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El encuentro

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Luciano, la nutria gigante, estaba jugando en el río Amazonas con Clara, el delfín rosado. Brincaban sobre las victorias regia que flotan en el agua como un inmenso plato, mientras Sofía, una mariposa enorme, de alas azules y refulgentes, se posaba en una orquídea para beber algo de néctar y soñar poemas de sabores que aparecían con cada movimiento de alas.

De pronto, apareció un pelícano dando tumbos en el aire, hasta que, ya sin fuerzas, se posó en el río y gritó desaforadamente:

—He perdido el rumbo, ¿dónde mares estoy?

Los tres amigos estaban asombrados por el insólito espectáculo y, como eran tan curiosos, no demoraron un instante en estar al lado del pájaro.

—¿Quién eres? —preguntaron todos al tiempo.

—¿Quién soy yo? Pues Fortunato, el pelícano.

—Nunca habíamos visto un pájaro con un pico y una bolsa tan grande —dijo Clara.

—Yo conozco todos los animales de esta selva, comenzando por el jaguar hasta la anaconda, desde la guacamaya hasta el zancudo, pero nunca uno como usted —subrayó Lu.

Fortunato ya estaba indignado y abrió su gran pico mostrando su bolsa forrada en pétalos de flores y dijo:

—Yo sé que soy un poco extraño por ser vegetariano. ¡Ah! Me fascinan las flores. Pero no me vengan a decir ustedes que no me conocen. En el mar tengo hermanos por todas partes.

El pelícano hizo una pausa, miró a sus acompañantes y continuó:

—¿Y ustedes quiénes son? Yo no conocía un mar color oro. Para mí, el mar siempre ha sido azul, tan azul que se confunde con el cielo; o verde, tan verde que se confunde con los árboles. ¿Dónde estoy? —preguntó nuevamente y continuó hablándose a sí mismo—: creo que he volado demasiados kilómetros y he llegado a otro planeta.

Entonces, Luciano le interrumpió sus pensamientos y, con voz muy ceremoniosa, empezó la presentación de sus amigos:

—Yo me llamo Luciano, soy una nutria y vivo en el Amazonas. Ellas dos son mis amigas, Clara, el delfín rosado, y Sofía, la mariposa azul.


Sofía batía lentamente sus alas para mostrar su resplandor y Clara añadió:

—Esto que usted llama un mar no es un mar —agregó con orgullo—, es el río Amazonas. ¡El río más grande del mundo!

—¡Un río! —exclamó Fortunato—. Conozco pocos ríos y todos van al mar, ¡pero nunca había visto algo tan ancho y de este color!

En ese momento, lo interrumpió Luciano y le preguntó:

—¿Qué es el mar?

—El mar… —suspiró Fortunato y continuó con voz misteriosa y nostálgica—... el mar es una inmensidad de agua que cubre casi todo el planeta Tierra. En él, los ríos van a morir. Él es mi mundo. Allí nado, vuelo y también duermo. El mar es el espejo del cielo, aunque algunas veces me parece que el cielo es el espejo del mar —y con un gran suspiro llenó sus alas de tristeza por estar tan lejos de su casa.

—Yo no sabía que todos los ríos iban al mar —dijo Luciano.

—Yo tampoco —agregó Sofía.

—Mi madre —dijo Clara— me contó que el Amazonas nacía en el cielo de los Andes y moría en el océano Atlántico y que en ese mar había nutrias y hermanos delfines como yo, pero con la piel gris.

—Y que con el sol se ven azules —agregó Fortunato—, como mi buen hermano Martín.

—¡Ah! Entonces es cierto —dijo Clara.

—Claro que sí —exclamó Fortunato con su buen cantado de costeño.

—¿Y ese mar del que ustedes hablan es más grande que este maravilloso río? —preguntó Luciano.

—Es tan grande que le da la vuelta al mundo —aseguró Fortunato.

—Yo quiero conocer el mar —exclamó Luciano.

—Y yo contigo —dijo Sofía.

—Lo que me preocupa —iba diciendo Fortunato mientras les daba picotazos a unas flores que colgaban en la ribera— es que no sé volver a mi mundo y ya me hace falta el mar, mi familia y mi bandada.

—Vamos a preguntarle a Tomás, el pájaro mochilero, que es sabio en estos asuntos. Él debe saber cómo ir al mar.


Entonces, todos salieron a buscar a Tomás, que andaba cuidando a sus hijos en su largo nido. Cuando llegaron a la gigante ceiba de donde colgaban miles de nidos, como si fuera un árbol de Navidad, empezaron a gritar con todas sus fuerzas:

—Tomás, Tomás, Tomás…

—A callar que los pichones están dormidos —gruño Tomás mientras planeaba por los aires hasta posarse en una rama cerca del agua. Tomás se quedó mirando fijamente a Fortunato y, sin salir de su asombro, preguntó:

—¡Santa Selva! ¿Qué hace un pelícano en la mitad del Amazonas?

—Me reconoció. ¿Sabe quién soy yo? —dijo atónito Fortunato.

—¡Tú sabes quién es él! —exclamaron asombrados los tres amigos.

—Claro que sí, los pelícanos viven pescando en el mar, que es un río inmenso y salado, salado, salado.

—Mmm… Más sabroso —suspiró Fortunato.

Tomás lo observó detalladamente hasta que se decidió a preguntarle:

—¿Por qué tienes la bolsa de tu pico llena de flores?

—Pueeees… lo que pasa es que soy vegetariano y por andar buscando deliciosas flores me sorprendió una gran tormenta y terminé aquí en medio de la selva —dijo suspirando.

—Y nosotros lo vamos a llevar de regreso —dijo Luciano—, pero necesitamos que tú nos digas cómo se llega al mar.

—¡Ah! Es un largo camino según lo que cuenta la tatarabuela, que un día llegó al mar. Para llegar a ese salado mar es necesario seguir el curso del río, hasta que este es tragado por su dichosa agua salada —hizo un gesto de asco— que tanto les gusta a los pelícanos…

—Esto será muy interesante, pero parece un largo camino —dijo Sofía.

—No solo largo, sino peligroso —exclamó Tomás.

—¿De qué peligros hablas? —preguntó Clara.

—Para seguir el curso del río, tienen que pasar la Isla de los Micos, que son necios y peligrosos, porque se comen a los animales pequeños como tú, Sofía. Después, tendrán que atravesar por el costado una aldea de hombres blancos y de indígenas. Y los hombres se comen todo lo que se mueve en el río. Contigo harían un buen asado —le susurró a Fortunato en el oído—. Más adelante tendrán que pasar por una parte del río donde el mundo se vuelve al revés y es muy peligroso.

Después de oír semejante historia, Fortunato bajó la cabeza derrotado y exclamó:

—Nunca podré volver a mi casa, no podré ver a mi familia… a mis amigos… a mi bandada.

—No te preocupes, todos te acompañaremos al mar. ¿Verdad, amigos? —dijo Lu entusiasmado.

Hubo un minuto de silencio, al cabo del cual, no sin cierto titubeo, Clara y Sofía exclamaron:

—Eehhhh… ¡por supuesto!

Fortunato, en un estruendoso arranque de emoción y felicidad, abrazó a Clara y a Luciano y casi le daña un ala a Sofía.

—No conocía tu valentía, Sofía —exclamó Tomás con picardía—. No te imagino perseguida por un pez volador.

—Si sobreviví a este abrazo, sobreviviré a todo —murmuró Sofía, ordenando sus alas despelucadas.

—Bueno, pues que tengan suerte. Ojalá no terminen en el estómago de un cocodrilo o en la olla de los hombres. Me quitaron mucho tiempo y tengo que conseguirles comida a mis hijos, que ya pronto van a despertarse.

—Gracias por su ayuda —gritó Fortunato.

Y Clara, Sofía y Luciano dijeron al unísono:

—Vamos a volver pronto, viejo… Si preguntan por nosotros, diles que nos fuimos al mar.


Fortunato perdido en el amazonas

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