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ОглавлениеGloria e infortunio en Petén
Guatemala
M
arroquí amaneció cojo. Mientras lo vestía, Abelardo alcanzó a percibir que le costaba cierta dificultad apoyar el casco de una de las patas delanteras. El ejército expedicionario estaba entrando en movimiento; no había tiempo de examinarlo con detención, acabó de enjaezarlo y montó. Una hora después, la cojera era manifiesta.
Al confirmar la anomalía, saltó a tierra y auscultó detenidamente el estado del bruto sin esperar a que el camino mostrara un rellano. El continuo roce de cantos y guijarros había descarnado el casco por delante, y dejó el nervio al descubierto. Marroquí notificó a su dueño el fastidio que esto le causaba emitiendo un relincho mujeril. El jinete le acarició la cabeza y maldijo una por una todas las piedras de aquella senda infernal.
—¿Qué opinas? —preguntó a Pacho el Largo, que se había detenido a su lado.
El endurecido compañero sopesó las palabras antes de responder. Decirle a Abelardo lo que estaba pensando le pareció horrible.
—En este desgalgadero, sinceramente no sé.
Levantó la cabeza y contempló el pronunciado perfil de la Sierra del Alabastro, que llevaban tres días remontando. Luego haló las riendas y continuó su camino.
Por lo pronto, Abelardo concluyó que no debía volver a montar sobre Marroquí, y lo tomó de cabestro. Durante la siguiente hora muchos otros jinetes desfilaron a su lado y lo dejaron atrás, sin que él perdiera ocasión de agarrarse a la cola de sus cabalgaduras para ayudarse a caminar sobre el inestable pedregal.
Al mediodía afrontó la verdad. La cabalgata se había detenido para conceder un rato de solaz a jinetes y animales, y Abelardo pudo adelantarse hasta encontrar a Lorenzo Taborda, herrero y sobador. El hombre se agachó a examinar el casco de Marroquí y arrugó la cara hasta pegar los mofletes de las mejillas con las arcadas de las cejas.
—No es nada —comentó—. Con tres días de descanso sanaría. Pero en esta moledera, cada día se irá poniendo más mal.
Después, escupiendo una carrillada de saliva, agregó:
—Tienes que volverlo tasajo, hijo mío. Yo te daré una yegua a crédito. Me la pagarás a la vuelta.
Abelardo estuvo a punto de echarse a llorar. Desde el comienzo, había presentido que las malsanas estribaciones de Petén le harían daño a Marroquí, pero nunca imaginó que pudiera perderlo. El noble alazán lo había acompañado desde su llegada a tierra firme, había vivido con él los rigores de la conquista de México, lo había transportado herido y enfermo en la retirada de la Noche Triste. Como él, había madurado en medio de la guerra. Su imberbe crin juvenil tenía ahora visos de penacho y su pecho abultaba hosco e imponente. Abelardo admiraba sus ojos bondadosos y sus orejas de venado, siempre atentas a sus palabras y silbidos. Una densa carga de afecto pesaba entre ambos; Abelardo la sobrellevaba con la rendida e incondicional lealtad que se tiene hacia un hijo. Como tal, lo encontraba extraordinariamente hermoso. Todos los días, al despertar, su primera mirada era para él. Los tratos que muchos soldados vinieron a proponerle después de conocer la bravura de su carga en medio del combate le enorgullecían, pero hubiera vendido primero sus manos que entregar a su compañero. Ahora todo había concluido. Los diagnósticos de Lorenzo Taborda en materia equina eran más infalibles que la palabra del papa.
—No lo mataré, pero compro la potranca —dijo en tono vidrioso.
Mientras trasladaba las armas de Marroquí a la yegua machorra que le suministró el herrero, el enfado de saber que su noble amigo iba a sucumbir en la miserable persecución de un desertor empezó a consumirlo. Aquello no era ni siquiera una correría de conquista. Era la deplorable búsqueda de Cristóbal de Olid, un lugarteniente de Cortés que había hecho rancho aparte y les había jugado una mala pasada.
Con todo, aunque el buen bruto prosiguió el ascenso de la serranía aliviado del peso de su armadura, que, repartido en distintas piezas metálicas como la testera, la capizana, el petral y la grupera, sumaba casi treinta kilos además de la carga del jinete y los arreos, su dolencia aumentó. A media tarde el casco enfermo no podía ni siquiera rozar una piedra sin el sacudimiento de un feo calambre.
A partir de aquel momento, Abelardo no dejó de otear a lado y lado, en busca de un altosano verde y llano donde pudiera abandonarlo a su suerte. Marroquí se había ganado el derecho a la vida y a la libertad. Unos días en algún paraje donde jaspeara la hierba lo pondrían bien. Lo recogería en el camino de vuelta, si acaso regresaban por aquella misma senda.
En la inquietud de la búsqueda, otra vez quedó atrás. Aburridos con el paso lento y cansino de su caballo enfermo, los demás jinetes se las arreglaron para rebasarlo. Abelardo los dejó alejarse. La soledad convenía a sus planes.
Hacia el caer de la tarde, el sendero que cruzaba se convirtió en un verde glacis cubierto de árboles. Entre las manchas del follaje corría un alto pastizal. Abelardo contempló el lugar a sus anchas. El declive se extendía hasta el fondo de un valle donde provocaba quedarse a vivir. Descabalgó, desató a Marroquí de la silla de la yegua machorra, y lo arrastró consigo como si quisiera presentarle el nuevo hogar. Mientras sus rodillas abrían la hierba jugosa, comenzó a sobarle cariñosamente la crin y a decirle tiernas palabras al lado de la oreja. Era la despedida, le estaba prometiendo que sin falta regresaría a buscarlo.
Los devaneos de su sentimental comunión con el bruto y las lágrimas que empañaban sus ojos no le permitieron distinguir el conjunto de siluetas que escaparon de la sombra de los árboles y comenzaron a rodearlo. Indios, aproximadamente medio centenar de indios semidesnudos y cobrizos, que avanzaron silentes y se postraron en torno. El sol lanzaba en aquellos momentos los primeros destellos rojizos de su despedida. El lustroso pelo bermejo de Marroquí se aborrachó intensamente.
—¡Tziminchac! —clamó en coro la insólita concurrencia.
El impacto de aquel grito unísono dejó al pobre Abelardo sentado en la pendiente. Se hallaba desarmado, el mosquete y la espada habían quedado en su cabalgadura; punto más, punto menos, era hombre muerto. Pero a fuerza de reparar en el cuadro terminó por comprender que aquellos indios lo adoraban.
Lo adoraban, así como se escucha; estaban postrados ante él y tocaban con sus cabezas el suelo, pero en realidad a quien rendían humillación era a Marroquí. Tres días antes, al pie de la Sierra del Alabastro, los expedicionarios les habían disparado, tomándolos por indios hostiles. Ellos vieron restallar los fogonazos de las armas sobre las espaldas de los altos cuadrúpedos que tanto los sobrecogían, y concluyeron que se trataba de una versión inédita de Tziminchac, dios del fuego. A partir de entonces, habían estado siguiendo desde el resguardo de la espesura la insólita caravana que remontaba la sierra. En aquel punto, el más alto de la vegetación prolongada desde el valle, se aproximaron al máximo. La fortuna les deparó el placer de que Tziminchac viniera a su encuentro.
Ninguna cosa en la vida causó más emoción a Abelardo que aquella sorpresa. Había encontrado a los mejores enfermeros para su consentido caballo. Si lograba hacerles entender que debían tratarlo bien y prodigarle algunas atenciones, podía seguir su camino con el alma descargada del dolor de dejarlo. Intentó hablar, pero mientras divagaba, escogiendo las palabras adecuadas para hacerse entender, una solemne comitiva de aquellos salvajes se adelantó y colocó en el cuello de la bestia una multicolor corona de flores.
La prudencia le dictó que pedir más era un abuso. Retrocedió silencioso y sin dar la espalda trepó de un salto a la yegua machorra, cuyos ijares aguijoneó con la espuela. Desde su preeminencia alcanzó a contemplar por última vez la delicada solicitud con que los naturales se acercaban a Marroquí, y estuvo a punto de lanzar un alarido de felicidad.
Aquella misma noche, mientras nuestro soldado descansaba al raso de los apuros del día, arrullado por la dulce placidez que había dejado en su alma la afortunada separación, los indios del Petén llevaron el caballo al interior de uno de sus templos, donde lo zahumaron y glorificaron, celebrando ante él largos y pesados oficios religiosos. Las mujeres prepararon exquisitos patos asados que sus hombres cazaron de urgencia en lagunas cercanas, lo mismo que puercos y ratones salvajes, y sobre sendas bandejas, en medio de ramilletes de flores, los ofrecieron al dios en calidad de alimento. Pero Marroquí olisqueó aquel banquete y relinchó malhumorado. Todo lo que hizo por su estómago fue mordisquear un poco las flores, que también rechazó. Un simple manojo de hierba le hubiera bastado para amainar el hambre que empezaba a punzar en sus entrañas, pero los indios de Petén no conseguían imaginar que un dios tan excelso pudiera gustar de tan vulgar alimento. Entonces cambiaron la receta y le trajeron culebras al carbón, colas de lagarto e iguanas hervidas. Nada de ello probó el dios, que para entonces deliraba por un sorbo de agua. Los nativos, sin embargo, nunca pensaron en ofrecerle tan prosaica bebida, y enviaron a marchas forzadas por numerosos porrones de pulque. El solípedo hundió en ellos el hocico y espurreó el zumo fermentado por los ollares de la irritada nariz. Finalmente, no volvió a probar nada, porque todo aquello le causaba asco, y los indígenas concluyeron que en su calidad de dios no necesitaba del vil y material sustento, por lo que retiraron de su presencia cualquier clase de comida y se conformaron con zahumarlo e idolatrarlo.
Una semana más o menos permaneció el sagrado y legendario Marroquí en aquella situación. Varias veces intentó escapar del solio donde lo habían colocado, pero la peladura del casco le impedía saltar, y cada vez estuvo más débil para intentarlo. Por fin, una calurosa y soleada mañana, dobló los remos y expiró de física hambre. Compungidos por su defunción, los indios arrastraron con prontitud hasta el templo un enorme bloque de piedra, y esculpieron en ella una copia grosera del difunto, que continuaron adorando y llamando Tziminchac.
Abelardo corrió con mejor suerte, pues cuando los malos hábitos de la yegua machorra que le había vendido el herrero comenzaban a desesperarlo, y despertaron en él una tristona nostalgia por el buen Marroquí, se dio la orden de retornar. Un abismo sin posibilidades de continuidad demostraba a las claras que la búsqueda de Cristóbal de Olid iba descaminada, y que continuar sería inútil. El ejército expedicionario desanduvo la marcha. De esa manera, antes de un mes corrido, Abelardo volvió al lugar donde había dejado al caballo en manos de los indios. Como ahora conocía el camino que había de seguir la milicia, pidió un día de licencia para descender hasta el valle a través de la verde explanada, con la promesa de retornar, encontrara o no a su caballo. Concedido el permiso, descendió al galope sobre la potranca, y cuando los indios vinieron nuevamente a postrarse a su alrededor, les gritó:
—¡Tziminchac!
Los adoradores se levantaron y lo condujeron respetuosos hasta el templo. Allí le indicaron la estatua del dios que habían esculpido. Abelardo la observó atentamente y la encontró muy singular en su grosero parecido con un supuesto caballo, pero se apartó de inmediato para entregarse a la afanosa búsqueda de Marroquí, búsqueda que por supuesto resultó vana, pues cada vez que pronunciaba la palabra Tziminchac, los indios volvían a llevarlo al mismo sitio y a señalarle la piedra. Abelardo no pudo entender la misteriosa insistencia de los indios en mostrársela. El tiempo se le escapaba inclemente de las manos, no le quedaba más remedio que correr de un lado para el otro. Los naturales empezaban a tomarlo por loco. Cuando al cabo de tanto frustrado y penoso inquirir, rebuscar, husmear e ir de aquí para allá le llegó la hora de partir, observó por última vez la escultura, y sin poder evitarlo, se llevó para siempre la impresión de que algo había en ella que pertenecía a su adorado Marroquí.