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DIARIO DE UN NADAÍSTA

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4 a.m. Un alba roja. Llego a la casa completamente borracho. En el árbol, frente a la puerta que ostenta al respaldo la leyenda: “Al Demonio, no entres”, vomito. Esta casa es mi hogar.

7 a.m. ¡Esta vida no puede seguir así!

7 y media. Mi madre me habla de la hora de la muerte. Me cuenta una pesadilla: yo estaba tendido en una mesa de cirugía. Me cortaban con un hacha de carnicero los dedos de las manos y de los pies, uno a uno. Me río a carcajadas. Mi madre se enfurece con mi cinismo y se va para una agencia funeraria donde negocia un ataúd de onda corta para mi edad. Mi madre pide ocho pesos de rebaja. El tipo acredita el cajón, la calidad de la madera, el terciopelo. Y se niega. Mi madre, ofendida, tira mi cadáver sonriente en un tarro de la basura.

8 y 17. Vomito en el retrete las flores de astromelio que comí anoche en el parque Bolívar, las que nacen al propio pie del libertador de América. Convierto el retrete en un florero.

Las 9. Me tiendo en el baño y abro la ducha. Me ahogo. El agua tibia me adormece. Pienso que algún día me suicidaré. Yo no soy poeta, no bebo ajenjo, ni me inyecto morfina. Yo soy el emperador de Roma.

9 y 15. Así las cosas, una rata de color blanco me roe el estómago en un sitio muy sensible entre el pubis y el ombligo. Como veo que no es una mujer, la tomo de la cola húmeda y peluda y la balanceo. Me mira con sus ojos azules de estrella de cine. ¿Serán los de Brigitte Bardot? He visto esos ojos en alguna parte. Recuerdo… Ah… son los ojos de mi madre.

La rata chilla. Patalea. Yo le digo: “Mi bichito, mi chiquita, mi amante…”. Y la arrojo en el retrete. Suelto el agua. La rata se ahoga. Luego desaparece en la alcantarilla. Una vez más, saca la cabeza, y sus bellos ojos azules son rojos ahora. Finalmente desaparece. Vuelvo a vomitar.

Las 10. No pasa nada.

Las 11. —Mamá, tráigame la excomunión.

—¿La excomunión?

—Sí, porque me quiero morir. Todo está listo para la hora de mi muerte.

—Será la extremaunción –dice mi madre.

—Bueno, lo que sea.

Las doce. Juliette Greco canta para mí. Tiene una linda voz erótica y cabellos largos. Me estremezco. Ahora me sonríe… ¡Retírate prostituta!

Las 12 y pico. Llamo a Sofía la sirvienta y le pido un número de cinco cifras. Ella dice:

—El cinco.

—¿Tú no sabes aritmética?

—No señor, yo soy aquí la sirvienta.

—Gracias, Sofía.

Yo mismo marco un número al azar en el teléfono, desordenadamente. Una voz dice al otro lado: “¿Aló…?”. Y yo digo: “¿Aló?”.

—¿Quién habla?

—El Diablo.

—¿Y qué quiere?

—Regalarle un collar.

—¿Usted está loco, señor?

—No me llame señor, habla con el enemigo malo.

La mujer cuelga el teléfono y éste suena bip. bip. bip.

Yo existo, porquería.

Alguna hora. Sueño. Veo un rostro desconocido, pero bello. Me escupe. La mujer se enfurece porque no despierto. Me pongo a tocar un piano de la Edad Media. Es tan dulce la melodía que me hace reír. Me descalzo. Salto sobre una pista de baile llena de clavos. Es un jazz de Duke Ellington. Los clavos me traspasan las uñas y la carne. Grito de alegría.

Las 2. Despierto. Veo sangre por todas partes, por todas partes veo sangre.

Pido el aspirador eléctrico con que barren el piso, y la empaco en latas de manteca. Lleno 16 galones. Llamo a Sofía y le digo que me prepare el desayuno y que haga el huevo en esa manteca-sangre para que sepa a cadáver empollado.

—Kikirikííí…

—Señor Gonzalo –dice Sofía–, canta usted como un gallito de pelea.

—Yo soy un pelele, Sofía.

Las 3. Yo inventé el sueño restaurador de la energía nuclear. Hay quien tiene la absurda creencia de que soy un sabio atómico. Yo tengo pruebas irrefutables para sostenerle al mundo que ésa es una abyecta mentira.

Las 4. Me calzo los pies ensangrentados con ruedas de helicóptero. Subo al tejado volando para recibir la brisa de la tarde. Le coqueteo a un gallinazo para que venga a hacerme compañía. El gallinazo se posa sobre mis piernas huesudas y me roe brutalmente. Trato de disuadirlo de que me picotee, pero no obedece. Entonces le tuerzo el pescuezo y empieza a vomitar sangre. Me cubro el estómago del asesinato. ¿Estará tuberculoso? Cuando se desgonza y estira las patas se lo arrojo a las palomas. Hormigas de gran tamaño mecánico con alas en las que se lee “USA” acuden al banquete. Lloro desconsoladamente y me golpeo la cabeza con una teja de barro. La teja se destroza contra el occipital. Mi cabeza es genialmente sólida. ¡Soy feliz!

Un fuerte sol evapora las partículas sobrantes del gallinazo, y reintegra su esencia a la materia indestructible del mundo.

Las 5. Cae el crepúsculo.

—Baja de una vez –dice mi madre–. La rata te solicita del otro lado de la alcantarilla.

—Dígale que no tengo tiempo de atenderla.

—Dice que es urgente, de vida o muerte.

—La rata debe querer un trago de ron doble, dáselo…

—No hay ron.

—Entonces, querida mamá, dale un garrotazo…

Necesito un espejo para jugar con los últimos rayos de sol.

—Mamá, tráeme el espejo.

—El espejo se quebró.

—Entonces, sácate el ojo de vidrio, esta noche te lo devuelvo.

—Haré el sacrificio, si tú me lo pides. Pero dime, ¿qué hago con un solo ojo? —Me verás medio loco…

Las seis en punto. El amor no existe.

Las seis y 20. Luz Marina Zuluaga es la reina del Universo. Pregunta inquietante: ¿cómo sería yo casado con una reina de belleza?

Las 8 de la noche. Algo me rasca en la cabeza. Me acaricio. Puede ser una idea genial. La acaricio con ternura para que no se me escape. La tengo entre mis dedos. ¡Ya está! Dios mío, es un piojo. Lo volteo. Patalea en el centro de mi mano.

Tiene 14 pares de patas inmensas.

Le arrojo bocanadas de humo para emborracharlo. El piojo se pone a cantar el Himno Nacional de Colombia. Luego canta la Marsellesa en un impecable francés de la época de Rousseau. Y finalmente canta la Internacional. Grita como un líder obrero: “Viva Stalin, abajo Trotsky el traidor”. Como yo admiro a Trotsky, le ordeno al piojo que se suicide. El insecto me pide perdón, pero mi madre dice: “No lo perdones, es un inmundo bolchevique”.

—Mamá, ¿qué dices, le perdonamos?

—Si abdica del comunismo.

El piojo grita:

—Viva el Nadaísmo. ¡Viva Gonzaloarango!.

Mi madre dice:

—Que se suicide, ese piojo no tiene salvación.

La media noche. Me bajo del tejado por una escalera. Hay una linda luna llena. Me visto. Salgo a la calle. En la primera esquina me asalta este pensamiento tranquilizador: Hoy no hice nada.

Obra negra

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