino humano, y no apartarlos aunque sea por motivos benignos».

La importancia de estos dos opúsculos, hoy, a la luz de los hechos, me parece enorme. Ambos afrontan temas todavía hoy de actualidad. La violencia, el exterminio de una colectividad por motivos raciales y, finalmente, la diferencia de los judíos. Una diferencia de una calidad estrictamente secreta, privada e íntima, como un tenue signo impreso en el espíritu, tan tenue y tan profundo que no puede traducirse en nada que no pertenezca al espíritu.

En el 1944, Giacomo Debenedetti escribía: «Qué es el hebraísmo de los judíos, es una cuestión difícil de resolver. En cualquier caso, se trata de un asunto estrictamente íntimo. No se niega que existan modos interiores, originales, profundos de sentirse judío; pero son cuestiones de sentimiento privado, todas confinadas en la zona de los pudores, nunca extrovertidas en la acción; y no tocan, por tanto, el comportamiento social del hombre, ni lo distinguen del de sus semejantes y, ni mucho menos, lo contraponen». «Sentirse judío es sentir renacer desde el fondo —en las horas de mayor recogimiento, horas casi inconfesables de tan íntimas— viejos cánticos de la sinagoga, oídos durante la infancia (…) desolados cara a cara con aflicciones sin tiempo, el escozor de lágrimas mal enjugadas (…) y el derrumbe indefenso frente a invisibles muros de las lamentaciones».

¿No es acaso esta diferencia, tan parecida a la de todos los diferentes, lo que los judíos, o mejor dicho los hombres en general (porque en cada hombre puede esconderse un judío o un diferente) deben cultivar y defender por encima de todo, ciertamente no con la violencia ni con las armas, sino con todas las facultades del propio ser y del propio pensamiento?



1. El texto de Natalia Ginzburg que publicamos aquí apareció en La Stampa el 14 de febrero de 1978.

16 de octubre de 1943

Подняться наверх