Читать книгу Adiós, humanidad - Gonzalo Senestrari - Страница 10
Historia 1
Un humano extraterrestre
ОглавлениеSe habían cumplido las 00:04 a.m. en algún rincón del planeta Tierra, y allí, en aquel sitio en el que el último día tenía tan solo unos minutos de vida, se encontraba Gonzalo Senestrari.
En el lapso de treinta años, Gonzalo había atravesado todo tipo de experiencias en la vida; algunas podrían llegar a definirse como únicas, aunque, de cierta manera, todas lo habían sido un poco. Durante esas treinta vueltas alrededor del Sol, él había experimentado el romance, la mentira, la adrenalina, el miedo, la ansiedad, la risa, el llanto, el sexo, el verdadero sexo, los besos, el dolor físico, el desorden mental, el poder de la música, la debilidad de las emociones, la adicción y el entusiasmo; aunque este último hacía mucho tiempo que no lo experimentaba. Las vivencias habían esculpido tanto su personalidad, que él ya ni siquiera podía recordar cuál era su naturaleza.
Pero aquella madrugada, Gonzalo no pensaba ni en sus miedos, ni en las risas, ni en el sexo, sino en dónde iría a pasar su último día de vida. Había intentado darle una oportunidad a una fiesta de la que le habían hablado, pero no transcurrieron ni quince minutos antes de que se arrepintiese completamente de haber ido.
Entonces fue que decidió hurtar un pack de seis latas de cerveza de la fiesta, y dirigirse de vuelta a su departamento. Quizás, en su hogar encontraría algún nuevo plan, uno que no incluyera estar rodeado de personas poseídas por una artificial felicidad; ante sus ojos, todo en el mundo humano se veía artificial.
Camino a su hogar, abrió una de las latas y la bebió, mientras que con cada paso que daba se entregaba más y más a sus pensamientos. A ocho cuadras de su casa, se preguntó si había desperdiciado su vida, y si era que en realidad todos los humanos también lo habían hecho.
Cuando le faltaban cinco calles para llegar a su edificio, levantó la mirada al cielo, entretanto se preguntaba si allí afuera habría alguna especie extraterrestre que estuviera observando la inútil partida de Monopoly que los humanos habían estado jugando con el planeta Tierra. A menos de trescientos metros de su hogar, se preguntó si era una buena idea estar deambulando por la ciudad a horas del fin del mundo. Cuando llegó a la puerta de su edificio, se preguntó cómo era posible que no hubiera gente en las calles prendiendo fuego todo lo que se encontrara a su paso. Era el día indicado para que los humanos se despidiesen del mundo de la mejor manera que sabían hacerlo: destruyendo todo a su alrededor.
Mientras su mente bebía aquel cóctel de pensamientos —y su cuerpo otro trago de cerveza—, Gonzalo subió las escaleras del pórtico y se adentró en su edificio. Cruzó la puerta principal, se dirigió al ascensor, presionó el botón y esperó a que llegara.
Cuando se abrieron las puertas, se sorprendió al descubrir que allí dentro se encontraba un sujeto que le era familiar, aunque no demasiado. No sabía su nombre, ni tampoco cómo era el sonido de su voz. Solo lo había visto en un par de ocasiones, pero esa era la primera vez que había notado que siempre que lo cruzaba era dentro del ascensor. Gonzalo podría haber pensado que era como la mayoría de las dinámicas que mantenía con el resto de sus vecinos, pero, en cierto aspecto, con él la situación era llamativamente diferente: nunca lo había visto bajar del ascensor.
¿Por qué nunca antes lo había notado?, pensó, ¿Demasiado ocupado desperdiciando tu vida, Gonzalo? Le hizo un gesto al hombre y entró al ascensor. Al verlo de cerca, tuvo que contener la risa. Era el ser humano más antiguo que había visto en su vida. Sus orejas eran las más largas que podían llegar a existir, y su nariz competía con ellas por llamar la atención. Todo su ser parecía estar cubierto de arrugas, hasta sus labios. Gonzalo sentía que no podía quitarle la mirada de encima, creía estar observando lo más cercano a un extraterrestre que había visto en su vida. Cuando las puertas se volvieron a cerrar, el anciano habló:
—Le sorprendería saber que luzco aún más joven de lo que soy.
El comentario lo tomó por sorpresa, y una risa salió expulsada desde el interior de su estómago, viajó por su garganta y atravesó su boca hasta dar de lleno contra cada esquina del ascensor.
—Disculpe —se excusó Gonzalo, todavía con secuelas de carcajada—, no quise… no quiero faltarle el respeto.
—No se disculpe, joven. El respeto y las risas también pueden ser aliados.
Gonzalo sintió alivió por la reacción del anciano, un alivio mezclado con un poco de sospecha. ¿Por qué era tan comprensivo el sujeto?, pensó.
—Tenemos que burlarnos de la vida —aclaró el anciano—. En este mundo que construimos, sería una gran hipocresía no hacerlo.
Después de oír aquello, durante un instante, Gonzalo tuvo la sensación de que aquel anciano podía leer su mente. Tal vez, era una habilidad que los humanos adquirían al llegar a esa edad, conocimiento de tan solo unos pocos. Se libró de ese último pensamiento, presionó el botón del octavo piso, y emprendieron viaje.
—Me gustaría saber cuántos años tiene, señor —se atrevió a pronunciar Gonzalo.
—¿No prefiere disfrutar del misterio?
—No.
—Bueno, en ese caso, tengo noventa y ocho años.
—¡Mentira! —exclamó, totalmente atónito.
—No hace falta que grite, joven. No se deje llevar por mi edad, sigo oyendo a la perfección.
—¿Noventa y ocho años?
—De hecho, casi noventa y nueve —aclaró el anciano.
—Significa que usted estaba vivo cuando…
Antes de que Gonzalo pudiera terminar la frase, fue interrumpido por el sonido de una gran explosión proveniente de la calle. Instantes después, el ascensor se detuvo de golpe y las luces del artefacto se apagaron. En un principio quedaron completamente a oscuras, pero en cuestión de segundos, una tenue luz de emergencia ubicada en el techo del ascensor cobró vida. Ambos guardaron silencio, hasta que Gonzalo no pudo contener más sus pensamientos:
—¡Qué mierda acaba de pasar!
—Joven, conserve sus insultos para momentos en los que realmente valga la pena utilizarlos.
Gonzalo presionó todos los botones, pero el artefacto no respondía.
—Parece que finalmente se está tomando unas merecidas vacaciones.
—¿Qué? —preguntó el joven, mientras se esforzaba en no perder la calma y la paciencia.
—El ascensor… está descansando.
Gonzalo se volvió a sobresaltar por un nuevo estruendo que se hizo oír desde afuera, y después de unos segundos, entendió lo que estaba sucediendo, el caos reinaba en las calles.
—Deben estar rompiendo todo —dijo, mientras se llevaba automáticamente la mano al bolsillo, en busca de un celular que sabía que no encontraría: había decidido salir a la calle sin él, no debido a que fuera el fin del mundo, sino porque a veces simplemente se olvidaba de su existencia, o, al menos, esa era la excusa que se ponía a sí mismo para no aceptar que en realidad le aterraban esos artefactos desde el último salto evolutivo que habían dado.
—¿Rompiendo? —Quiso saber el anciano—. ¿Quiénes están rompiendo? Y lo más importante, ¿qué están rompiendo?
—Me refiero a que las personas deben estar rompiendo todo.
—¿Qué cosa están rompiendo?
—No lo sé… —Lo pensó mejor—. El mundo.
—Oh, joven, el mundo ha estado roto desde hace mucho tiempo atrás.
Gonzalo quedó callado, en parte porque necesitaba un descanso antes de seguir hablando con el anciano, pero también porque le parecía estar oyendo un bullicio que provenía desde la calle.
—¿Lo puede oír? —preguntó.
—¿Qué cosa?
—El alboroto que hay afuera.
—No, no lo puedo escuchar —confesó él—. De hecho, le he mentido. Hace años que no oigo bien, pero me he vuelto extremadamente hábil para leer labios y rellenar la información faltante con deducción. Joven, nuestro cuerpo es una gran maquinaria que pide a gritos ser explotada al máximo…
—Disculpe —interrumpió Gonzalo, algo irritado—, ¿podría guardar silencio durante un momento? Me es difícil pensar con voces de fondo.
El anciano se mantuvo callado, supo que eso sería respuesta suficiente. Lo primero que decidió el joven fue ubicar sus manos en un extremo de la puerta del ascensor para intentar abrirla. Hizo cuanta fuerza pudo, pero la estoica puerta de metal no cedió en absoluto. Su plan B fue dirigirse al anciano y preguntarle si por casualidad no llevaba consigo un celular.
—¿Celular? —respondió el longevo entre risas—. Joven, he oído hablar de esos artefactos, pero me entregaría a la muerte antes de rebajarme a utilizar uno.
Gonzalo fue poseído por un impulso que no sentía desde su adolescencia, y que lo llevó a golpear la puerta del ascensor con su puño repetidas veces. Su arrepentimiento fue inmediato, cuando comenzaron a dolerle los nudillos y la muñeca.
—No entiendo por qué actúa de un modo tan melodramático, joven.
—¿Por qué? ¡¿Por qué?! —gritó él, convirtiendo el dolor en ira—. ¡Porque estamos encerrados en un ascensor! ¡Y porque afuera hay una horda destruyendo la ciudad! ¡Nadie nos va a venir a ayudar! ¡Es el maldito fin del mundo!
—Tómeselo con calma, joven —dijo el anciano—. No exagere. No es el fin del mundo. En mi juventud todas las semanas había un grupo distinto que destruía la ciudad. Tengo que admitir que eran muy ingeniosos para llevarlo a cabo.
Gonzalo se volvió hacia él, y examinó su actitud antes de poder llegar a una conclusión: el anciano no era para nada consciente de que el fin del mundo se avecinaba, y él no tenía ningún deseo de ser el responsable de informárselo.
—Las personas siempre tuvieron facilidad para la destrucción —acotó el joven.
Luego, apoyó su espalda en una de las paredes del ascensor y dejó caer su cuerpo para poder tomar asiento en el piso. Finalmente había aceptado como irremediable el hecho de que pasaría el fin del mundo encerrado en un ascensor.
—¡Qué gran idea! —exclamó el anciano, mientras tomaba asiento junto a él—. Esperaremos sentados. Mis rodillas van a estar agradecidas.
Gonzalo abrió otra cerveza, le dio un largo trago, y al bajar la lata, se encontró con la mirada del anciano.
—¿No me piensa ofrecer una?
El joven dudó, ya que creía que a la edad del viejo podría hacerle mal, o quizá, podía llegar hasta a matarlo.
—Si hasta ahora la vida no consiguió matarme, no creo que lo logre una minúscula cerveza —pronunció el telepático anciano.
Gonzalo tomó una lata del paquete y la ubicó a su lado.
—¿Podría abrirla por mí? —pidió—. La motricidad fina es algo que también he perdido con el correr de los años.
El joven le hizo el favor, y acto seguido, acompañó la lata hasta que llegó sana y salva a las temblorosas manos del anciano.
—¿Cómo es su nombre, joven?
—Gonzalo, o Gonzo, como quiera decirme.
—En ese caso, lo llamaré Gonzalo —aclaró—. Gonzo me suena algo soso.
—Empiezo a tener la sospecha de que usted es una persona muy solitaria, señor.
—¿Cómo lo supo?
—Por su capacidad para hacer nuevos amigos.
—Me ha llevado muchos años perfeccionar tal capacidad —bromeó el anciano, o eso creyó Gonzalo—. Pero no, soy una persona solitaria por otros dos motivos. El primero, porque todo gran escritor debe hacer algún sacrificio ante los dioses de las palabras, y yo he elegido sacrificar la compañía de otros seres humanos.
—¿El segundo motivo?
—Es que todas las personas que conocía están muertas. Les he ganado a todas, o tal vez he perdido. No lo tengo muy en claro.
Entretanto la sinfonía de disturbios se hacía oír desde afuera, Gonzalo sintió el impulso de alejarse del mundo real, aunque fuese durante un instante, para poder viajar a su lugar favorito en el universo: la imaginación.
—Así que es escritor —dijo.
—Exacto.
—Cuénteme una historia, entonces.
El anciano bebió por primera vez de su lata, saboreó el líquido como si se tratase del elixir de la vida, y después se dirigió al joven.
—No sabe ni mi nombre, y quiere que le cuenta una historia.
—No creía que fuese algo importante.
—¿Mi nombre no es importante? —El anciano razonó al respecto—. Tiene un buen punto, Gonzalo. Ni siquiera lo he elegido yo mismo, así que no es trascendente a la hora de conocer mi persona.
—¿Me va a decir su nombre o no?
El anciano titubeó unos instantes.
—Alexander.
Gonzalo examinó su actitud, frente a él tenía a uno de los seres humanos más antiguos del mundo, pero curiosamente, su mirada seguía pareciendo la de un niño.
—Acaba de inventarse un nombre, ¿cierto?
—Sí, lo he hecho —confesó el anciano entre risas.
—Bueno, en ese caso… Alexander, ¿me contará una historia o no?
—Conozco muchas historias.
—Elija una.
—No —pronunció el anciano—. Elíjala usted.
—¿Cómo es posible eso?
—¿Lo ha intentando?
—No.
—Entonces, inténtelo, y quizá así, descubra la manera de hacerlo posible.
Gonzalo se detuvo a analizar eso último. Se sentía entusiasmado por encontrar el modo de elegir una historia; aunque no lo había experimentado hacía mucho tiempo, podía reconocer el entusiasmo al instante. El joven clavó su vista en el anciano, y lo observó a través de la tenue iluminación que los rodeaba. Entre la oscuridad, un brillo llamó su atención. Cuando hizo foco en aquel fenómeno, notó que el longevo llevaba un fino collar alrededor de su cuello.
—Alexander, quiero oír la historia de su collar —dijo Gonzalo sin dudar.
El anciano introdujo una mano dentro del cuello de su camisa y liberó el objeto por completo, de un extremo de él colgaba un relicario con forma de corazón.
—¿Este collar? Lo hallé mientras navegaba, encerrado dentro de una botella que vagaba perdida por el océano.
—¿Esa es toda la historia?
—Resumida.
—¡Alexander! —Ya le había tomado el gusto a llamarlo por su inventado nombre—. Esa no es manera de contar una historia. ¿Qué clase de escritor es usted?
—Uno que sabe economizar palabras.
Gonzalo se resignó, e inclinó la lata sobre sus labios para beber todo el contenido que le quedaba.
—Supongo que vamos a quedarnos dentro de este ascensor para siempre, Alexander.
—No se preocupe, Gonzalo. Para siempre suele durar menos tiempo del que pensamos —agregó el anciano, mientras rozaba el relicario con la punta de sus dedos—. ¿Quiere oír la historia del collar o no?
—Ya me ha contado el final.
—¡Oh, en esta vida el final es lo que menos importa! —exclamó el anciano.
Gonzalo quiso hacerle saber lo adecuado que había sido aquel comentario para la ocasión, pero se detuvo cuando recordó que no quería ser quien le informara que el mundo se estaba acabando. Abrió otra lata de cerveza, y la chocó despacio con la que tenía el anciano entre sus manos, invitándolo —u obligándolo— a brindar.
—¡Por la poca importancia que tienen los finales! —dijo Gonzalo, con la sensación de que aquella frase había sonado mejor dentro de su mente—. Por favor, continúe con la historia, Alexander.
—Bien, esta es una historia que jamás ha sido contada. Usted será la primera persona en oírla. Es una historia que habla de dioses y mortales, de emociones y raciocinio, de la vida, de la muerte y de todo lo que se encuentra en el medio. Esta es la historia de Alexander y Soledad.
—¿De verdad? ¿Esos son los nombres? —preguntó el joven, sintiéndose algo subestimado.
—¿Quiere que cuente la historia o no?
Gonzalo se disculpó, y le hizo un gesto para que continuara con su relato.
—Alexander y Soledad vivían en el pasado, en un lugar al que ningún otro mortal podía siquiera llegar a echar un vistazo. Ningún mortal, es cierto, pero los ojos de los dioses podían observar aquel sitio sin ningún obstáculo.
»Afrodita, diosa de lo erótico, fue quien desde el panteón echó un vistazo por primera vez hacia ellos dos. Asombrada, los observó durante días, semanas y meses. Se sentía hipnotizada por la relación que mantenían Alexander y Soledad. En aquel vínculo entre humanos no había ninguna disputa inconsciente de poder, ningún malentendido o mentira, solo sinceridad, empatía, curiosidad y respeto. Sin embargo, lo que había asombrado a Afrodita sobre todas las cosas, había sido la manera en la que copulaban aquellos dos humanos. Lo hacían como si sus cuerpos hubieran sido tallados para crear juntos una sola forma, lo hacían como los dioses.
»Una noche, Afrodita reunió al resto de sus pares en el monte Olimpo para que también pudieran ser testigos de su erotismo. Así fue que todos, dioses y diosas, cayeron también bajo el hechizo de atracción que generaban aquellos dos simples mortales. Afrodita se atribuía a sí misma el poder de aquel hechizo, argumentando que era el erotismo y el amor lo que creaba el balance perfecto entre ellos dos.
»Atenas la interrumpió y contradijo, la diosa de la sabiduría tenía una visión aún más aguda. Atenas afirmó que el hechizo de su relación recaía en la sapiencia que tenían sobre el otro. Sus cuerpos encajaban a la perfección, sí, pero sus mentes lo hacían de un modo que la simple carne jamás podría experimentar.
»Furiosa, Afrodita echó un intenso vistazo hacia Ares, su amante secreto, en busca de otra opinión. Para mantenerse relativamente neutral —no estaba en su naturaleza responder de un modo que no fuera bélico— agregó que no importara lo que los uniera, de igual modo, como con la mayoría de las relaciones entre los humanos, terminaría en una guerra.
»Hera, diosa del matrimonio y del parto, se sintió algo confundida al descubrir que Alexander y Soledad no solo no tenían hijos, sino que tampoco habían contraído matrimonio.
»A lo que Hermes agregó que la teoría de Afrodita carecía de fundamentos, ya que Alexander y Soledad parecían no intercambiar votos de amor en lo absoluto, ni siquiera un simple y claro te amo. Tras ese comentario, Afrodita tuvo que contenerse para no golpear a Hermes de lleno en esa estúpida cara que tenía.
»Poseidón quiso apaciguar las aguas, y cambió de tema haciendo hincapié en que Alexander era marinero, pero Afrodita ni siquiera lo escuchó. Desafortunadamente para Poseidón, ella nunca lo hacía, y por el contrario, ¡cuán atraído se sentía Poseidón hacia ella! Eran sus aguas las únicas en las que realmente quería sumergirse.
»Artemis, diosa de la caza, se sumó al debate y aclaró que Alexander era pescador, lo cual lo acercaba aún más a la caza que a la navegación; Artemis nunca había entendido que Poseidón no estaba compitiendo por el mérito del hechizo.
»Entonces, Afrodita, volvió a tomar la palabra, y anunció que bajaría a la tierra de los mortales e iría al pasado en busca de Alexander y Soledad, para demostrar que el hechizo que los unía era el del amor. Ninguno del resto de los dioses pareció darle demasiada importancia, a excepción del pobre Poseidón, quien le prestaba suma atención no importara lo que ella dijese.
»Afrodita atravesó la tierra y el tiempo de los mortales, hasta llegar a la pequeña choza en la que vivían Alexander y Soledad. Se presentó como tal, y explicó el motivo de su visita, quería descubrir con qué estaba preparado el hechizo que los unía. La invitaron a pasar, y los tres se sentaron junto al fuego.
»Fue Soledad quien decidió tomar primero la palabra, poco sabía que sus dichos enfadarían a Afrodita. Soledad le aseguró que la pócima estaba preparada con sinceridad, empatía, pero más que nada, raciocinio. Ocultando su fastidio, la diosa les preguntó sobre el amor que sentían por el otro. Pero Alexander se encargó de hacerle saber que no había amor entre ellos dos. Se negaban a encerrar todo lo que sentían por el otro en una diminuta palabra de cuatro letras. Esas fueron las palabras exactas que utilizó Alexander.
»Poseída por la ira, Afrodita se puso de pie y se quitó la bata para descubrir su cuerpo por completo. Anunció que, en ese caso, Alexander y ella tendrían sexo hasta que él pudiese descubrir realmente el verdadero significado del amor. Tras oírla, Alexander y Soledad intercambiaron miradas, lo cual los llevó a terminar riéndose en la cara de la diosa más bella de todas.
»Completamente avergonzada, Afrodita preguntó qué les generaba tanta risa. Alexander le aclaró que, aunque agradecía su invitación, prefería rechazarla. ¡¿Cómo era posible que pudiese rechazar el cuerpo de Afrodita?!, se preguntó la diosa. Ella ignoraba que la razón era el ingrediente más poderoso del hechizo.
»Afrodita volvió completamente iracunda al monte Olimpo, en donde la esperaba Poseidón; siempre la esperaba Poseidón. Le pidió que la ayudara a vengarse de aquellos dos irrespetuosos humanos, sabía que Poseidón jamás le negaría algo. Él haría lo que fuese por tener el honor de encontrarse en compañía de su belleza, aunque eso significara tener que lastimarla. Al principio, Poseidón quiso negarse, pero Afrodita le aseguró que para ella el dolor y el placer eran una misma cosa. Así que el dios del mar tomó su tridente, y con una de las puntas, hizo un corte en la muñeca izquierda de Afrodita. La sangre comenzó a caer como una cascada, hasta chocar contra el suelo. Y allí, sobre las rocas, la sangre de la diosa fue cobrando vida hasta convertirse en un collar del que colgaba un relicario con forma de corazón.
»Afrodita esperó a que Alexander emprendiera uno de sus viajes de pesca, no porque necesitara que Soledad se encontrase sola, sino porque necesitaba que Alexander estuviera navegando las aguas. La diosa visitó la choza una vez más, y se sentó junto al fuego en compañía de Soledad. Cuando se le preguntó el motivo de su presencia, Afrodita respondió que, luego de pensárselo dos veces, había concluido en que el hechizo que los mantenía unidos era merecedor de una verdadera admiración, y como demostración de su fascinación, llevaba consigo una ofrenda para ella.
»La diosa tomó el collar, hecho de su propia sangre, y extendió sus manos para ofrecérselo. La ingenuidad tomó posesión de Soledad, quien recibió el objeto y perdió su mirada en él. Era de un metal rojizo que brillaba aún más que el fuego. Sin pensarlo, envolvió su cuello en él y cerró así una maldición creada por los dioses.
»A kilómetros de allí, se encontraba Alexander navegando en su barco. Para sorpresa de él, de un momento a otro, las aguas comenzaron a tornarse rojizas. El marinero se paralizó frente a aquel océano de sangre. Navegó durante horas y horas, días y días, semanas y semanas, pero en ningún momento pudo encontrar la costa, solo veía un océano rojo, adonde fuera que dirigiese la mirada.
»Afrodita y Poseidón había unido fuerzas para forjar una maldición. Entretanto Soledad no se quitara el collar, Alexander quedaría atrapado en las sanguinarias aguas del océano, dando vueltas y vueltas por un triángulo que desde el monte Olimpo se veía con la forma exacta de un corazón. El Corazón del Océano, así lo había llamado Poseidón, era su obsequio para Afrodita.
»Alexander se encontraba atrapado en la nostalgia de Soledad, quien, al ver que pasaban los días, las semanas y los meses, y su no-amado no regresaba, se rehusó a quitarse el collar que envolvía su cuello, era un regalo de los dioses, sí, pero sucedía también que cada vez que acariciaba el relicario con la yema de sus dedos, su mente era invadida por recuerdos de Alexander. Sentía los recuerdos de ese pasado tan vívidos que no quería perderlos jamás.
»Pasaron los años, y Alexander seguía atrapado en El Corazón del Océano. Pasaron los años, y Soledad no se había quitado el collar ni una sola vez, ni siquiera en los momentos en los que se daba un baño. Ambos no solo desconocían la maldición en la que se encontraban, sino que tampoco eran conscientes de que la venganza aún no había terminado. Afrodita se tomó su tiempo, esperó durante años, hasta que la necesidad de tocar un cuerpo desnudo se volviese algo innegable en Alexander.
»Una noche, mientras el marinero dormía dentro de su embarcación, se le apareció Afrodita dispuesta a conseguir lo que una vez había deseado. Alexander se despertó sobresaltado, creía que estaba alucinando, tampoco sería la primera vez. Después de tantos años perdido, todo le parecía una gran alucinación.
»La diosa apoyó sus manos en el rostro del marinero para ayudarlo a calmarse. Lo penetró con su mirada, quería que se enamorase de ella hasta la locura, quería llenarlo de amor hasta que su mortal cuerpo explotase. Le preguntó si deseaba encontrar la costa y el marinero le rogó que le mostrara el camino. Entonces, Afrodita le explicó que la única manera de poder llegar a tierra era rompiendo la maldición en la que se encontraba, y eso solo lo conseguiría besando a su diosa. Había pronunciado aquellas palabras con nervios, le generaba ansiedad la idea de ser rechazada una vez más por ese mortal, de ser el caso, destruiría gran parte de su insegura autoestima.
»El marinero, sin siquiera dudar, acercó sus labios a los de Afrodita y la besó con todo su cuerpo, estaba dispuesto a hacer lo que fuese con tal de volver a ver a Soledad. Sin embargo, mientras se sumergía en los labios de Afrodita, se dio cuenta de que había abierto las puertas del Averno.
»A kilómetros de allí, se encontraba Soledad, en el pasado. Estaba sentada junto al fuego, bebía whisky directamente de una botella, y cada tanto, miraba la lluvia que caía del otro lado de la ventana, la misma rutina que llevaba a cabo hacía años. Su vida se había vuelto tan repetitiva como esas gotas que caían a borbotones del cielo.
»Soledad quitó el foco de la lluvia, y observó su reflejo en la ventana. Se observó con detenimiento al percatarse de que algo en ella ya no brillaba de la misma manera. El collar había perdido su tinte rojizo. Llevó sus dedos al relicario, pero para sorpresa de ella, ningún recuerdo de Alexander invadió su mente.
»Los dioses la habían abandonado, pensó Soledad. Sentía una gran ira hacia ellos, pero aquel sentimiento era opacado por la tristeza que le producía aceptar que los dioses también habían abandonado a Alexander.
»Soledad descolgó su abrigo y dejó la choza, con la botella de whisky encima. Se dirigió hacia el puerto más cercano, del que solía partir Alexander, y al llegar, no pudo contener las lágrimas. Atravesó el muelle, hasta llegar al borde, y desde allí observó el océano durante unos instantes. Así como el nacimiento de una ola, un impulso se apoderó de Soledad, y la hizo trepar la baranda. Se sentó allí, para poder beber la botella de whisky hasta vaciarla. Al terminar, se bajó de la baranda, decidida a quitarse el regalo que le habían hecho los dioses. Una vez que lo tuvo en sus manos, lo ubicó frente a sus nublados ojos. Quería que aquel objeto sufriera el mismo destino que los dioses habían elegido para Alexander.
»Encerró el collar dentro de la botella vacía, y le volvió a poner la tapa. Tomó envión y arrojó el objeto hacia el océano, y al igual que vio desaparecer la botella entre las olas, todos los recuerdos que tenía de Alexander también se esfumaron.