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UNA BELLEZA PARTICULAR

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–¿Qué? ¿Qué pasa?

Jorge despierta de madrugada sobresaltado. Se sienta en la cama mareado por la resaca. No vienen a él imágenes de sueños violentos ni el recuerdo de ruidos repentinos. Resopla para sacarse el susto. Quiere seguir durmiendo. Deja caer su cabeza sobre la almohada, todo el peso de su gran cabeza pelona. Mira el cielorraso que se va tiñendo de rojo, amarillo, verde; recuerda que en la esquina hay un semáforo, que está en la casa de sus padres y ellos no están hace mucho, que el dormitorio y la cama que lo acogen son su rincón de juventud, y la casa. Qué pena verla así. Cuando había llegado la noche anterior lo constató. Las paredes de la entrada descascarilladas por la humedad dejando ver el rastro de colores del pasado, capas de pigmentos entremezclados con recuerdos que él miró al llegar a medianoche, borracho y triste. Ahora al despertar mira otra vez la casa y apenas la reconoce y no puede creerlo. La casa abandonada de sus padres. ¿Tantos años han pasado? Las baldosas de la entrada están quebradas, se levantan por aquí y por allá como queriendo huir del abandono, pero son las raíces del gomero que él plantó junto a su madre que empujan desde abajo, y muestran que la vida sigue su curso a pesar de las ausencias: de la madre muerta siendo aún joven, muchos años después el padre. El gomero ya es un árbol robusto, frondoso, salvaje; un animal solitario que golpea las paredes cuando hay viento, rompe las tejas, extiende su sombra dejando una mísera entrada al lugar, y se arrastra sobre el tejado buscando donde echarse a descansar. Tal como lo hace él ahora caminando por la casa, subiendo al segundo piso, y tumbándose vestido. Ya no está en su casa; Laura sí, y el perro de ambos, y el canario.

Ya no te quiero: las palabras de Laura de la noche anterior. Ya no te quiero aquí: las palabras del padre otra noche hace muchos años. Eres mi único hijo: las palabras de la madre rogándole que no se marche de casa, la casa de los tres.

Cierra los ojos y se tapa la cara con las manos. Empezar de nuevo o terminar de una, con todo. Resopla. Inspira. Un aroma a café recién preparado entibia algo en su recuerdo: voces que suben trotando por las escaleras. Baja ya, Jorgito, llegarás tarde al colegio (la madre). Y él que se despereza a duras penas sin ganas de levantarse porque el colegio no, no es lo suyo. ¿Para qué? Estudiar tantos años para terminar ganando un sueldo de miseria como su padre. Esa no es vida, no su vida. O bajas ya o te vas en bus, te doy cinco minutos. Tú no tienes remedio (el padre). Resopla. Inspira. El aroma a café sigue en el aire y llena sus pulmones. Se levanta lentamente, camina hacia la puerta en puntillas. Se asoma por la baranda de la escalera y ve que un haz de luz fluorescente se cuela por la rendija de una puerta que ya no es tal, es solo un montón de tablas mal clavadas sobre lo que fue una puerta; la recuerda alta, blanca, con una campanita de bronce sonando al entrar en la cocina.

Baja la escalera saltando el peldaño que él sabe que cruje, quizá con el tiempo transcurrido cruje mucho más. Se acerca sigilosamente a la puerta tapiada. Escucha ruidos. Mira hacia los lados buscando algo para defenderse, pero la penumbra solo deja ver caprichosas siluetas de muebles que semejan personas sentadas allí, a oscuras, esperando. Lo recorre un escalofrío. Qué puede querer un ladrón en una casa herrumbrosa. Se acerca un poco más a la puerta. Espía por la rendija. Se sobresalta al ver en la cocina a una mujer que va y viene a sus anchas. Le parece bajita, delgada, ni linda ni fea. Más joven que él, pero nada del otro mundo. No es su tipo. Ella mueve la cabeza al ritmo de la música que sale de sus audífonos, muerde un trozo de manzana mientras vierte café en una taza. Sobre una silla descansa un bolso del que sobresale un rollo de terciopelo rojo. La mujer tira el resto de manzana y se sienta. Bebe su café acompañado de galletas de arroz con mermelada. Esas asquerosas galletas. Jorge está convencido de que no se puede confiar en las personas que comen esas cosas. Tampoco en las que se cuelan en casas ajenas como si nada. La mujer mira su reloj. Se levanta rápido. Prácticamente arroja la taza y el platillo al lavaplatos. Jorge mueve la cabeza con desagrado. Ella no aprendió a cuidar las cosas. Le parece ver los platos y cubiertos antiguos que él ha ido recogiendo de las calles por años, que han ido ocupando espacio y ganando polvo arrumbados sobre el refrigerador, junto a la lavadora, arriba del microondas, en cualquier rincón donde los pueda ver, porque las cosas antiguas atesoran una belleza particular frente a la cual él, simplemente, sucumbe. Belleza, dices, belleza, no seas ridículo (Laura). La mujer toma el bolso, apaga la luz y sale a la calle. Él corre hacia la ventana del living, quiere ver quién es, hacia dónde camina o si alguien la recoge, pero la ventana del living está tapiada, también la ventana que da al comedor. Solo la puerta principal permite la entrada y la salida a ese lado de la casa. No saldrá, no quiere que ella lo vea. Vuelve a la puerta de la cocina, mira por la rendija. Quizá podría sacar las tablas y recuperar ese espacio. Se arrepiente enseguida, el lugar que lo acoge en ese momento es su lado de la casa. Por suerte siempre lleva su llave junto a un amuleto con forma de luna creciente. Guárdalo, por si algún día vuelves (la madre). Deambular borracho y con lo puesto por esas calles húmedas y solitarias tratando de entender cómo se acaba el amor no es lo suyo. ¿Qué hará Laura con mis cosas?

Quiere saber más, ¿quién es ella? Espera un rato, no vaya a ser que a la okupa se le ocurra devolverse. Personas así son impredecibles, y pueden ser peligrosas. Sale al antejardín por la puerta principal agachado junto a la pared para que ningún vecino madrugador lo vea, entra al patio de la casa cruzando una pequeña reja de fierro. La puerta trasera de la cocina está sin llave, nunca la tuvo. Mira el pequeño surco que se dibuja desde esa entrada hasta el portón de atrás, un breve camino que se resiste a ser tragado por toda esa maleza que crece a destajo. La senda de la okupa. Entra sigiloso a la cocina tomada por esa extraña y enciende la luz. ¿Y si hay alguien más? No hay nadie. Están la mesa y las sillas de toda la vida, la cocina enlozada en blanco, la máquina de moler carne adosada en una esquina. Tus tiernas albóndigas, mamá. Y un poco más allá, junto al refrigerador, un calendario amarillento marcando el mismo año en que murió su padre. El tiempo es una foto. Se acerca a la cocina y huele el jarro de café. Aún está caliente. Se sienta en una silla que cruje bajo sus setenta y más kilos. Pon la mesa, hoy comemos aquí (la madre). Llora, se limpia los ojos con las manos sucias, como cuando era un niño. Llora. Se limpia los mocos con la manga de la camisa. Llora. Llora. Llora. Amanece. Mira la puerta del dormitorio de servicio. Entra. Un cobertor amarillo con flores rosadas, lilas y moradas se amontona sobre unas sábanas verde limón. Estos colores chillones no pueden ser de la mamá, son de la okupa. En el baño hurga entre cremas y potajes varios, la colonia huele a flores dulces y el cepillo de dientes está devastado, abierto en la mitad. Toma la peineta y la mira a contraluz. Tiene el pelo negro, muy negro, ensortijado. Pasa la peineta cerca de su nariz. No te metas en mis cosas (Laura). Suelta la peineta y sale rápido. Pone un poco de agua fría en el resto del café y se sirve una taza con mucho azúcar. Rebusca y encuentra cereales, papas fritas y nueces. Toma un poco de cada cosa. Para que no se note. Apaga las luces, sale al patio, orina largo junto a un árbol. Vuelve rápidamente a su lado de la casa.

Sentado en la cama come nueces y papas fritas mirando las paredes que aún cargan el color de aquellos años, pero vaya que lucen avejentadas, como él. Se tira de espaldas sobre la cama dispuesto a dormirse. Aún está algo borracho. Que descanses, hijo (la madre). Sonríe. Nunca llegarás a ningún lado (el padre). Se pone en posición fetal y se tapa hasta la cabeza.

Lo despierta un olor a ajo frito, pero él no lo sabe hasta que abre los ojos e inspira hondo. Saliva abundantemente. La cena esta lista (Laura). Se levanta de un salto y mira el suelo que pisa: un pedazo de alfombra desgastada y polvorienta. Está en la casa de sus padres. Se acerca a la ventana. Ya no te quiero, ya no soporto tus cosas (Laura). Le parece ver sus cosas en el living de la casa, en el dormitorio, en la cocina, en la bodega, en el patio. Abandonadas a su suerte. No quiere perder sus lámparas de todos los colores y tamaños, sus libros viejos, sus vinilos, sus muebles antiguos, el paragüero apolillado que cada semana revisaba fielmente para matar una que otra termita glotona. Bebe el resto de café. La taza. La okupa puede darse cuenta de que falta. No importa, es mi vieja taza. Baja en puntillas nuevamente y se instala tras la puerta tapiada. La mujer va en camiseta y calzones. Ahora le parece linda, las piernas, sobre todo, aunque sean cortas. Ella está escuchando música con volumen bajo. Tararea de tanto en tanto y mueve las caderas siguiendo el ritmo. Prueba varias veces la comida que prepara en una olla. ¿Me veo linda? (Laura). Sonríe viendo en las piernas cortas de la intrusa las piernas largas y tersas de su mujer. Debo hacer algo. No hace nada, salvo mirar por la rendija, salivar y aguantar los retortijones que pinchan y hacen ruidos crecientes en su barriga. Tiene que volver a su casa, porque también es su casa. Debe hacer algo con la intrusa también, pero ya verá, ya verá.

Se prepara para salir. Espera a que la okupa lave la loza, entre al baño, haga ruido. Ella entra al baño y él sale cerrando la puerta con llave, despacito. Se baja un poco la gorra. No quiere que lo vean, que lo reconozcan, tener que aguantar la buena cuna de los vecinos viejos saludando, ¿cómo va la vida, Jorgito? Y él: bien, bien. Mentira. Se necesita energía para mentir y él no la tiene. Solo le va quedando lo justo para volver, suplicarle incluso a Laura, jurar que se puede empezar de nuevo. Se lo dirá suavemente, con cariño, con palabras elegidas con pinzas como si de escribir un poema se tratara. Te amo, Laura. No, tiene que ser más esponjoso, envolvente, menos directo. Sube al bus y no paga el pasaje. Para qué, muchos no lo hacen. Entra a presión entre esos cuerpos apretujados, siente alientos en su cara, en su nuca, en una oreja. Se agarra a un pasamano junto a otra mano sudorosa como la suya, pero de mujer. Mira la cara de la mujer y se encuentra con sus ojos. Los rehúye y mira más abajo, se encuentra con el pronunciado escote de la mujer. Se pone nervioso. Levanta la vista y ahí están los ojos de nuevo. Gira la cabeza hacia un lado para buscar algún punto en el techo donde detener la mirada. Pero sus ojos vuelven pertinazmente al escote, luego a los ojos de ella, y al techo otra vez. Así varias veces. ¿Qué tienen los pechos de una mujer que tiran tanto? Le duele el cuello, se mueve un poco para darle la espalda. Logra ponerse de medio lado, la cadera girada hacia la izquierda, los hombros hacia la derecha.

Cuando llega a su casa, de la que ha salido la noche anterior, ya es media tarde. Le duele la espalda. Laura tendría que estar ahí. Pero no hay ni una señal de vida. Saca su llavero y trata de abrir la puerta, no puede. Intenta con otra llave y tampoco. Cambió la chapa. Pero si es mi casa también. Se encarama en la reja que da al patio, puede ver la montonera de cachivaches que se apilan por aquí y por allá: bicicletas antiguas, columpios de niños, caballitos de madera, sillas, mesas, esculturas, piedras talladas, y más. Mis cosas siguen ahí. Suspira aliviado. Esas no son cosas, son basura, basura, basura por todos lados (Laura). Mueve la cabeza apesadumbrado. Cuándo me vas a entender. Silba para llamar al perro, pero la mascota no viene. Orex, Orex. Podría romper la chapa, entrar y recobrar sus dominios. Búscate un lugar para vivir, esto se acabó (Laura). Podría saltar la reja y entrar igual y esperarla en la terraza, pero la reja es alta y de puntas aguzadas y él está muy gordo y ella ha sido tan enfática, cruel. No quiero verte en la vida (Laura). Se restriega los ojos, agita la cabeza. Un mal día lo tiene cualquiera, yo puedo perdonar, sí que puedo, ¿puedo? La llama por teléfono. Este número ha cambiado de dueño (el contestador). Lo intenta dos veces más. Nada. Se sienta en la acera a esperar. Laura no viene. Si al menos me diera el canario. Vuelve a la casa abandonada de sus padres.

Por el camino compra algo para comer. Come mientras camina, mientras va en el bus, mientras se acerca a la casa. Camina lento por esas calles de su infancia. La esquina para jugar a la escondida, la de su primer beso, la de su estreno a los puñetes y el ojo en tinta, la plaza para el fútbol. Solo cuando llega a la puerta y saca la llave recuerda a la okupa. Abre despacito. Se acerca lentamente a la rendija. Solo puede ver el perfil de los muebles de cocina apenas dibujados por una luz que llega del otro lado de la calle. Debe estar durmiendo. Sube al dormitorio. Se sienta sobre la alfombra y sigue comiendo. De repente le da por mirar debajo de la cama. Saca de allí varias cajas de zapatos llenas de diferentes cosas: soldaditos, canicas, postales, servilletas, llaveros, botellas, revistas. Una seguidilla de colecciones. Un sudor tibio empieza a mojar su frente, las manos, y hasta los pies. Mis cosas, mis primeras cosas. Han pasado unas cuantas horas desde que está ahí, pero recién ahora se va sintiendo en casa, de vuelta en casa. Entusiasmado rebusca en armarios y cómoda, la alfombra va quedando cubierta de cosas y más cosas, hasta que ya no tiene donde sentarse y se instala en la cama. Cruza las piernas a lo indio, lo mejor que puede, o lo mejor que le permite su abultada barriga. Contempla sus reliquias, imagina las que pueden venir, el cuarto lleno de ellas rodeándolo. Una suave tibieza se va extendiendo por su cuerpo. Se recuesta de lado sin dejar de mirar sus pertenencias y se va durmiendo.

Lo despierta un ruido. Varios ruidos. Al levantarse pisa una de las cajas de zapatos con sus colecciones. Cruje. No. Se deja caer en la cama y levanta los pies. Revisa el contenido de la caja, algunos de los soldaditos están rotos, pulverizados. No, no. Los roza suavemente con la punta de los dedos, se lleva los dedos a la nariz. Huelen a plomo, a piedra, a una montonera de años perdidos. Vuelven los ruidos. Pone la caja sobre la cama, se abre paso moviendo delicadamente sus cosas hacia los lados. Un sendero estrecho se va formando desde la cama hasta la puerta. Baja al primer piso con movimientos sinuosos, apenas perceptibles, como un tigre al acecho. Se para junto a la rendija y mira a la mujer. Ella está terminando aretes de cobre y alpaca, los va enganchando en el paño de terciopelo que saca del bolso. A ratos le da un mordisco a un pan que tiene sobre un plato, a ratos bebe un sorbo de café, a ratos se levanta y camina de un lado a otro de la cocina, en actitud reflexiva, o preocupada. Parece aburrida. De pronto enrolla el paño con los aretes y lo mete en el bolso. Guarda el trozo de pan en una bolsa y entra al baño. Él puede distinguir el perfil de sus nalgas cuando se agacha para algo. Trata de acomodar un poco el ojo para ver más, pero no lo logra. Escucha el ruido de la ducha e imagina el agua cayendo sobre su pelo negro, obligándola a cerrar los ojos, refrescando su cuerpo. ¿Hace cuánto que no me ducho? Le gustaría meterse bajo el agua y sentir el mismo frescor. Pero no puede, no mientras ella esté en la casa. Sube y entra al baño, rebusca en el botiquín con espejo. No hay champú, ni pasta de dientes, solo un pedazo de jabón resquebrajado y una peineta ennegrecida entre los dientes. Vuelve al dormitorio, sonríe al ver sus colecciones sobre la alfombra. Un pitido le avisa que su teléfono está a punto de quedarse sin batería, toma la chaqueta rápidamente y busca nervioso el teléfono para que no vuelva a sonar. Lo encuentra y lo pone en silencio. Saca el cargador de un bolsillo y lo enchufa y carga. Revisa por si hay algún mensaje o llamada perdida. Laura no ha llamado. Se acuesta otra vez pensando en cómo hacer para convencerla.

Lo despierta la claridad del día, o quizá el ruido de una rama del gomero que golpea suavemente la ventana al ser mecido por el viento. Las plantas se comunican de una sutil manera (la madre). Él debe lograr lo mismo con Laura. Busca en su ropero de tres puertas algo de ropa, encuentra polos, camisas, pantalones; cada prenda tiene tres tallas menos. Se sienta en la cama, se agarra el trozo de barriga grasienta que sobresale del pantalón, lo aprieta con fuerza hasta dejar la huella de sus dedos sobre la piel. Pone toda esa ropa sobre la cama y sigue hurgando en el ropero. Un buzo deportivo de algodón le va bien, algo ajustado, pero entra, igual que la chaqueta a juego, y las zapatillas. Tiene hambre. Busca los restos de la comida que compró ayer, solo queda un trozo de hamburguesa con el kétchup reseco. Se lo come igual. Sigue con hambre. En el baño bebe agua en cantidades. Necesita un café, y huevos, una fruta. La okupa. Toma el teléfono y baja lentamente las escaleras. Mira por la rendija. Espera varios minutos, la mujer no está allí. Vuelve a caminar medio agachado por el costado de la casa y entra a la cocina. Busca en el refrigerador, hay cinco huevos. Uno, solo uno. Lo prepara revuelto y lo come con un pequeño trozo de pan. Bebe un poco de café, está frío pero es igual. Una manzana y un plátano son las únicas frutas. No, ella lo notaría. Lava la paila del huevo meticulosamente y la deja en su lugar. Sale a la calle reconfortado, ensayando palabras, frases rebuscadas, alguna promesa para Laura.

Se detiene frente a su casa. Llama a Laura, solo escucha la voz calentona del contestador. Cabreado, deja un mensaje: Quiero mis cosas, y el canario, al menos. Intenta nuevamente con la llave. Nada. Se encarama en el borde de la reja y mira al patio. Sus cosas aún están ahí. Laura no. Un vecino se acerca a saludarlo. Se baja de la reja intentando inventarse una buena excusa.

–Hola Jorge, ¿te quedaste afuera?

–Sí, qué rabia. Laura está de vacaciones, y mi llave se estropeó, o la chapa.

–¿Y qué harás?

–Volver con Laura. Quizá la de ella funciona. Dejaré lo que vine a hacer para otro día.

–Seguro, sin poder entrar, te quedas en la calle.

El vecino sonríe. Jorge intenta una sonrisa. Se despide. Antes de perder de vista su casa se vuelve y la mira, es nueva, blanca, de un piso. Hay dos plantas desfallecientes en unas pequeñas macetas, junto a la entrada. Laura no habla con las plantas. Enrumba camino a la vieja casa de sus padres pensando en aquella entrada cubierta por el gomero. Es bella. La imagina como la entrada en una caverna, pero no cualquier caverna. Se sienta en la parada del bus pero no se sube a ellos, los va dejando pasar, los cuenta, compara los colores, calcula lo viejos que son por la carrocería soltando quejidos al pasar sobre la calle trizada. Mira a la gente que sube y baja con cara de agobio, una mujer carga a un niño, el pequeño lo saluda de repente con la manito, le sonríe, Jorge también. Ojalá crezca lento, ojalá no pierda la sonrisa. La madre se aleja con el niño que alcanza a mover la manito hacia Jorge una vez más. Algo de eso lo reconforta, se levanta y echa a andar. Por el camino se encuentra junto a la basura un cacharro de greda con forma de pato y dibujos indígenas. Le brillan los ojos. Se lo queda mirando un rato antes de recogerlo, lo toma rápido para que otro no se atreva a arrebatarle ese tesoro. Ya es su tesoro. Camina hacia la casa vieja cada vez más entusiasmado. Ya sabe dónde pondrá el cacharro, en su velador, junto a la cama, muy cerca.

Cae la noche cuando llega a la entrada de casa. Mira el gomero, la puerta apenas perceptible bajo el árbol. Es mi caverna. Entra rápido haciendo un mínimo ruido. Deja cuidadosamente el cacharro de greda sobre un peldaño de la escalera y se asoma a la rendija. Huele a comida, una sopa de pollo, quizá. Saliva. En media hora comemos, Jorgito (la madre). Tendría que haber comprado algo por el camino, pan al menos. Huele sabroso y la okupa no está. Traga saliva. Podría entrar rápido y sacar algo, solo un poco. ¿Y si vuelve justo en ese momento? La echaría, es lo que corresponde. No, no sabe si lo haría. La casa huele a hogar y es por ella. Una ligera nausea lo pone mal. Tiene que comer algo, pero no quiere salir a la calle otra vez, ha caminado mucho, está cansado. Sacaré un poquito, lo justo, que valga como alquiler. Se acerca rápidamente a la cocina mirando al fondo del patio, la ruta de la okupa. Nadie por ahí. Inspira hondo al entrar. El caldo está tibio, mete una cuchara y sorbe con placer. Es de pollo, sí. De hígados de pollo en realidad. Toma uno entero y se lo mete a la boca, la textura pastosa se le antoja un manjar, y pensar que de niño nunca le gustaron esas menudencias. Se mete otro en la boca. Ya está, ya está, que lo va a notar. Sorbe otro poco de caldo, toma un trozo de pan y saca cuatro granos de uva de un racimo que está sobre la mesa. Antes de salir corriendo ve sobre un mueble alto la palmatoria que usaba su madre en los tiempos de cortes de luz y toque de queda. Cuándo se va a acabar todo esto (la madre). Recuerda a la vieja rosario en mano pidiendo cada día paz en la humanidad. No sirvió de mucho, mamá. Toma la palmatoria y vuelve a su lado de la casa. Sube al dormitorio con sus dos nuevos hallazgos, los pone sobre el velador, junto a los granos de uva y el pan. Se recuesta mirándolos. Se duerme. Despierta con el olor a sopa. Llegó. Come un grano de uva. Baja y se para junto a la puerta. La escucha tararear una melodía pegajosa. Parece que le fue bien el día. Cuando acerca el ojo a la rendija puede ver la perfecta desnudez de la mujer. Se sobresalta. Se aleja un poco. Duda si seguir mirando. Se voltea y se encuentra con la imagen de los sofás en la penumbra, esperando. No me dirijas la palabra (el padre). Vuelve a la rendija, a la luminosidad de ese cuerpo desnudo aún húmedo de ducha. Ella apaga el fuego de la cocina, se sirve sopa. Él cruza los dedos pidiendo un poco de suerte. Que no note el robo. Ella vuelve a meter el cucharón, como revisando, chasquea la lengua y se sirve otro poco. Bien, bien. La mujer come pausadamente al tiempo que va pasando las páginas de una revista. Sus pechos tiemblan cada vez que lo hace. Jorge los imagina tibios. Cuando termina la sopa come algunos granos de uva, deja el plato en el fregadero, apaga la luz y entra al baño. Tararea. Luego se va la cama. Él se vuelve y mira los sofás sin querer verlos, sube rápido pero sigiloso a su cama. Despierta antes de que ella salga, aún está oscuro. Huele el aroma a café que ya inunda su lado de la casa. Se queda mirándola. Ella se sienta y se pone un calcetín, el dedo gordo se le escapa por un agujero, mueve la cabeza con desagrado. Gira la punta del calcetín y la dobla un poco hacia abajo, se pone la zapatilla. Su paño de terciopelo con aretes está sobre la mesa. Vende eso de noche. Por la mañana qué hará. Ella alcanza su bolso y sale. Él espera lo justo, va a la cocina y bebe café, busca las nueces y come dos. Se acerca a la cama en la que ella duerme, mira la huella de su pequeño cuerpo sobre las sábanas, roza la almohada suavemente, la huele; el perfume dulzón le recuerda algún tipo de caramelo, otra edad de su vida, la mejor de su vida, quizá. Vuelve al dormitorio pensativo. A nadie le falta Dios (la madre). Limpia su cacharro de greda con una camiseta, lo hace con verdadera dedicación, lo vuelve a su lugar. Se da una larga ducha sin dejar de pensar en los pechos temblorosos de la okupa.

Sale rumbo a su verdadera casa. Ya no piensa tanto en palabras bonitas. Quiere algunas de sus cosas, el canario ya no, no puede, la okupa lo escucharía trinar. Cuando se va acercando a la casa escucha el ladrido de Orex, el perro ladra porque sabe que Jorge se acerca, lo sabe desde que su amo se baja del bus tres calles más arriba. Se le ilumina la cara cuando ve a su perro. Mete la mano por entre las rejas y le rasca la cabeza. Laura lo observa desde una ventana, se esconde rápido detrás de las cortinas, pero Jorge la ha visto. Toca el timbre muchas veces. Nada. Deja el dedo pegado al timbre. Hasta que se funda o hasta que salgas. De pronto se abre la puerta.

–Ya basta. ¿Qué quieres?

–Quizá a ti no, así no.

–¿Qué dices?

–Mis cosas, quiero algunas cosas.

–Ya estás con eso. Las voy a tirar.

–No te atrevas a tocarlas.

Laura se acerca a la reja y abre. Orex se le tira encima a Jorge. Quién fuera perro, mi amigo. Lo abraza, le soba el lomo. Entra en la casa sin mirar a Laura. Toma dos maletas que va llenando con algo de ropa, sus vinilos, libros, adornos, tres pequeñas lámparas, una colección de lapiceros, lo que va pillando en el camino. Laura va tras él, en silencio.

–¿Dónde estás viviendo?

–Eso qué importa. ¿Te importa?

Laura se da media vuelta y lo deja solo. Él guarda algo más y toma las pesadas maletas. Sale a la calle sin decir nada. Ella lo sigue, se detiene en la puerta de la casa. Orex se acerca a su amo y lo olisquea. Jorge deja las maletas en el suelo y lo abraza.

–Si quieres te llevas el canario.

–Que cante para ti.

–Lo hará. ¿Y las demás cosas?

Jorge la mira desde la reja tratando de tranquilizar a Orex.

–Guárdalas en el pedazo de casa que me corresponde. Ya vendré por ellas.

Toma las maletas y se aleja pensando en sus nuevas cosas. Los ladridos del perro le causan un profundo malestar. Imágenes de cuando era un cachorro pasan por su mente como una flecha. Estarás bien, pero solo, esta casa para Laura no es más que un dormitorio. A duras penas llega a la casa vieja. Se la queda mirando parado en el antejardín. Mientras más descascarillada está la pintura en algunas zonas, más le gusta. Sube con dificultad al dormitorio. Pasa horas acomodando sus tesoros, hasta que ya no hay superficie donde poner algo más. El resto lo deja en el suelo, junto a sus colecciones de adolescente. El surco por el que transita de la cama a la puerta se va estrechando. Vigila que la okupa no haya llegado, se da una ducha para quitarse el polvo y el sudor. El hambre arremete de nuevo. Tendría que haber comprado comida, siempre lo olvida. Se come los granos de uva que quedan y el trozo de pan. Sale al pasillo, camina en dirección contraria a la escalera, se detiene frente a la puerta del dormitorio de sus padres. ¿Por qué siempre lo estás humillando? (la madre). Porque se lo merece (el padre). Quizá pueda entrar en algún momento, quizá no. Las cosas que están ahí adentro no son suyas, nunca lo fueron. Vuelve a la rendija. Ella no está. Se queda sentado en la escalera sin mirar los sofás. Espera. Llega la noche y ella no viene. Poco a poco y de reojo empieza a mirar esos sofás en penumbra, la oscuridad parece agrandarlos. Qué le pasa con esos muebles si nunca le tuvo miedo a la oscuridad. Será que no son sus cosas. Ya es hora de que te vayas, el tren no espera (el padre). Esta siempre será tu casa (la madre). Ya es mi casa, mamá. Mira los sofás y recuerda: su madre y su padre sentados allí la noche de su partida. Es la última imagen que guarda de ellos. Se levanta y se sienta en el sofá de su padre, inspira y resopla purgando algo. La noche avanza de la mano con el sueño. Sube a acostarse.

Lo despierta un ruido. Por qué tiene que ser tan escandalosa. Pega un ojo a la rendija, se queda largo rato mirando. La mujer corta trozos de cobre con formas de corazón y tréboles de cuatro hojas. Los golpea para aplanarlos, los lima en los bordes y les hace pequeños orificios por los que pasa los ganchitos de los aretes. De pronto algo se agita en el hueco de la rendija estorbando su visión, algo que se mueve sinuosamente. Una araña.

–Mierda.

Se restriega los ojos. La araña huye. La mujer deja caer la lima de metal.

–¿Quién está ahí?

Él se tapa la boca, la aprieta con fuerza. Debe decir algo, mejor no. Se queda muy quieto deseando que la mujer haya confundido su voz con cualquier otro ruido.

–Si no se va, llamo a la policía. Ahora.

Toma el teléfono rápidamente, lo blande como una espada. Jorge se desconcierta. ¿A la policía? Pero si es mi casa.

–La policía para ti por violación de la propiedad privada –dice finalmente.

La mujer mira hacia la rendija, su bolso, la puerta de salida.

–¿Quién eres?

–El dueño de esta casa.

–No te creo, está abandonada hace años.

–Estaba.

–¿Cómo sé que eres el dueño?

–Porque yo lo digo.

–No basta.

No sabe qué decir. Esta nunca será tu casa, fuera de aquí (el padre). Un escalofrío lo remueve. Deja a mi hijo, no le pegues, no le pegues (la madre). No tiene escritura de propiedad, ni algún papel de herencia, nada. Si hubieras muerto después de él, mamá, yo habría vuelto.

–Hay fotos, hay fotos mías arriba, tengo un álbum.

La mujer se acerca lentamente a la puerta tapiada, mira hacia la rendija de lejos, luego de más cerca, cada vez más cerca.

–¿Y si eres un ladrón, un asesino?

Jorge suelta una risa que lo sorprende también a él, una risa cristalina, infantil.

–Me han dicho de todo, menos eso.

–¿Pero quién eres?

–Yo debería preguntar eso, tú eres la okupa. Eso es ilegal.

La mujer pone las manos sobre las tablas, está casi pegada a la rendija. Un ligero brillo en sus ojos delata miedo. Él sabe que puede provocar eso en las personas, y le gusta, pero no sabe por qué. Ya no puedo confiar en ti, nadie puede hacerlo (Laura).

–¿Qué haces aquí? –dice él.

–No estoy de vacaciones.

–Sin bromitas, eh.

–Apenas tengo dinero, soy del norte y estoy sola.

–Búscate un trabajo.

–Ya tengo uno, no alcanza. Y no puedo con otro.

–No es mi problema.

–No, no lo es.

Eres bueno, Jorgito, ya verás como las cosas te irán bien (la madre). Un zángano, eso es lo que eres (el padre). Se aparta un poco de la puerta, niega con la cabeza, mira la foto de boda apenas coloreada de sus padres. Yo no soy como él.

–¿Estás ahí? –dice ella.

Él acerca el ojo a la rendija.

–Cocinas bien.

–¿Qué?

–La comida que preparas huele sabroso.

–¿Hace cuánto estás aquí?

–Eso no importa. Te puedes quedar con una condición.

Ella achica un ojo, lo acerca a la rendija, parece querer verlo mejor, adivinar algo.

–Tienes que cocinar para mí.

–Pero si apenas me alcanza para comer.

–Yo compro, tú cocinas.

Ella se retira un poco. Sonríe levemente.

–¿Cómo sé si puedo confiar en ti?

–No sabes –dice él.

Ella vuelve a retirarse un poco, cruza los brazos bajo sus pechos, reflexiona.

–¿Por qué lo piensas tanto? –dice él–. No tienes adónde ir. Yo sé lo que es eso. Y es feo.

–¿Por eso estás aquí?

–Eso no te incumbe.

Ella asiente. Él mira como se restriega las manos, nerviosa.

–Te dejaría la comida en la puerta de entrada, cada noche. Porque estoy fuera todo el día.

–Como quieras.

–¿Como yo quiera?

–Sí, tú serás la mujer de la casa.

–No te pases.

–De tu lado de la casa. No está permitido que entres al mío.

Ella se acerca a la rendija, mira fijamente el ojo de Jorge.

–De acuerdo –dice–. Pero tampoco está permitido que entres tú a mi lado. ¿Vale?

–Vale. Otro punto: quizá vaya guardando algunas cosas en el patio, cosas que a ti te parecerán cachivaches, pero que para mí son importantes. Prohibido botarlas.

Ella se aleja de la rendija. Él observa su cabello negro, muy negro, ensortijado. Ya no te quiero, nadie me ha hecho todo lo que tú me has hecho (Laura).

–¿Qué pasa? –dice ella.

–Nada, nada, ya nos iremos conociendo.

Árboles sin sombra

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