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I

LO PERSONAL ES VIOLENTO (Y POLÍTICO). APROXIMACIONES TEÓRICAS A LAS VIOLENCIAS CONTRA LAS MUJERES

Cristina Sánchez Muñoz

“Sí, las chicas se están convirtiendo poco a poco en mercancía escasa. Todo el mundo conoce ya las horas y los momentos en que los hombres salen a la caza de mujeres. Se encierra a las chicas, se las hace subir a los altillos, se las protege reuniéndolas en los pisos que tienen cerraduras de seguridad”.

“Aquí se trata de una vivencia colectiva, que se sabía de antemano, que se temía de antemano… de algo que, de algún modo formaba parte de la función. Esta forma masiva y colectiva de violación también habrá que superarla colectivamente”.

—Anónima, [1945] 2005, pp. 75 y 110.

Una de las cuestiones que más trabajo le ha costado al activismo y a la teoría feminista contemporáneas, en el largo recorrido hacia la visibilización de las múltiples violencias contra las mujeres, es haber sustraído este tipo de violencias del ámbito de lo privado para pasar a darles una connotación pública y política. Mi marido me pega lo normal, título de un libro muy conocido en España a principios del 2000, denunciaba esta situación en donde la violencia de género se entendía como parte de lo que ocurría en la esfera privada y, por lo tanto, apartada del ámbito de lo reprochable jurídicamente y del escrutinio público. Tomemos otro ejemplo, en el 2001, el Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia (TPIY) falló una sentencia condenatoria contra tres varones serbobosnios, acusados de violaciones masivas a mujeres y niñas musulmanas1. Cuando en el juicio los acusados se declararon no culpables

¿Pensaban que el fiscal no podía probar su culpabilidad, o estaban convencidos de que no tenían por qué sentirse culpables? Al fin y al cabo, aun cuando fueran algo rudos con las chicas, no las mataron, no ordenaron a otros que las mataran […] Con esas chicas, los tres hombres solo querían un poco de diversión. (Drakulic, 2004, p. 59).

¿Qué es lo que nos revelan estos dos ejemplos? ¿Qué podrían tener en común? Creo que podemos señalar lo siguiente al respecto. En primer lugar, nos relatan acciones que se entienden como privadas, esto es, situadas en una esfera relacionada con los sentimientos, no con la racionalidad, y que, por lo tanto, pertenecen al libre arbitrio de los individuos, a cómo establecen las relaciones dentro de la esfera privada. En segundo lugar, conectado con lo anterior, son acciones violentas, pero al situarse dentro de la esfera de lo privado (tanto en el matrimonio en el primer caso, como supuestamente, según los perpetradores, en el terreno del juego sexual en el segundo), no serían consideradas acciones violentas como tales y, por consiguiente, reprochables. Por último, destaca el sentido de impunidad de los agresores. No consideran delictivas las acciones, al estar dentro del terreno privado y, en consecuencia, pueden actuar sabiéndose impunes.

Mi propósito en este capítulo consiste en analizar estas violencias desde el centro del fenómeno político, no desde sus márgenes. Cuestiono y replanteo la tradicional distinción público-privado y señalo la necesidad de analizar el papel que desempeñan las violencias contra las mujeres en contextos, tanto de democracia y paz como de conflictos armados. Para ello, examino algunos de los debates relevantes en el seno de la teoría feminista contemporánea, los cuales nos permitirán poner de relieve aspectos importantes a la hora de hablar de las violencias contra las mujeres como violencias políticas.

A. PRIVADO, PRIVACIDAD Y VIOLENCIA

Lo personal es violento, como bien sabían los clásicos. Aristóteles, en este sentido, señaló cómo el ámbito del hogar, del oikos, a diferencia de lo que ocurría en la polis, estaba regido por la necesidad y, por lo tanto, por la violencia, el poder y la autoridad del paterfamilias (Aristóteles, 1988, 1253b, pp. 7-11). La distinción entre la esfera pública y la esfera privada establecía no solo demarcaciones entre espacios que reflejaban distintas actividades, sino también entre relaciones que “por naturaleza” eran violentas, situadas en el ámbito privado y relaciones regidas por la igualdad y el reconocimiento mutuo entre pares, propias del espacio público. Hannah Arendt nos recuerda en este sentido que:

Lo que dieron por sentado todos los filósofos griegos […] es que la libertad se localiza exclusivamente en la esfera política, y que la necesidad es de manera fundamental, un fenómeno prepolítico, característico de la organización doméstica privada, y que la fuerza y la violencia se justifican en esta esfera porque son los únicos medios para dominar la necesidad y llegar a ser libre. (Arendt, 1974, p. 50).

La esfera privada se definía pues como el escenario de la violencia, de la necesidad, de lo que permanece oculto al escrutinio de los demás. El peso de la tradición filosófica ha marcado con insistencia la separación público-privado, definiendo el ámbito privado como necesariamente alejado y opuesto a lo político, a la ciudadanía y a la justicia. Desde el liberalismo político, la esfera privada es el escenario de la autonomía del individuo y, en consecuencia, de la no interferencia estatal. La neutralidad del Estado en las cuestiones que atañen a la vida privada y a la vida buena aparece como uno de los fundamentos básicos del liberalismo clásico —y también del contemporáneo— siguiendo con ello a John Locke, John Stuart Mill o John Rawls.

De acuerdo con el contractualismo clásico a la Hobbes, la creación del Estado supone un traspaso de la violencia privada del estado de naturaleza a las manos del Leviatán, como institución que ostentará el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Sin embargo, ¿quiere eso decir que, mediante el contrato social, se acaba con la violencia propia de la esfera privada, de las relaciones violentas que se producen en ese espacio? La respuesta solo puede ser negativa: el “lado oscuro y violento de la esfera privada” (Schneider, 1991, p. 974) permanece incuestionado toda vez que las mujeres habitan mayoritariamente en ese espacio prepolítico de la esfera doméstica. El traspaso de la violencia privada del estado de naturaleza a las manos del Estado o sociedad civil tiene un claro subtexto de género: es la violencia entre varones la que está en juego en el contrato social, no la ejercida contra las mujeres.

Las críticas feministas en este punto (Pateman, 1995 y Elshtain, 1981) han señalado reiteradamente cómo ese contrato social de la teoría clásica liberal deviene en un contrato sexual, en el cual las mujeres son pactadas como sujetos subordinados y, por lo tanto, también como objetos de la violencia patriarcal. Esto último es especialmente relevante porque, como veremos, en el imaginario cultural occidental, la violencia sexual contra las mujeres se encuentra en buena parte de los imaginarios culturales de la fundación de la comunidad política (véase, por ejemplo, el mito clásico del rapto de las Sabinas).

La no interferencia estatal en el ámbito de lo privado, en este sentido, se entiende en gran medida, como señala Mac-Kinnon, como la no interferencia en la (mala) conducta de los varones. No es la privacidad de las mujeres lo que se protege, sino la privacidad de los varones (2014, pp. 145-149). Incluso, hasta no hace mucho, abundaba la terminología ligada a la creencia en una situación referente a las relaciones afectivas y no al ámbito de lo político: “violencia doméstica”. Esta ha sido una denominación habitual, lo mismo que “crimen pasional” u otras similares. La violencia quedaba así sepultada bajo los muros del hogar, de los afectos y las pasiones, como un producto de “excesos” irracionales y fuera, por lo tanto, del ámbito de la racionalidad, de lo público y de la justicia. Tal y como señala Schneider:

La retórica de lo privado ha aislado al mundo femenino del orden legal y transmite un mensaje a toda la sociedad. Devalúa a las mujeres y sus funciones, y sostiene que ellas no son lo suficientemente importantes como para ameritar reglamentación. (2011, p. 45).

Desde la teoría feminista contemporánea, sin embargo, se ha diferenciado entre la esfera privada (private sphere) y la privacidad o intimidad (privacy)2. Según Seyla Benhabib, la “privacidad”, los “derechos de privacidad” y la “esfera privada” incluyen tres dimensiones diferentes. En primer lugar, la “privacidad” ha sido entendida en su origen histórico como la esfera de la conciencia moral y religiosa, infranqueable al poder estatal, por lo cual remarca la separación Iglesia-Estado. En segundo lugar, y conectado a lo anterior, los “derechos de privacidad” (derechos liberales clásicos) recogen las libertades económicas como el derecho a la propiedad. En este contexto de la Modernidad histórica, “Privacidad significa la no interferencia del Estado en las relaciones mercantiles y, en particular, la no intervención en el mercado de la fuerza de trabajo” (Benhabib, 1993, p. 91). Por último, la “privacidad” y los “derechos de privacidad” corresponden a la esfera de la intimidad (las necesidades diarias de la vida, la sexualidad, el cuidado de los demás, etc.). Las relaciones en esa esfera privada se caracterizan por no ser consensuales y sostenerse sobre presupuestos no igualitarios.

De ese modo, como podemos ver dentro del ámbito privado, nos encontramos con numerosas actividades y relaciones: desde la “economía doméstica”3 hasta las relaciones sexuales, desde los contratos de propiedad o testamentos hasta las regulaciones matrimoniales o las obligaciones paternofiliales. Muchas de ellas, en la actualidad, sí que son objeto de regulaciones jurídicas y no son indiferentes a la intervención estatal, como por ejemplo, el caso de la regulación —y extensión— del concepto de matrimonio de tal manera que incluye a las personas del mismo sexo. Entonces, ¿cuál sería ese ámbito de no interferencia, de “no intromisión” de la justicia y del derecho? Es aquí donde la teoría liberal, en el origen de la “privacidad”, ha defendido ese terreno libre de la regulación estatal, centrado en la autonomía del individuo y ligado a la libertad de pensamiento en su origen.

No obstante, de acuerdo con ese espacio privado de resguardo del yo y florecimiento de la autonomía, subyace una idea de individuo abstracto, descorporeizado, dueño absoluto de sus actuaciones. La teoría feminista, en este sentido, ha señalado la abstracción e idealización de este sujeto. Como apunta Celia Amorós (1992), nos encontramos frente a lo que ella denomina “hongos hobbesianos”, esto es, individuos que surgen en el mundo sin lazos, relaciones, desarraigados, aislados, como los hongos; y que, de repente, llegan a la madurez plena sin ningún tipo de contexto ni relaciones. Por el contrario, para destacadas autoras en su crítica al liberalismo político, los individuos están atravesados por tramas de narrativas que se superponen, entran en conflicto y revelan relaciones de poder, abuso y subordinación (Young, 1990 y Benhabib, 1990)4. Por consiguiente, las relaciones sociales tejidas en la esfera de la privacidad de los individuos, en realidad no están alejadas del poder y de lo político, se encuentran atravesadas por relaciones de poder, entendiendo aquí “poder” a la manera weberiana como “poder sobre alguien”. “Lo personal es político” cobra todo su sentido, igual que, como veremos más adelante, hablar de una “política sexual” en los términos de Kate Millet.

Por todo ello, dadas las aristas del tema, el debate dentro de la teoría feminista acerca del valor de la privacidad para las mujeres es complejo y no libre de tensiones. Autoras como Martha Nussbaum, por ejemplo, se preguntan ¿Is Privacy Bad for Women? y señalan cómo proteger libertades importantes bajo la rúbrica de la “privacidad” no representa ventajas para las mujeres. Contrario a esto, aduce que lo relevante para justificar la intervención estatal es si se ha producido un daño —siguiendo en ello a John Stuart Mill—, con independencia de si este ha tenido lugar en la esfera privada o en la pública. Coincide con Catherine MacKinnon, cuando señala que “recurrir a la privacidad es disfrazar un daño y pensar que es un obsequio” (Nussbaum, 2000). Elizabeth Schneider muestra igualmente cómo el concepto de privacidad permite, alienta y refuerza la violencia contra las mujeres (1991, p. 974). Sin embargo, como añade, es necesario encontrar un concepto de privacidad que abarque la libertad, la igualdad, la integridad corporal y la autodeterminación.

La cuestión, en consecuencia, para algunas autoras (Schneider, 1991; Gavison, 1992 y Álvarez, 2020), no sería desterrar la idea de privacidad, puesto que esta es importante también para las mujeres; sino desarrollar una teoría más matizada donde la privacidad desempeñe un papel que permita el empoderamiento de las mujeres (Schneider, 1991, p. 975). En este sentido, por ejemplo, también para Arendt, lo íntimo sería un “refugio” para determinadas relaciones, como las amorosas, ya que estas no pueden soportar la implacable y constante luz de la esfera pública, donde todas nuestras acciones son expuestas ante los ojos de los demás (1974, p. 76). La intimidad, en consecuencia, se nos muestra de una manera ambivalente: como un espacio tanto de florecimiento personal y autonomía como de violencia, subordinación y ocultamiento de esa violencia e impunidad. Como señala Schneider, en definitiva una idea de privacidad que no enmascare la violencia y que ejerza un rol más positivo en los derechos de las mujeres, tendría que basarse en la igualdad: “La privacidad que está fundamentada en la igualdad y es considerada como un aspecto de la autonomía, protegiendo la integridad corporal y no permitiendo los abusos, se basa en un genuino reconocimiento de la dignidad” (2002, p. 152). Por el contrario, los estereotipos que alimentan un entendimiento patriarcal de la privacidad, tan presentes en todas las culturas, nutren la violencia, la desigualdad y la subordinación.

B. ALGUNOS ASPECTOS DE LAS VIOLENCIAS

Cuando hablamos de violencia contra las mujeres, una de las tesis más conocidas es la del “continuum de la violencia”, enunciada por Liz Kelly en 1987. Según la autora,

Este concepto intenta poner de manifiesto el hecho de la existencia de la violencia sexual en la mayoría de las vidas de las mujeres, mientras que la forma que esta adopta, cómo las mujeres definen los acontecimientos violentos y su impacto en ellas, varía. (p. 48).

De acuerdo con Kelly, no se trata de una línea recta que conecta diferentes experiencias. Por el contrario, son múltiples las dimensiones que afectan el significado de la violencia sexual y su impacto sobre la vida de las mujeres y pueden diferenciarse, pero “todas las formas de violencia sexual son serias y tienen efectos” (1987, p. 59). La linealidad del continuum se refiere a la incidencia; hay formas de violencia sexual, experimentada por la gran mayoría de las mujeres como el acoso callejero o las bromas sexuales en el lugar de trabajo. El concepto del continuum centra su atención sobre las muy amplias y extensas formas de abuso que sufren las mujeres, no únicamente en las más extremas. Abarca el abuso constante presente en la vida cotidiana e inserto, en gran medida, en la cultura, los imaginarios populares y, por consiguiente, en la aceptación social de esas formas cotidianas de abuso. Podemos decir, en este sentido, que movimientos feministas actuales como el Me Too o Las Tesis, en Chile, han sacado a la luz ese constante y pertinaz continuum de la violencia, haciendo visibles esos abusos tan presentes masivamente en las experiencias cotidianas de las mujeres. En otro momento de este trabajo, veremos también cómo la tesis del continuum de la violencia se traslada a las situaciones de guerra y paz.

Otra de las tesis que nos muestran la complejidad y diseminación de la violencia es la del “triángulo de la violencia”, del sociólogo noruego Johan Galtung. Aunque inicialmente se pensó para explicar los conflictos sociales, ha demostrado una gran relevancia y poder explicativo al aplicarla a terrenos como la violencia de género (Confortini, 2006)5. La parte visible de la violencia corresponde, en la explicación de Galtung, con la violencia directa, física. Desde una perspectiva feminista, aquí entrarían el feminicidio, la violencia sexual y la violencia interpersonal; pero también, formas más recientemente “nombradas” tales como el ciber acoso, el acoso callejero o el acoso sexual y laboral. Especialmente interesantes resultan las otras dos violencias, que sustentan y alimentan la aparición de la violencia física: la violencia estructural y la violencia simbólica. En la violencia estructural incluimos las desigualdades económicas leídas en términos de género. Así, por ejemplo, tenemos lo que Saskia Sassen ha denominado “feminización de la supervivencia” o la situación de “brecha salarial” presente en todos los países. La violencia cultural, por otra parte, se refiere a

[…] aquellos aspectos de la cultura, la esfera simbólica de nuestra existencia —materializados en la religión y la ideología, en el lenguaje y el arte, en la ciencia empírica y la ciencia formal (la lógica, las matemáticas)— que pueden ser utilizados para justificar o legitimar la violencia directa o la violencia estructural. (Galtung, 2016, p. 149).

En esa línea, la violencia cultural sirve de justificación y legitimación, tanto para la violencia estructural como para la violencia directa. Al respecto podemos poner muchos ejemplos insertos en todas las culturas. Me centraré en dos que me parecen especialmente relevantes: los estereotipos de género y la “cultura de la violación” como imaginarios culturales que sustentan las violencias.

Los estereotipos de género corresponden a “Una visión generalizada o una preconcepción sobre atributos o características de los miembros de un grupo en particular o sobre los roles que tales miembros deben cumplir” (Cook y Cusack, 2009, p. 9). Así, “presumen que todas las personas miembros de un cierto grupo social poseen atributos o características particulares o tienen roles específicos” (Cook y Cusack, 2009, p. 9). Por consiguiente, los estereotipos de género y su aplicación, la estereotipación, re(crean) ideas acerca de cómo deben ser, estar y experimentar el mundo las personas construidas como hombres y como mujeres. Comportarse “como un hombre” o “como una mujer” se define en categorías excluyentes y antagónicas, atravesadas por una estricta norma-tividad de género —sobre todo en el caso de las mujeres— las cuales, en caso de incumplimiento, acarrean sanciones que pueden ir desde la humillación, el desprecio, la exclusión social, la violencia física o la muerte. Si el género, de acuerdo con Joan Scott (1986), indica posiciones asimétricas de poder, los estereotipos de género suponen la consolidación cultural de la normatividad de género, su reificación y radicalización en patrones de conducta exigibles.

Tal y como expresan Cook y Cusack, una característica particular de los estereotipos de género “es que son resilientes, son dominantes y son persistentes” (Cook y Cusack, 2009, p. 22). En la cuestión que nos atañe, esos estereotipos en sí mismos pueden constituir una expresión de la violencia simbólica, encorsetando a las mujeres dentro de un papel determinado que implica una vulneración de sus derechos. Así, por ejemplo, el estereotipo de la mujer como ama de casa, reproductora en el hogar, cuestiona y viola la igualdad de las mujeres en el mercado laboral. Sin embargo, hay un ejemplo particular de especial significación en esta interpretación, que estamos sosteniendo de la estereotipia como una forma sustancial de violencia simbólica: los denominados “mitos de la violación” (Schwendinger y Schwendinger, 1974). Aunque estos mitos presentan algunas variantes culturales, la gran mayoría se asientan sobre la afirmación del consentimiento de la víctima, que anula el carácter violento del hecho. Como señalábamos al principio de estas páginas, a propósito del caso Kunarac, Kovac, Vukovic en el TPIY, la actitud de los acusados resulta evidente al respecto, pues pensaban que, en el fondo, las chicas también se estaban divirtiendo (“realmente, ella lo deseaba”, “no opuso resistencia, luego no se oponía”). Se intenta reinscribir un hecho violento en la esfera de la privacidad, hurtándolo, por lo tanto, de una significación público-política, donde las relaciones de poder juegan un papel fundamental6.

Los estereotipos de género están tan asentados en las prácticas sociales que no escapan tampoco a las prácticas jurídicas y, muy especialmente, a las prácticas judiciales. En este sentido, el derecho internacional de los derechos humanos ha hecho hincapié en la necesidad de eliminar los estereotipos que vulneran los derechos de las mujeres en la práctica judicial, pues podrían revictimizarlas. Así, en el contexto internacional, la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), en su artículo 5 recoge que:

Los Estados Partes tomarán todas las medidas apropiadas para:

a) Modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres7.

En el terreno de las violencias masivas contra las mujeres, los estereotipos han ocupado un rol relevante como se puso de manifiesto, por ejemplo, en el caso del Campo Algodonero, en el 2009, donde la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado mexicano8.

En escenarios de conflicto armado, los estereotipos de género también representan un papel importante pues refuerzan los roles patriarcales. En este sentido, Zillah Eisenstein señala cómo en tiempos de guerra “la violación permite reactivar la continuidad de la definición de género de la mujer como víctima en lugar de agente” (2008, p. 65). Además, sobre todo, se produce una redefinición del territorio, del espacio político, en términos de remasculinización y desmasculinización o feminización. La nación enemiga se desmasculiniza, tras no haber protegido los varones a “sus” mujeres, esto es, por no haberse comportado como “propietarios” de sus cuerpos y, en su lugar, mediante la violación, otros pasan a ser sus dueños, “el cuerpo de la mujer se convierte en la representación universalizada de la conquista” (Eisenstein, 2008, p. 68). En la misma línea, los varones enemigos sometidos a violencia sexual son “feminizados”, despojados en su misma indefensión del estereotipo de masculinidad guerrera. Así pues, la violencia sexual actúa de forma definidora —y decisiva— en el escenario bélico, puesto que “contribuye a definir y crear enemigos, naciones y sus respectivas guerras” (Eisenstein, 2008, p. 68). El enemigo se desmasculiniza y la parte victoriosa se remasculiniza; algo que podemos observar, además, en la simbología asociada a algunos líderes políticos actuales9.

De acuerdo con este análisis, podríamos decir que la violencia sexual es una violencia performativa, es decir, es un tipo de violencia que “crea género”, produce y reproduce líneas de demarcación las cuales, además, en el caso de los conflictos armados, cumplen un papel estratégico fundamental (Sánchez, 2015). Cada vez que una mujer es violada, los roles y estereotipos de género —sumisión femenina y masculinidad violenta— se reproducen y se muestran. De esta manera, tanto en Yugoslavia como en Ruanda las violaciones masivas se utilizaron como arma de guerra con el propósito de exterminar al enemigo mediante el uso del cuerpo de las mujeres y niñas. No obstante, para que la violencia sexual sea realmente “efectiva” en su propósito de aniquilación debe entenderse como “una acción patriarcal cargada de significado dentro de una sociedad patriarcal” (Card, 1996, p. 11). Necesita un marco de interpretación previo —a la ideología patriarcal— en el que las acciones encuentran pleno sentido. Muchos de estos actos transforman los cuerpos de las mujeres en un medio de expresión de los hombres a través del cual un grupo le dice al otro lo que quiere (MacKinnon, 2006, p. 223).

Hablar de la “cultura de la violación” implica hablar de un conjunto de creencias que promueven y legitiman la violencia sexual contra las mujeres10. Poner el foco en la cultura supone encuadrar la violencia sexual como una cuestión estructural, por lo tanto, colectiva y no como un problema individual y privado. Al mismo tiempo, implica examinar cuáles son los imaginarios culturales que nutren esa legitimación cultural y social de la violencia. Nos referimos aquí a las representaciones culturales (textos escritos, imágenes en pinturas, teatro, etc.) que exponen y reproducen los valores sociales patriarcales y los legitiman al presentarlos como creaciones culturales. Resulta especialmente relevante observar cómo la violencia sexual aparece en significativas manifestaciones culturales con respecto a la fundación de la comunidad política, mostrándonos el significado plena y radicalmente político de dicha violencia (Lara, 2021, p. 99-102). Esto se evidencia, por ejemplo, en el mito grecolatino del rapto de las Sabinas. Rómulo y sus hombres, ante la escasez de mujeres en la recién fundada Roma, raptaron a las mujeres de los Sabinos para la reproducción de la ciudad11. La violación colectiva juega un papel político fundamental, condición sine qua non, de la misma fundación política. En otro contexto de fundación patriarcal, María Pía Lara señala —siguiendo a Octavio Paz— cómo la figura de La Malinche12 representa la conquista de México a través de la violación (2021, p. 115). En ambos casos, el dominio violento sobre las mujeres se muestra como parte del pacto entre varones para crear y mantener el poder político. En este sentido, Celia Amorós habla de los “pactos patriarcales juramentados” como un componente fundamental del patriarcado, donde se expresa la violencia. Las mujeres, como objeto transaccional de los pactos entre varones, cumplen aquí una función especial en los rituales de confraternización de los pares, al tiempo que se exacerba la misoginia patriarcal como violencia (1990, p. 12).

C. LA POLÍTICA SEXUAL REVISITADA

Como venimos apuntando, las violencias contra las mujeres se han entendido tradicionalmente como un asunto “privado”, no como una cuestión política. Incluso cuando esta violencia es una violencia masiva, como es el caso del feminicidio o de la violencia en las guerras, sigue pesando la interpretación de “violencia privada”, no como un fenómeno político. Tan solo desde hace unas pocas décadas la violencia sexual se ha considerado jurídicamente un crimen contra la humanidad, en los Tribunales Penales Internacionales de Ruanda y Yugoslavia (Sánchez, 2021). En consecuencia, es pertinente identificar cuáles son las posibles causas, de modo que nos permitan explicar las dificultades a la hora de hacer visibles las violencias políticas contra las mujeres. En primer lugar, la idea de la “privatización” de la violencia se ha extendido a todo tipo de violencia contra las mujeres, invisibilizando el carácter político de estas. El único uso aceptado de “violencia política” relacionado con el género, de una “violencia política contra las mujeres”, tiene lugar en el caso de mujeres que ostentan cargos políticos —diputadas, altos cargos, etc.— que son acosadas o violentadas en razón al cargo que ocupan. Dicho en otros términos, se trata de la violencia que sufren como representantes políticas (Bardall, Bjarnegård y Piscopo, 2019).

Sin embargo, nos podemos hacer la pregunta sobre si, entonces, las violencias masivas contra las mujeres que no entran dentro de ese supuesto no son políticas. Si reservamos el adjetivo “político” al espacio formal de la política (parlamentos, gobiernos, alcaldías, etc.), como hace la literatura académica, volvemos a “privatizar” las violencias contra las mujeres restándoles su significado de dominio violento. En la terminología académica sobre la violencia política (Braud, 2006), se califica como “política” aquella violencia ejercida por el Estado o los gobiernos, o bien aquella que tiene un motivo político. Los ejemplos al uso de violencia política son la revolución, el golpe de estado, la guerrilla, la tortura, el genocidio o la guerra. También se entiende en función de quién la ejerce: agentes estatales o paraestatales. En gran medida, se identifica con una violencia colectiva: “[…] según dicha definición, excluye la acción puramente individual, los daños no materiales, los accidentes y los efectos indirectos o a largo plazo de procesos dañinos como el vertido de desechos tóxicos, aunque incluye una amplia gama de interacciones sociales” (Tilly, 2003, p. 4). Sin embargo, entre esas interacciones sociales, las relaciones entre los sexos no suelen contemplarse. De este modo, debemos acudir a otros marcos explicativos para analizar el relevante componente de violencia (política), que se da en las relaciones entre hombres y mujeres, amparados en la impunidad de los imaginarios culturales aceptados.

En el debate feminista de los años 70 y 80, acerca del carácter de la violación, se insistió en el carácter político de la misma. De esa manera, para Susan Brownmiller, la violación es un fenómeno político, basado en una motivación política de dominación. Las funciones de la violación se insertan en el mantenimiento del sistema patriarcal, asegurar la necesidad de la protección de las mujeres por parte de los varones y ser piezas de un intercambio entre ellos. La violación es “un acto de degradación y posesión violento, deliberado y hostil, con el propósito de intimidar e inspirar miedo” (Brownmiller, 1975, p. 376). Con ello, se afianza la idea de la violencia como un factor determinante en el ejercicio del poder patriarcal.

Sin embargo, esa identificación de la violencia sexual con el poder estaba lejos de ser un terreno no disputado dentro de la teoría feminista. Si mantenemos que la violencia sexual es un acto —performativo— de poder patriarcal, entonces ¿qué papel ocupa el sexo en ello?, ¿por qué se produce una sexualización de la violencia masiva contra las mujeres en escenarios de conflicto armado? Merece la pena que nos detengamos en las distintas respuestas, por su significado relevante para el tema que nos ocupa, analizando distintas posturas dentro de un debate que sigue estando presente en la teoría feminista contemporánea.

Aunque autoras como Brownmiller y otras, mantienen esa identificación de la violencia sexual con lo político, Rita Segato es una de las autoras más relevantes en la actualidad que afirman el carácter político y no sexual de este tipo de violencia13. Podríamos resumir su postura diciendo “no es sexo, es política, es dominación”. Con ello, se marca un claro intento por sustraer la violencia del terreno de la privacidad, de la consideración del sexo como algo que pertenece a la esfera íntima y, por lo tanto, despojado de un sentido político o sistémico. “Mi explicación no es libidinal, es política”, afirma Segato (2018a, p. 76). No hay una motivación sexual en ello, en las “nuevas guerras” se persigue “la destrucción moral del enemigo mediante la profanación del cuerpo de las mujeres” (Segato, 2018b, p. 224). Como señala Joanna Bourke en su estudio sobre la violación, es comprensible la insistencia en esta tesis, toda vez que rechaza los argumentos individualistas y sicopatológicos que refuerzan los estereotipos de género que, precisamente, se pretendían desechar (Bourke, 2007). Adicionalmente, insistir en el carácter sexual comportaría poner la violación del lado de las emociones, de las pasiones y, por consiguiente, del “crimen pasional”, volviendo a situar la violencia sexual en el terreno de la privacidad del cual se había pretendido sacar.

No obstante, otras autoras como Catherine MacKinnon o Joanna Bourke resaltan precisamente el carácter sexual de la violación. MacKinnon, especialmente, defiende esta tesis y plantea varios aspectos. En primer lugar, no tener en cuenta la sexualidad en la violación —entendida como sexualidad violenta— desdibuja el mismo acto. Así, en oposición a Brownmiller, señala lo siguiente:

La violación en circunstancias normales, en la vida diaria, en las relaciones corrientes, cometidas por los hombres sólo como hombres, apenas se menciona. Las mujeres son violadas por las armas, la edad, la supremacía blanca, el Estado y sólo derivativamente, por el pene. (1995, p. 309).

En segundo lugar, cabe preguntarse: si la violación en conflictos armados tiene un propósito estratégico de destrucción del enemigo, ¿por qué no recurrir directamente a la masacre de este?, ¿por qué utilizar la violencia sexual? La respuesta aquí nos conduce ineludiblemente a la misma semántica de la violencia sexual: porque es un acto cargado de significado patriarcal, un mensaje de varón a varón (o de grupo de varones a otro grupo de varones), transmitido a través del cuerpo de las mujeres. Ese mensaje se expresa precisamente no con cualquier tipo de violencia, sino utilizando el sexo, pues condensa el sentido de propiedad de los varones hacia los cuerpos de las mujeres. Por medio del sexo forzado, se produce la muerte social de un grupo. Debido precisamente a su carácter sexual, señala Claudia Card, en una cultura patriarcal la violación tiene un potencial especial para crear una fisura entre la comunidad (2002, p. 129).

En tercer lugar, tras el análisis de MacKinnon y otras autoras de las violaciones masivas ocurridas en las Guerras Yugoslavas, se constató la importancia del sexo, del deseo sexual masculino, exhibido públicamente como una representación pornográfica. En Bosnia-Herzegovina, relata Mac-Kinnon, la pornografía se convirtió en un instrumento del genocidio mediante la filmación teatralizada de las violaciones en los “campos de violación” y la posterior distribución de ese material como propaganda de guerra (MacKinnon, 2006 y Salzman, 1998). Con un enfoque similar a la hora de poner el sexo en primer plano en la violencia contra las mujeres, Jean Franco examinó el genocidio en Guatemala y en Perú, poniendo el acento en la masculinidad extrema, en la que “el montaje grupal de una fantasía colectiva desempeña un papel importante” (2016, p. 34).

En cuarto lugar, incorporar el sexo en el análisis de la violencia en conflictos, nos permite también dotar de significado a las violaciones “oportunistas” frente a las “violaciones genocidas” o “estratégicas”. Un debate recurrente al analizar los patrones predominantes de la violación en las guerras, sobre todo en la década de los noventa a raíz de las resoluciones de los Tribunales Penales Internacionales de Yugoslavia (1993) y de Ruanda (1994), fue la asimilación de la violencia sexual con el genocidio, con una violencia estratégica guiada por un propósito genocida (Sánchez, 2021). Esta asimilación posibilitó, desde un punto de vista jurídico, considerar la violencia sexual como un crimen contra la humanidad.

Sin embargo, la exitosa estrategia de reconocimiento e inclusión de la violencia sexual en el Derecho Internacional supuso el silenciamiento de otras violencias sexuales “oportunistas” con una clara motivación sexual, es decir, aquellas no planificadas como arma de guerra genocida, pero que se aprovechan de la impunidad del marco bélico14. El resultado no deseado del énfasis en el genocidio y no en el carácter sexual de la violencia fue el establecimiento de una jerarquía de las violencias sexuales cometidas en escenarios de conflicto entre una violencia sexual (ordinaria, no genocida) y una violencia sexual genocida (extraordinaria), esta última digna de la atención del derecho internacional.

Por último, no podemos olvidar aquellas situaciones históricas en las que la violencia sexual masiva contra un determinado grupo de mujeres sí ha tenido una clara motivación de satisfacción sexual. Se trata de los casos de esclavitud sexual, donde las niñas y jóvenes son secuestradas por las fuerzas militares, paramilitares o guerrilleras para ejercer la prostitución forzada o actuar como “esposas”; aquellos otros casos masivos históricos, como el de las “comfort women” (esclavas sexuales —la mayoría de ellas coreanas y chinas— confinadas por el Ejército Japonés durante la Segunda Guerra Mundial) (Askin, 2001); o las violaciones de las mujeres berlinesas por parte del Ejército Ruso cuando este entró a la ciudad15.

Por consiguiente, parece que desechar el componente sexual de las violaciones en los escenarios armados elimina aspectos relevantes para el análisis. La tesis que aquí defiendo al respecto es que esta violencia debe interpretarse como una política sexual, acudiendo al término acuñado por Kate Millet en 1970. Si la interpretación de Segato, Brownmiller y otras podía resumirse diciendo “no es sexo, es política”, ahora de la mano de Millet, diremos “es política porque es sexo”.

En su obra, Política sexual, Millet indagaba sobre qué papel juega el sexo como instrumento de dominación y si el sexo es un exponente de las relaciones de poder. Su respuesta, acorde con las preocupaciones teóricas del feminismo radical de la Segunda Ola, era la siguiente: “Aun cuando hoy en día resulte imperceptible, el dominio sexual es tal vez la ideología más profundamente arraigada en nuestra cultura, por cristalizar en ella el concepto más elemental de poder” (1995, p. 70). De acuerdo con ello, “el sexo es una categoría social impregnada de política” (1995, p. 68). De esta manera, Millet desnaturaliza la sexualidad. Ya no es prepolítica, sino que:

Aunque se considere la tendencia sexual de los seres humanos un impulso, es preciso señalar que esa importantísima faceta de nuestras vidas que llamamos ‘conducta sexual’ es el fruto de un aprendizaje que comienza con la temprana socialización del individuo. (1995, p. 82).

La política sexual, como expresión del patriarcado, desarrolla estereotipos característicos de género —sumisión-pasividad— y decreta para cada sexo un código de conducta altamente elaborado16. Retomar la idea de una “política sexual” no pretende eliminar la idea de la violencia sexual como manifestación de poder y sumisión; contrario a esto, politiza la sexualidad y señala que el sexo contiene en sí un elemento de poder dada la socialización patriarcal. Kate Millet fue realmente pionera al señalar “lo personal es político”, queriendo decir con ello “lo sexual es político”. Trasladar esta afirmación al escenario de los conflictos armados nos permite ver cómo se ejerce el poder —en el sentido weberiano del término, como “poder sobre alguien”— por medio del sexo. Puesto que este es en sí mismo poder no se sitúa al margen de él, tal y como se evidencia en el uso del sexo en las guerras.

Otro elemento importante que introduce Millet en su análisis de la política sexual es la violencia. “La firmeza del patriarcado se asienta también sobre un tipo de violencia de carácter marcadamente sexual, que se materializa plenamente en la violación” (1995, p. 101). Esa violencia sexual se torna cierta y efectiva en escenarios de conflicto armado especialmente —aunque no de forma exclusiva— y, aunque no se produzca en realidad, funciona como una amenaza, en todos los contextos, como “un instrumento de intimidación constante” (Millet, 1995, p. 100) con consecuencias restrictivas en la vida cotidiana de las mujeres. Así, en nuestras sociedades democráticas, las mujeres tienen que planificar y variar sus desplazamientos, principalmente de noche, ante la amenaza de la violación. Las mismas autoridades policiales insisten en difundir mensajes que limitan su libertad de movimientos (“no salgas”, “quédate en casa”). Para las mujeres y niñas, en muy diversos contextos, existe un permanente “toque de queda” interiorizado por ellas mismas e implícito en las normas sociales.

D. LA POLÍTICA SEXUAL EN LAS GUERRAS

Una vez visto el marco teórico de la política sexual, profundicemos ahora en cómo se manifiesta en escenarios de conflictos armados, cómo la violencia sexual articula la estrategia geopolítica de las “nuevas guerras” mostrándonos su centralidad. Nos enfocaremos para ello en los informes anuales del Representante Especial para la Violencia Sexual en Conflicto del Secretario General de Naciones Unidas (SRSGSVC)17. El informe del 2018, en el apartado correspondiente a “Panorama general de tendencias actuales y nuevos motivos de preocupación”, señala el aumento o resurgimiento de conflictos, el extremismo violento y el desencadenamiento de patrones de violencia sexual. Entre estos últimos cabe resaltar los siguientes: el uso estratégico de la violencia sexual para forzar los desplazamientos de poblaciones y para impedir el retorno a los lugares de origen18.

Como veíamos, la amenaza de este tipo de violencia lanza un mensaje extremadamente eficaz a la comunidad en su totalidad. Persiste la violencia sexual contra minorías étnicas, en lo que podríamos denominar una política sexual “de depuración étnica”. Sin embargo, además, como señala el informe, esto repercute a su vez en el silenciamiento de la violencia sexual cometida al interior del grupo, ya que no se denuncia la violencia perpetrada por miembros de la misma comunidad debido a las presiones de lealtad al grupo (S/2018/250, p. 5). Otro patrón importante relaciona la violencia sexual con la economía, tanto a nivel micro como macro, en una economía política de la violencia sexual. Por medio de la violencia sexual, se redistribuyen recursos económicos en varios planos: las mujeres son utilizadas como “moneda fungible” entre grupos armados, mediante el secuestro y la trata, aumentando la riqueza de estos. Adicionalmente, las mujeres que tienen títulos de propiedad de tierras huyen de los territorios en disputa, dejando las propiedades abandonadas y listas paras ser ocupadas. De esta manera, mediante prácticas ilícitas, los combatientes complementan y aumentan sus propias micro-economías, “mientras que las mujeres sufren discriminación estructural a nivel macroeconómico” (S/2018/250, p. 6).

Si, tal y como señalaba Mary Kaldor (2013, p. 3), la lógica de las nuevas guerras había cambiado su forma de financiación19 de manera que la violencia política (el secuestro, el tráfico de personas, etc.) tenía un fundamento económico, la violencia sexual, como vemos, supone una forma importante de esas nuevas vías de financiación y muestra una expropiación del valor sexual del cuerpo de las mujeres.

Por último, la violencia sexual conlleva una securitización al interior de las comunidades que implica una merma de los derechos de las mujeres, en términos de movilidad, educación o empleo, bajo el argumento de su protección y salvaguarda frente a la violencia. Esto conduce al desarrollo de “mecanismos de supervivencia negativos y perjudiciales, como el matrimonio infantil” (S/2018/250, p. 6).

El informe del 2020, coincidente con la pandemia mundial sanitaria creada por la covid-19, señala importantes retrocesos, ya que ha supuesto un aumento de la violencia de género en todo el mundo:

La pandemia actual es una crisis que tiene género […]. El Consejo de seguridad de Naciones Unidas reconoció en su resolución 2532, del 2020, que el conflicto podía exacerbar los efectos de la pandemia, y pidió medidas concretas para reducir al mínimo el desproporcionado efecto negativo que la pandemia tenía en las mujeres y las niñas. (S/2021/312, p. 2).

Los confinamientos en los hogares, los toques de queda y el cierre de fronteras se han traducido en muchos contextos en un aumento de la militarización de las calles, en detenciones arbitrarias y en un mayor acoso y violencia contra las mujeres por parte de las fuerzas armadas, bajo un manto de impunidad provocado por la pandemia. Igualmente, los confinamientos han dificultado la posibilidad de denuncias, de transporte y de acceso a los servicios de salud sexual y reproductiva, así como de acompañamiento a las víctimas en general. La impunidad de las agresiones ha aumentado ante la ausencia de control por un lado y de priorización de la pandemia, por otro, produciéndose un retroceso en medidas que se habían logrado. De otro lado, por parte de las víctimas, ante la disminución de recursos y las dificultades económicas, se ha producido un aumento en la activación de mecanismos de supervivencia, los cuales las conducen a la prostitución y al matrimonio infantil.

E. ENTRE LA PAZ Y LA GUERRA

Como hemos expuesto, la violencia sexual se inscribe dentro de un marco político, dentro de una política sexual. Sin embargo, sería erróneo pensar que esa política sexual se produce únicamente en escenarios de conflicto. Del mismo modo que, como vimos, la tesis del continuum de la violencia es central en la explicación de la conexión entre sus distintas manifestaciones en la vida cotidiana y las experiencias de las mujeres; la teoría feminista ha puesto también de manifiesto el continuum entre la guerra y la paz en términos de violencia contra las mujeres. Así, la violencia contra estas no es algo que irrumpa o se muestre exclusivamente en el momento del conflicto. Se debe comprender como un proceso donde intervienen diversos factores como la progresiva militarización del territorio, las desigualdades económicas, sociales y de género, y la escasa participación de las mujeres en la vida política del país (Cockburn, 2004). En el complejo proceso que transcurre desde el preconflicto al conflicto y, finalmente, al posconflicto, nos encontramos con la aparición de violaciones oportunistas, violencia sexual como arma de guerra o violencia sexual cometida por fuerzas de paz, entre otras manifestaciones20. No se trata, por lo tanto, de una erupción inesperada de la violencia sexual en escenarios de conflicto, sino que esta, entendida como proceso, se ha ido fraguando en momentos anteriores. La idea de proceso también está muy presente en los estudios sobre genocidios cuando se señala que no surgen de la noche a la mañana, sino que se inscriben en imaginarios violentos previos los cuales pavimentan la senda de la violencia21. En consecuencia, podemos decir, teniendo en mente a Galtung, que la violencia masiva contra las mujeres implica previamente unos estereotipos y una “cultura de la violación”, los cuales allanan el camino hacia la violencia física.

La violencia contra las mujeres no termina con el fin declarado del conflicto, con la firma de los tratados de paz. Los marcos culturales que posibilitan esa violencia siguen vigentes y, al mismo tiempo, en el posconflicto, persiste la existencia de armas en las calles, de excombatientes, la militarización de la vida cotidiana, la supervivencia económica extrema y los altos niveles de letalidad (Cohn, 2013, p. 21). Todo ello, sin duda, no facilita la implantación de un régimen político y social de igualdad entre hombres y mujeres. Para autoras como Catherine MacKinnon, ese continuum nos habla de “la guerra diaria que sufren las mujeres” (2006, p. 144), donde en realidad no hay tal paz, sino, en el mejor de los casos, lo que podríamos denominar un permanente estado interbellum.

Cynthia Cockburn sostiene la necesidad de analizar el funcionamiento del género como una relación de poder que crea distintas dinámicas de poder y, en ese sentido, esas dinámicas están presentes tanto en la guerra como en la paz:

[…] el género vincula la violencia en diferentes puntos en una escala que va desde lo personal a lo internacional, desde el hogar y los callejones hasta las maniobras de la columna de tanques y la salida del bombardero furtivo: palizas y violación conyugal, confinamiento, asesinatos por honor y mutilación genital en tiempos de paz; violación militar, secuestro, prostitución y tortura sexualizada en la guerra. (2004, p. 43).

El género —entendido como relaciones de poder— constituye ese hilo conductor en el cual transcurre la violencia. Esta tesis, muy seguida en los análisis de la teoría feminista (MacKinnon, 2014 y 2006; Cockburn, 2004; y Davies y True, 2015), ofrece la ventaja de comprender la violencia como un proceso, y por lo tanto, permite establecer indicadores previos de “alerta temprana”, dada la continuidad de la violencia22.

Por otro lado, el continuum de la violencia también sustenta la idea de que en la guerra (igual que en la paz) la esfera pública y la privada no son vistas como mundos separados, sino como áreas de influencia entrecruzadas, donde, muy especialmente, lo personal se muestra como violento. En este último aspecto, es significativamente relevante el análisis de Rita Segato sobre la territorialización de los cuerpos en las nuevas guerras. Los cuerpos son ahora los nuevos territorios que conquistar mediante la violación, la tortura, el desplazamiento o la muerte. Bajo esta concepción se produce una especial significación territorial de la corporalidad femenina (Segato, 2018b).

El continuum entre la guerra y la paz efectivamente pone el acento en la causa sustentadora común de las violencias contra las mujeres: el dominio, en términos de una política sexual, como hemos visto. No obstante, tanto las manifestaciones de esa violencia —en toda su diversidad— como el propósito concreto presentan variaciones que no podemos dejar de atender. De esta manera, nos encontramos con violaciones genocidas con un propósito instrumental claro, pero también con violaciones oportunistas más próximas a la violencia sexual en tiempos de paz. Por otra parte, si bien se subraya que, en muchas ocasiones, la violencia sexual en las guerras se presenta como una violencia colectiva, perpetrada como gang rape; no es menos cierto que también, en escenarios de paz, hay un aumento de las violaciones colectivas, cometidas por “manadas”23. Podríamos incluso decir que hay una cierta “contaminación” de las características de la violencia sexual en guerras con “un aumento de la crueldad” (Segato, 2018a), en la violencia sexual cometida en escenarios pacíficos24. Es ese espacio “entre” la guerra y la paz, como espacio intersticial, donde podemos observar cómo confluyen dinámicas de género muy similares que conllevan el dominio violento del cuerpo de las mujeres.

Sin embargo, si bien la tesis del continuum de la violencia explica su sustrato común, también requiere matices, tal y como señalan algunas autoras. En este sentido, resulta imprescindible acudir a los testimonios de las víctimas y analizar qué supone para ellas la violencia, pues el impacto sobre la vida de las mujeres puede diferenciarse:

Lo que la teoría reconstruye conceptualmente como un continuo puede no corresponder a las impactantes y traumáticas experiencias de violencia de las víctimas en los conflictos y en situaciones de represión. Ésta es la experiencia contrastada de muchas víctimas de violaciones masivas, esclavitud sexual o mutilación sexual, incluso cuando las vidas ordinarias de estas mujeres incorporaban componentes significativos de duro control masculino, crueldad física, coerción, agresión sexual y silenciamiento. (Walker, 2009, p. 29).

En definitiva, se trata de atender la experiencia de las víctimas como una de “discontinuidad” catastrófica en sus vidas (Walker, 2009, p. 29). Esto es especialmente relevante a la hora de implementar un sistema de reparaciones. El continuo de la violencia, en este sentido y con estos matices, nos resulta muy útil a la hora de analizar las distintas violencias cruzadas (sexuales, económicas, culturales), tanto en la guerra como en la paz, y a la hora de pensar qué conexiones se producen en los procesos que van de la paz a la guerra y viceversa al posconflicto en términos de género. Con esto, se desecha la ecuación de la paz como sinónimo de no violencia contra las mujeres, por un lado, y de guerras o conflictos como los escenarios donde tienen lugar las violencias contra las mujeres, por otro.

Como examinamos en estas páginas, el género, las relaciones de género y su violencia incorporada para mantener el control sobre las mujeres, recorre tanto la esfera privada como la esfera pública, los escenarios de paz y los de guerra. Las desigualdades de género, en este sentido, atraviesan nuestras sociedades, mostrándonos continuidades en las distintas violencias que nos interpelan acerca de nuestras actitudes, valores y estereotipos que posibilitan y legitiman severos daños contra las mujeres. En definitiva, sacar a la luz estas violencias supone también cuestionar el alcance tanto de la paz, de las democracias, como de los conflictos o posconflictos en términos de repensar las estructuras políticas sobre las cuales se asientan nuestras sociedades.

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1 Caso Fiscal v. Kunarac, Kovac, Vukovic. Los hechos ocurrieron entre 1992 y 1993 en la región de Foca, al este de Bosnia. Los acusados, miembros de las fuerzas serbobosnias, fueron condenados por violaciones sistemáticas, torturas y esclavitud sistemática de mujeres y niñas musulmanas, llevadas a cabo en campos de violación como parte de una estrategia de guerra de aniquilación de los musulmanes bosnios. La sentencia se considera histórica pues reconoció por primera vez la violación como un crimen contra la humanidad y la Convención de Ginebra. Véase el caso en: https://www.icty.org/en/case/kunarac.

2 Así, por ejemplo, Ruth Gavison señala tres elementos que componen la privacidad y que no son extensivos a toda la esfera privada: el anonimato, la soledad y el secreto (Gavison, 1980).

3 No olvidemos, en este sentido, que del término griego oikos —hogar— deriva la palabra “economía”.

4 Una variante actual desde la reinterpretación de la teoría feminista contemporánea es la idea de “autonomía relacional”, defendida por autoras como Jennifer Nedelsky o Catriona Mackenzie.

5 Véase, en este sentido, el trabajo de Dora Elvira García-González en este libro, donde analiza la obra de Galtung desde esta perspectiva.

6 Como señala María Camila Correa Flórez, uno de los mitos más extendidos, que permea el derecho penal de un gran número de países, es el “mito de la violación real”, esto es, la definición de “violación” como un acto realizado por un agresor desconocido, armado, que ejerce violencia y la mujer resulta lesionada físicamente por la oposición de resistencia ante el ataque (Correa, 2021).

7 En el mismo sentido, véanse también: la Convención interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (Convención Belém do Pará) 1994 y, en el contexto europeo, el Convenio de Estambul (2011).

8 Concretamente, uno de los puntos de la sentencia, se titulaba “Alegados estereotipos proyectados por los funcionarios hacia los familiares de las víctimas”.

9 Incluso, esta simbología de remasculinización del espacio público también opera en situaciones en las que no hay un conflicto armado declarado como, por ejemplo, puede observarse en las imágenes de Putin con el torso descubierto cazando osos o montando a caballo. Imágenes que se reproducen en souvenirs rusos para consumo interno (Ryabova y Ryabov, 2011).

10 El término surgió, en la década de los 70, en el seno del movimiento feminista y el activismo contra la violación. Recordemos en este punto que, en 1975, se publicó la primera gran obra dedicada exclusivamente a la violación como una cuestión política: Against our Will: Men, Women and Rape, de Susan Brownmiller.

11 A este “rapto”, se unen otros en la mitología grecolatina —el rapto de Proserpina, el rapto de las hijas de Leucipo— todos ellos reproducidos siglos después en la pintura clásica de pintores como Rubens, la cual ofrece una visión estetizante y normalizadora de la violación. Un relato de ello puede encontrase en https://elpais.com/elpais/2017/04/24/mujeres/1493048334_513144.html.

12 La Malinche era una mujer originaria de la región de Veracruz. Junto con otras veinte mujeres fue entregada como esclava a Hernán Cortés. Puesto que era una mujer educada, sirvió como intérprete a Cortés y representó un importante rol en la conquista.

13 Para un completo análisis de la posición teórica de Rita Segato cuando describe las “nuevas guerras”, véase el trabajo de Virginia Maquieira D’Angelo en este libro.

14 Véase, en este sentido, el capítulo de Gloria María Gallego García y de Marda Zuluaga Aristizábal en este libro sobre las violaciones oportunistas en el conflicto colombiano. Son violaciones que suelen estar presentes en todos los escenarios de conflictos y que pueden ser perpetradas individual o colectivamente.

15 Esto último se relata en el libro anónimo Una mujer en Berlín (2005).

16 “El coito no se realiza en el vacío; aunque parece constituir en sí una actividad biológica y física, se halla tan firmemente arraigado en la amplia esfera de las relaciones humanas que se convierte en un microcosmos representativo de las actitudes y valores aprobados por la cultura” (Millet, 1995, p. 67).

17 La Oficina de Violencia Sexual en Conflicto de las Naciones Unidas se creó en el año 2010 por mandato de la Resolución 1888 del 2009 de las Naciones Unidas. Desde 2017, la Representante especial es Pramila Patten. Véase: https://www.un.org/sexualviolenceinconflict/.

18 “En el contexto de la migración en masa, la violencia sexual siguió siendo un ‘factor de expulsión’ del desplazamiento forzado en Colombia, Iraq, la República Árabe Siria y el Cuerno de África” (S/2018/250, p. 6).

19 En las viejas guerras, la financiación se daba por la vía de los impuestos estatales.

20 Así, por ejemplo, Boesten distingue tres categorías de regímenes de violación en la guerra peruana: la violación como arma de guerra, la violación como consumo (como un acto sexual deseable y deseado por parte del perpetrador) y la violencia sexual invisible (una supuesta “aceptación” de la mujer de la relación sexual como estrategia de supervivencia) (2010, pp. 77-87).

21 Así, por ejemplo, MacKinnon utiliza una analogía entre el antisemitismo y la violencia de género para explicar esta última en los términos comentados: “las violaciones genocidas son a las violaciones diarias (en tiempos de paz), lo que para el Holocausto fue el antisemitismo diario” (2006, p. 161).

22 Véase: http://cu-csds.org/wp-content/uploads/2009/10/unwomen2012vdk.pdf.

23 Me refiero aquí a un famoso caso judicial de violación grupal en España que tuvo lugar en Pamplona en el 2016 durante las fiestas de San Fermín. Los agresores se autodenominaban “La manada”. El juicio movilizó en las calles las protestas de las mujeres por todo el país.

24 Como los medios de comunicación exponen, no dejan de cometerse crímenes sexuales extremadamente crueles que incluyen tortura, mutilaciones y otras atrocidades en distintos lugares del mundo: Argentina, Chile, India, México, entre otros.

Violencias de género: entre la guerra y la paz

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