Читать книгу Memoria histórica, geográfica, política y éconómica: La provincia de Misiones de indios guaranís - Gonzalo de Doblas - Страница 3

Primera parte

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Índice

Descripción del país, de sus habitantes y producciones.

Esta provincia de Misiones está situada entre los 26º y 30º de latitud meridional, y entre los 319º y 323º de longitud, contados desde la isla de Ferro. Se compone de treinta pueblos de indios, de la nación Guaraní, comúnmente llamados Tapes; su número en todos los pueblos ascendía el año de 1717 a 121.168 almas, en treinta y una reducciones que entonces había, según lo refiere el padre Juan Patricio Fernández, de la Compañía de Jesús, en su Relación histórica de los Chiquitos. El año de 1744 se contaban en los treinta pueblos que hay al presente 84.606 almas, según se hallan numeradas en un mapa de esta provincia impreso en Viena. Al tiempo del extrañamiento de los Jesuitas, curas de estos pueblos, se hallaron más de 100.000 almas; y al presente pueden computarse, los que existen numerados, en 60.000 almas, y en más de 8 o 10.000 los que no están empadronados, porque andan fugitivos de sus propios pueblos, dispersos en la misma provincia, y fuera de ella, en las jurisdicciones del Paraguay, Corrientes, Santa Fe, Buenos Aires, Montevideo, Arroyo de la China, Gualeguay y otras partes. El temperamento es benigno y saludable, y aunque se distinguen las estaciones de invierno y estío, ni uno ni otro son rigorosos, sucediendo en esta provincia lo que es común a la de Buenos Aires y del Paraguay, de experimentarse muchos días de calor en el rigor del invierno, y otros fríos en el verano. Es el aire más húmedo que seco, a causa de los muchos bosques y ríos, y en los pueblos inmediatos a ellos se experimentan en el invierno frecuentes neblinas, que duran hasta las 10 del día. Son frecuentes los huracanes, y mucho más las tormentas de truenos, en que caen algunas centellas, y no se experimentan terremotos. La tierra es regularmente doblada, no se encuentran cerros de mucha elevación, ni llanuras dilatadas; tampoco hay serranías, y las que principian entre el Paraná y Uruguay, cerca de los pueblos de San José y Santa Ana, pasando por el de los Mártires, y siguiendo hacia el este, por el del Corpus y el de San Xavier, son de poca elevación, y todas ellas están cubiertas de bosques inaccesibles por su espesura. En lo restante de la provincia hay muchas isletas de árboles, unas en las cumbres de los cerrillos y otras en los terrenos más bajos y orillas de los arroyos y ríos, dejando lo demás de la tierra enteramente limpio; de modo que donde hay árboles es tanta la espesura desde su orilla, y tan cubiertos de maleza, que es muy dificultoso el entrar a ellos, y en los terrenos descubiertos apenas se ve un árbol. En estos bosques, así en los que se hallan en las alturas como en los valles o quebradas, se encuentran muchas maderas de varias especies, a propósito para construcción de embarcaciones, fábricas de casas y muebles; algunas bastante preciosas, que para especificarlas todas se necesitaba una prolija relación que omito, porque hasta con que usted sepa que en maderas y frutas silvestres son estos montes unos mismos con la provincia del Paraguay. No obstante, si usted necesita la noticia extensiva de todas ellas, con su aviso la formaré y se la remitiré.

Toda la provincia la atraviesan los dos grandes ríos, Paraná y Uruguay, acercándose entre sí desde Corpus a Candelaria el Paraná, y desde San Xavier hasta cerca de Apóstoles el Uruguay, de modo que entre uno y otro apenas mediará de 15 a 18 leguas comunes. En ellos desaguan muchos riachuelos y arroyos, que dentro de la misma provincia tienen su origen y que son a propósito para fomentar la agricultura con el beneficio de los regados; así estos arroyos, como las muchas fuentes que hay en todas partes, deben su origen a algún pantano grande o chico, según el caudal del manantial de que se forma.

La calidad de la tierra es gredosa, mezclada con cieno o tierra hortense, con mucho esmeril y alguna arena; su color es rojo casi como la almagra, y sólo en algunos bajíos se halla tierra negra, que al parecer es compuesta de los residuos de los vegetales que por la humedad de los sitios crecen y se multiplican allí más que en otras partes. Es asimismo muy pedregosa y generalmente fértil, principalmente en las faldas de los cerros cerca de los montes y en los rozados; y sin embargo de lo poco que los naturales cultivan la tierra para sembrarla, recogen abundantes cosechas, particularmente de toda especie de legumbres. El trigo, aunque no rinde tanto como en Buenos Aires, con todo se recogen buenas cosechas, siendo lo regular dar diez por una. El arroz se cría bien, y viene con abundancia, el maíz lo mismo, y todo cuanto se siembra produce bien. Lo mismo sucede con los demás frutos comerciables. Los árboles de la yerba nombrada del Paraguay, se crían muy bien en los mismos pueblos, y todos tienen inmediatos a ellos algunos yerbales que han plantado y cultivan, de los que benefician todos los años para su gasto, y remitir a Buenos Aires. A estos naturales les es mucho más fácil y cómodo que a los vecinos del Paraguay el extraer de los yerbales silvestres grandes porciones de yerba, porque, además de estar no muy lejos los montes, tienen la comodidad de traerla por los ríos. El algodón se cría bien y produce con abundancia; la caña de azúcar, aunque no con tanta generalidad como en el Paraguay, en algunos pueblos se cosecha mejor que en aquella provincia. El cacao es sin comparación de mejor calidad el que se beneficia en estos pueblos que en el Paraguay. El añil se cría muy frondoso, aunque hasta ahora no se sabe su calidad, porque falta quien lo beneficie. Las batatas y mandiocas son el principal renglón para el alimento de estos naturales; y, en fin, cuantas simientes se arrojan a la tierra producen con abundancia; de modo que, si hubiera estímulo que obligara a los hombres a aplicarse a la agricultura, no faltarían en todo el año en las huertas cuantas verduras se recogen en las de los otros países en las varias estaciones del año. Lo mismo digo de las frutas, todos los frutales se crían y fructifican bien, particularmente los naranjos y limones, que crecen hasta llegar a una corpulencia desmedida. Las vides se crían bien, y dan muy buena uva, y en otros tiempos se ha hecho algún vino en los pueblos que lo han intentado; particularmente en el pueblo de la Cruz, en donde consta se hacía bastante y muy bueno en tiempo de los ex-jesuitas. Los ganados de todas especies se conservan y multiplican muy bien; y, en fin, por cuantos lados se miren estos terrenos se encontrarán los más fértiles y de mejores proporciones para formar una provincia la más comerciante; y, por consiguiente, si no la más rica, a lo menos la más cómoda de todo este virreinato.

Inmediato al Paraná, en una y otra banda, cerca de los pueblos de Candelaria y Santa Ana, hay minas de exquisito cobre; pero, aunque se trabajaron después de la expulsión, fueron abandonadas, porque no alcanzaban las utilidades a sufragar los costos; y aunque se asegura que las hay de azogue y de otros metales, hasta ahora no he visto prueba que me convenza de su existencia. También hay en muchos parajes minas de cristal de roca muy superior; éste se cría en el corazón de pedernales huecos de varios tamaños, y que en mi concepto crecen. Allí están embutidas las piedras por toda la circunferencia interior como los granos de una granada, pero dejando hueco en el centro, hacia donde todas terminan en punta con varias superficies, tan iguales que parece que con arte han sido colocadas y labradas. Algunas de estas piedras son moradas, tan diáfanas y duras que no me queda duda son amatistas finas; y es de creer que, si en los parajes donde se hallan en la superficie de la tierra se buscasen en su interior, tal vez se encontrarían algunas de valor.

En toda la provincia hay canteras de piedra para edificios, muy dóciles de labrar y de mucha consistencia para permanecer. De estas canteras sacaron los ex-jesuitas algunas columnas de cuatro y aún más varas de largo, muy sólidas y de superficie muy igual; en algunas son las piedras de la propiedad de las pizarras, compuestas de varias vetas que se desunen con mucha facilidad, formándose lozas de superficie tan igual que no es menester labrarlas. En el pórtico de la iglesia de San Ignacio Miní hay tres de estas losas, que la mayor tiene más de quince pies de largo y diez de ancho, y las otras dos son poco menores. Otra especie de piedra hay muy tosca, pero facilísima de labrar, y según su peso y algunas señales de ella parece vena de fierro, y es la que más comúnmente se emplea en las paredes de los edificios.

Las yerbas medicinales que se encuentran son muchas; los indios las usan en sus enfermedades, dándoles nombres propios en su idioma, pero el beneficio de su conocimiento no se podrá lograr con utilidad entretanto no se destine un inteligente que descubra sus virtudes y determine sus usos.

De los renglones más necesarios a la conservación y comodidad de los hombres sólo faltan dos en esta provincia, que son la sal y la cal; del primero es preciso abastecerse de Buenos Aires o del Paraguay, y el segundo se suple, para blanquear las iglesias y habitaciones, con caracoles grandes calcinados, que los hay en los campos con mucha abundancia, y de ellos se hace exquisita cal, pero ésta sólo alcanza para blanquear y no más.

En esta provincia son muy pocos los insectos que incomodan a los hombres. Las pulgas, chinches y piojos son raros. Mosquitos apenas se ve alguno dentro de las habitaciones, aunque en el campo los hay de varias especies que incomodan a los animales y a los hombres. La única molestia que hay en los pueblos es la de los que llaman piques, que son unos insectos que se introducen por el cutis en los pies, allí toman incremento y multiplican su especie prodigiosamente; pero, además de la facilidad de extraerlos, en teniendo un poco de aseo en las habitaciones se pasan muchos meses sin experimentar esta molestia.

Hay también víboras de muchas especies, y algunas de mortal veneno, pero no son tantas como se dice, y en los poblados raras veces se ve alguna.

En los montes y campos se crían tigres, leopardos, zorras, antas y avestruces, pero por lo regular no molestan a los hombres. Hay asimismo muchas aves particulares, como son loros, que los hay de muchas especies, guacamayos, cuervos blancos y tucanes; estos últimos son del tamaño de una paloma, y su pico tiene de largo una sesma de vara, y dos pulgadas y media de grueso; es también muy abundante de palomas torcazas, tórtolas, patos grandes y chicos, y muchos pájaros pequeños comestibles.

El clima es tan saludable que apenas se encuentra otro que lo sea más, aun para los forasteros; sólo los que se entregan al vicio de la incontinencia experimentan los estragos del mal venéreo de que los naturales están bastante tocados, aunque en ellos no se experimentan los fuertes efectos que en los españoles; y aunque en algunas estaciones del año, particularmente en el otoño, se experimentan fiebres intermitentes, que aquí llaman chuccho, son de tan poca malicia que si alguno muere es por falta de asistencia. Sólo las viruelas y el sarampión son los que causan estragos horrorosos; bien es que éstos provienen en parte de que, pasándose muchos años sin experimentarse estas epidemias, cuando acometen, como son pocos los que viven que las hayan tenido, y se extiende prontamente el contagio, no se halla quien asista a los enfermos, porque todos huyen de que se les comuniquen, con que no es mucho que mueran casi todos, siendo maravilla el que escape alguno a esfuerzos de la naturaleza. Yo me compadezco mucho de la miseria que padecen en sus enfermedades; y aunque he procurado proporcionarles los auxilios que me han parecido oportunos para su alivio en todas sus dolencias, no lo he podido conseguir como lo he deseado, porque cuanto se destina para los enfermos lo consumen los mismos por cuya mano se le suministra, sin que hayan bastado cuantas providencias y arbitrios he imaginado para evitarlo.

En toda esta provincia no he visto ni tengo noticia haya ningún loco ni demente; son raros los paralíticos y defectuosos y no se experimentan muchas enfermedades crónicas.

Esta provincia se compone de pueblos, todos ellos tan semejantes los unos a los otros que visto uno están vistos los demás; y aunque usted los tiene observados, le mando el plano del de Candelaria y el de Concepción, para que pueda satisfacer la curiosidad de otros. Sus casas son de teja, a excepción de los de San Cosme y Jesús, que la mayor parte son de paja. La figura de los edificios o casas de los indios es la de un galpón de 50 a 60 varas de largo y 10 de ancho, inclusos los corredores que tienen en contorno; son muy bajas, y cada galpón se divide en 8 o 10 divisiones. Las iglesias son bastante suntuosas y grandes, pero de irregular arquitectura y poca duración, por lo corruptible de sus materiales que son de madera. Los ornamentos, vasos sagrados, alhajas de plata y oro de que son servidas, son tantas, y en algunas tan preciosas, que pueden competir con las mejores catedrales de América. Las casas principales, llamadas comúnmente colegios, son muy capaces y cómodas, regularmente situadas en parajes de deliciosa vista.

Son estos naturales de regular estatura y disposición; su color es moreno algo pálido, particularmente las mujeres, las que, sin embargo de andar todas descalzas y casi desnudas, y estar ordinariamente ocupadas desde niñas en los trabajos de agricultura, como son carpidos y otros, se admira lo pequeño y bien formado de sus pies y manos, y buena disposición de sus cuerpos. Son todos de regular habilidad y comprensión en cuanto se les aplica; comprenden más por la vista que por el oído; cualesquiera cosa que se les pone por delante, la imitan con bastante perfección; pero, por más que se les explique lo que no ven, no aciertan con ello. Son tan humildes y obedientes, particularmente a los españoles, y a los que reconocen superiores, que obedecen ciegamente y sin examen cuanto se les manda. Son tenidos comúnmente por perezosos, fundándose en que es preciso compelerlos con rigor al trabajo, no tan sólo para lo que es de comunidad, sino también para lo que es propio de ellos. También son tenidos por ladrones diestros, y, en efecto, el menos notado de este vicio es el que no busca la ocasión, porque al que se le presenta no la pierde.

Es grande la inclinación que tienen estos indios a saber, de modo que siempre que se les proporciona ocasión de instruirse la aprovechan. Todo aquello que ven ejecutar a los españoles procuran imitarlo, y ponen atentos oídos cuando en su idioma se los refieren algunos puntos de historia, o se les hace relación de algunas particularidades de Europa, refiriéndolas ellos entre sí con gusto y admiración. Pero la lástima es que tienen cerradas las puertas a toda instrucción; ellos no entienden nuestro idioma, y en el suyo no hay quien les dé noticia de nada, sino únicamente de las cosas más precisas de la religión; no tienen libros en que aprender, ni objetos que mirar, con que es preciso que su imaginativa esté perpetuamente en inacción, y por consiguiente vivan envueltos en las tinieblas de la ignorancia.

Asimismo es grande en ellos la inclinación a tratar y contratar continuamente, cambiar unas cosas por otras; pero, como no tienen conocimiento del verdadero valor de ellas, por casualidad se verifica un trato con igualdad, y sucede muy frecuente el engañarlos algunos españoles de pocas obligaciones que clandestinamente tratan con ellos, sin que el gobierno ni los administradores puedan remediarlo; porque, aunque muchas veces se les hace ver el engaño que han padecido, no hay forma de persuadirlos a que no compren ni vendan por sí solos, teniendo por mengua el que los consideren incapaces de comprar y vender. Pero algunos, que en esta parte se han aventajado a los demás, no es fácil el que los engañen, pues saben muy bien darle la estimación a las cosas que poseen.

Todos ellos son inclinados a mandar y anhelar por cualesquiera empleo y ocupación por despreciable que sea; y procuran desempeñarlo el tiempo que les dura, y manifiestan mucho sentimiento cuando, fuera de tiempo y por algún motivo que hayan dado, se les priva del empleo, teniéndolo por mengua y deshonor; sienten asimismo las palabras injuriosas, y el estar en desgracia del que los manda, de modo que, en cometiendo alguna falta, aunque sean los muchachos, desean que luego los azoten, y no los maltraten de palabras, para volver a la gracia de sus superiores. Es en ellos circunstancia apreciable para emplearlos la elocuencia y persuasiva, y tienen en poco al que le falta esta prerrogativa, aunque tenga otras recomendables; se precian mucho de vergonzosos y pundonorosos, pero por falta de educación y de ideas no saben usar rectamente de estas virtudes. En ellos no es deshonor el emplearse en oficios ruines, aun los que acaban de obtener los empleos más honoríficos, porque no conocen ni distinguen lo noble de lo uno, ni lo ruin de lo otro. Tampoco es deshonor el que los azoten cada día, bien es que, si esto lo fuera, muy raro sería el que no se considerara deshonrado. La incontinencia de las mujeres, así solteras como casadas, se mira con indiferencia; aun los mismos maridos paran poco la consideración en eso, y así se entregan las mujeres al apetito de los hombres, particularmente si son españoles o mandarines, con poca repugnancia y ciega obediencia, tal es la disposición de su ánimo a obedecer a todos los que consideran superiores. Son inclinados estos naturales, como todos los indios, a la embriaguez, pero no la practican, porque no tienen proporciones para ello, y porque se castiga al que se embriaga; si alguno cae en este vicio es por causa de algunos inconsiderados españoles, que por obsequiarlos les dan bebida. Son también muy amantes de la música, a cuyo ejercicio se aplican sin ser compelidos, y así en cada pueblo hay infinidad de músicos; los tambores y todo instrumento estrepitoso son muy de su gusto, y así les acompañan para todo. No hay faena a que no se destinen tres o cuatro tamboriles que estén tocando entre tanto los otros trabajan, y se conoce desmayo en ellos cuando no tocan al tiempo que faenan. Son muy sufridos en todos los trabajos; apenas se les oirá quejarse, ni aun cuando rigorosamente los azotan, ni cuando por algún descuido son heridos de algún gran golpe en los obrajes o faenas. Lo mismo sucede en sus enfermedades, por agudos e intensos que sean sus dolores, sólo se les conoce porque ellos lo dicen cuando se les pregunta, o porque a la naturaleza del mal son inseparables algunas señales de sentimiento; pero ellos los sufren con una constancia y serenidad que admira. Yo me dedico bastante a visitar los enfermos, y en estas visitas, y en las veces que acompaño al Santísimo Sacramento cuando se les da por viático, nunca he visto ni a un solo enfermo desasosegado; siempre fijos en la hamaca o catre sobre un cuero, que es regularmente su cama, parecen difuntos, según la quietud con que se mantienen; sólo se conoce están vivos por el movimiento de los ojos, o por lo que responden cuando se les pregunta; así permanecen hasta que mueren o sanan.

En sus casas se tratan con mucha indecencia y desaseo; regularmente andan desnudos los padres y las madres delante de los hijos e hijas, aun siendo adultos, y éstos lo mismo delante de sus padres; y no tan solamente los de una propia familia, sino también los de otras que viven dentro de una sola habitación, pues son inclinados a vivir muchos juntos. Esto parece lo hacen porque en ello encuentran alguna conveniencia, pues con un solo fogón guisan la comida, se calientan y alumbran, y aun juntan sus viandas y comen juntos; y como todo esto lo hacen dentro de la vivienda en que asisten, la tienen tan inmunda, negra, llena de humo y hediondez, que es repugnante entrar en ellas, y contribuye no poco a su desaseo y abatimiento.

Los indios tratan regularmente a sus mujeres, y las tienen como muy inferiores a ellos, y las obligan a todo género de trabajo, así en sus chacras en las labranzas y carpidos, como en sus casas en hilados y traer a ellas todo lo necesario para la comida y disponerla, excusándose ellos cuanto pueden del trabajo y cargándole a la mujer, a la que no pocas veces maltratan inhumanamente, pareciéndoles le es lícito y pueden hacerlo, y de esto es rara la vez que la mujer se queja, aun sabiendo que la justicia castiga severamente a los que así se portan.

Los padres de familia cuidan poco o nada de la educación de los hijos, ni de su alimento y vestuario, porque de todo ha de cuidar el común, quien a su placer los emplea donde y conforme les parece, desde que son capaces de hacer algo; tampoco anhelan por adquirir bienes que dejarles a sus hijos, ni tienen idea de lo que es herencia, ni aun de la propiedad actual de las cosas, porque la costumbre de dejarlas, y de verlas dejar de otros para ir a donde el común los destina, les hace mirarlas con indiferencia y abandonarlas sin sentimiento. Resisten con notable constancia el trabajo y la hambre, pasándose muchas veces todo el día trabajando, sin haberse desayunado y sin manifestar flaqueza; pero al mismo tiempo admira lo que comen cuando lo tienen. El vestido regular en las mujeres es una especie de saco de lienzo de algodón, a que llaman tipoy, sin mangas ni cuello, sino sólo unas puntadas por una de sus bocas con que lo acomodan al cuerpo; otras forman con lo mismo una camisa larga a manera de una alba que es algo más decente, aunque ya esto está bastante mejorado.

Son estos naturales muy amantes al Rey, y muy obedientes a todo cuanto se les manda en su real nombre; en los cabildos el común modo de explicarse y de persuadir a los otros a que hagan lo que deben es decirles que así lo manda Dios y el Rey. Cuando alguno viene a pedir alguna gracia o justicia, su introducción es: «Dios y el Rey os ha mandado para que nos amparéis como a pobres miserables que somos, y así en su real nombre os suplicamos, etc.». Y de este modo se explican en todos sus razonamientos, trayendo siempre juntos a Dios y al Rey.

Del mismo modo aman a los españoles, y viven persuadidos que cuanto bien poseen lo deben a ellos, pareciéndoles que si los desamparasen perecerían; y se maravillan de que dejemos nuestras casas, parientes y amigos sólo por venir (como ellos dicen) a cumplir la voluntad de Dios y del Rey en beneficio suyo.

Estos pueblos, desde su reducción, se han mantenido y mantienen en comunidad; y aunque este método de gobierno sería útil a los principios, después no ha servido, en mi concepto, sino a impedir los progresos de policía y civilidad, los que subsistirán del mismo modo, entre tanto no se mude de gobierno, dando entera libertad a los indios como dicta la misma naturaleza. Pero antes de tratar de esto será bueno el dar a usted una idea de lo que fue esta comunidad en tiempo de los Jesuitas que la establecieron, y lo que es al presente desde su expulsión, con las consecuencias precisas que se siguen de ella.

Como la vida de estos naturales, en su gentilidad, era el andar errantes por los montes en pequeñas familias o cacicazgos, alimentándose de frutas silvestres, miel de abejas, que las hay en los montes de muchas especies, de los animales que cazaban, y tal vez de algunas semillas que sembraban; fue preciso, para reducirlos a pueblos y educarlos en nuestra santa fe, el proporcionarles el sustento fuera de los montes en que antes lo encontraban. Para esto parece no se presentaba mejor método, atendiendo a su rudeza, que el que eligieron aquellos primeros doctrineros, que fue constituirse cada uno en su reducción como padre temporal de sus neófitos, persuadiéndolos y obligándolos a sembrar de común, recoger y guardar sus frutos, y distribuírselos con economía, de modo que no les faltase en todo el año; y así en todo lo demás que establecieron con el tiempo, y que uniformemente practicaban en todos estos pueblos.

Por algunos cuadernos que existen del tiempo de los expatriados, por la costumbre de los indios y por las noticias que con facilidad se adquieren, se sabe con toda certeza que el gobierno de estos pueblos, al tiempo de la expulsión, era el siguiente. En cada pueblo había un corregidor indio, un teniente de corregidor, dos alcaldes y algunos regidores, y otros individuos de cabildo, todos sujetos enteramente a la dirección y voluntad del cura. Así mismo, había una casa grande contigua a la iglesia, con muchas viviendas, oficinas y almacenes, a la que llamaban colegio, que servía de vivienda a los padres, de almacenar los frutos y efectos de sus manufacturas y de oficinas para todos los oficios que mantenían. Cada pueblo tenía su estancia o estancias, bien provistas de ganados de todas especies, todo al cargo del cura que administraba los bienes de comunidad.

A los indios en aquel tiempo no se les permitía propiedad en cosa alguna, pues, aunque a todos se les obligaba a tener chacras propias, y se les daba tiempo para que las cultivasen, éstas habían de ser del tamaño que el padre quería y en el paraje que él señalaba, y sus frutos los habían de consumir y gastar conforme a la voluntad del padre; y, en fin, en un todo habían de vivir sin libertad.

Cada semana señalaban los tres primeros días para que todos los indios trabajasen para la comunidad, en los trabajos que el padre disponía, y los tres restantes habían de ir a trabajar a sus chacras, lo que asimismo celaba el padre que lo cumplieran, castigando a los que faltaban a ello.

Para los tejedores y demás empleados en oficios o faenas, como asimismo para las viudas, huérfanos y viejos, sembraban una grande chacra, cultivándola como lo demás de comunidad, y sus frutos los repartían entre aquellos para quien se sembraba.

A las indias repartían regularmente diez y ocho onzas de algodón a la semana, en dos porciones y en distintos días, las que traían en los mismos, seis onzas de hilo en dos ovillos. En esto había alguna diferencia de unos pueblos a otros, como asimismo en la cantidad de algodón; pues, si el hilo había de ser para lienzo grueso, la tarea era como queda dicho, pero, si había de ser para mediano o delgado, era menor, proporcionado a la calidad del hilo. Y como los carpidos de los algodonales y de otros sembrados los habían de hacer las indias, cuando las ocupaban en estos trabajos no les daban tarea de algodón sino a las embarazadas, a las que estaban criando y a otras que tenían legítimo impedimento para salir al campo. Lo mismo hacían con los muchachos y muchachas, que corrían, hasta que se casaban, al cargo del padre, así en el alimento y vestido como en la educación y aplicación al trabajo.

Tenían en cada pueblo una casa en que recogían a las indias de mal vivir, a los enfermos habituales y viejos impedidos; allí los sustentaban y vestían, aplicando cada uno a lo que podían.

Cuidaban de los enfermos con aquella asistencia que las circunstancias permitían; la falta de médico la suplían con enfermeros, que llamaban curusuyás, que a lo más sabían sangrar y aplicar algunos remedios que el padre le decía eran buenos, o a ellos les parecía lo eran. Éstos tenían obligación de visitar a menudo los enfermos, cuidar que la comida, que el padre les hacía disponer, se les llevase y comiesen, y principalmente el avisar al cura cuando les parecía estaba alguno de peligro, para que le administrase los santos sacramentos, pues los de casa, por más inmediatos que fueran, se consideraban desobligados de esto.

Todos los frutos de comunidad se recogían y almacenaban en el colegio, de los cuales los que eran comerciables los despachaban fuera de la provincia, la mayor parte a Buenos Aires, y con su producto pagaban los tributos, diezmos, etc. El sobrante lo retornaban en efectos para el consumo de los pueblos, de los que mucha parte se invertía en adornos y alhajas de las iglesias, en algunos efectos comerciables, y una no pequeña parte en comprar vestidos costosísimos, que más servían de ridiculizar que de adorno en sus festividades.

Uno de los mayores cuidados de los curas, y tal vez el mayor, era el mantener una perfecta igualdad entre todos los indios, así en el traje como en la asistencia a los trabajos; de modo que el corregidor y corregidora habían de ser los primeros en concurrir al paraje en donde debían acudir todos, y así los demás de cabildo y sus mujeres. A ninguno permitían calzado, ni distinguirse en la ropa, ni modo de traerla, todos habían de ser iguales, y sólo se distinguía el cabildo en las varas y bastones, y los días de fiesta o de función en los vestidos que la comunidad tenía guardados para aquellas ocasiones. Los caciques eran regularmente los más miserables; raro es de los de aquel tiempo el que sabe leer; y no los ocupaban en empleo alguno, o, si lo hacían, era con alguno muy raro. Así, se conoció al tiempo de la expulsión que en los treinta pueblos sólo había tres o cuatro caciques corregidores; sin duda recelaban que, juntándose a la veneración que los indios tienen a sus caciques, la que les correspondía por el empleo, quisieran tener más autoridad que la que en aquel tiempo convenía.

Cada semana daban, dos o tres días, ración de carne, o conforme el pueblo podía, y en los demás les daban menestras o carne en las faenas, particularmente a los muchachos y muchachas, a quienes siempre les daban cocida la comida; y en los años estériles, en que no recogían lo preciso en sus chacras, les repartían de la comunidad lo necesario para que no padeciesen; y lo mismo hacían con el vestuario, al que ocurrían conforme la necesidad pedía.

Ya usted ve, amigo mío, que éste era un régimen excelente practicado con pupilos, o por un padre con sus hijos entretanto están bajo la patria potestad, pero no para formar pueblos con ánimo de que sus habitadores adelantaran en cultura y policía, según ha sido en todos tiempos la voluntad del Rey. Así se practicaba, y las consecuencias fueron las mismas que se debían esperar. No podía ocultársele esto a sus curas, ni al cuerpo de la religión que los gobernaba, pero sus fines particulares tenían el primer lugar en todo lo que ejecutaban, y así preferían este método, separando por medio de él a los indios de todo lo que pudiera sacarlos de su ignorancia y abatimiento.

Con este régimen, y la economía jesuítica, no es de admirar que, en más de ciento y cincuenta años que hace están fundados estos pueblos, acopiasen los fondos que tenían al tiempo de su extrañamiento, así en las iglesias como en lo que se llama fondo de comunidad. Yo por mi parte no me admiro de lo que había, atendiendo a lo fértil de esta provincia y la mucha subordinación de los indios, que, con tenerles negado absolutamente el trato con los españoles, no conocían otra autoridad que la de los jesuitas, y así hacían cuanto querían de ellos.

Ya que he manifestado a usted del mejor modo que he podido lo que fueron estos indios en tiempo de sus antiguos curas, diré a usted lo que han sido y son hasta el presente, en el nuevo gobierno.

Después que fueron expulsados los Jesuitas, curas a cuyo cargo corrían estos pueblos tanto en lo espiritual como en lo temporal, se estableció en ellos el método de gobierno que aún subsiste, bajo las reglas y ordenanzas que formó el excelentísimo señor don Francisco Bucareli, Gobernador y Capitán General de Buenos Aires, las que, después de algunas mutaciones, vinieron a fijarse en los términos siguientes:

Se estableció un gobernador con jurisdicción sobre los treinta pueblos, equiparada a la que tienen por las leyes los corregidores y alcaldes mayores de pueblos de indios, pero subordinado al gobierno de Buenos Aires. Al mismo tiempo se establecieron tres tenientazgos subordinados al gobernador, pero con la misma jurisdicción los tenientes en sus respectivos departamentos, haciéndoles responsables, así al gobernador como a los tenientes, de las resultas de la parte que a cada uno se le encargaba, según se expresa en las citadas ordenanzas.

Para cada pueblo se nombró un Administrador español que manejase sus bienes, cuidase de sus aumentos, dirigiese a los naturales, así en sus faenas como en el giro y distribución que debe darse a los bienes de comunidad, teniendo obligación de dar cuenta de todo cuanto se le pidiere, con otros varios cargos que constan de las ordenanzas y órdenes expedidas posteriormente, a los que les señaló de sueldo 300 pesos al año y la manutención.

Asimismo se pusieron en cada pueblo dos religiosos con título de cura y compañero, para que cuidasen de la dirección de las almas y del culto divino, prohibiéndoles toda mezcla en los asuntos temporales, señalándole al cura 300 pesos de sínodo, y al compañero 250 pesos, y que a uno y otro les suministrase el pueblo el alimento. Esta asignación se les rebajó a ambos religiosos, señalando a cada uno 200 pesos por real cédula de 5 de octubre de 1778.

En las mismas ordenanzas se previene que en cada pueblo se continúe el nombramiento de un corregidor indio, dos alcaldes, cuatro regidores, un alguacil mayor, dos alcaldes de la hermandad y un mayordomo, con otros oficios correspondientes a la iglesia, como son un sacristán, tres cantores y dos fiscales, que cuiden de aquellos ministerios propios de su destino, y estas elecciones las confirma el gobernador de los pueblos.

El nombramiento de corregidores tocaba, según las ordenanzas, al gobernador de Buenos Aires, y cada corregidor no debía serlo por más tiempo que el de tres años; pero no se observan estos puntos, pues el gobernador de Misiones nombra los corregidores, y éstos toman posesión en clase de perpetuos, de modo que sólo por algún defecto se les priva del empleo, y así hay todavía en los pueblos corregidores que lo eran en tiempo de los jesuitas. Puede ser que esta práctica se haya seguido porque no es fácil encontrar en los pueblos muchos indios que puedan desempeñar el cargo de corregidores, pero, por cualquiera motivo que se haya seguido, debe tenerse por un abuso perjudicialísimo a los indios, pues priva a otros de la esperanza de conseguir este empleo, haciéndose acreedores a él con su aplicación y buenos procedimientos. Lo que tal vez no ponen en ejecución porque no esperan ningún premio, y se da lugar a los indios corregidores a que se hagan despóticos, y a que opriman a los otros, seguros de que su empleo no tiene término, lo que no sucedería si supieran que les había de durar sólo tres años; y si pasados éstos no se encontraba absolutamente otro en el pueblo capaz de ser corregidor, ningún inconveniente había en volverlo a proponer, después de haber dado los descargos que pudieran resultarle de los tres años de su empleo.

A todos los indios e indias se les dejó sujetos a la comunidad, como lo estaban en tiempo de sus precedentes curas, considerándolos incapaces de poder subsistir de otro modo; el gobierno y dirección de toda la comunidad se depositó en el corregidor y cabildo, ayudados y dirigidos del administrador español, y sujetos en un todo al gobernador o tenientes a quienes correspondiese el inmediato mando, dándose reglas en la misma ordenanza para el mejor manejo de los bienes y sus adelantamientos, como también para desterrar de los naturales la rudeza y abatimiento en que habían sido educados, infundiéndoles ideas políticas y racionales que les excitasen el deseo de una felicidad que no conocían, y a que les está convidando la fertilidad de sus terrenos, con otras muchas y sabias reglas que allí se establecen.

Para que el sobrante de los frutos y efectos que se recogen y benefician en estos pueblos se expendiesen con aquella estimación más ventajosa a los pueblos, se estableció un Administrador general en la ciudad de Buenos Aires, dándole reglas equitativas y muy útiles para que, puestos los frutos y efectos en una sola mano, no perdiesen la estimación, como sucedería distribuidos en las de muchos; y que por mano de éste se surtiesen los pueblos de lo necesario, pagasen los reales tributos según los padrones, a razón de un peso por cada tributario, y enterase a la iglesia los diezmos que están regulados a 100 pesos cada pueblo.

Aunque desde los principios se conoció que lo que más había influido para la incapacidad de estos indios era el haberlos tenido sujetos a la comunidad y no haberles inspirado otras ideas que las de la sumisión y obediencia, tratándolos como a hijos de familia menores de edad, no pudiendo ilustrar sus entendimientos para que desde luego aprendiesen a trabajar para ellos, tratar y comerciar unos con otros con sus frutos y efectos, conchabándose los de menos habilidad con los más expertos y laboriosos, y a verificar todos aquellos medios y arbitrios que se practican entre gente civilizada, tratando y comerciando, no tan solamente entre sí, sino también con los forasteros, que es en lo que consiste el aumento y felicidad de los pueblos y naciones; no pudiendo, como digo, darles a conocer desde luego estas ventajas, pareció lo más conveniente el dejarlos por entonces sujetos a la misma comunidad, como lo habían estado, hasta que con el tiempo se hiciesen más capaces. Pero, como el principal motivo que los tenía reducidos a la incapacidad era la sujeción a la comunidad, subsistiendo ésta, subsistía siempre el impedimento de sacarlos de tan miserable estado; y así se ha experimentado que, por más que se ha trabajado, es muy poco lo que se ha adelantado en el particular.

Establecido el gobierno en los términos que sumariamente va explicado, fueron colocados al principio, para administradores, unos hombres cuales los deparó la suerte. Eran los más de éstos de tan poca habilidad como los mismos indios; y como, aun los expertos, eran bisoños en aquel manejo, y no tenían a quien imitar ni consultar, se mantenían en la mayor inacción. Al mismo tiempo los indios, no acostumbrados a moverse a nada sin ser mandados y aun obligados, como los administradores nada o muy poco disponían, ellos tampoco hacían nada; de modo que sólo se daban prisa para mandar traer de las estancias crecidas mitas de ganado, a lo que los administradores no se oponían, porque ni sabían cómo debían manejar lo que tenían a su cargo, ni tenían valor para oponerse a los indios, ni aun sabían lo que ellos hacían. De este modo en pocos años disiparon y consumieron cuanto había en los pueblos y estancias, sin pensar en trabajar ni reponer lo que consumían. A esto se siguió la grande epidemia de viruelas que causó la desolación de los pueblos, que quedaron sin indios ni hacienda. Cuando el Gobierno conoció el daño, ya no tenía otro remedio que aplicarse a repararlo del mejor modo posible. Para esto se removieron todos aquellos administradores inútiles, sustituyéndolos con otros de más habilidad y mejor conducta; se trató de obligar a los indios al trabajo, poniendo el mayor empeño en el restablecimiento de las estancias, y, en fin, se adoptaron todos aquellos medios que parecieron conducentes; y efectivamente con ellos se consiguió, si no en todos los pueblos, en los más, el volverlos a poner en una medianía que promete algún alivio a sus naturales, y mayores adelantamientos en lo futuro.

Este atraso se les siguió a los pueblos por no haber verificado lo que se previene en las mismas ordenanzas, y es que cada año en el tiempo más oportuno se celebrase en Candelaria una Junta general, compuesta del gobernador, los tenientes, los corregidores y administradores de todos los pueblos, para que en ella se examinen con los libros de acuerdos que deben tener todos ellos, y las disposiciones acordadas semanalmente por los cabildos y administradores, sus efectos y consecuencias, proponiendo cada uno lo que considere más útil a los pueblos, acordando y determinando lo que a la misma Junta te pareciese más conveniente, de la cual debían resultar los estados anuales que debían remitirse al Gobierno de Buenos Aires, con los informes necesarios y las propuestas que en beneficio de los pueblos tuviesen por convenientes. Pero esta Junta, tan esencial y conveniente a los pueblos, no se ha verificado ni una sola vez; los motivos que la han impedido los ignoro, y el único que se presenta a mi idea es la dificultad de juntarse todos, por la distancia que hay de los pueblos más distantes. Pero haciéndose cargo que algunos administradores por solo concurrir a alguna función dejan su pueblo y van a otro, que dista tal vez más leguas que las que hay desde los más apartados al de Candelaria, no se hallará dificultad en que todos concurrieran a la Junta. Pero, aun dado caso que este motivo se estime como suficiente, con facilidad se allanaba por otro método que surtiría los mismos efectos, y era el que cada teniente en su distrito formase una junta particular de los de su jurisdicción, y con sus resultas uno o dos administradores y otros tantos corregidores de su satisfacción pasasen a Candelaria, en donde juntos todos los tenientes con sus asociados, y lo resultivo de sus juntas, formaran la general con el gobernador, evitando así los inconvenientes que pudieran seguirse de concurrir todos, y sin duda tendría los mismos efectos que si se celebrase como se previene en las ordenanzas. Si esta Junta hubiera tenido efecto, seguramente no hubieran experimentado los pueblos aquellos atrasos que tuvieron a los principios, y las cosas se hubieran arreglado en mejor pie del que se hallan; pues, tomando de cada uno aquello que había tenido mejor éxito, se establecerían con conocimiento las reglas más oportunas para lo futuro; allí se conocería el mérito y aplicación de cada uno, y se desecharían todos aquellos que por su impericia u otros motivos diesen lugar a ello, y se trabajaría con más uniformidad y acierto.

Como a los principios de nada se cuidaba, y después fue preciso atender solamente a poblar de ganados las estancias, se descuidaron los otros objetos que se encargan en las ordenanzas, y que exigían la atención de todo buen gobierno. Se ha desatendido la reparación y aumento de los edificios, así de las casas principales llamadas colegios, como de particulares de los indios, de modo que los pueblos se han arruinado y las iglesias algunas amenazan ruina. Los yerbales que se cultivan junto a los pueblos se han dejado casi perder, no haciendo otra cosa que sacarles cuanta utilidad han podido, sin cuidar de reponer con nuevas plantas las que se iban perdiendo o envejeciendo, por aplicar la poca gente que había quedado a otras labores, de que en el mismo año se recoge la utilidad.

Tampoco se ha cuidado de introducir el aseo en las personas y casas de estas gentes, ni el que se traten con honestidad, descuidando también el suministrarles aun lo preciso para su subsistencia, pues por atender al restablecimiento de las estancias fue preciso abandonar todo lo demás.

Como la experiencia dio a conocer la incapacidad de los indios y su propensión a gastarlo todo y no trabajar, fue preciso que las providencias del gobierno ampliasen las facultades a los administradores, subordinándoles en cierto modo a los corregidores y cabildos, para que así obligasen a los demás indios al trabajo y moderasen los gastos. Con estas providencias, en las que siempre se ha procurado en lo posible salvar el espíritu de las ordenanzas, se ha venido por último a fijar la práctica de gobierno que al presente se observa, la que en muchos puntos se aparta bastante de las ordenanzas, pero la necesidad ha dado lugar a ello.

Aunque por las ordenanzas se establece que la dirección del pueblo haya de correr a cargo del corregidor y cabildo, y que el administrador sólo sea un director que les aconseje y persuada lo mejor, y que nada debe hacerse sin que sea dispuesto y acordado por el cabildo, no sucede así, pues los administradores son los que tienen toda la superioridad, sirviendo los corregidores y cabildos solamente de ejecutores de las disposiciones que el administrador les da, sin que en ellas se encuentre repugnancia en practicar cuanto el administrador les dicta, ni tampoco en asentir a cualquiera trato que el administrador celebra, firmando cuantos papeles les ponen delante y consintiendo gustosos y sin examen en todo lo que el administrador quiera hacer de ellos y de su pueblo.

Y aunque es circunstancia precisa que todos los tratos que hacen los administradores los ha de autorizar con su permiso el gobernador o teniente a quienes corresponda el inmediato mando, como no siempre pueden enterarse de la calidad de lo que se compra, que lo regular es ganado vacuno o caballar, no puede saber si efectivamente es de la calidad que se le propone en la propuesta, ni sirve comisionar a otro para que presencie la entrega, porque o ha de ser de la parte interesada, o con facilidad puede ser sobornado, y los indios, que por interesados debían ser los más celosos, son los que más procuran ocultar sus mismos perjuicios, con que es preciso estar a la buena fe del administrador, sin que se encuentre medio de atajar los fraudes si él es de mala conciencia. A lo que puede agregarse la permisión o condescendencia del inmediato superior que, si tal sucediera en algún tiempo, yendo a la parte con los administradores, podrían con facilidad destruir los intereses de los indios; y éstos firmarían gustosos los documentos que acrediten la legítima inversión de sus caudales, aunque supieran y conocieran que se convertían en utilidades de otros.

Siendo el administrador, como lo es en las presentes circunstancias, el superior en el pueblo, él determina por sí solo todo cuanto se ha de hacer, a él se le presenta el corregidor y cabildo como súbditos, de él reciben las órdenes y a él dan cuenta de la ejecución y resultas. Por su informe y a su pedimento confiere el gobierno los empleos, porque, como la ocupación de éstos es más en las faenas que en la administración de justicia, el que el administrador propone para corregidor, a ése se nombra, y lo mismo los demás empleos y ocupaciones del pueblo.

Las faenas de los pueblos se reducen a podar, arar y carpir los algodonales, recoger el algodón, resembrarlos cuando se han perdido muchas matas, o sembrarlos de nuevo cuando se envejecen o hay necesidad. Estos trabajos se ejecutan por los indios (el arar, sembrar y podar), pero el carpir y recoger el algodón se hace con las indias, muchachos y muchachas. Las sementeras de trigo, maíz y toda clase de legumbres se verifican en la misma conformidad que el cultivo de los algodonales. Cuando los yerbales del pueblo están en sazón, se ocupan en el beneficio de la yerba, como en todo lo demás, cada uno a lo que puede o alcanzan sus fuerzas, y lo mismo en otras faenas menores de agricultura, para lo cual se destina la mitad del tiempo, y la otra mitad para que acudan a sus chacras particulares y se proporcionen su subsistencia. Pero, aunque regularmente se dice que se les deja a los indios la mitad del tiempo para sus particulares labores, siempre la comunidad cercena muchos días, de modo que apenas les quedará la tercera parte para ellos.

Las indias se ocupan regularmente en hilar para la comunidad, a las que se les reparten dos tareas a la semana, o tres cuando lo pide la necesidad. En cada tarea se les da diez onzas de algodón para que traigan tres de hilo, y se procura no ocuparlas en otra cosa; pero, en las ocasiones de carpidos y otras semejantes, destinan a ellas, cuando no a todas, las más robustas y que no están embarazadas ni criando; y las que no van a carpir se ejercitan en hilar.

Los indios de oficios, como son tejedores de lienzos, carpinteros, rosarieros y otros, que siempre se mantienen más por costumbre que por utilidad, trabajan en sus oficios el tiempo que deben hacerlo para la comunidad, y el restante van a sus chacras, que es preciso las tengan, pues de lo contrario no podrían subsistir. Sólo los tejedores permanecen algo más en sus oficios, del que no se les permite se aparten hasta que concluyan la pieza comenzada, y entonces se les da cinco varas de lienzo y una o dos semanas libres, para que vayan a sus chacras, y después vuelven a su ocupación.

Un pueblo que tenga 300 indios de trabajo, y correspondiente número de indias, muchachos y muchachas, con un administrador de buena conducta, se puede regular la cosecha de un año bueno en los frutos siguientes: 800 arrobas de algodón, otras tantas de yerba, 100 fanegas de trigo, 200 de todas las demás especies de grano, incluso el maíz, 50 arrobas de tabaco, otras tantas de miel, y 15.000 varas de lienzo. En lo que conocerá usted que, a excepción de los lienzos, en que el hilado es obra de las indias, todo lo demás podría verificarse con 25 o 50 peones bien distribuidos, mayormente en estos pueblos cuyos terrenos son muy fértiles, y que abundan de bueyes y todas las providencias para hacer ventajosas las faenas; pero sólo se tira a pasar el tiempo, como manifestaré a usted.

Como las estancias son el nervio principal que asegura la subsistencia de los pueblos, se ha puesto en ellas y se pone el principal cuidado; y en efecto se ha conseguido el que las más estén en un ventajoso estado comparadas con el que tenían ahora diez años; y, aunque se admire el buen gobierno que ahora tienen respecto al que entonces tenían, ¿quién negará que es perjudicialísimo el crecido número de indios que hay en cada estancia? En la que menos hay 30 indios, que con sus mujeres, muchachos y muchachas regularmente pasan de 70 personas, aunque no tengan que cuidar arriba de 20.000 animales de todas especies, cuando entre españoles con una docena de peones estaría bien servida una estancia semejante. Así consumen cada año más de 400 reses, fuera de las terneras que roban, y que precisamente han de ser muchas, cuando nunca pasa la yerra de la sexta parte del ganado que hay, siendo así que pudiera llegar cuando menos a la cuarta parte. Pero no hay arbitrio para remediar este desorden en las presentes circunstancias, porque, de quererlos apremiar, luego se experimenta la deserción.

Cada semana se les da, dos o tres días, ración de carne en el pueblo, según la posibilidad de él. Regularmente se mata para cada cien personas un toro, y los despojos de todos se distribuyen a los muchachos y muchachas.

Además de las reses que se distribuyen los días de ración, se matan cada día una o dos reses para el consumo diario de los curas, administrador, enfermos, corregidor, mayordomos, los de oficios, y generalmente los sirvientes del colegio, que son en gran número.

También se consumen varias reses en las faenas de comunidad, pues regularmente se les da de comer a mediodía, o al tiempo de retirarse del trabajo, mayormente cuando la faena es algo pesada. De modo que a un pueblo que tiene 300 indios de trabajo se le puede regular de consumo 2.000 reses al año.

Asimismo, todas las menestras que recogen se consumen en dar de comer a los muchachos y muchachas, y en suplir a algunos para que siembren.

En los pueblos que están bien asistidos se les da cada año de vestir a los muchachos y muchachas, a los impedidos, viejos y viejas, y regularmente a los que se les nota desnudez, que son aquellos y aquellas que no son de provecho para sí ni para la comunidad, en cuyos socorros, y las mortajas, que también se dan, puede regularse el consumo de un pueblo de indios del número insinuado en 4.000 varas al año.

También se les da ración de yerba, pero en el pueblo que más no pasa de 300 arrobas al año.

De los demás frutos y efectos es muy poco lo que disfrutan los indios; el trigo, el tabaco, la miel, la azúcar que se beneficia o se compra, lo comestible que de Buenos Aires viene, comprado con el caudal de los indios, todo se consume en la casa principal; sólo el corregidor, los de cabildo y los enfermos disfrutan alguna cortedad de estos efectos.

Esto es lo que los pueblos mejor arreglados, y que mejor asisten a los indios, distribuyen anualmente, cuyos frutos, regulado su valor por los precios más subidos de estos pueblos, pueden ascender a 5.000 pesos, a los que, agregando los reales tributos, diezmos, sueldo del administrador y gasto de iglesia, podrá computarse todo el gasto en 8.000 pesos al año.

Un pueblo de 300 indios de trabajo podrá tener 1.200 almas entre chicos y grandes, con que, teniendo presente que desde cinco años para arriba todos trabajan lo que pueden, y que los muchachos y muchachas no tienen días libres, se podrá regular en 800 trabajadores que emplean la mitad del año en beneficio de la comunidad; repartiendo entre ellos los 8.000 pesos de gastos precisos, toca a cada uno 10 pesos. Ahora bien, ¿en qué podrá usted ejercitar a un indio o india en esta provincia tan fértil y de tantas proporciones, que trabajando con una mediana aplicación no produzca su trabajo cuando menos 40 o 50 pesos en la mitad de un año? Agregue usted a esto el producto de las estancias que, llegando a 20.000 cabezas de ganado mayor, ha de rendir, fuera de gastos y costos, 3.000 pesos cuando menos cada año; y hallará usted que el no adelantarse los pueblos es, o porque la inacción de estos naturales es mucha, o porque el consumo y desperdicio de la casa principal es grande; uno y otro sucede, como manifestaré en su lugar.

Hasta ahora he referido a usted sencillamente el modo con que se gobiernan estos pueblos sin manifestarle las vejaciones, opresiones y violencias que sufren los naturales, todo ello consecuencia precisa de la comunidad a que viven sujetos; materia es ésta de tanta consideración que debiera tratarse por otra pluma más elocuente que la mía, pero escribo solamente para usted, que sabrá poner en mejor orden lo que yo desaliñadamente le noticiare. Volveré a tomar el hilo desde el principio, para su mayor claridad e inteligencia.

Puesto el gobierno particular de cada pueblo a cargo de un administrador secular que cuidase de la temporalidad, y de dos religiosos que doctrinasen a los indios, les administrasen los santos sacramentos y atendiesen a la dirección de sus almas, se dividió el mando, que antes estaba en una sola persona que cuidaba de lo espiritual y temporal. Estos religiosos fueron elegidos y nombrados conforme se encontraron; los más eran muy mozos, y sin prudencia ni conocimiento. Los indios, acostumbrados a obedecer solamente a sus curas, miraban al principio con indiferencia cuanto los administradores les dictaban, de modo que nada se hacía sin consultarlo primero al padre. De estos principios nacieron las grandes discordias entre curas y administradores, y que contribuyeron en gran parte a la ruina de los pueblos, como se queja don Francisco Bruno de Zavala en la representación que hizo a Su Majestad el año de 1774. Los curas se hicieron dueños de las casas principales, nombradas colegios, no permitiendo vivir en ellas a los administradores; lo mismo hicieron con las huertas y sus frutales, de todo pretendían disponer a su arbitrio; y como los indios estaban de su parte conseguían cuanto se les antojaba. Procurose poner remedio a estas imprudentes pretensiones de los religiosos con algunas providencias de gobierno, pero no se adelantaba un paso en ello sin ocasionar a los indios muchas vejaciones y molestias; porque, adictos siempre a obedecer a los religiosos, y no cesando éstos de influirles máximas contrarias a la paz, era preciso usar del rigor con ellos para sujetarlos al gobierno.

Consiguiose al fin el hacer conocer a los indios que sólo en las cosas concernientes a su salvación debían prestar atentos oídos a sus curas, y en lo demás a sus administradores; pero no por esto cesaron las discordias entre administradores y curas, porque, como unos y otros viven en una misma casa y con cierta dependencia en sus funciones, jamás se conformaban en sus distribuciones. Los curas querían que los indios asistiesen todos los días a la misa y al rosario, a la hora que se les antojaba, que muchas veces era bastante intempestiva; los administradores se lo impedían, unas veces con razón y otras sin ella, y lo que resultaba era que el cura mandaba azotar a los que obedecían al administrador, y el administrador a los que obedecían al cura; y unos y otros castigos se ejecutaban en los miserables indios, sin más culpa que obedecer al que les acomodaba mejor el obedecer; hasta los mismos corregidores y cabildantes no estaban libres de estas vejaciones, que no pocas veces se vieron apaleados y maltratados de los curas y administradores, sin saber a qué partido arrimarse. Esta persecución no es tanta en el día, y, aunque una y otra vez se experimenta, no es con tanto escándalo.

Por motivos menores y particulares se encendían cada día, y aún se encienden, grandes incomodidades entre curas y administradores; como los pueblos tienen obligación de alimentar a los curas, y esto corre a cargo de los administradores, éstos, estando enemistados como regularmente sucede, tienen ocasión de vengarse del cura haciéndole esperar, dándole lo peor y escaso, y por otros medios dictados por el espíritu de venganza. Bien es que no siempre tienen razón los curas para quejarse, pues solicitan que la comida sea con tanta abundancia que les sobre para dar de comer, además de los muchachos que les sirven, a seis u ocho que suelen agregárseles.

Memoria histórica, geográfica, política y éconómica: La provincia de Misiones de indios guaranís

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