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La destrucción creativa
Gomorra again
El hombre que odia la vida, que se avergüenza de ella, el hombre de la autodestrucción que multiplica los cultos de la muerte, que funda una unión sagrada entre el tirano y el esclavo, el sacerdote,el juez y el guerrero, empeñados siempre en perseguir la vida, mutilarla, hacerla morir a fuego rápido o lento, a enmascararla o a sofocarla con leyes, propiedades, deberes, imperios: esto es lo que Spinoza diagnostica en el mundo, esta traición al universo y al hombre.
Gilles Deleuze, Spinoza. Filosofía práctica
En un ensayo de 1942 (Capitalismo, socialismo y democracia), el economista Joseph Alois Schumpeter llamó “destrucción creativa” a un fenómeno de la economía de mercado que hace de la innovación el motor de un proceso capaz de elevar el nivel de vida de los países desarrollados en tal medida que las generaciones pasadas no podían siquiera imaginar. Pero este proceso no sólo es creativo, porque comporta un grado considerable de destrucción. Un costo que no es causa del azar, sino de una elección del Estado inspirada en las leyes de la economía de mercado.
Cuando el flujo normal circular de la economía atraviesa una fase de crisis y de expansión, el Estado debe promover la innovación, escogiendo las empresas más aptas y dejando perecer a las otras.
Este tipo de política debería distinguir, en la masa de las empresas amenazadas por el desastre en cada depresión, a las que se han vuelto técnica y comercialmente obsoletas por la expansión, de aquellas otras que están amenazadas por circunstancias secundarias, por reacciones casi accidentales, y debería abandonar a su suerte a las primeras y sostener, en cambio, a las segundas, otorgándoles créditos. Y podría tener éxito en el mismo sentido en que una política de higiene racial lo logra, sin el automatismo propio de estas cosas [...]. Pero ninguna terapia puede impedir el gran proceso económico y social por el que las empresas, existencias, formas de vida, valores culturales e ideales, descienden por la escala social y finalmente desaparecen. (10)
No nos sorprende que, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el nazismo aún vencía, la destrucción apareciera como una condición natural, de la que sólo unos pocos elegidos de antemano pueden salvarse. Es el retorno de la ley bíblica –Lot salvado de Sodoma, Noé del diluvio, Abraham del sacrificio– inserta en la teoría darwiniana de la evolución. Primo Levi dividía a la población de los lager entre “hundidos y salvados”, donde los salvados no son necesariamente los “justos”, sino quienes encontraron los medios y el ingenio para sobrevivir. (11)
La visión de Schumpeter (una especie de uso disimulado del Apocalipsis) se convertirá en el fundamento de una perspectiva política: la que invocó Bush (12) para invadir Iraq, inspirado por el grupo de neoliberales que lo rodeaban. (13)
La “destrucción creativa” inspira el ansia de destrucción que se extiende a toda la tierra, haciendo del libre mercado el mejor pretexto para los atropellos, las guerras, las conquistas y apropiaciones de todo tipo que el mundo occidental perpetró en los últimos siglos (con su feliz fórmula Schumpeter no hizo más que redimirlo). Hoy, gran parte de los eufemismos y de las mistificaciones que nombran las acciones de guerra (operaciones de policía, guerra humanitaria, entre otras) levantan, más o menos conscientemente, la bandera de esta fórmula. (14)
Esta legitimó la idea de que, como la destrucción es inevitable, debemos enderezarla hacia el progreso y la expansión. Y aunque muchos deban sucumbir, al menos podemos escoger a quiénes salvar. Ya que, según Freud, “no hay esperanza de suprimir las tendencias agresivas de los hombres”, no nos queda otra opción que volverlas a nuestro favor. La ley de la competencia y la del libre mercado permiten conciliar el mantra de la democracia con la guerra y la ruina, del mismo modo que la corrupción justificaba las masacres divinas. En estas triunfaba el “castigo”, en aquellas la “selección natural”. Dos visiones nacidas de una idea del origen del hombre distinta, pero convencida.
Sólo podremos afrontar esta visión si antes que nada la reconocemos como propia, precisamente del mismo modo que, al final de La tempestad, Próspero reconoce a Calibán como algo propio. (15) Debemos verla tal cual es, como una criatura tenebrosa que aparece en nuestros sueños.
En estos mismos años, “Gomorra” reaparece en una operación de guerra: la destrucción de las ciudades culpables que llevan a cabo los ángeles de la muerte. Entre 1942 y 1945 se arrojó sobre las ciudades alemanas más de un millón de toneladas de bombas.
Uno de esos ejemplos es la ciudad de Hamburgo, atacada y destruida en la noche del 28 de julio de 1943, durante un bombardeo cuyo fin era “aniquilar toda la ciudad y reducirla a cenizas”. (16)
Intentemos superponer las dos destrucciones, como nos invita a hacer el nombre “Gomorra” que la aviación inglesa da a esta operación: el rol del arcángel lo podemos asignar a la Royal Air Force, pero si queremos personalizarlo, su inspirador fue Sir Arthur Harris, comandante en jefe del Bomber Command, un hombre que “creía en la destrucción por la destrucción misma, y en el aniquilamiento total del enemigo, incluso el lugar donde habitaba, su historia y su ambiente natural”. (17) Y detrás de él, Winston Churchill.
El placer que sienten los aviadores en el bombardeo, podría verse también como un rasgo del alado arcángel Gabriel.
By God, that looks like a bloody good show [Por Dios, eso se ve como un maldito buen espectáculo], exclama uno de los bombarderos, observando el espectáculo desde el cielo. Y el otro responde: Best I’ve ever seen [Lo mejor que he visto jamás]. Y un tercero agrega con fervor: Look at the fire! Oh boy! [¡Mira el fuego! ¡Oh cielos!]
En aquella noche fueron arrojadas diez mil toneladas de bombas.
Pero las similitudes no acaban aquí: una vez destruida la ciudad, la nueva Gomorra pasa a ser objeto, como la antigua, de una execración universal. Nosotros mismos, leyendo la Génesis, (18) no podemos dejar de sentir aversión por los habitantes que golpean a la puerta de Lot, con terribles intenciones. Del mismo modo, no podemos no experimentar un sentimiento de venganza instintivo por el ataque a las ciudades alemanas. Y sin embargo, en un caso como en el otro, el acto destructivo fue arbitrariamente cruel y en esencia inútil: en un caso no liberó a la tierra del mal y, en el otro, no redujo la duración de la guerra ni un solo día. (19)
El rol más importante, el de Lot y sus hijas, debemos asignarlo a todo un pueblo, el pueblo alemán, (20) que estaba convencido de que el ataque era ineludible y estaba dispuesto a no dar un paso hacia atrás para preparar la reconstrucción. Según Enzensberger, “la misteriosa energía” que aplicaron los alemanes en la reconstrucción de sus ciudades se explica por su rechazo a tomar conciencia de la catástrofe colectiva. (21)
Lo creativo entonces no sería la destrucción sino el rechazo a mirar hacia atrás, que permite reapropiarse de la vida con una ciega tenacidad. Tan ciega como Lot que permanece obstinadamente dormido mientras sus dos hijas, una después de la otra, yacen con él motivadas por la única intención de reproducirse.
La mujer de Lot, en cambio, se detiene, mira y no transforma la visión: para ella la destrucción es el punto de no-retorno.
Pero ¿quién haría entonces las veces de la mujer de Lot en la nueva Gomorra? ¿Cuántos se volverían para contemplar las ruinas? ¿Cuántos del millón doscientos cincuenta mil refugiados que huyeron de la ciudad? Sólo un puñado de escritores contaron la destrucción de Alemania. (22) Ellos tenían aquello que le faltaba a la mujer de Lot: la capacidad de llorar sobre los escombros y encontrar allí inspiración. La mujer de Lot no tuvo una voz. En su silencio, en su boca vacía, en el aliento contenido, la ruina encontró su morada. (23)
Y sin embargo dos poetas prestaron su voz, una veinte años antes y la otra treinta años después de aquella fatídica década de 1940.
Una de ellas es rusa,
Y siguió el hombre justo al enviado de Dios,
grande y resplandeciente, por la montaña negra.
En tanto una voz penetrante habló a la mujer:
“No es demasiado tarde, aún puedes mirar
las torres rojas de tu Sodoma natal, la plaza
en que cantabas, el patio donde hilabas,
las ventanas vacías de la casa en lo alto
donde diste a luz los hijos a tu amado esposo”.
Miró tan solo. Y presas de un dolor mortal
sus ojos ya no pudieron volver a mirar;
todo el cuerpo se volvió de sal
y los ágiles pies se arraigaron a la tierra.
¿Quién querrá llorar a esta mujer?
¿Acaso no parece la menor de las pérdidas?
Mi corazón jamás podrá olvidar
a quien entregó su vida por una sola mirada. (24)
La otra es polaca,
Miré hacia atrás, dicen, por curiosidad.
pero, además de curiosidad, pude haber tenido otras razones.
Miré hacia atrás porque me dio tristeza la escudilla de plata.
Por distracción: amarrándome la sandalia.
Para no mirar más la nuca justa de mi marido, Lot.
Por la súbita certeza de que si yo muriera,
él ni siquiera se habría detenido.
Por la desobediencia de los sumisos.
Escuchando cómo nos perseguían.
Conmovida por el silencio, pensando que Dios cambiaría de idea.
Nuestras dos hijas se perdían ya tras la colina.
Sentí la vejez en mí. La lejanía.
Lo inútil de vagar. El torpor.
Miré hacia atrás mientras ponía mi hatillo en el suelo.
Miré hacia atrás preocupada por el siguiente paso.
En mi camino aparecieron serpientes,
arañas, ratones de campo y pichones de buitre.
Ni buenos, ni malos; todos los seres vivos
simplemente brincaban y se arrastraban en un pánico colectivo.
Miré hacia atrás por mi soledad.
Por la vergüenza de huir a escondidas.
Por las ganas de gritar, de regresar.
O porque justo entonces se desató el viento,
soltó mi cabello y me levantó el vestido.
Sentí que me observaban desde los muros de Sodoma
y se morían de risa, una y otra vez.
Miré hacia atrás por rabia.
Para gozar plenamente su ruina.
Miré hacia atrás por todas las razones mencionadas.
Miré hacia atrás sin querer.
Fue sólo una roca la que giró crujiendo bajo mis pies.
Fue sólo una grieta la que de pronto me cortó el paso.
En la orilla un ratón agitaba las patas delanteras.
Y entonces ambos miramos hacia atrás.
No, no. Yo seguí corriendo, arrastrándome y trepando
hasta que la oscuridad cayó del cielo,
y con ella gravilla ardiendo y aves muertas.
Por falta de aliento varias veces perdí el equilibrio.
Si alguien me hubiera visto, habría pensado que bailaba.
No descarto haber tenido los ojos abiertos.
Es posible que me desplomara mirando hacia la ciudad. (25)
El canto de las dos poetas es desconsolado. No está inspirado, como quizás todo canto, en la pérdida, que casi canta por sí misma, sino en la mirada que se fija en ella, sin lágrimas, absorta. (26)
Primavera entre las ruinas
La lengua agradece las ruinas.
Paul Celan
En 1948, un film de Billy Wilder, A Foreing Affair, (27) se desarrolla en la Berlín destruida. En la escena inicial, en el avión que sobrevuela la ciudad, viaja una delegación estadounidense que va a “controlar la moralidad del ejército” (ya que la corrupción no se extingue con la destrucción, sino que se multiplica). Desde las ventanillas del avión se ven los restos de la ciudad, que los delegados definen burdamente como “un tejido a crochet” o “un queso agujereado por ratones”: las calles y las casas están reducidas a una telaraña de muros vacíos y descascarados.
“Se lanzaron 75 000 toneladas de explosivos”, se complace en decir la delegación.
La única mujer, la diputada estadounidense Phoebe Frost, susurra por lo bajo: “Oh my...”.
“Estamos bajo mucha presión”, admiten los delegados, cuando discuten la posibilidad de mandar ayuda, que tanto cuesta a los contribuyentes estadounidenses.
“Reactivar la industria, volver a poner en marcha las máquinas... sobre todo dar de comer al pueblo”, dice uno de ellos. “No es posible que todo un país hurgue en la basura”.
Otro precisa: “Si das a un hambriento un trozo de pan es democracia, si se lo das envuelto es imperialismo”.
Entre estos muros derrumbados se encontraba Marlene Dietrich, quien alguna vez había sido la condesa Erika von Schluetow, amante de un jerarca de la Gestapo prófugo y ahora cantante en un local nocturno. Hablando con la diputada estadounidense, cuyo destino se había cruzado inesperadamente con el suyo, Marlene le cuenta que, para vivir, tenían que keep going and going [seguir adelante] entre todo tipo de ruinas.
Ella también tiene “la desobediencia de los humildes” de la que habla Szymborska, se las rebusca entre un par de medias de seda y un colchón que le regala su nuevo protector estadounidense, el capitán Johnny Pringle. Ella también es una mujer de Lot. Querría escapar, pero no puede. Y no puede no mirar, porque forma parte de las “ruinas de Berlín”. Es alguien que, como dice Jesús de la mujer de Lot, “intenta salvar su vida” y como tal está condenada a perderla. Y de hecho la pierde, en el sentido espiritual que Jesús entendía. A diferencia de la diputada, que si bien se extravía entre las mismas ruinas se mantiene limpia e intacta, porque, como le dice Marlene, “en los Estados Unidos tienen tanto jabón”.
En realidad, en ella hay un poco de Lot y un poco de la mujer de Lot, porque lo que quiere desesperadamente no es vivir o salvarse: “Entre estas ruinas reina una única voluntad, una voluntad que nos empuja más allá de todo respeto humano: sobrevivir”.
Para nosotros, dice ella, todo es objeto de cambio. En primer y último lugar, el cuerpo, el eterno objeto de cambio de una mujer. ¿Cuál es la ley de mercado del cuerpo de la mujer? ¿Qué cuentas debe hacer el cuerpo de Marlene, quien, una vez perdida la protección del Capitán, deberá comerciar con cinco soldados?
En el filme, Marlene canta tres canciones: la primera se llama Black Market [Mercado negro]. La segunda: Who wants to buy my illusions? [¿Quién quiere comprar mis ilusiones?]. La tercera, Among the ruins of Berlin (“Entre las ruinas de Berlín”: “Entonces adviertes que los fantasmas del pasado no volverán. Una nueva primavera está por comenzar, entre las ruinas de Berlín” [A new spring is to begin, / among the ruins of Berlin]).
Esta sería la vida de la mujer de Lot; si hubiese sobrevivido entre las ruinas de su ciudad y si un ejército de ángeles se hubiese encargado de la reconstrucción.
Es la “destrucción creativa”, desde el punto de vista de la mercancía y de la ruina.
El carácter destructivo
La destruction fut ma Béatrice. (28)
Stéphane Mallarmé, Correspondance 1862-1871
(A Eugène Lefébure, Besançon, lunes 27 de mayo de 1867)
Con todo, Hamburgo sin duda no fue la primera ciudad en ser completamente arrasada por la modernidad. Apenas un siglo antes, un proyecto de pacificación y no una guerra, no las bombas sino los picos, demolieron y refundaron una ciudad floreciente y apestosa, para transformarla en una ciudad amplia, luminosa e higiénica, y acabar con las sombras y secretos de las tortuosas callejuelas: “hacer espacio” entre sus escombros, dotarla de plazas inmensas, atravesarla de calles, más bien de avenues y de boulevards. Hasta tal extremo que alguien pensó que se quería abrir la visión del horizonte a cañonazos, y aplanar la calle con carros armados: el Segundo Imperio reconstruía París, y de una sinuosa y oscura Babilonia hacía una Jerusalén celeste que se ofrecía a la contemplación. (29)
Entre 1852 y 1870 se destruyeron más de veinte mil casas para reconstruir cuarenta mil: el pueblo que atestaba el centro fue expropiado y expulsado a los suburbios, mientras que los nuevos propietarios debían estar a la altura de los gastos y figurar en medio de los monumentos y los palacios de piedra, dócilmente alineados en largos desfiladeros.
“Un Apocalipsis”, dice alguien, “pero no necesariamente con consecuencias apocalípticas”. (30)
El Barón Haussman, encargado de la transformación, se definía como un artiste démolisseur. (31)
Un artista poeta contempla y llora, con un llanto similar al de los antiguos mercaderes: Paris change! mais rien dans ma mélancolie / N’a bougé! palais neufs, échafaudades, blocs, / Vieux faubourgs, tout pour moi devient allégorie, / Et mes chers souvenirs sont plus lourds que des rocs. (32)
Baudelaire es uno de esos poetas que se inspiran en la pérdida. (33)
En 1928, un filósofo enamorado de París, que la recorre en sus recovecos y pasajes, traducirá esta poesía al alemán, y donde estaba escrito Paris change pondrá Paris wird anders [París deviene otra]. De esto se desprende que lo producido por la destrucción creativa, aquí en medio de su fulgor, no es un simple cambio. Se trata de un devenir, un “hacerse otro”. En lugar de lo que ya no es, aparece algo que no es todavía. Pero por un momento no hay ninguna ciudad, sino una ruina que la oprime en los sueños: el momento, en su devenir, abre un hiato en toda destrucción-reconstrucción, así como el tiempo entre el pasado y el futuro se atasca en un presente de escombros (los escombros siempre están presentes, aunque la reconstrucción los enmascare). Quizás Napoleón III también lo advirtió cuando, mientras admiraba el París del futuro del Barón Haussman entre los escombros de la ciudad medieval, hizo designar al ilustrador y grabador Charles-François Bossu, de nombre artístico Charles Marville, como fotógrafo oficial de la ciudad de París, y le ordenó fotografiar tanto la vieja ciudad que desaparecía como la nueva ciudad que surgía. Pero no hay fotografías del período intermedio. Ahora bien, el nexo entre “la gran transformación parisina” y la antigua ciudad aparece en los maravillosos aguafuertes de Charles Méryon, que Baudelaire tanto amaba: “Méryon hacía aflorar el antiguo rostro de la ciudad sin sacrificar ni siquiera un adoquín”. (34)
Quizás Walter Benjamin pensaba en aquel wird anders cuando, en 1931, escribía un misterioso texto que se titula El carácter destructivo.
El carácter destructivo conoce solo una consigna: crear espacio; una sola actividad: limpiar. Su necesidad de aire fresco y de un espacio libre es más fuerte que cualquier odio. El carácter destructivo es jóven y sereno. [...] El carácter destructivo cuando trabaja siempre es fresco y descansado. [...] El carácter destructivo no tiene modelo alguno. Tiene pocas necesidades, y ninguna le importa menos que saber qué sustituye aquello que ha sido destruido. En un primer momento, al menos por un instante, el espacio vacío, el lugar donde estaba la cosa, donde la víctima vivía. [...] El carácter destructivo no ve nada duradero. Pero precisamente por esto ve caminos por todas partes. Pero como ve caminos por todas partes, tiene que hacerse camino. [...] Manda a poner en ruinas lo que existe, no por amor a las ruinas, sino por el camino que las atraviesa”. (35)
Cuando pregunté a Giorgio Agamben por el sentido de este texto (sólo tres escasas páginas), y si tendría algo que ver con el recuerdo de la destrucción de París, me respondió:
Creo que Benjamin veía claramente la destrucción que acontecía a su alrededor y que lo precedía (entre otras cosas, las demoliciones del Barón Haussman, al que se refiere en su libro sobre Baudelaire y París). Pero, como a Baudelaire, le interesaba captar cuál era el significado de esta destrucción para los hombres que debían convivir con ella. En cuanto al carácter destructivo, la cuestión es completamente distinta. Se trata simplemente del hecho de que, para liberarse de los horrores-errores que están en nosotros y no sólo fuera de nosotros, se necesita lo que denomina un gesto destructivo. Se trata de una destrucción que no se enmascara en una construcción todavía más fea, sino que despeja el error y da lugar a la verdad. Es como lo que dice el midrash hebreo sobre el sábado que, estando prohibidas todas las actividades productivas, afirma irónicamente que si hubiese una actividad puramente destructiva estaría permitida. Esta actividad puramente destructiva es la que Benjamin tiene en mente. (36)
Lo “puramente destructivo” es una idea que tiene algo de angélico (parece ver a los ángeles que se acercan ligeramente a la puerta de Sodoma) y tiene algo de infantil. Todos los ángeles destructores “hacen espacio” y “limpian”. Y todos los niños destruyen los juguetes, dando grititos de satisfacción que se parecen a los de los jóvenes aviadores. (37)
El carácter infantil es cercano al carácter destructivo que “reduce lo existente a escombros no por amor a los escombros sino por la vía de escape que los atraviesa”. (38)
¿Cuál es esta línea de fuga, la delgada senda que atraviesa los escombros?
La destrucción que nace del juego infantil tiene su contrapaso o línea de fuga en una práctica que tiene algo mágico en el universo infantil: la repetición. Como dice Benjamin, lo que más ama y exige el niño es “una vez más”. Su juego es por naturaleza infinito, y comporta una infinidad de interrupciones y variaciones. La fórmula mágica que lo designa es: “de nuevo”.
“Lo que el juego infantil pone en escena es una relación virtuosa entre repetición y novum. La réplica de un mismo gesto y de una misma narración nunca es la duplicación de lo idéntico, sino, siempre, la repetición del unicum [...] según Benjamin, el “una vez más” [(das) Noch einmal] es, entre sus manos, “un hacer siempre de nuevo” [ein Immer-wieder-tun]”, dice Marina Montanelli, que cita el texto de Benjamin Spielzeug und Spielen. (39)
El niño crea todo ex novo, recomienza una vez más desde el principio. Esta quizás es la raíz más profunda del doble significado del término aleman Spielen: la repetición de la misma cosa tal vez sea el elemento común a los dos sentidos de la palabra. No es tanto un “hacer como si”, cuanto un “hacer de nuevo”, la transformación de la experiencia más emocionante en un hábito; esto es lo que constituye la esencia del juego.
Cuando un niño, al cual un adulto acaba de hacer algo que lo asombra y lo exalta, dice: “Otra vez”, en ese momento crea el juego, haciéndolo suyo y haciéndolo nuevo. El niño crea repitiendo. Toda repetición es una nueva creación. La primera vez no es nada, es un desperdicio, un aturdimiento. Pero, después de que la novedad lo desconcierta, el niño vuelve triunfante a casa con su creación. Porque no se crea desde la nada, sino desde el caos. Y esta es la novedad: un caos sin nombre. El “una vez más” toma un puñado de caos y plasma su pequeña nueva forma. Del mismo modo que en el inicio de los tiempos: cuando Dios crea, lo hace “una vez más”.
Y aquí debemos rendirle homenaje a esa maravillosa expresión que reza “de nuevo”, que se encuentra en las lenguas romances (à nouveau, de nuevo, din nou, de nou...). Esta es la fórmula que transforma la repetición en novedad, que cuenta el proceso creativo, plantándolo en su humus. Así nace el humano.
“De nuevo” es un umbral, que el viejo y el joven pasan fácilmente.
El ángel exterminador
En 1962 se estrenaba un film de Buñuel, rodado en México, con el título El ángel exterminador.
La historia del título es interesante y controvertida. Estas son las versiones más conocidas:
1. Buñuel retomó un texto teatral de José Bergamín (amigo suyo que, como él, estaba exiliado en México) (40) cuyo título era Los náufragos de la calle Providencia y cambió el título por El ángel exterminador.
2. Buñuel escribía con Alcoriza (su futuro productor) un guión con el título de Los náufragos de la calle Providencia, pero, al enterarse de que Bergamín estaba escribiendo un texto teatral titulado El ángel exterminador, le preguntó si podía utilizarlo para el film que quería realizar. Bergamín le habría respondido que podía utilizarlo sin pedirle permiso, ya que se encontraba en el Apocalipsis.
3. Bergamín da a Buñuel el título definitivo, después de haber leído el guión de Los náufragos escrito por Buñuel y Alcoriza.
Si bien la primera versión es la más frecuente, creo que la tercera es la más veraz y también la más interesante, ya que implica otras peculiaridades: Buñuel habría tomado la idea del filme a partir de una experiencia en Nueva York en 1940; durante una cena, los invitados se vieron forzados a quedarse en la casa que los hospedaba sin ninguna razón.
Pero según otra versión, la costumbre mexicana de los invitados de prolongar indefinidamente los saludos en la puerta de la casa del anfitrión antes de retornar a la suya fue la que dio a Buñuel la idea de que esta escena podía prolongarse indefinidamente. Esto lo llevó a escribir un guión catastrófico, del tipo de La balsa de la Medusa, el cuadro de Géricault, que representa a un grupo de náufragos que se refugia en una balsa y terminan comiéndose unos a otros. De allí surgiría el primer título.
El interés de esta última versión permite intuir cómo la idea de Buñuel del naufragio catastrófico, surgida de forma surrealista a partir de una demora en la puerta de una casa hospitalaria, y el nuevo título El ángel exterminador del católico rebelde José Bergamín, pudieron producir un nudo sináptico, que dio a la trama un sentido completamente nuevo.
Este es el nudo que quisiera indagar, a pesar de la advertencia que Buñuel da al inicio de una proyección del filme: “Si el filme que van a ver les parece enigmático e incoherente, también la vida lo es. Es repetitivo como la vida y, como la vida, sujeto a múltiples interpretaciones. Quizás la explicación de El ángel exterminador sea que, racionalmente, no hay ninguna”.
Advertencia que, finalmente, justifica toda interpretación.
En el capítulo nueve del Apocalipsis, el ángel exterminador (¿Gabriel o Lucifer?) es el rey de las langostas salidas del humo que oscurece la tierra para atormentar a los seres humanos.
En aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la encontrarán; ansiarán morir, pero la muerte se les escapará [...]. Su rey era el ángel del Abismo, que en hebreo se llama Abaddón (Perdición) y en griego Exterminador. (41)
A través de sus súbditos, las langostas, el ángel atormentará a los hombres sin matarlos, incitando en ellos el deseo de muerte. Las langostas, tan efectivas sobre el ánimo humano, pero más clementes que Gabriel sobre la naturaleza, recibirán la orden de “no dañar ni hierbas, ni arbustos, ni árboles, sino únicamente a los hombres que no tengan el sello de Dios sobre la frente”.
En el filme de Buñuel, una veintena de invitados se reúne una tarde, luego del teatro, para cenar en la casa del rico y cortés Edmundo Nobile. Pero en el momento en que sería natural volver a su casa, ninguno se mueve. Poco a poco, uno tras otro, van cayendo, uno sobre un sillón, otro sobre un sofá o en el suelo, para pasar la noche. A la mañana, avergonzados y sorprendidos, comienzan a interrogarse, más deseosos de justificarse que de comprender. Cuando tratan de dirigirse a la puerta y empezar a salir, algo los distrae o los retiene. Pasan los días, como langostas, nadie sabe cuántos. Faltan los víveres, el agua, uno de ellos muere, dos amantes se matan, todos pierden el control, en algunos surge una ferocidad persecutoria que los lleva a eliminar al dueño de la casa, Edmundo, el único que mantiene su rectitud y cortesía, el único que continúa ateniéndose a una civilidad que se está desmoronando sin remedio (incluso fuera de la casa-mónada, en la ciudad, donde se prepara la guerra civil). Están por atacar a la víctima designada, cuando la joven que acaba de darle su virginidad observa que por primera vez se encuentran en la misma posición del momento en que ocurrió el encantamiento: la repetición los salvará permitiéndoles romperlo.
Y la repetición los perderá. Unos días después todos se reencuentran en la Catedral para un Te Deum de agradecimiento, pero al final de la ceremonia nadie parece querer irse. Durante todo el filme, hay dos hilos conductores, más alusivos que explícitos: uno se refiere al ángel exterminador, es decir a la tradición judeo-cristiana, el otro a la repetición, es decir a la tradición griega.
Consideremos el primero: el filme comienza con la puerta de la Catedral (que al final acogerá a los invitados para el Agradecimiento) y el canto del Te Deum; sigue con el nombre de la calle (calle Providencia) donde se encuentra la casa y, después de la cena, transcurre en el último salón, donde los invitados permanecerán encerrados por semanas o meses. A este salón se accede por otro, a través de una especie de arco escénico que lo hace parecer un teatro. En el interior, tres paneles o alas esconden tres pequeños cuartos oscuros (uno, con el tiempo, servirá para el amor y la muerte; los otros, como letrinas). En los paneles están pintadas tres figuras, a la izquierda una virgen con el niño, a la derecha un santo (quizás el Abate San Antonio). En el panel central, un apuesto ángel armado o ángel exterminador vela amenazante sobre todos ellos.
La repetición es una huella aún más insistente. Algunas escenas se repiten dos veces, en dos ocasiones se dice la misma frase, y la segunda vez se repite la primera de forma inexacta. Una serie de repeticiones imperfectas marcan el filme: algunas suceden antes del encantamiento, otras se formulan más acá y más allá del momento en el que los invitados se vuelven prisioneros. Al inicio del filme retoza por la casa un rebaño de ovejas y más tarde se presenta a los hambrientos invitados para ser sacrificadas en un asador (otras ovejas se precipitan en la Catedral cuando los invitados estén nuevamente atrapados). Lo mismo ocurre con una osezna que ronda por la casa al inicio y al final, como si indicase los dos términos del encantamiento.
Estas huellas desembocan en las dos ideas motoras: el ángel que atormenta y castiga la sucesión de los días y el círculo que cierra a los invitados en su rueda, dos temporalidades diversas que se enfrentan, sea como cómplices o antagonistas: la temporalidad lineal y la temporalidad circular. El día del juicio y el eterno retorno.
Parece que los invitados no hacen más que caer en una y otra temporalidad, capturados o por el tiempo del reloj (que de cuando en cuando muestra su inútil hora), o por la repetición claudicante, el disco rayado del tiempo circular. Y el ángel exterminador es la aguja que los separa y los reúne. La imagen final será la de una campana, que toca la hora alegremente, con su badajo dando vueltas y vueltas en el vacío.
El ángel no los aterra tanto con el Día del Juicio cuanto con el “eterno retorno de lo mismo”, como si estuviera a nuestro alcance la decisión de avanzar hacia el ruinoso progreso, o abandonarnos a la degradación de la repetición. (42)
Aquí la repetición juega un doble papel y se presenta bajo sus dos caras.
La repetición nos pierde, nos degrada, pero también puede salvarnos y hacernos salir de la otra repetición –escribe Gilles Deleuze–. Al eterno retorno como repetición de un “siempre ya hecho”, se opone el eterno retorno como resurreción, nuevo don de lo nuevo, de lo posible. [...] Y en el Ángel exterminador, la ley de la mala repetición hace encontrar a los invitados en el medio de límites insuperables, mientras que la buena repetición parece abolir los límites y abrirlos al mundo. (43)
La mala repetición, en el filme, es la repetición imperfecta, mientras que la repetición salvífica y liberadora es el perfecto retorno de lo mismo. Pero, en las palabras de Deleuze, el filme de Buñuel transforma al eterno retorno nietzscheano en la “retoma” de Kierkegaard, y cambia su tono de la degradación a la resurrección.
No es de extrañar que la imaginación del cristiano Bergamín brillara en contacto con la imaginación del ateo Buñuel, haciendo de un umbral infranqueable la brecha que mantiene al incierto ser humano entre dos formas del tiempo, o mejor dicho entre dos líneas: la línea recta y la línea curva, cada una de las cuales inventa y arrastra la vida.
La idea del “eterno retorno” abrió nuestra época como un sueño y una amenaza.
Qué pasaría si, un día o una noche, un demonio se arrastrara furtivo hasta lo más solitario de tu soledad y te dijera: “Esta vida, tal y como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla una y otra vez e innumerables veces, y nunca habrá nada nuevo en ella, sino que cada pena y cada placer y cada pensamiento y suspiro, y cada pequeña y gran cosa en tu vida regresará a ti, y todo en la misma secuencia y sucesión, y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo”. (44)
Esta amenaza captura a los invitados en el umbral, como si la propia puerta fuera el peligro. La puerta abierta retiene, la puerta cerrada se abre. (45)
Pero las dos temporalidades, la lineal y la circular, tienen un punto en común, que es para cada cual su vía de fuga: el momento, el instante. El instante-pasaje que permite a los invitados salir del círculo es la perfecta repetición de los gestos: el punto de separación-sutura entre las dos temporalidades, entre las cuales oscilan los invitados del piadoso Edmundo (el único que quizás mantiene la temporalidad inicial: ya que, después de todo, está en su casa).
Este punto-instante-pasaje es lo contrario del Kairòs, el tiempo griego de la ocasión y del momento oportuno, que camina a grandes pasos y lleva los cabellos sobre la frente, para que nadie pueda agarrarlos cuando pasa. Este en cambio es el “momento justo” que debe ser re-construido pacientemente, obediente al modelo; y no es “nuevo” sino “de nuevo”.
Pero también es diferente del tiempo mesiánico del judaísmo, “en el cual cada segundo era la pequeña puerta por la que podía entrar el mesías”. (46)
Pero si este momento-pasaje no es el del Kairòs y no es el advenimiento del Mesías ¿de dónde viene?
Quizás debamos robar una idea a un pensamiento despreciado y oculto desde hace siglos: el pensamiento gnóstico que recoge las dos tradiciones, la judeo-cristiana y la griega, y “al círculo de la experiencia griega y a la línea recta del cristianismo contrapone una concepción cuyo modelo espacial puede representarse con una línea cortada”. (47)
En las palabras de Deleuze, de algún modo, vuelve a aparecer esta cuestión: “Para llegar a una repetición que salve o que cambie la vida más allá del bien y del mal ¿no sería quizás necesario romper con el orden de las pulsiones, deshacer los ciclos del tiempo, llegar a un elemento que sea como un ‘deseo’ verdadero, o como una elección capaz de recomenzar sin fin?”. (48)
Es el disco rayado de la infancia que repite creando y da el impulso, cada vez, para salir del hábito y volver a sentir la inmensa emoción de lo nuevo.
El canto
Or piango, or canto. (49)
Claudio Monteverdi, “Zefiro torna”, Madrigali
El niño aprende un juego nuevo y lo repite al infinito: arroja un objeto al suelo y vuelve a arrojarlo una y otra vez; así se convence de que el mundo existe y permanece.
Cuando destruye un objeto, quiere recomponerlo y destruirlo de nuevo, pero no puede. La destrucción es definitiva. Nace, entonces, de un impulso diverso: no de la permanencia sino de la no permanencia. El niño destruye porque puede hacerlo y descubre su potencia sólo al hacerlo.
Hace algunos años pedí a mi sobrino nieto Nicola de 12 años que me enseñara cómo funcionaba una PlayStation. Se me acercó con la más linda que tenía y dos juegos. El primero era uno de guerra que no quise jugar. En el otro, un energúmeno, que yo tenía que personificar, se acercaba a un automóvil, abría la puerta, sacaba al conductor del asiento, se ponía a manejar y de repente atropellaba a una joven pareja que paseaba del brazo.
Me detuve sorprendida y le pregunté: “¿pero por qué hago esto?”.
Y me respondió: “porque puedes”.
Nada le da tanto sentido a la propia potencia como la potencia de destruir, porque no puede repetirse ni modificarse. La idea de una destrucción creativa es la ilusión de que luego de la destrucción puede haber algún tipo de resarcimiento. En realidad, el resarcimiento existe: es la pérdida. El objeto que destruyes se pierde para siempre, pero también es tuyo para siempre, nadie te lo puede robar porque nadie podrá jamás poseerlo. Quizás, como cantan los poetas, se posee sólo aquello que se ha perdido. El sentido de propiedad que es el fundamento del patriarcado, en nada se expresa mejor que en la destrucción del bien que se posee.
Por ello, en la Biblia como en el mundo patriarcal, el padre tiene el derecho de decidir sobre la vida y la muerte de la mujer y los hijos. Sólo así sabe con certeza que eran suyos. Lo mismo valía frente al esclavo y al fugitivo. El derecho de matar establece la propiedad.
Orfeo se vuelve a mirar a Eurídice para asegurarse de que la posee, aunque sabe que al hacerlo la perderá. Porque sólo con la pérdida definitiva podrá cantarla como suya para siempre. Y quizás también por esto mismo Dios finalmente destruye su creación. Para asegurarse de que la criatura es realmente suya y jamás la perderá.
La creación saca a la luz un ser que está en fuga. La obra, la criatura, son fugitivas.
La destrucción pone fin a la fuga, pone un sello en su espalda, los entrega a la pérdida, a la canción, a la memoria. Hace que “nuestros muertos” estén vivos.
Sin los poetas, el patriarca nunca lo habría logrado. Gracias a ellos, la nada se vuelve su reino.
En los mitos griegos la repetición es una condena: aquellos que se han opuesto a Zeus o a otro dios son castigados con la repetición infinita de la pena.
Los condenados cristianos están enterrados en un humus de dolor, y los condenados de Dante también sufren juntos una plaga común. En Grecia, en cambio, cada uno sufre su propio ritornello cruel: la sed para Tántalo, la piedra para Sísifo, el buitre para Prometeo, para cada uno la repetición es un suplicio individual. Y hay una pequeña figura tallada en el paisaje –de origen griego, pero cantada por Ovidio– (50) que permite describir esta idea de la repetición: la parlanchina Eco, ninfa de los montes, que distraía con parloteos a la diosa Juno (Hera, para los griegos) para impedirle sorprender a las ninfas que entretenían a su marido Júpiter. Para castigarla, la diosa la condenó a repetir el final de las palabras que escuchaba y a no tener otro modo de comunicarse (lo que no hacía con la celosa mujer era justamente trasmitir las voces que, en cambio, ocultaba con la suya).
Ovidio la define como resonabilis, capaz (sólo) de resonar.
Así la ninfa Eco retorna a la experiencia infantil de la palabra, en la cual el niño repite los sonidos de la madre y aprende a hablar.
Y eso mismo es lo que trata de hacer la ninfa cuando se enamora del bello Narciso que se ha perdido en el bosque, y repite las palabras de él haciéndolas suyas (¿Hay alguien ahí? ¡Ven! Juntémonos...). Pero cuando finalmente se encuentran, Narciso huye humillándola con groseras palabras, quizás porque no quiere que le arrebaten nada suyo, ni siquiera las últimas sílabas. Por última vez, Eco trata de usarlas a su favor, pero Narciso ya no la escucha. Deshecha de dolor, no quedan más que las voces y los huesos de Eco. La voz todavía existe en las montañas, los huesos se convirtieron en piedras.
Luego Narciso se verá frustrado por el amor a su propia imagen, reflejada en un arroyo. Aquí está, nuevamente, lidiando con el amado que huye: sombra, ficción, fantasma... Y entonces al final comprende: Iste ego sum! [¡Soy yo!] Inopem me copia fecit! [¡La abundancia me ha hecho pobre!]. (51)
Cada uno balbucea consigo mismo. Pero ninguno balbucea con el otro. Narciso no “mira”, Eco no “escucha”. Y como no escucha, no puede aprender: el aprendizaje se sirve de la repetición traicionándola poco a poco. Y es así como termina venciéndola. Eco es fiel, por ello nunca podrá salir de la repetición. Los dos sólo se encontrarán en la muerte, porque entonces las palabras de Narciso que repite la ninfa tienen el mismo sentido para ambos: “¡Oh, muchacho amado en vano!” dicen los dos, aludiendo finalmente a lo mismo.
Ni Eco ni Narciso pueden comunicarse con otros: él se duplica a sí mismo, ella, al otro. No hay un “yo” y un “tú” sino dos “yo” y dos “tú” (un poco como cuando hablamos con nuestro celular mientras a nuestro lado un amigo habla con el suyo).
Se trata de una repetición sofocante de la que no se puede salir. Es la misma repetición sin salida.
Y como estamos en el mito, es decir, en el imaginario más profundo, estas historias nos cuentan algo que es como un sueño; o, más aún, una pesadilla: el terror de no poder salir de la repetición, el terror de que cualquier cosa que se repite una vez, retorne igual infinitamente y entonces ya esté acabada.
Esta repetición es opuesta al “una vez más” del niño, que se repite por miedo a que el gesto, el juego o el objeto desaparezcan. Como si al temor de la desaparición le sobreviniera el miedo a la permanencia. Y como si la alternancia de la repetición y de la destrucción (es decir, de la recapitulación y de la ruptura), en vez del feliz ir y venir que nos permite vivir, fuese un vertiginoso caer de un pánico al otro. Esto es lo que se llama “inquietud”.
Nuestro imaginario nos presenta la destrucción como una pérdida, de la cual sólo nos salva la repetición. Pero después, la repetición se vuelve el lugar del miedo a estar encerrados para siempre en el eterno retorno de lo mismo. Un pensamiento que quizás haya asaltado a Buñuel mientras miraba cómo los huespedes de la casa se perdían en saludos y despedidas interminables. Así, la repetición se vuelve un castigo que aprisiona la permanencia.
Pero hay una forma de la repetición que contiene en sí misma otra posibilidad (la repetición, como la ninfa Eco, nunca es sólo ella misma, siempre “se desdobla”) que Deleuze y Guattari denominan el ritornello.
En una clase del 20 de marzo de 1984, sobre “Verdad y Tiempo”, Gilles Deleuze retoma un concepto que aparecía en el libro Mil mesetas y se pregunta: ¿a qué puedo oponer el ritornello?
Aquí Deleuze presenta otro concepto, tan simple que parece evidente: el galope. Al ritornello se le opone el galope.
El galope también es una forma musical, pero, a diferencia del ritornello, se trata de “un vector lineal con precipitación a velocidad creciente”. Mientras que el ritornello no es ni una línea, ni un vector.
Le galop c’est la cavalcade du présent qui passe [el galope es la cabalgata del presente que pasa], dice Deleuze. Pero ¿qué es el ritornello?
La ritournelle c’est la ronde des passés qui se conservent [el ritornello es la ronda (52) de los pasados que se conservan].
El ritornello y el galope son dos grandes movimientos musicales: el galope es instrumental y el ritornello es vocal (como el canto de los pájaros). (“En otros términos, la música tendría como elementos principales al caballo y al pájaro”). (53)
En este punto Deleuze introduce dos términos opuestos e intercambiables: la vida y la muerte.
Según algunos autores, la vida está del lado del galope: la cabalgata de los presentes que pasan. Y la muerte es el ritornello, que nunca termina con los pasados que se conservan, la cancioncilla que nos sumerge en el pasado. El ritornello es la muerte.
Pero existe otra posibilidad (la pirueta de la repetición): la cabalgata de los presentes es veloz, pero ¿adónde nos lleva? A la tumba. De modo que los signos se invierten: el ritornello contiene la vida y el galope nos conduce a la muerte.
El ritornello es la posibilidad de que alguien se salve de este perpetuo curso hacia la tumba.
Y aquí los dos movimientos musicales suenan juntos: en el ritornello se forma una pequeña frase. Luego el galope vuelve a empezar y la pequeña frase se reanuda. (54) ¿Y se produce una compenetración de los dos elementos bajo la forma: ¿salvado? ¿perdido? salvado, perdido, salvado, perdido...
Y es así que la repetición vuelve a ponerse en juego, no como un castigo o como una destrucción infinita sino como el ritmo que se insinúa en el galope de los presentes, lo encanta y lo vuelve a hacer girar, con ese sonido estruendoso que en los carruseles de feria anuncia la reanudación del giro de los caballos en torno a su eje y que, después, a medida que toman velocidad, se hace más firme, tintineante y melodioso. En cada giro está la memoria del giro precedente y su olvido.
“Ahora lloro, ahora canto” dice el Madrigal de Monteverdi.
En conclusión, la repetición hace esto: no destruye para crear, sino que se entromete en la penosa carrera hacia la muerte e insinúa su frase en ella; ofreciéndonos la maravillosa ilusión de la permanencia y de la ronda de los pasados y los presentes en la cual por un momento danzamos
10 Joseph A. Schumpeter, Theorie der wirtschaftlichen Entwicklung, Leipzig, Duncker & Humbolt, 1911; trad. cast.: Teoría del desenvolvimiento económico, México, Fondo de Cultura Económica, 1997.
11 Don Lorenzo Milani decía que salvarse sólo era una forma de avaricia, rechazando implícitamente la idea de los “justos”, salvados por Dios.
12 “‘Creative Destruction’ As Foreign Policy”, en Dialog International, 23 de julio de 2016: “In his foreign policy President Bush is making excellent use of his Harvard MBA. He is simply applying the principles of good business outlined by Tom Peters and other management gurus in the theory of Creative Destruction” [En su política exterior el Presidente Bush está haciendo un excelente uso de su MBA de Harvard. Simplemente está aplicando los principios del buen negocio expuestos por Tom Peters y otros gurús de la gestión en la teoría de la Destrucción Creativa]; disponible en www.dialoginternational.com/dialog_international/2006/07/creative_destru.html [Última consulta: marzo de 2021].
13 “Creative destruction is our middle name, both within our own society and abroad. We tear down the old order every day, from business to science, literature, art, architecture, and cinema to politics and the law. Our enemies have always hated this whirlwind of energy and creativity, which menaces their traditions (whatever they may be) and shames them for their inability to keep pace. [...] They must attack us in order to survive, just as we must destroy them to advance our historic mission” (Michael Ledden, The War Against the Terror Masters: Why It Happened, Where We Are Now, How We’ll Win, Nueva York, Martin’s Press, 2002). [La destrucción creativa es nuestro segundo nombre, tanto dentro como fuera de nuestra propia sociedad. Todos los días demolemos el viejo orden, desde los negocios hasta la ciencia, la literatura, el arte, la arquitectura, el cine, la política y la ley. Nuestros enemigos siempre odiaron este torbellino de energía y creatividad, que amenaza sus tradiciones (sean cuales fueran) y lamentan su incapacidad para seguir el paso. [...] Para sobrevivir tienen que atacarnos, así como nosotros tenemos que destruirlos para avanzar en nuestra misión histórica].
14 En biología se denomina apoptosis (así llamada en 1972 por John Keer) a la muerte celular programada, o suicidio de las células que permite a las otras células formarse y diferenciarse, llamada también “muerte altruista” o “muerte limpia”. Esta parece confirmar la teoría de Schumpeter y, más en general, el beneficio de una autorregulación de la supervivencia. Sin embargo, en este fenómeno la regulación es esencial, y las patologías que acompañan la desregulación son letales. La naturaleza, cuando ofrece un ejemplo, lo ofrece íntegramente.
15 “Must know and own; this thing of darkness! / Acknowledge mine”, The Tempest, Act V, Scene I; trad. cast.: Reconozco como mía a esta criatura de las tinieblas, Shakespeare, La tempestad, acto V, escena 1.
16 Winfried George Sebald, Luftkrieg und Literatur, Múnich, Hanser, 1999; trad. cast.: Sobre la historia natural de la destrucción, Barcelona, Anagrama, 2006.
17 Ibíd.
18 Sé que se debería decir “el” Génesis, pero como esto es poco habitual y adecuado a una escritura discursiva, voy a llamarla “la” Génesis.
19 “Y el final de la guerra no se había adelantado ni un solo día” (Sebald, op. cit., p. 29).
20 “La destrucción de las ciudades alemanas [...] no se hallaba en la conciencia de la nación que estaba constituyéndose ex novo” (ibíd., 24-25).
21 “No querer tomar conciencia fue el presupuesto de su éxito” (Hans-Magnus Enzensberger en Europa Trümmern – Augenzeugenberichte aus den Jahren 1944-1948, Fráncfort del Meno, Eichborn Verlag, 1990).
22 Friedrich Reck, Hermann Kasack, Hans Erich Nossak, Heinrich Böll, Peter de Mendelsson, Stig Dagerman, Winfried Georg Sebald.
23 Sócrates, en el Banquete, dirá: “Tenía terror de que al final Agatón [...] me convirtiera en una piedra, por la incapacidad de hablar”.
24 Anna Ajmátova, La mujer de Lot, traducción de María Teresa D’Meza Pérez y Rodrigo Molina-Zavalía.
25 Wisława Szymborska, versión castellana de Rodrigo Molina Zavalía, basada en trad. de Ana María Moix y Jerzy Slavomirski, en Wislawa Szymborska, Paisaje con grano de arena, Barcelona, Lumen, 2005.
26 También Orfeo, el cantor griego, se vuelve poéticamente. Es un hombre que se vuelve para controlar que la mujer amada lo esté siguiendo, de la mano de Hermes. Se vuelve y es él quien la pierde, por impaciencia. Ella, la paciente, retorna a su muerte. Él regresa a su canto. Y cuando de repente el dios / la retuvo, y con dolorosa voz / pronunció las palabras: se ha vuelto –, / no comprende y dice despacio: ¿Quién? (Rainer Maria Rilke, Orfeo, Euridice, Ermes (1904); trad. cast.: Sonetos a Orfeo, Madrid, Visor, 2004.
27 En Italia se llamó Scandalo internazionale; en España, Berlín Occidente [N. de los T.].
28 “La destrucción fue mi Beatriz.”
29 Según Walter Benjamin, “el verdadero fin de los trabajos de Haussmann era asegurar la ciudad contra la guerra civil”; cf. Angelus Novus, Haussman e le barricate, en Walter Benjamin, Opere complete, Turín, Einaudi, 2000, vol. IX [I “passages” di Parigi], p. 16; trad. cast.: Libro de los Pasajes, Madrid, Akal, 2005.
30 Daniele Pisani, Engramma, 2010.
31 “Un artista demoledor.”
32 Charles Baudelaire, “El cisne”: “¡París cambia!, pero en mi melancolía/ nada se ha movido: palacios nuevos, andamios, edificios, / viejos suburbios, para mí todo se vuelve alegoría, / Y mis queridos recuerdos pesan como rocas”.
33 “Les poètes sont plus inspirés par les images que par la présence même des objets” [Los poetas se inspiran más en las imágenes que en la presencia misma de los objetos], dice Joubert. Esto mismo vale para los artistas. Se transforma en un cuadro aquello que sabemos está destinado a desaparecer de nuestra vista (Walter Benjamin, Charles Baudelaire. Un poeta lirico nell’età del capitalsmo avanzato, Milán, Neri Pozza, 2012).
34 Ibíd.
35 Walter Benjamin, “Der destruktive Charakter”, Frankfurter Zeitung, 20 de noviembre de 1931; trad. cast.: “El carácter destructivo”, en Iluminaciones II, Madrid, Taurus, 1972.
36 Agamben curó la edición italiana de Benjamin, después de rescatar una buena parte de su obra de los archivos de los sótanos de la Biblioteca Nacional de París.
37 “El siniestro infantilismo que se anida en el gusto por la destrucción”, me sugiere Monica Ferrando en una carta.
38 Walter Benjamin, Der Genius im Kinde (1929), aquí citado por Marina Montanelli en Il principio ripetizione. Studio su Walter Benjamin, Milán, Mimesis, 2017.
39 Walter Benjamin, “Giocattolo e gioco. Osservazioni in margine a un’opera monumentale”, en Ombre corte. Scritti 1928-1929, Turín, Einaudi, 1993.
40 José Bergamín fue un escritor, dramaturgo, poeta, exiliado durante una gran parte de su vida por haber peleado sin armas en la Guerra Civil Española.
41 Apocalipsis, 9, 6-11.
42 Gilles Deleuze: “La degradación asume la figura de una repetición que recae sobre sí misma, de un eterno retorno”, cfr. Gilles Deleuze, Cinéma1. L’Image-mouvement, París, Minuit, 1983; trad. cast.: La imagen-movimiento. Estudios sobre Cine I, Barcelona, Paidós, 2018.
43 Ibíd.
44 Friedrich Nietzsche, Die fröhliche Wissenschaft (1882; 1887), 4341; trad. cast.:La gaya ciencia, Barcelona, Ariel, 2019.
45 Hay otra puerta abierta e infranqueable en el cuento de Kafka Ante la ley.
46 Giorgio Agamben, Infanzia e storia. Distruzione dell’esperienza e origine della storia, Turín, Einaudi, 1978, p. 104; trad. cast.: Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2011.
47 Ibíd., p. 102.
48 Gilles Deleuze, op. cit. p. 159.
49 “Ahora lloro, ahora canto.”
50 Ovidio, Metamorfosis III, 355-401.
51 Mientras Narciso no se reconoce a sí mismo, todavía tiene un vislumbre de percepción del otro, pero cuando se reconoce pierde todo.
52 La palabra francesa ronde es mucho más rica que la “ronda” italiana: comprende el baile en ronda, la canción infantil y está emparentada con el rondó.
53 Gilles Deleuze, Vérité et temps, curso 58 del 20/03/1984, en “La voix de Gilles Deleuze en ligne”, Université Paris VIII, Vincennes-Saint Denis; disponible en www2.univ-paris8.fr/deleuze/article.php3?id_article=337.
54 Como la breve frase musical de Vinteuil en la Recherche de Proust.