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Оглавление21 de junio de 1988, martes â El accidente
Aún unas horas de trabajo y habré acabado por hoy. Mañana será el último dÃa. Si sigue haciendo buen tiempo, tendremos al menos tres dÃas de descanso. Uno para perfeccionar el vuelo en helicóptero de Diego y dos para mÃ.
Veamos la estela... bien, no se expande fuera del viñedo. Cierro la bomba. Subo el morro, giramos. Junto a ese poste, ahora abro la bomba de nuevo. La velocidad es correcta. Más potencia, ahora otra vez hacia abajo. Las temperaturas son correctas; todavÃa tengo gasolina para media hora.
A lo mejor doy un salto a casa de mis padres. O dos dÃas en Recco, o Camogli. Se tarda media hora con el coche. Pero ¿con quién? No quiero problemas. Me gustarÃa algo relajante.
Cierro la bomba. Giro. Controlo la estela. Retomo desde allÃ. Más potencia. Bomba. Revoluciones del motor, cuidado.
PodrÃa pedÃrselo a la chica del estanco. Creo que no tiene novio y siempre me sonrÃe cuando voy a comprar los cigarrillos.
Cuidado con la barra de la derecha. ¿Paso, con ese poste? Asà está bien. Al fondo veo el cable del teléfono. Tengo que recordarlo.
Tendrá veinticinco años. Un poco joven, pero no lo suficiente como para no saber qué significa pasar dos dÃas en el mar. Hoy iré a comprar dos paquetes. Entraré solo si no hay nadie y le preguntaré si quiere ir a Camogli conmigo. Nos vamos el sábado después de comer y volvemos el domingo después de cenar. No está mal. Seré claro, una cosa entre amigos. Sin complicaciones amorosas. Solo sexo sano.
Cuidado con el árbol. Más potencia... ¡Mierda! He tocado. Vibra un montón. Empieza a dar vueltas. Pedal. No funciona... he tocado con el rotor de cola. Menos potencia. Hay un espacio abierto. Abre la válvula, empina al máximo. Velocidad cero. Las revoluciones... las revoluciones. ¡Dios mÃo, qué pocas! Nivela la posición. Las revoluciones... cae demasiado rápido. Sobre el prado. Se ha hundido el asiento.
Las palas del rotor han golpeado el suelo. Salgo disparado.
Cuidado con la cabeza. Debo mantener la tensión muscular. Los mandos tienen sacudidas. Se me escapan de las manos. Un trozo de una pala se ha empotrado en el árbol. El motor sigue en marcha. Menos mal que he bajado las revoluciones. No consigo atrapar los mandos. Me estoy cayendo, pero por mi lado.
Qué golpe.
El motor se ha parado. Esperemos que no se incendie. Qué silencio.
¿Qué es esta agua? Es el producto que entra en la cabina. No puedo moverme. Espero no haberme roto la columna.
Dudaba de cómo reaccionar. Venciendo sus miedos, se dirigió hacia la puerta de la cocina que daba directamente a la amplia veranda que se asomaba al jardÃn. Se acordó de la tarta: no podÃa quemarse bajo ningún concepto, sea lo que fuere que habÃa pasado. Volvió al horno, lo apagó y salió.
Rodeado de rosales variados y de manchas de las mil flores multicolores de las plantas de la huerta, de los árboles frutales y de los ornamentales, habÃa un amasijo informe de piezas metálicas humeantes: era un helicóptero, roto y abollado, en medio del amplio jardÃn de la villa.
La nave estaba volcada hacia un lado, con un patÃn levantado hacia el cielo, como la pata de un pájaro vÃctima de un cazador.
De la amplia fisura de un depósito se escapaba un lÃquido azul que se vertÃa en el interior de la cabina, sobre las partes metálicas y también sobre el motor todavÃa caliente, produciendo una columna de vapor sibilante. El derrame llegaba hasta la hierba del jardÃn, donde se habÃa formado un charco alimentado también por el contenido de otro depósito, aplastado entre el helicóptero y el terreno. Las palas del rotor estaban arrancadas y esparcidas por el jardÃn, y la cola estaba rota y plantada en la tierra como para sujetar la estructura.
Carlotta se acordó del helicóptero que trabajaba los veranos para los viticultores de aquellas colinas del Oltrepò Pavese, esparciendo el pesticida que protegÃa los cultivos de los ataques de mildiu. Más o menos una vez por semana lo oÃa volar sobre los viñedos que cubrÃan las colinas alrededor de su casa. Se dio cuenta de que no veÃa al piloto.
Esperemos que no se haya hecho daño.
Estaba intentado decidir si debÃa acercarse cuando el rugido de un motor atrajo su atención. Un Fiat Ritmo blanco frenó bruscamente delante de la verja de acceso a su casa, produciendo, al derrapar sobre el camino blanco, una nube de polvo. Del coche salieron tres personas que, después de trepar el pequeño muro y el seto de laurel, corrieron hacia el helicóptero. Carlotta los vio pasar por delante de ella sin que ninguno diera indicios de haber notado su presencia.
â¡Edoardo! Edoardo, ¿estás bien? âgritó, nerviosÃsimo, el hombre más anciano de los tres, mientras corrÃa hacia el helicóptero.
âEspera, Maurizio. Espera antes de acercarte, podrÃa haber riesgo de incendio âle previno el segundo hombre, más joven, que iba corriendo detrás de él llevando un extintor portátil. TenÃa una expresión serÃsima y parecÃa muy preocupado.
El tercero, un chico atlético con el pelo castaño claro bastante largo y unos ojos azules brillantes, se paró antes, más cerca de Carlotta, como si no tuviera el valor de acercarse más a la escena del siniestro. Carlotta notó que, a parte del hombre más anciano, vestido con el estilo de los agricultores cuando están de faena, con pantalones amplios y camisa de cuadros arremangada, los otros llevaban unos monos de color azul con grandes bolsillos.
âBuenos dÃas. âCarlotta saludó al joven para llamar su atención.
El chico se dio la vuelta y la miró, como si se hubiera dado cuenta de su presencia solo en ese momento.
âBuenos dÃas, señora. Perdóneme, pero no la habÃa visto.
âMe he dado cuenta. Soy Carlotta Bianchi y este es mi jardÃn. Sois del helicóptero, me imagino.
âSÃ, sÃ. Hemos venido por el accidente ârespondió precipitadamente el joven, volviendo a mirar el helicóptero con los ojos desorbitados.
âEdoardo. Respóndeme, ¿cómo estás? âseguÃa llamando con voz fuerte el primer hombre, mientras intentaba meterse bajo la mole de metal, pringándose en el charco azul que se habÃa formado bajo y alrededor del helicóptero.
âJoder. Sacadme de aquÃ. ¡Me estoy ahogando en el producto! âpidió con vehemencia el piloto, que permanecÃa atrapado bajo la nave volcada.
âGracias al cielo está vivo. Diego, ven y empuja la cabina. Tienes que conseguir levantarla unos diez centÃmetros mientras Carlo y yo intentamos extraer a Edoardo âdijo el hombre más anciano.
âVale. Voy ârespondió el chico, haciendo un gesto a Carlotta, como pidiéndole permiso para alejarse.
âEdoardo, ¿puedes mover las piernas? Inténtalo con cuidado, y si sientes dolor no fuerces el movimiento âdijo Maurizio, que habÃa tomado la dirección de las operaciones con autoridad.
âPuedo, e incluso lo harÃa mejor si no tuviese esta mole de chatarra encima. Sacadme de aquà y os haré ver un par de pasos de vals.
âVeo que estás bien, puedes soltar las tonterÃas tÃpicas de todos los dÃas âdijo Carlo, que, mientras tanto, habÃa dejado el extintor en el suelo y habÃa conseguido cogerle un brazo.
â¿Listo, Diego? Cuando diga «vamos» levanta lo más que puedas.
Carlotta observaba con una cierta admiración la aparente facilidad con la que los tres hombres se estaban coordinando en el salvamento. Se veÃa que estaban acostumbrados a trabajar juntos.
âVamos, Diego, levanta... ¡para! âordenó Maurizioâ. No te muevas, Edoardo, te sacamos nosotros. Venga, Carlo. Juntos. Tiii-ra, vamos, tiii-ra, último esfuerzo: tiii-ra.
Edoardo apareció de debajo del helicóptero con gran satisfacción de todos. Se puso de pie soltando un grito a todo pulmón:
âAaagh⦠âDespués, apretando fuerte los puños y cerrando los ojos, volvió a gritarâ: Aaagh ⦠âcomo un guerrero maorà queriendo asustar a sus enemigos.
Carlotta vio erguirse en medio del amasijo aquella figura imponente, con el mono de vuelo empapado pegado al cuerpo. De la cabeza a los pies, estaba todo recubierto de un bonito color azul. Le pareció un extraterrestre y pensó en el helicóptero como una nave espacial. Sintió una breve perturbación en el pecho y le vino en mente la letra de una vieja canción:
Extraterrestre llévame lejos,
quiero una estrella para mÃ,
extraterrestre ven a atraparme,
quiero un planeta para volver a empezar.
Edoardo jadeaba, tosÃa y escupÃa una saliva azulada. âJoder. Qué asco me da esto. Soy un idiota. Un idiota. SabÃa que tenÃa que volar más alto. Lo sabÃa.
âTúmbate, tranquilÃzate un poco. Hemos llamado a la ambulancia y estará aquà dentro de poco âdijo Maurizio.
âPero ¿qué ambulancia? No tengo nada. Quiero ir al hotel a lavarme y quitarme esta porquerÃa.
»Mierda. ¿Habéis avisado al jefe? Tenemos que pedir otro helicóptero para seguir con los vuelos.
âNo te preocupes por el trabajo âintervino Maurizioâ. Eso ya lo arreglaremos más tarde.
âPues llevadme para que me lave. ¿No veis cómo me he puesto?
Llegó una ambulancia y aparcó rápidamente detrás del Fiat Ritmo de Carlo. Maurizio hizo un gesto con la mano para llamar la atención. Salió una persona y corrió hacia el grupo.
âSoy el enfermero. ¿Quién es el herido?
âÃl âdijeron Maurizio y Carlo al mismo tiempo, señalando a Edoardo.
âPero qué herido ni qué ocho cuartos. ¡No me he hecho nada! âexclamó el pilotoâ. Aquà el único herido es él, piensa qué puedes hacer para reanimarlo. âSe dio la vuelta señalando con el Ãndice en dirección del helicóptero.
Carlo intervino:
âÃrase una vez un helicóptero de constitución sana y robusta. Después tuvo relaciones Ãntimas con un piloto poco recomendable.
El enfermero los miró a todos como si hubiera llegado allà por error. Se recuperó rápido, porque él también estaba acostumbrado a gestionar situaciones de emergencia.
âTenemos que ir al hospital para asegurarnos de que no hay lesiones internas o un traumatismo craneal. âHizo un gesto al conductor de la ambulancia y al voluntario, que completaban el grupo que habÃa llegado con él, para que se acercaran con la camilla.
âJoder. ¿Cómo tengo que deciros que no me pasa nada? Alejad esta camilla de aquÃ. Da mala suerte, y al final alguien va a necesitarla de verdad.
âAl menos déjeme hacer los controles mÃnimos para determinar su estado âpidió pacientemente el enfermeroâ. ¿Era un lÃquido tóxico? ¿Lo ha ingerido?
âMe ha llegado a la boca, pero no lo he tragado. No puede ser muy venenoso, si no, estarÃamos todos muertos hace tiempo ârespondió Edoardo. Después se sentó en la hierba y consintió, mientras se calmaba, a que le hicieran unas pruebas. Después de un examen rápido, el enfermero excluyó el traumatismo craneal y los daños a la columna vertebral.
âSi realmente no quiere ir al hospital me tiene que firmar esta hoja en la que declara que renuncia por voluntad propia.
âDémela, firmo todo. Pero que no haya facturas después.
El enfermero, que tenÃa mucha experiencia, sonrió: habÃa notado una cierta alteración en el comportamiento del piloto, debida a la adrenalina que todavÃa circulaba por su cuerpo, pero también veÃa, por lo que habÃa podido verificar durante las pruebas y por cómo se movÃa para todos lados, escupiendo y blasfemando, que no habÃa sufrido ningún daño fÃsico. Una vez firmada la declaración curioseó unos minutos más junto a los otros dos colaboradores alrededor de los restos del helicóptero, y después decidió que podÃan irse. Los tres volvieron a entrar en la ambulancia e intentaron marcharse. Lo intentaron, porque durante todo este tiempo se habÃa juntado un pequeño grupo de curiosos, y sus coches habÃan bloqueado la carretera. Tras unas cuantas maniobras y varias imprecaciones, la ambulancia consiguió marcharse. También el grupo de curiosos se marchó, después de las muchas invitaciones amables, pero firmes de Maurizio y de Carlo a que lo hicieran.
âBueno. ¿Queréis llevarme al hotel? âpreguntó, irritado, Edoardoâ. ¿Tengo que llamar a un taxi? ¿Tengo que ir en helicóptero?
Empezaron a reÃr todos, que lo miraban mientras se observaba a sà mismo, con las manos en la cintura, goteando lÃquido azul.
âVamos. Te llevo yo âdijo Maurizio.
âSi quiere, puede ducharse aquà âintervino Carlotta.
Se dieron la vuelta para mirarla. Maurizio, que conocÃa a la mujer por haberla visto alguna vez en el pueblo, pero sobre todo porque vivÃan en la misma colina, se dio cuenta de que ni siquiera le habÃan pedido permiso para entrar. Le habló, con una clara expresión de embarazo en su cara:
âGracias, señora Bianchi, perdónenos por la intrusión. Hemos sido maleducados, pero estábamos preocupados por el piloto.
â¿Y quién no lo habrÃa estado? ârespondió ella. âPara nosotros no hace falta, pero si el piloto pudiera, serÃa muy amable por su parte.
âComo les he dicho, no hay ningún problema. Maurizio se dirigió a Edoardo:
âTú, es mejor si te arreglas aquÃ. La señora te deja usar su baño. Nosotros vamos rápidamente a limpiarnos y volvemos enseguida. Nos encontraremos dentro de media hora, todos arreglados.
âDe acuerdo, hasta luego ârespondió Edoardo. TodavÃa se sentÃa algo aturdido, y la idea de darse una ducha inmediatamente lo seducÃa. Después añadióâ: Maurizio.
âDime.
âDame uno de tus cigarros. Los mÃos ahora solo valen para los pitufos. âEnseñó la caja de cigarrillos holandeses, aplastada y empapada de agua azul.
âCuidado al fumarlo. Es para hombres de verdad, no como tus cigarrillos para mariquitas.
Edoardo sonrió con expresión de resignación, y cogió con dos dedos, para no mancharlo, el cigarro toscano que le daban.
âDémelo, señor Edoardo, he oÃdo que le llaman asÃ, asà lo mantendré seco. Soy Carlotta Bianchi.
âEdoardo Respighi, es un placer. Siento la que he montado...
âNo se preocupe. Lo importante es que no esté herido.
âEntonces, hasta luego âdijo Maurizio.
Carlotta precedió al piloto hasta el cuarto de baño. Cogió unas toallas limpias de un mueble apoyado en la pared, y un albornoz para hombre. Se aseguró de que en el estante de la ducha hubiera gel y champú y colocó una alfombrilla en el suelo y unas sandalias havaianas.
âEstán limpias âdijoâ. DeberÃan ser de su talla.
Edoardo la miró y se excusó otra vez:
âGracias, señora. Siento tanto las molestias...
âNo se preocupe, tómese su tiempo.
Los ojos del hombre, que resaltaban en el azul de la cara, le hicieron el efecto de la mirada de un animal... de un animal herido, todavÃa peligroso, con toda su fuerza, pero que también necesitaba esconderse y curar sus heridas.
Se acordó del gorila que habÃa visto hacÃa muchos años âtodavÃa era una muchacha jovenâ en un zoo llamado impropiamente jardÃn zoológico, ya que de jardÃn no tenÃa nada, instalado en un espacio que no bastaba para contener su deseo de libertad. Cuando Carlotta cruzó la mirada con él recibió un impulso de fuerza animal constreñida por la impotencia. Se habÃa sentido asustada y al mismo tiempo atraÃda por aquella llama de humanidad primordial que habÃa notado en la mirada del gorila. En su interior se habÃa creado un estado de excitación que se calmó solo cuando, al reparo de un árbol enorme y algunos arbustos, convenció a su novio para hacer el amor.
âMarcello, tesoro... más fuerte. Más fuerte âinsistÃa con la voz ronca, mientras lo abrazaba con todas sus fuerzas. Solo en otras pocas ocasiones le habÃa susurrado, casi como si no quisiera que le oyera, aquellas palabras que ahora sin embargo pronunciaba lentamente acompañándolas con potentes movimientos de cadera. No tardó mucho en alcanzar el culmen del placer, lo cual alivió a su compañero: no habrÃa podido resistir mucho más un tal asalto. Después recordarÃa aquel episodio como una prueba del amor fuerte y el gran deseo que Carlotta, de joven, sentÃa por él. Ella, por el contrario, intentó olvidarlo, porque el recuerdo de aquella relación fÃsica le traÃa a la memoria, inevitablemente, la mirada triste e inquietante del gran simio.
***
OÃa el ruido del agua en la ducha. La historia no la habÃa asustado, pero dentro de ella se habÃa instalado una turbación sutil que no conseguÃa interpretar. Daba vueltas por la cocina, quitando el polvo a las superficies sin polvo y ordenando las cosas que ya estaban en su sitio.
Se dirigió hacia el cuarto de baño. SeguÃa oyendo el ruido del agua que fluÃa, y nada más.
Llamó a la puerta.
âSeñor Edoardo, ¿está bien? ¿Necesita algo?
No hubo respuesta.
Lo intentó de nuevo, llamando más fuerte.
â¿Todo bien? ¿Necesita algo?
Otra vez, ninguna respuesta. Solo el sonido del agua que cae.
A lo mejor se encuentra mal, mejor controlar.
Ya sabiendo por qué, pero sin querer admitirlo, entreabrió la puerta. El baño estaba envuelto en vapor. Lo entrevió apoyado con la frente a la pared, inmóvil. Dejaba que el agua se demarrase por su espalda.
Entró en la sala y repitió:
â¿Está bien? ¿Necesita algo?
Edoardo salió del limbo en el que se hallaba y se giró de golpe hacia ella. La figura robusta surgió en el espacio de la ducha saturado de vapor. El agua que salÃa del grifo se derramaba desde arriba, fluyendo sobre su pelo negro corto, su cara y sus hombros y después sobre su tórax velludo, sobre su sexo y sobre sus piernas.
âPerdone. No querÃa⦠âdijo Carlotta, dando un paso atrás.
Edoardo se tapó con las manos en un gesto espontáneo de pudor.
âTiene razón, llevo mucho tiempo en el baño. Salgo ahora mismo.
Los ojos marrones asumieron una vaga expresión de niño pillado infraganti. A Carlotta, ese hombre grande y fuerte le pareció indefenso. Le volvió a la mente ese dÃa, ya lejano, cuando buscó en su novio, que después se convirtió en su evanescente marido, un hombre fuerte y tierno, protector y necesitado de protección, amante y necesitado de amor. El hombre despojado de las superestructuras culturales, el hombre en su esencia que entrevió por un momento en la llama vital de los ojos del gorila atrapado en la jaula del zoo.
Se quitó el vestido ligero, que dejó caer al suelo. Se quitó el sujetador y las bragas y entró en la ducha. El impacto con el lÃquido caliente fue casi doloroso. La temperatura alta la proyectó a una dimensión paralela. El agua le parecÃa venir de una cascada altÃsima que, desde lo alto de la boca de un cráter volcánico, caÃa primero sobre ellos y luego sobre el magma, produciendo el vapor que les envolvÃa. La cercanÃa del cuerpo vigoroso del piloto, que la superaba sobradamente en altura y corpulencia, disolvió las últimas barreras.
Entró en ese mundo que habÃa portado siempre dentro de sà y al cual podÃa dar, finalmente, forma y acción. Hizo que el piloto se apoyara con la espalda en la pared, se agachó y cogió su sexo entre las manos. Lo tocó con el cuidado que reclaman las cosas preciosas, lo besó como un recuerdo de amor, lo saboreó como si fuera la primera comida después de un largo ayuno, lo movió en la boca hasta que sintió que se reforzaban la estructura y las contracciones. Cuando él empezó a mover la cadera y le sujetó la nuca con las manos para mantenerla quieta, la presión en la garganta se hizo demasiado fuerte, asà que apoyó las manos en sus ingles y con una presión tierna y continua lo separó de su boca. Lo miró a los ojos buscando su alma desnuda en lo más profundo. Se tumbó en el suelo de la ducha y separó las piernas, abriendo su sexo con las manos, en una invitación que formaba parte del mismÃsimo origen del mundo. El piloto se tumbó encima de ella; el agua caÃa abundantemente sobre su espalda y que después se demarraba sobre la mujer que estaba debajo de él. Sujetando los pies contra una pared de la ducha amplia, con el cuerpo de ella bloqueado por la pared opuesta, salió de la condición de depresión incipiente a la que el accidente lo estaba llevando. Alivió la herida de su orgullo y encontró gratificación como siempre han hecho los hombres desde que la evolución los llevó a tener una psique compleja y frágil: creyó dominar a la mujer, solo porque ella estaba bajo la exuberancia de su cuerpo, creyó poseerla, solo porque ella habÃa emitido gemidos lánguidos bajo sus empujes vigorosos, creyó haberla sometido, solo porque parecÃa casi que ella se retiraba cuando su sexo llegaba a lo más profundo. Edoardo, finalmente, reencontró su orgullo y su equilibrio. De nuevo era un hombre fuerte y vencedor. Carlotta sintió el lÃquido del placer de Edoardo entrar en ella. Serró los músculos internos en su deseo de mantener a Edoardo dentro de sÃ. La fuerza de hombre que habÃa sentido hizo estallar su antiguo deseo de ser mujer. Era el mismo deseo que en su inconsciente la habÃa empujado a seducir al piloto. QuerÃa un hombre suficientemente fuerte como para protegerla y suficientemente frágil como para que la necesitara. Un hombre al que habrÃa atendido y servido, cuyo deseo solo se encendiera con ella, y tan enamorado que no podrÃa engañarla. Nunca.
Le llegó desde el exterior el sonido de un claxon que avisaba de la vuelta de Maurizio, Carlo y Diego. Edoardo reaccionó rápidamente, se secó y se puso el albornoz que tenÃa a su disposición: le estaba un poco pequeño, pero bastaba. Se puso las sandalias, que eran de la talla justa. Antes de salir se acercó a Carlotta, la cual, mientras tanto, y sin hablar, se habÃa vestido. Apoyó sus manos sobre sus costados, se acercó a ella y le dio un beso leve en los labios.
âMe voy âdijo.
A ella le pareció el sello de un pacto nuevo, suscrito entre él, ella y el resto del mundo. Le pareció leer en sus ojos todas las promesas que aquel amor grandÃsimo habrÃa exigido; le pareció que sus labios pronunciaron todas las palabras que la amante de un amor inigualable desea oÃr. Percibió, a través de sus manos, todas las caricias futuras una mujer desea recibir de un hombre. El piloto se ofrecÃa a su sola propiedad, a condición de que ella lo amase, lo asistiera, lo satisficiera totalmente y sin escatimar nada. Y ella suscribió todos los artÃculos de aquel contrato que pensaba que él también habÃa firmado.
***
Carlo examinó atentamente el helicóptero. SabÃa, mientras esperaban al encargado de la Dirección General de la Aviación Civil que iba a llegar próximamente desde Milán, que no debÃa tocar nada. En caso de accidente aéreo, aun cuando no hay heridos, como en este caso, es obligatoria la investigación de la Aviación Civil, y él no debÃa modificar la escena de la catástrofe.
HabÃa llamado inmediatamente a Casale Monferrato, al dueño de la empresa, Santino Panizza.
â¡Me cago en la leche! âgritóâ. ¿Por qué tiene que volar siempre tan bajo?
âPorque es lo que prefieren los clientes. Ãl lo sabe y a veces se pasa.
âLo sé, lo sé, maldita mala suerte. ¿Qué tal está? ¿Seguro que no se ha hecho daño?
âNo se preocupe, se está lavando y dentro de nada, en cuanto me cambie, vuelvo a buscarlo. ¿Puede avisar usted a la Dirección de Linate?
âSÃ, llamo yo.
â¿Se acuerda del área de descanso de Oliva Gessi? ¿Donde nos reunimos la semana pasada con Maurizio?
âSÃ, me acuerdo, la que está bajo la carretera, con los barriles de agua.
âExacto. La casa donde cayó el helicóptero está a unos doscientos metros siguiendo por la misma carretera.
âAhora llamo a Linate y voy para allá inmediatamente. Mejor, cogeré cita para acompañarlos, si no, no van a encontrar el sitio. Tardaremos unas tres horas. Hasta luego.
âAllà estaré.
Al final, Panizza, después del sobresalto inicial, se habÃa mostrado comprensivo. Por lo demás, con ese trabajo, que obliga a los helicópteros a volar entre casas, tendidos eléctricos, y árboles varios, a pocos metros del terreno, sabÃa que antes o después alguien se iba a chocar con algo. Bastaba una falta de atención de un segundo para provocar un accidente. De hecho, solo se maravillaba de que le hubiera pasado a Edoardo, al que consideraba el mejor y el más atento de sus pilotos.
âQué pasa, gente âexclamó Edoardoâ. ¿Cómo va todo por aquà fuera? ¿Estáis curando al pajarito?
HabÃa salido por la puerta de la cocina y se habÃa parado en la veranda. Alto, envuelto en el albornoz blanco algo pequeño anudado a la cintura, miraba a los presentes con la cara iluminada con una sonrisa irónica. En la mano, entre el pulgar y el Ãndice, sujetaba el puro que le habÃa dado Maurizio y al cual daba unas caladas que luego exhalaba con grandes remolinos de humo.
Maurizio, Carlo y Diego, que estaban cerca del helicóptero, se giraron para mirarlo.
âHas recuperado un aspecto humano âdijo Carloâ. Te habÃas transformado en el Jolly Blue Giant [02]; de los valles y viñedos del Oltrepò Pavese, el gigante bueno que defiende las vides del mildiu.
Carlo sonreÃa, divertido al provocar a Edoardo.
âSolo que, ahora que el Jolly Blue Giant ha destrozado el helicóptero, tendrá que colgarse un gagarin [03] a la espalday pulverizar su esencia azul por todas las colinas. Además, ¿no es su trabajo?
HabÃa un tono de reproche en las bromas de Carlo. Estaba contrariado por el accidente. SabÃa que ahora empezarÃa una discusión sobre las responsabilidades de cada uno, y que los inspectores de la Dirección General de la Aviación Civil empezarÃan a mirar con lupa todas sus operaciones de mantenimiento. Eso le preocupaba.
Edoardo se dio cuenta, pero no se enfadó. Lo entendÃa, y comprendÃa sus temores.
âNo tienes que preocuparte âle dijo, acercándose al grupo, pero manteniéndose alejado del pantano azulâ. Puedo afirmar, delante de todos, que todo ha sido mi culpa. Bajé demasiado y toqué aquel árbol, en el lÃmite del jardÃn con la viña que estaba fumigando.
Señaló un bonito cerezo con la mano, que desde hacÃa unos cuantos decenios prosperaba indiferente a las exigencias del vuelo de helicópteros.
âHe modificado la posición para subir, pero no pensé que, al hacerlo, la cola habrÃa descendido. De esa manera he acabado tocando una rama. Me he dado cuenta de que se habÃa dañado el rotor de cola. Solo he podido evitar que el helicóptero cayera encima de la casa.
âGracias. SabÃa que eras una persona seria, además de un amigo âdijo Carlo, con expresión de alivio.
âHoy he aprendido cómo salvarte cuando golpeas un árbol. Menos mal que lo he aprendido en tierra y no a bordo âintervino Diego.
Todos rieron, descargando la tensión.
âNo te preocupes por tus lecciones de vuelo. Sigue trabajando bien y te garantizo que las darás todas como estaba programado âlo tranquilizó Edoardo.
âVale, vale. Ni me lo habÃa planteado.
âTe he traÃdo uno de mis monos âdijo Carloâ. Como los llevo un poco grandes deberÃa valerte. Sale de la lavanderÃa. Si te está cómodo, te he traÃdo también una camiseta, dos calzoncillos y un par de calcetines. Todo limpio y perfumado.
âGracias, Carlo. Intentaré entrar en tu ropa. Más tarde te lo devolveré todo lavado y planchado.
âNi se te ocurra. Después de llevarlos tú lo único que se podrá hacer es quemarlo todo.
Un Alfa Romeo Alfetta de los carabineros se paró silenciosamente detrás del Fiat Ritmo.
â¡Demonios! âexclamó Carloâ. ¡Se me ha olvidado llamar a los carabineros!
âLos he llamado yo âdijo Maurizioâ. Como el cuartel competente es el de Casteggio y los conozco bien, he preferido llamar yo para explicar bien el lugar del accidente e informar de que no habÃa ningún herido.
âGracias âdijo Edoardoâ. Siempre te anticipas a los problemas.
Mientras tanto, los dos carabineros habÃan bajado del coche y se habÃan acercado a ellos.
âBuenas tardes, mariscal, buenas tardes, cadete âdijo Maurizio.
El mariscal, una persona de media edad, bastante alto y con un fÃsico vigoroso que le conferÃa una fuerte presencia, respondió al saludo llevando su mano a la visera. También el cadete saludó con estilo militar.
âPresento yo que os conozco a todos âvolvió a decir Maurizioâ. El mariscal Adinolfi, comandante del cuartel de Casteggio, y el cadete Scafato. âDespués, señalando a sus compañerosâ: Ãl es Edoardo Respighi, el piloto. Como se ve por su mono de vuelo a medida.
El chiste provocó la risa de todos. Edoardo, que llevaba todavÃa el albornoz dos tallas más pequeño, recogió la ropa y se alejó unos metros, poniéndose de espaldas, para ponerse la ropa interior y el mono que le habÃa traÃdo Carlo.
âMe cambio enseguida, antes de que os divirtáis todos más de la cuenta âdijo.
âEse tan serio es Carlo Rossi âcontinuó Maurizioâ. El mecánico del helicóptero, y él es Diego Monferrino, un piloto joven que nos está ayudando. Todos saludaron con las tÃpicas expresiones.
â¿Me confirma que solo habÃa una persona a bordo y que nadie ha resultado herido? âpreguntó el mariscal a Edoardo, que ya se habÃa vestido. Lo único, seguÃa llevando las sandalias.
âNadie, mariscal. Solo estaba yo y estoy perfectamente.
â¿Puede darme todos los datos del helicóptero: propietario, empresa e información del personal? Me refiero a ahora, al momento del accidente.
âYo se lo doy, mariscal âintervino Carloâ. Tengo todo en el coche. Estamos esperando a los ingenieros de Aviación Civil, que deberÃan llegar desde Milano Linate junto al titular de la empresa. Si lo desea, mañana le puedo entregar las copias de los documentos del helicóptero.
âGracias. Mientras tanto ayude al cadete a copiar los datos principales y después le agradeceré enormemente que me facilite las fotocopias.
El mariscal se dirigió a Edoardo de nuevo:
âUn pequeño resumen de lo que ha pasado, sin pretender imitar a los responsables de Aviación Civil, sà que tendrá que hacérmelo. Por ahora me basta que me lo cuente brevemente, pero mañana, dos lÃneas escuetas, con su firma, las necesito junto con las fotocopias de los documentos.
âMuy bien. Aunque es muy fácil explicar lo que ha pasado.
Edoardo explicó la dinámica del accidente y concluyó con:
âY ese es el resultado. âSeñaló, desconsolado, los restos del helicóptero en mitad del jardÃn.
âViendo cómo ha quedado, se puede decir que usted ha tenido mucha suerte âcomentó el mariscal.
âHoy no era mi dÃa ârespondió Edoardo, soltando una enorme nube de humo del puro, a la que prosiguió un ataque de tos.
âYa te habÃa dicho que era demasiado fuerte para ti. Eres demasiado joven âbromeó Maurizio, que le mostró cómo se daban caladas al cigarro, dejando salir el humo por la nariz sin hacerlo llegar a los pulmonesâ. Solo superficialmente; no hay que respirarlo.
âUn poco de saliva se me ha ido por el otro lado âse justificó Edoardo.
Carlotta apareció detrás de la puerta de la cocina, y se dirigió hacia ellos. Se habÃa puesto otra ropa. Ahora llevaba un vestido con un lazo delante: simple, pero de calidad. Le quedaba bien, y hacÃa resaltar su cuerpo bien proporcionado. TenÃa el pelo castaño oscuro, de longitud media, todavÃa húmedo después de la ducha, que se iba secando en suaves rizos desordenados a los lados de su rostro. Los ojos, de un bonito color chocolate, tenÃan un diseño alargado, y las cejas, bien delineadas, resaltaban su dulzura. Una nariz griega acompañaba la mirada de quien la observaba desde los ojos hasta los labios, ligeramente carnosos, que servÃan de marco a unos dientes pequeños y regulares. En los pequeños lóbulos de las orejas llevaba dos simples anillos dorados, que acompañaba con un collar del mismo estilo. Calzaba unas sandalias con una pequeña cuña que la obligaban a asumir unos andares vagamente perturbadores. Mientras bajaba los escalones de la veranda, sus caderas se movieron capturando la atención de los presentes, sin excepciones. Los hombres se preguntaron cómo habÃan hecho para no verla antes. Pensaron que se debÃa al hecho de que su atención se habÃa centrado exclusivamente en el accidente que acababa de ocurrir. En realidad, Carlotta se habÃa transformado, y habÃa sustituido a la mujer de pelo sin vitalidad, vestido estival anónimo y zapatos bajos y anchos por la versión seductora que tenÃan delante de ellos ahora.
âLa señora Bianchi es la dueña de la casa. Nos está ayudando, y soportando, con una paciencia enorme âdijo Maurizio.
âConozco a la señora; ya nos habÃamos visto en algunas ocasiones ârespondió el mariscalâ. ¿Cómo está? Veo que han intentado demoler su casa.
âLo más importante es que nadie ha resultado herido; lo demás se puede reparar ârespondió Carlotta. Después, mirando a todos, dijoâ: Les he preparado algo para comer. He oÃdo que tienen que esperar a unas personas, y he pensado que serÃa mejor hacerlo sentados en una mesa. No es nada especial, solo una merienda y algo de beber.
âYa la hemos molestado demasiado... âMaurizio intentó rechazar la invitación, con poca convicción.
âNo es ninguna molestia; es un placer. Todo está bien, podemos olvidar lo que ha pasado tomando algo. Son las tres y me da que se han saltado la comida. Me hará feliz, naturalmente, que el mariscal y el cadete se apunten.
âGracias, señora âdijeron al unÃsono los dos carabineros mencionados. El mariscal añadióâ: Aunque estamos de servicio, se agradece poder comer algo. El cuerpo de Carabineros nos perdonará este pequeño pecado.
Tras estas muestras de cortesÃa se dirigieron todos hacia la casa de buen grado.
âAquà fuera. Está todo preparado al exterior. âCarlotta señaló el lado de la construcción donde estaba, a esa hora completamente a la sombra, la veranda amplia, ligeramente elevada con respecto al césped. En su centro habÃa una mesa que ofrecÃa una gran variedad de comida y de bebidas: salami de Vanzi, coppa de Piacenza, panceta del Oltrepò, queso de producción local, pan y focaccias. No faltaban, dispuestas a lo largo de la mesa, botellas de agua, de cerveza y de vino.
âSiéntense y sÃrvanse âdijo Carlotta, que entró de nuevo en la cocina. Un poco después, volvió con una tarta de mermelada de melocotón que exhalaba un fuerte aroma, y que colocó sobre la mesa.
âEstá recién hecha. He apagado el horno cuando se ha caÃdo el helicóptero. La mermelada de melocotón es casera; la hice el año pasado.
âEntonces está destinada a acabar como el helicóptero: destruida âdijo Maurizio, mientras cogÃa el cuchillo con la intención de cortar una porción.
En ese momento llegaron, en dos coches distintos, el dueño del helicóptero y dos ingenieros de la Aviación Civil, encargados de llevar a cabo una breve investigación del accidente.
âComandante, carajo, ¿qué ha hecho? âdijo, en tono serio, pero no duro, el dueño del helicóptero.
Edoardo, que se sentÃa humillado por los daños causados, se disculpó, avergonzado. Contó el toque con el árbol y la consecuente pérdida de control. Quizá el tamaño de las plantas le habÃa dado unas referencias engañosas.
Los ingenieros le hicieron más preguntas, acumulando todos los elementos necesarios para su informe.
âPueden sentarse a la mesa âintervino Carlotta, señalando todo lo que habÃa encimaâ. También los señores que acaban de llegar.
Edoardo la presentó al dueño del helicóptero y a los ingenieros.
âEs muy amable, señora âle dijo Santino Panizza, al tiempo que le daba la manoâ. Me tiene que decir lo que le va a costar reparar los daños. El seguro se lo pagará.
â¿Solo por un agujero en el jardÃn y un poco de tierra contaminada? Es muy poca cosa. Buscaré a una empresa especializada para que retire la tierra. Ahora, siéntense.
Santino apoyó la mano sobre el hombro del piloto y le dijo:
âVaya mañana a Casale para usar el helicóptero de reserva. Cuidado, que es el último, ¿eh? Si lo perdemos, cerramos y volvemos a los tractores.
âUsaré el Fiat Uno de la empresa y volveré con el helicóptero. En cuanto podamos, iremos a recoger el coche.
âDe acuerdo, hagamos asà ârespondió Panizza, que ya empezaba a mostrar interés por lo que estaba sobre la mesa.
Se sentaron, y empezaron con la tarta, que atraÃa a todos con su perfume de hojaldre. Lo acabaron muy rápido. Después continuaron con los embutidos y el queso, al revés de lo normal, ya que se suele empezar por lo salado y acabar con lo dulce. Una media hora después el mariscal dijo que su presencia no era necesaria y que se marchaba. Recordó a Carlo y a Edoardo que hicieran fotocopias de los documentos y un breve informe.
âNo se preocupe, mariscal. Mañana tendrá todo âconfirmó Carlo.
âGracias, señora Bianchi. Todo estaba muy rico. El mariscal se despidió de Carlotta dándole la mano y esbozando un saludo militar, en un perfecto estilo de galanterÃa militar. Se llevó la mano a la visera dirigiéndose a los demás:
âBuena continuación. âSe marchó junto con el cadete, el cual también saludó de manera militar.
Los ingenieros de la Aviación Civil continuaron su trabajo sin dificultades particulares: no habÃa ningún secreto que descubrir, todo estaba clarÃsimo, y la versión que habÃa proporcionado el piloto bastó para no requerir una investigación adicional. Por la noche, cuando se marcharon todos, quedaron sobre la mesa de la veranda muchas botellas vacÃas y algunos restos de comida. La cantidad de dulces, embutidos y queso consumidos, acompañada adecuadamente por vino local y cerveza, habÃa contribuido a la conclusión rápida y benévola de la investigación.
Durante toda la tarde Carlotta se habÃa dirigido a Edoardo de manera formal, sin dejar ver ninguna confianza. Habló con todos, él incluido, tratándoles de usted. Y todos tuvieron la misma cortesÃa cuando se dirigieron a ella, a pesar de que, al pasar la tarde y llegar la noche las relaciones se habÃan ido relajando poco a poco. Ella se habÃa dado cuenta de que él la miraba a veces, pero habÃa hecho como si nada. Por una coincidencia particular, de la que no habÃa hablado con ninguno de los presentes, ese mismo dÃa, 21 de junio de 1988, habÃa cumplido cuarenta años.
Ahora, en el silencio de la noche, mientras limpiaba la veranda, se paró para observar la chatarra que antes habÃa sido un helicóptero ágil y elegante.
No me esperaba que me llegarÃa del cielo un regalo tan bueno, y de una manera tan ruidosa.
A Carlotta le pareció ver mariposas luminosas volando alegres alrededor de los hierros.
No son mariposas, son luciérnagas. Luciérnagas macho. Son ellas las que vuelan, las hembras esperan en el suelo.
Respiró otra vez, casi un suspiro, apoyada sobre la escoba, y después siguió limpiando todo con energÃa renovada.