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PARTERAS Y ENFERMERAS PORTEÑAS.

TRABAJO, PROFESIÓN Y PRÁCTICAS (BUENOS AIRES, 1920-1950 )


Ana Laura Martin

En 1935, la Asistencia Pública porteña llevó adelante una serie de exámenes a todas las enfermeras que se desempeñaban en los hospitales e instituciones dependientes del municipio. Los conocimientos evaluados tenían como referencia los programas impartidos en la principal escuela de la ciudad, la Escuela Municipal de Enfermería Cecilia Grierson. Con el resultado de las evaluaciones, el gobierno porteño logró poner blanco sobre negro una situación inocultable en la década del 30: el 76 % de las enfermeras que trabajaban para el municipio no habían recibido instrucción. Por otra parte, un porcentaje importante de las enfermeras evaluadas no calificaba para ejercer la profesión (Ciudad de Buenos Aires, 1936).

Entre las parteras, la situación era otra y muy diferente; sin embargo, no menos alarmante para sus agentes. Se trataba de una ocupación cuya calificación no estaba puesta en duda y contaba con el reconocimiento de la Universidad de Buenos Aires; estaba valorada dentro del esquema de las profesiones sanitarias, pero se encontraba frente a una serie de transformaciones que ponían en peligro la actividad. Hacia la década de 1940, el escenario del parto era muy diferente al de las primeras décadas del siglo, cuando la tarea de partear se erigió como un proyecto profesional de interés para las mujeres. La expansión del sistema de cobertura a mujeres embarazadas, partos y primera infancia en la ciudad de Buenos Aires había elevado el rol de las parteras en tanto vectores principales de los cuidados médicos pero, al mismo tiempo, las especialidades de la medicina y la división de tareas al interior de la profesión y de la atención puso en riesgo el parto a manos de las parteras frente al interés y mayor involucramiento de los obstetras en la atención de los nacimientos. Se trató de una tensión producto de la consideración del parto como un asunto específico y cada vez más ligado a la intervención de la ciencia que no solo se experimentó en Buenos Aires. “¿Debe haber parteras?” se preguntaba la primera partera universitaria brasileña, Mme. Doroucher, y solicitaba mayor calificación y exigencia a la enseñanza de sus colegas para alentar la imagen y la legitimidad de una profesión que tenía competencia en la obstetricia ejercida por los médicos (Mott, 1999a).

La cantidad de nacimientos asistidos en instituciones y en manos profesionales fue creciente a partir de mediados de la década de 1920. En 1924, más del 80 % del total de los nacimientos registrados en la ciudad se atendían fuera de los hospitales. A mediados de la década de 1940, esa relación había cambiado notablemente y casi el 60 % de los partos se realizaban en hospitales de gestión municipal, en otros hospitales o en sanatorios privados ubicados en la ciudad.

Por diferentes motivos, pero en un mismo escenario, enfermeras y parteras se ubicarán en los años 30 en una coyuntura que anunciaba cambios y nuevos límites en el ejercicio de sus profesiones. La salida de esa situación fue definitoria para el desarrollo de ambas tareas en las décadas siguientes.

En los últimos años, la investigación histórica en la región ha mostrado su interés por las profesiones y ocupaciones feminizadas y ligadas al sistema sanitario, como la enfermería y partería (Wainerman y Binstock, 1992a) (Wainerman y Binstock, 1992b) (Mott, 1999b) (Mott, 2001) (Mott, 2003) (de Castro y Farías, 2009) (Ramacciotti y Valobra, 2008) (Martin, 2015). Este trabajo persigue abonar a esas líneas de indagación y pone el foco en las opciones que ambas profesiones tuvieron a su alcance en un escenario de cambios respecto de las necesidades sociales en torno de la atención de la salud. En la misma dirección, son de interés los proyectos que colectiva o individualmente pusieron en práctica enfermeras y parteras; y el modo en que el Estado interpeló a esas ocupaciones.

Parteras, partos y hospitales

En la década de 1930 se cristalizaron y destacaron de manera más evidente que en las décadas previas los diferentes dispositivos urbanos tendientes a cubrir con mayor eficiencia los problemas de higiene y salud y garantizar el crecimiento de la población, que se consideraba en niveles críticos (Armus y Belmartino, 2001)(Biernat y Ramacciotti, 2008). Esto estuvo acompañado con la formación sostenida de profesionales especializados como obstetras y parteras, entre otras tantas especialidades vinculadas a la salud. La envergadura de los cambios alcanzó la práctica de los partos, pero ahora ya no solo en términos conceptuales, como había sucedido a fines del siglo anterior (Zárate Campos, 2007) (Nari, 2005). En este período, las modificaciones fueron de tipo procedimental y de la mano de una obstetricia que ensanchaba sus campos de acción. Los obstetras, como grupo de expertos, se asentaron definitivamente como distinguibles de otras especialidades médicas y se lanzaron hacia las instituciones del Estado en áreas específicas. Esto puso al oficio de partear en una nueva coyuntura que precisaba cada vez más su campo de actuación y en colaboración o competencia con otros y otras profesionales. Visitadoras sociales y de higiene del servicio social de hospital, puericultoras y, más adelante, asistentes sociales aparecieron para completar el mecanismo de protección de la madre y el niño (Biernat y Ramacciotti, 2013)(Di Liscia, 2002).

En ese esquema y como parte del proceso de maternalización femenina, las mujeres tuvieron un lugar como vectores en la propagación de los saberes médicos e higiénicos para reforzar el vínculo entre la madre y el niño. Marcela Nari señaló que ese proceso se aceleró entre 1920 y 1940 y que puso en el centro el interés del Estado y de diversos sectores de la sociedad al binomio madre-niño (Nari, 2005, p. 19). Una parte importante de ese interés se tradujo en un dispositivo ampliado para la atención de los partos y en un desplazamiento de los nacimientos de los hogares a las instituciones1. Victoria Mazzeo y Raquel Pollero afirman que, durante la década del 30, el porcentaje de partos domiciliarios se redujo drásticamente de modo tal que en 1940 solo el 2 % de los nacimientos se produjo en el hogar (Mazzeo y Pollero, 2005, p. 12).

Si bien los hospitales y la ciudad tenían un sistema de cobertura para la primera infancia desde hacía varios años –al menos desde el centenario–, en los años de la década de 1930 confluyeron algunas fórmulas que se proponían atacar la mortalidad infantil y elevar (o mantener) en niveles aceptables la natalidad, apoyados en un discurso con rasgos eugénicos (Miranda y Bargas, 2011) (Eraso, 2017) (Biernat, 2005) (Vallejo y Miranda, 2004). De ese modo, se cristalizaron y destacaron de manera más evidente, que en los años previos, los diferentes dispositivos urbanos tendientes a cubrir con mayor eficiencia los problemas de higiene y de salud en lo que se depositaban las expectativas de crecimiento poblacional. Las políticas pro maternales en ese contexto, según Carolina Biernat y Karina Ramacciotti (2013), no solo se circunscribían a la protección de las madres –sobre todo de las obreras, para evitar los efectos del trabajo femenino en la reproducción de la prole–; también se extendieron a un arco de actores y problemas entre los cuales la asistencia de los embarazos, nacimientos y puerperios tenían lugar como elemento de importancia fundamental dentro del sistema de atención de la salud.

Sin embargo, conviene hacer algunas aclaraciones sobre los datos que consignan los nacimientos. La información sistematizada por la ciudad de Buenos Aires en los años analizados aquí, permite acceder a dos tipos de registro: por un lado, el relativo al movimiento hospitalario y del sistema de asistencia maternal, que facilita individualizar la atención de hospitales municipales y otros hospitales o maternidades de gestión privada. Por otro lado, el servicio de estadísticas municipales da cuenta de los datos colectados por el Registro Civil. En este caso, el criterio obedece a otras preocupaciones, relativas a la cantidad de nacimientos y ocurridos en la ciudad. Son fuentes de datos menos precisas, pues toman en cuenta los nacimientos con domicilio real en la capital o inscritos en ella, y pueden suponer alguna sobrerrepresentación de los nacimientos reales en la ciudad, aunque los registros distingan esa condición. A partir de 1933, la información proveniente del Registro Civil y sistematizada por el municipio distingue entre la cantidad de nacimientos que se produjo en casas de familia de los ocurridos en hospitales y en sanatorios ubicados en Buenos Aires.

Resulta interesante analizar el seguimiento de los nacimientos en la ciudad según el Registro Civil, pues agrega matices a la información que suministran los datos del movimiento hospitalario y de la asistencia maternal. Si se tiene en cuenta esta información, se puede afirmar que el aumento de los partos ocurridos en los hospitales fue rápido y estuvo acompañado por el descenso de los partos celebrados en casas de familia. Sin embargo, durante los años que transcurren entre mediados de la década de 1920 y fines de la década de 1940, cuando la expansión del dispositivo sanitario era evidente, la cantidad de partos en casas de familia descendió de manera constante, pero se mantuvo en niveles relativamente altos: de más de 21.000 partos en casas de familia en 1933 sobre casi 40.000 nacimientos totales a más de 13.000 en 1947, es decir, de más del 53 % en 1933 al 23 % en 1947 (Municipalidad de Buenos Aires, 1947).

El descenso más notable se puede verificar, en cambio, en la atención de los partos en domicilio por la asistencia de la ciudad. A partir de 1924, la ciudad de Buenos Aires comenzó a registrar los partos según el lugar en que se produjeran: en casas de familia o en hospitales de la ciudad. La atención en casas de familia que las estadísticas municipales tomaban en cuenta era la de los partos atendidos por el personal de los hospitales y puestos sanitarios, pero fuera de las instituciones. Es decir, se trataba de eventos prestados por los servicios sociales y de asistencia maternal de los hospitales. Esa forma de parir tuvo un movimiento particular que puede dividirse en dos momentos definidos. En los primeros años se elevó sostenidamente. En números absolutos, esto significó que en 1924, cuando la ciudad comenzó a registrar este tipo de partos, se atendieron 1.424 y, en 1929, cuando comenzó a descender la atención fuera del hospital, se consignaron 6.921 partos. Desde ese momento, el descenso fue sostenido y rápido; en 1947 se atendieron solo 120 partos fuera de los hospitales de gestión municipal (Municipalidad de Buenos Aires, 1947).

La tendencia a parir en el hospital tenía que ver con la facilidad que la ciudad ofrecía a través de sus servicios de atención maternal; a las nociones sobre el hospital o sanatorio como lugares menos peligrosos que antes, donde no se iba indefectiblemente a morir, y al efectivo discurso sobre la maternidad y el cuidado de la primera infancia que se desarrollaba en la ciudad a través de sus diferentes dispositivos. Algunos estudios realizados para Europa y Estados Unidos señalan que las mujeres recibían bien el nuevo escenario que se les ofrecía –parir en el hospital– y que no siempre resistían el cambio; por el contrario, lo elegían (Hilary, 1993) (Marland y Rafferty, 1997). Esa tendencia se habría asentado en las décadas siguientes, durante la segunda mitad del siglo XX, cuando el dolor comenzó a ser una cuestión de interés médico sobre la cual se podía actuar y las mujeres estuvieron más dispuestas a parir en el hospital (Felitti, 2011).

Sin embargo, no fue una cuestión automática y parir en el domicilio se mantuvo para las urgencias y para los casos de mujeres que los consideraron una opción que podía conservar todos los beneficios del parto seguro. Ese lugar fue el campo por excelencia que las parteras intentaron monopolizar, incluso limitando el ejercicio de otras y otros colegas.

Las parteras entre el hogar y el hospital

Lo que a inicios de la década de 1930 parecía definitivo, la institucionalización de los partos era una tendencia que las parteras adscritas a la Asociación Obstétrica Nacional (AON) en la década anterior ya habían logrado advertir2. A lo largo de los años siguientes visualizaron algunos de los problemas que la profesión auguraba. Los obstetras eran un actor –a veces una competencia– que podía recortar su mercado, se sumaban las instituciones y su capacidad de atender elevados números de partos exigiendo muy pocas parteras para realizarlos y con recursos técnicos complejos. Por otro lado, la disposición de un público receptivo a esas formas de parir hacía peligrar la tarea libre e independiente de las parteras. Finalmente, el sistema de atención maternal había incentivado otra serie de roles vinculados al cuidado de los niños y sus madres: visitadoras, puericultoras, enfermeras; en todas ellas, las parteras veían potenciales competidoras.

Con el objetivo de llegar a la mayor cantidad posible de parturientas, en especial a las madres pobres y trabajadoras, las maternidades del servicio de asistencia maternal se proponían utilizar diversos medios que incluyeron servicios de urgencia y traslado. Un ejemplo es el de la maternidad del Hospital Fernández, que desarrolló un servicio de urgencias y traslados en 1913 y, diez años después, agregó la atención en domicilio (Llames Massini, 1930, p. 22).

En efecto, en 1924, el sistema de atención domiciliaria de partos se extendió a toda la ciudad. Para acceder a esta posibilidad, se pretendía que la mujer embarazada concurriera previamente a consultorios externos para evaluar su condición y asegurar que la evolución del embarazo fuera normal y pudiera incorporarse a la asistencia ambulatoria, para luego parir en su hogar. Es decir, el sistema combinaba un servicio de profilaxis del embarazo con otro de atención de partos. Los casos de este tipo eran asistidos de manera domiciliaria mientras se mantuvieran sin complicaciones. Ese parto era atendido por una partera a la que la Asistencia Pública reconocía, a la que le pagaba per cápita y con tarifa diferenciada según se tratara de una primípara o de una multípara y del tipo de parto, distócico o no (Pérez, 1928, p. 6). Es decir, el cálculo para abonar honorarios de las profesionales se efectuaba según el tiempo y la complejidad del caso. En caso de distocia, la partera debía acelerar el traslado al hospital o procurar la rápida presencia del médico obstetra de turno en la sección.

Inicialmente, las parteras agremiadas en la Asociación Obstétrica Argentina fueron activas promotoras del servicio de asistencia a domicilio centralizado por la municipalidad. Los obstetras que lo promovían, en general directores de maternidades de la ciudad, eran cercanos a la AON, tenían diálogo frecuente con esa organización y lo habían difundido entre miembros para que alentaran a sus socias a ocupar los puestos que la Asistencia Pública ofrecía. Las parteras consideraban que el esquema era necesario y no abandonaron la posibilidad de integrarse al sistema, difundiendo la iniciativa entre sus socias y acompañando a sus colegas obstetras en la promoción del proyecto.

La atención domiciliaria tuvo una gran recepción; ayudó a complementar la asistencia que los hospitales porteños no podían proveer y a ocuparse de las urgencias o de las mujeres que se mantenían renuentes a atenderse en un hospital. Si bien el conjunto de las maternidades municipales estaba en aumento, el número de partos atendidos de manera sostenida no cubría la totalidad de los nacimientos. En el momento en que se dictó la norma de servicio domiciliario de partos, las maternidades porteñas tenían en su conjunto 548 camas para asistir 7.480 partos anuales, aproximadamente 62 por mes en cada institución. El número de partos atendidos con el servicio domiciliario creció en los años inmediatamente posteriores a su creación, y alcanzó su máxima expansión en 1929, para luego comenzar a descender (Ibíd., p. 7).

Para algunos obstetras, este modo de parto domiciliario inaugurado por la Asistencia Pública debía ser complementario y marginal dentro de las opciones de atención, pero para otros era el horizonte al que la obstetricia debía aspirar. Quienes se inclinaban por la segunda opción, los partos normales podían y debían tender a ser asistidos en el domicilio, para dejar los casos complicados en la esfera de la institución. Esto beneficiaba las finanzas públicas pues, según algunos médicos, los partos atendidos por parteras en domicilio eran decididamente más económicos, casi 50 % menos onerosos que los efectuados en los hospitales (Ibíd., p. 6). Esto tenía que ver con la baja remuneración que las parteras recibían en relación con los médicos y con la noción más bien conservadora que indicaba que el parto normal era un proceso fisiológico que había que saber monitorear y acompañar. Sin embargo, el horizonte era universalizar el hospital o el sanatorio como el lugar donde parir, línea en la que se inscribirían los obstetras que dirigieron las maternidades más desarrolladas técnicamente y con mayor número de camas, como Alberto Peralta Ramos y, en menor medida, Josué Berutti. Finalmente, la tendencia fue en el último sentido y el desarrollo del equipamiento urbano respondió al criterio generalizado del parto hospitalizado, pero no impidió que hubiera un período de convivencia entre diferentes modos de atender los partos.

Las salas de maternidad terminaron por imponerse en el criterio de atención. El desarrollo de ellas en los hospitales porteños fue de especial relevancia para que se incorporaran a la cotidianidad de la obstetricia técnicas de incumbencia médica y para expandir esas atribuciones. Las salas de hospital eran el lugar para desarrollar e incorporar métodos y modalidades como los dispositivos mecánicos para facilitar el parto, camas especiales, algunos cabestrillos que facilitaban el esfuerzo de las mujeres en la etapa expulsiva y técnicas ya conocidas, pero poco frecuentadas para acelerar el parto artificial. Los hospitales eran los lugares donde se ponían a prueba muchas de las nuevas técnicas y los espacios preferidos por los maestros de obstetricia para incorporarlas y difundirlas. La institución lograría instalarse como un lugar seguro y con capacidad de dar respuesta a diferentes situaciones que se podían producir alrededor del parto, como un espacio con recursos técnicos y humanos suficientes y calificados para resolver de manera eficiente cualquier situación del parto. Esta noción colaboró a fijar la idea que circulaba entre algunos obstetras acerca de que el parto exclusivamente fisiológico no era necesariamente el más frecuente, pues el parto normal o “rigurosamente fisiológico” se consideraba casi imposible, por lo que la mano del médico era inevitable y la institucionalización, forzosa (Berutti, 1933, p. 417).

A pesar de que en muchos sentidos el discurso médico acerca de la higiene y la medicalización del parto había sido exitoso dentro del gremio de las parteras, eso no resultó una razón suficiente para que mantuvieran un lugar más acomodado y gravitante en la atención de los nacimientos. Las parteras, en particular las enroladas en la Asociación Obstétrica Nacional que habían abrazado las indicaciones de la medicina moderna y que lograron establecer una suerte de sociedad con los médicos, principales voceros de las novedades científicas y cada vez más reconocidos por sus pacientes, solían demostrar su incómoda posición. Por un lado, afirmaban que seguían disputando el parto con falsas parteras o falsas diplomadas, un fenómeno que se extendió hasta muy avanzada la década del 40; por otro, compartían con sus colegas obstetras una parte importante de sus clientes. A esto se agregaban el crecimiento de las salas de maternidad y maternidades en la ciudad y la positiva recepción de las mujeres a parir en el hospital.

El gremio de las parteras visualizó la situación y no tardó en advertir que la competencia era cada vez más desigual y que sus posibilidades laborales se achicaban. Buscaron modos compensatorios que pudieran garantizar el trabajo de sus pares y demandaron que el Estado se retirara de ciertas áreas de atención. Entre las primeras estrategias, el gremio intentó definir una regla capaz de garantizarles o reservarles a sus colegas la exclusividad de una parte de la atención de los partos que les permitiera continuar su trabajo “por la libre”, es decir, a quienes ejercían el oficio de modo privado en el mercado del parto. Desde mediados de los años 20 y en varias oportunidades con posterioridad, solicitaron a las autoridades porteñas, a la Asistencia Pública y a las autoridades de la Facultad de Medicina, que impidieran a las colegas contratadas por las maternidades atender partos privados. De este modo, intentaban eliminar una parte de la competencia dentro del propio rubro, entre parteras. La requisitoria de la AON fue rechazada por el municipio porteño y durante toda la década del 20 el gremio de parteras insistió sobre este asunto sin éxito. Los argumentos en contra afirmaban que las contratadas por el municipio tenían exiguos salarios y no podía prohibírseles trabajar fuera del hospital (Asociación Obstétrica Nacional (AON), 1922, ff. 131 a 135).

En la visión de las parteras agremiadas, las colegas contratadas por las maternidades gozaban de beneficios extras: tenían un salario fijo y estable y contaban con casa y comida, pues eran internas del hospital y residían allí gran parte de la semana. Este sistema se superponía con otra práctica muy usual en los hospitales porteños, que consistía en contratar personal que se definía como “agregado” para completar las necesidades de la institución, pues no siempre alcanzaba con una o dos parteras internas, para cumplir con la regular demanda de una maternidad de la ciudad. Según el censo municipal de 1926, los hospitales porteños en su conjunto empleaban de manera asalariada a 23 parteras, pero mantenían contratadas a 16 parteras más, a las que se les pagaba por cada parto atendido. Estas eran “agregadas” a los hospitales o parteras que asistían a mujeres fuera de la institución, en el domicilio3 (Argentina, Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1928, pp. 99-110). En los años posteriores, esta situación se agravó y la contratación de parteras agregadas se extendió de diversas maneras, para cumplir con la atención en domicilio, como complemento en las salas de maternidad y afectadas a otras funciones del servicio social de los hospitales. Por otro lado, las instituciones podían apelar a las alumnas de obstetricia de la Facultad de Medicina como practicantes y ayudantes en las salas; esto aliviaba el trabajo y las finanzas del hospital.

Nuevos perfiles y nuevas estrategias

El esquema de atención del parto que se impuso entre los años 20 y los 40 modificó la actuación de las parteras en términos materiales y simbólicos y con esto, las estrategias que disponía el gremio para sostener la actividad. A principios del período, el menú de opciones había tenido entre sus fórmulas exigir a las autoridades algún mecanismo regulatorio que alcanzara a las beneficiadas por contratos con las maternidades o que limitara la cobertura del Estado sobre los casos que los y las miembros del gremio pudieran cubrir “por la libre”. Subsistía una idea entre las parteras, inviable, acerca de la posibilidad de ser las únicas legítimas hacedoras de los partos normales y celebrados en “público”, es decir, la atención realizada a la clientela particular que las contrataba. Una vez institucionalizados los nacimientos, las parteras organizadas a través de la AON no buscaron en los hospitales y maternidades mejores posiciones y espacios dentro de la obstetricia, sino que, por el contrario, mantuvieron la expectativa acerca de mantenerse en su posición de parteras libres como de profesionales liberales de modo similar al de los colegas médicos.

Las parteras, que con frecuencia habían sido el nexo entre la madre y el médico, se encontraban ahora en la situación contraria: dependían en mucho de la recomendación de los profesionales para ingresar a la escena del parto. En la década del 40, tenían de un lado los hospitales y maternidades, y del otro, la recomendación de sus antiguos socios:

Es ya costumbre que se ha arraigado mucho, y muy observada en miles y miles de casos, que muchos profesionales aconsejen al público de la clase media y buena internarse en los hospitales, recomendando muchísimas personas que estarían dispuestas a tener en su hogar una competente partera; pero tras el consejo del facultativo de confianza, desisten de esa idea y se internan en un sanatorio o en una maternidad, privándose así de la asistencia domiciliaria y de la consiguiente intervención de ellos mismos en caso necesario, privándonos de muchos partos. Es necesario que el médico sea nuestro amigo, nuestro protector y nos ayude a conquistar la confianza del público y no a alejarnos, como lo están haciendo (de Cenícola, 1939, p. 15).

Insistir en replantear la relación con sus antiguos socios era una estrategia que permite más de una lectura. Por un lado, era producto residual de un vínculo tradicional que médicos y parteras habían sostenido por varias décadas y que tuvo momentos de beneficio mutuo. Por otro lado, resultaba de las posibilidades concretas y efectivas de las parteras, que tenían a los médicos como los interlocutores más cercanos. En la ciudad de Buenos Aires el escenario de la atención de la salud se había ampliado: existían instituciones de diferente tipo de nivel y gestión y algunas formas de prestación de la salud de tipo privado o empresarial. Los interlocutores para el gremio de parteras tendían a ampliarse y se ampliarían aún más en los años siguientes, y la capacidad de reacción de los organismos de representación no siempre era rápida. Además, en el diálogo con el Estado los resultados no habían sido favorables; a pesar de la continuidad de los reclamos, las parteras mantenían cierto nivel de inestabilidad laboral, no tenían puestos asegurados en los espacios estatales de atención y la relación contractual con las instituciones no era clara ni uniforme.

Otras razones de orden específico alentaron a las parteras a insistir en recuperar los espacios que tradicionalmente habían ocupado. En primer lugar, las parteras seguían observando un nicho disponible en la ciudad que les permitía especular con recuperar su lugar como las parteras de las clases medias y acomodadas, que preferían parir en la privacidad del hogar. En ese sector resistente al hospital pretendieron instalarse con la mayor exclusividad posible, apelando a su tradicional rol de haber sido las primeras agentes de confianza de la mujer encinta, aunque ahora con la intermediación del médico obstetra. En segundo lugar, las parteras agremiadas continuaban considerándose, por sobre todo, profesionales liberales capaces de ofrecer su trabajo de manera libre.

Sin embargo, en la década del 40, el perfil de la partera independiente ya no podía ser el horizonte de la mayoría de ellas, y dentro del gremio se desarrolló una percepción crítica del cambio en varias dimensiones, que decantó en nuevas expresiones asociativas con un perfil gremial definido. Con más claridad que en los momentos previos a los reclamos por el mejoramiento de las condiciones de trabajo, se sumaron las reivindicaciones del oficio y de su jerarquización. Esto era factible sobre todo en la ciudad de Buenos Aires pues, como las propias parteras reconocían, allí el desarrollo de las maternidades había sido sostenido y se convertía en la fuente de trabajo principal para muchas de ellas. Por otra parte, era donde se verificaban de manera palpable los cambios en la organización del trabajo para atender el parto, ya que en las instituciones el rol de las parteras tal como había sido previsto por la obstetricia, subordinado a las directivas médicas, era una realidad cotidiana.

Las demandas específicas por las condiciones de trabajo que las parteras de las maternidades municipales sufrían, se multiplicaron. Los reclamos puntuales se centraron en el problema de las ad honorem y del exceso de horas de trabajo, y en las guardias demasiado extensas (Svetliza, 1940, pp. 19-20). El intendente porteño, el Concejo Deliberante e incluso el Congreso de la Nación fueron los interlocutores elegidos por las parteras. Existían regulaciones muy laxas respecto de los horarios de trabajo y de las guardias, que podían ser de más de 24 horas. Esto comprometía el trabajo externo al hospital que las trabajadoras pudieran ofrecer y, por primera vez, las parteras se compararon con otras mujeres a la hora de exigir mejores condiciones para su labor; se afirmaron mediante la invocación de los derechos que las obreras tenían: jornadas de trabajo limitadas, sábado inglés, feriados y fines de semana (Ibíd., p. 20).

Por otro lado, el perfil de las parteras se había diversificado y despuntaba una nueva generación, integrada por mujeres jóvenes recientemente graduadas que ocupaban lugares en los hospitales y maternidades, y que no estaban igualmente interesadas o no habían tenido las mismas posibilidades que sus antecesoras en la atención privada. Las parteras más tradicionales mantenían una mirada suspicaz sobre estas jóvenes que ocupaban lugares en los hospitales como agregadas o ad honorem. Finalmente, se generó una situación de enfrentamiento y las parteras de los hospitales pusieron en cuestión la capacidad de sus colegas, adjudicaron a los partos provenientes de “la ciudad”, es decir, a los iniciados y/o atendidos fuera del hospital, los principales índices de distocias (Casas, 1942, p. 2). Se trató de una cuestión que no alcanzó mayores dimensiones y fue resuelta rápidamente por la dirigencia del gremio, pero fue un signo notable de la diversificación de intereses entre las obstétricas. Nuevas maneras de ejercer la profesión tendían a imponerse y cualquier organización que pretendiera unificar la representación de las parteras debía tener en cuenta una variedad de situaciones que no estaban instaladas entre las tradicionales reivindicaciones del colectivo.

En la década del 40 surgieron cuestiones nuevas. Al trabajo en los hospitales municipales se agregó el que clínicas y sanatorios de gestión privada o filantrópica podían ofrecer. Esto representaba un escenario diferente donde “una moda” se imponía y habilitaba a que enfermeras y ayudantes no diplomadas ni habilitadas participaran de los nacimientos como colaboradoras de los médicos. En algunos casos, esto no era del todo nuevo: las instituciones altamente jerarquizadas tenían esta práctica, pero conforme la presión por la atención de los partos en instituciones aumentó y la diversidad de la gestión creció, esto resultaba más frecuente. Esa situación se agravaba en tanto las autoridades del área de salud no fijaban honorarios ni aranceles, algo frecuente hasta mediados de la década de 1940 para varios gremios de la salud. Por otro lado, resultaba cada vez más evidente que ya no era el Estado porteño el único interlocutor con el cual terciar para obtener mejores condiciones de trabajo, y eso exigía nuevas estrategias, entre ellas sumarse a otras organizaciones profesionales que disputaban medidas similares, como las asociaciones de médicos que lideraban esos reclamos y negociaciones (Ibíd., p. 2).

Una percepción diferente del trabajo de partear con raigambre en las condiciones laborales desmejoradas, en nuevos escenarios y frente a modos de parir y de asistir los diferentes partos, logró amalgamarse dentro de las organizaciones representativas de las obstétricas, que finalmente consiguieron establecer una serie de objetivos y reivindicaciones capaces de contener al universo ampliado de la profesión. Al promediar la década del 40, las parteras presentaron a la Secretaría de Trabajo y Previsión un petitorio extendido de sus reivindicaciones, donde lograron unificar las demandas laborales y las relativas al reconocimiento del oficio. Los diez puntos presentados pueden agruparse en tres dimensiones: la primera se refería al reconocimiento de la partería como una actividad más dentro de las artes del curar con incumbencias propias y exclusivas; la segunda tenía por asunto principal la regulación de la relación entre parteras y otros oficios, y la tercera, el mejoramiento de las condiciones laborales.

El primer aspecto era muy preciso y recuperaba una demanda más o menos explícita entre las parteras profesionales desde al menos principios del siglo XX. Las parteras solicitaban ser reconocidas en las mismas condiciones que otras tareas universitarias, es decir, mantener la autonomía de su actividad con independencia de otras profesiones y de este modo alcanzar las mismas prerrogativas que otras ocupaciones liberales. Esto significaba atender partos y a embarazadas sin la necesidad de derivación ni recomendación intermedia; poder ejercer medidas terapéuticas y de diagnóstico, y llevar adelante el ciclo completo del embarazo y el parto. En esas condiciones, las obstétricas se reservaban para sí la totalidad de los partos normales y de aquellos que pudieran producirse en el sector público y de manera privada. Para las maternidades debía reservarse la atención de las mujeres más pobres.

En la segunda dimensión o aspecto, más que en otros momentos, las obstétricas explicitaban el problema no formalizado, pero evidente de la subordinación de su intervención a las recomendaciones del médico. Tanto en el ámbito de la clientela privada como en la atención institucional, la intervención médica se había vuelto un problema latente, y de ello podían depender su trabajo y su autoridad sobre los asuntos del parto. Entre los médicos estaba asentada la noción de que la atención de las embarazadas por parteras solo era necesaria en el último trimestre del embarazo y en las etapas que consideraban más trabajosas del parto. Las parteras no ignoraban la importancia que los obstetras y médicos tenían sobre las nociones de lo seguro y conveniente en la arena de la salud en general, y en la década del 40 no encontraron otra alternativa que separar las esferas de incumbencias. Compartir o trabajar asociadamente con otros profesionales ya no era una alternativa que pudieran considerar viable ni conveniente. Un poco más allá fueron sobre la relación con los colegas obstetras, y solicitaron que el Estado reglamentara y controlara la atención de las mujeres embarazadas cuando era realizada por un médico. Apelaron a una fórmula que la AON había esbozado hacía varias décadas: la atención a las embarazadas siempre debía implicar la presencia de la obstétrica, incluso cuando estuviera a cargo un médico. En esta dirección, las parteras esperaban que el Estado colaborara para regular la relación de su actividad y todas aquellas que pudieran tener incumbencia entre las embarazadas, los partos y las puérperas.

Finalmente, el tercer aspecto, vinculado a las condiciones laborales, era muy claro. Los planteos de las obstétricas se referían a conseguir estabilidad en los cargos rentados, un escalafón dentro de los hospitales que fijara los salarios y límites a las jornadas laborales. A esto agregaban el pedido de regulaciones específicas para la jubilación de las colegas y medidas que aseguraran que las instituciones abonaran una cápita por los partos transferidos. Solía suceder que las intervenciones de las parteras iniciadas fuera del hospital y luego transferidas por motivos urgentes luego no fueran reconocidas ni abonadas.

A la luz del resultado definitivo, los reclamos de las parteras parecen no haber tenido repercusión en las autoridades; sin embargo, en una primera etapa obtuvieron gravitación y una parte de ellos llegaron a figurar en el primer decreto integral de reglamentación de las profesiones y oficios médicos, de 1944, que derogaba la antigua ley de 1877 (La Obstétrica Argentina, 1944). Ese decreto reconocía el trabajo independiente de las parteras en sus propios locales y para “atender mujeres en estado de embarazo, parto y puerperio normales”; además, sostenía que las embarazadas podían ser atendidas solo por parteras si se encontraban en el último trimestre. Esto cumplía parcialmente con una parte de los reclamos del gremio respecto de las condiciones para ejercer el oficio. Pero era fundamental que en el texto de la norma se consignara que las parteras, como los médicos, dentistas y otras ocupaciones de la medicina y de las “ramas auxiliares”, se matricularan con los mismos requisitos, es decir, con la acreditación de la carrera universitaria pertinente.

Esto último fue, sin duda, algo que las parteras celebraron, pues las colocaba en una escala menos asimétrica que la que en ese momento tenían. Si bien la regulación que hasta entonces las asistía las consideraba habilitadas para trabajar en las mismas condiciones, ser graduadas universitarias, la práctica en los últimos años les había demostrado que la diplomación no les garantizaba iguales condiciones que a los obstetras frente a las responsabilidades del parto. Su legitimidad se había erosionado junto con sus perspectivas de trabajar en la mayoría de los partos.

El posicionamiento de las obstétricas se reforzó con otras medidas estipuladas en el decreto, que les permitían realizar algunas técnicas terapéuticas muy específicas que hasta entonces estaban en una suerte de limbo legal, como corregir la posición del feto en situaciones muy particulares; practicar cateterismos y punción de membranas (rasgar la bolsa cuando era pertinente para facilitar el parto); colaborar con la expulsión cuando la posición del feto era normal, y seccionar y ligar el cordón umbilical, entre otras prácticas usuales. De manera mucho más limitada a urgencias o a situaciones críticas, se accedió a que las parteras practicaran episiotomías, ya difundidas desde fines de la década del 30 y consideradas propias del parto normal; suturas, y versiones externas. Quedó absolutamente prohibido que las parteras procedieran a “desalojar el huevo del útero”, es decir, terminar abortos en curso, o procedieran a realizar “raspajes”, reducir miembros, realizar versiones internas con feto vivo e inducir el alumbramiento artificial de la placenta o de los anexos. Todas estas operaciones eran frecuentes en partos que no podían considerarse siempre distócicos, pero tampoco obedecían al desarrollo fisiológico estrictamente normal.

Todo esto fue muy bien recibido dentro del gremio de las parteras, pues consideraban que la legitimación de sus actos llevaba a la posibilidad de mantener o recuperar su rol dentro del arte de partear y, en definitiva, venía a concretar algunas de las demandas históricas por el reconocimiento de su tarea. Pero, lamentablemente para las parteras, el decreto tuvo muy corto alcance y fue reemplazado al año siguiente por la ley Nº 22.212, que regulaba el ejercicio de la medicina, la odontología y las actividades auxiliares, pero excluía a las obstétricas, con lo que las colocaba en un limbo legal y frente a la desprotección laboral. La ley arbitraba fundamentalmente la relación entre los profesionales de la medicina y las instituciones de salud, pero las parteras no habían sido incluidas en esa legislación. El revés fue vivido como un “retroceso moral y material para todos los profesionales universitarios” (Asociación Argentina de Protección Recíproca, 1946, ff. 17-18) y fue casi definitivo para el gremio, que en adelante se concentró en conquistar mejoras en el orden del trabajo de sus socias a partir de su capacidad de negociación directa con las autoridades sanitarias y titubeó entre mantener la representación de las obstétricas de manera independiente y sumarse a otras organizaciones gremiales de mayor envergadura que fueran capaces de incorporar sus demandas.

La enfermería y las enfermeras en una coyuntura crítica

La situación de la enfermería en la década de 1930 expresó problemas de un orden diferente al de las parteras y obstétricas. Se trataba de una tarea poco reconocida, su calificación estaba permanentemente puesta en duda y el interés del Estado no la puso el tema entre sus prioridades. En estas condiciones, la profesión no lograba reclutar candidatas suficientes para mantener un mínimo de diplomadas calificadas y se reproducía un “círculo poco virtuoso”, que consistía en un déficit permanente de enfermeras diplomadas que alentaba a flexibilizar las exigencias de las instituciones y del Estado a la hora de contratar personal. En los hospitales porteños era frecuente que frente a la exigüidad de recursos para rentar de manera permanente “personal auxiliar” se facilitaran las prácticas ad honorem o con cargos “suplentes” o como “agregadas”, de personas que aspiraban a una contratación en algún momento. Todo esto alentaba la convivencia de diplomadas y no diplomadas dentro de las salas de hospital y reforzaba la tendencia a la desprofesionalización de la tarea y a su descalificación. Esto iba a contrapelo de las preocupaciones que el Estado porteño expresaba en relación a la salud de la población y señalaba un problema al interior de las profesiones médicas en relación a la educación adecuada del personal para las tareas “auxiliares de la medicina” (Belmartino, 1988, p. 43). La formación, la necesidad de aumentar la dotación de personal y las condiciones del ejercicio de la profesión, caracterizaron la situación de la enfermería.

La capacitación de recursos humanos, como la enfermería, había experimentado momentos muy particulares que podrían definirse como impulsos calificadores, muchas veces ligados a la iniciativa individual de algunas figuras y vinculadas a las necesidades institucionales de asilos y hospitales (Martin, 2010). Los primeros años del siglo XX fue uno de esos momentos, pero en la década del 30 las escuelas y los modelos de capacitación en enfermería estaban agotados y obsoletos; y el perfil profesional era cada vez menos calificado para las necesidades del sistema de atención. Las pruebas tomadas en 1935 por la Asistencia Pública fueron testimonio claro de esa situación y de las preocupaciones de los funcionarios públicos del área por el asunto.

En ese escenario se pueden ubicar diferentes voces que describieron el estado de situación. Entre las más calificadas se situaron enfermeras que habían alcanzado una posición destacada en la profesión, dirigiendo escuelas o capacitando a sus futuras pares y que, en algunas oportunidades, lograron ser interlocutoras de los funcionarios estatales y de los médicos. Por otro lado, sobresalió la singular observación de algunas enfermeras extranjeras que tuvieron oportunidad de conocer acerca del asunto en Argentina y en Buenos Aires, en particular.

Entre las últimas, se ubican las enfermeras norteamericanas que tuvieron posibilidad de tomar contacto con las escuelas de la región. La presencia de profesionales de origen norteamericano en la región, muchas veces se encuentra vinculada a la presencia de la Rockefeller Fundation (RF) y su impulso a la formación de enfermeras a través de las misiones de Cooperación Técnica de su departamento internacional. Uno de los primeros casos es el uruguayo, pero el más desarrollado ha sido el caso de Brasil a partir de 1923 y luego de la reforma sanitaria de Carlos Chagas que dirigió entre 1919 y 1926 las políticas sanitarias de ese país (Cueto y Palmer, 2015). La Misión Parsons –como se la conoció en Brasil por el nombre de Ethel Parsons, la enfermera que lideró la cooperación–, desarrolló bajo la dirección del Departamento Nacional de Salud Pública, la Escuela Anne Nery para la enseñanza de la enfermería en Río de Janeiro (de Castro y Faria, 2009, pp. 86-87).

La RF tuvo estrategias concretas en educación y formación de médicos y enfermeras, sobre todo a través de becas a EE.UU. y Canadá, con el fin de promover una suerte de “efecto demostración” y formulación de “modelos de enseñanza” capaces de difundirse en las regiones donde operaban por lo menos hasta mediados de la década de 1940. Varios autores han señalado que este tipo de campañas y tareas desarrolladas por la RF han tendido a ser de “ida y vuelta”, es decir, de cooperación, con los profesionales locales (Cueto y Palmer, 2015, p. 109) y que es necesario estudiarlas de manera específica y desde América Latina para no concluir que se trató de formas de “colonización de cuerpos y mentes”, como se ha interpretado para otras regiones y para avanzar en concepciones no esquemáticas que permitan observar su funcionamiento y su relación con el aparato estatal (de Castro y Faria, 2009, p. 77) (Lina Rodrigues de Faria, 2002, p. 566).

Algunos de los aspectos salientes de la Misión Parsons destacaban la necesidad de una enfermería integrada y conocedora de las necesidades reales de la comunidad, la formación de enfermeras capaces de atender a esas necesidades dentro y fuera del hospital, una educación sólida en términos técnicos bajo la modalidad de hospital-escuela; y un compromiso financiero del Estado con la creación de cuerpos profesionales de este tipo. A todo esto se sumó la fuerte presencia de las enfermeras profesionales como conductoras de este proceso a través de la independencia financiera y funcional dentro de las escuelas-hospitales (Pullen, 1935, p. 147). Varios de estos asuntos son parte de las ideas vigentes en el Consejo Internacional de Nurses desde la década de 1920, espacio de circulación de varias de las regentes y directoras de la Escuela de Río de Janeiro.

En Argentina no se han registrado campañas de la envergadura que tuvieron las desarrolladas en Río de Janeiro, aunque la RF apoyó investigaciones en el campo de la fisiología en varios momentos, realizó donaciones a proyectos concretos en el área de la enfermería y becó enfermeras para que se capacitaran en EE.UU.4. Sin embargo, pueden identificarse algunas líneas de coincidencia en lo que respecta a los modelos de formación profesional que advierten sobre el riesgo de descartar de plano la influencia de las misiones mencionadas y permiten pensar una circulación de ideas en torno a la formación de las enfermeras que se hace más evidente durante fines de la década de 1930 y principios de la siguiente.

En este sentido, las visitantes extranjeras adquieren relevancia. Una de ellas fue Bertha L. Pullen, una enfermera norteamericana que dirigió durante dos períodos la mencionada Escuela de Río de Janeiro. Pullen sucedió a la primera directora brasileña de la Escuela Anne Nery, por circunstancias muy particulares, y ejerció ese cargo hasta el año 19385. Luego de esa estancia tuvo la posibilidad de conocer Buenos Aires en el mismo año que culminó su gestión en la escuela brasileña y visitó las escuelas porteñas.

Otra de las visitantes y observadoras calificadas fue Jean Martin White, matrona regente de la Escuela de Nurses de la Universidad del Litoral en Rosario (UNL). White llegó a Rosario para instalarse en el Hospital del Bicentenario y organizar la escuela universitaria de enfermeras. La experiencia se inició en 1939; la escuela se inauguró en febrero del año siguiente, bajo el impulso de las reformas del Ministerio de Salud Pública y Trabajo durante la gestión de Abelardo Yrigoyen Freire; se interrumpió en 1943, aunque poco tiempo después fue retomada ya sin la presencia de White. A diferencia de lo sucedido en Río de Janeiro, no se trató de una misión técnica de cooperación, pero contó con el apoyo de la RF a través de donaciones especiales destinadas a la escuela de nurses y a otros proyectos de investigación desarrollados en el Hospital del Bicentenario, dependiente de la UNL.

Ambas, White y Pullen, coincidieron en la observación respecto de la situación de sus colegas en Argentina. Consideraron que la enfermería se encontraba en un estado de retraso respecto al desarrollo que la profesión había adquirido, que esto estaba vinculado a la escasa calificación de sus colegas y a que no había en Argentina “verdaderas escuelas de enfermeras”. Afirmaron que su entrenamiento necesitaba un “dramático ajuste y modificación de sus programas” y “un salto de cincuenta años hacia delante”, ya que tal como se encontraban las enfermeras mantenían condiciones similares a la de sus pares británicas y norteamericanas anteriores a la segunda mitad del siglo XIX (Pullen, 1940, p. 49). Se referían a la pobre organización académica en las escuelas, a lo poco aggiornados que estaban los programas de formación y el tipo de tareas que las estudiantes ejercían. Se referían, también, a la multiplicidad de tareas de escasa complejidad técnica que las enfermeras realizaban, que en muchos casos consideraban ocupaciones más propias de mucamas que de nurses, y al tipo de instrucción que se exigía, pues resultaba frecuente que muchas de las enfermeras en ejercicio nunca hubieran pasado por las aulas ni por las salas de instrucción (White, 1941, p. 666).

Por otro lado, coincidían en la orientación que la enfermería debía tener, sensiblemente diferente al modelo de enfermera “de hospital” –arraigado en las grandes ciudades de Argentina– y más preparada para enfrentar tareas de orden sanitario. Como la misión Parsons señalaba, las profesionales diplomadas en las instituciones educativas modernas debían ejercer en poco tiempo los roles de visitadoras de higiene (de Castro y Faria, 2009, p. 87). Consideraban al centro de salud como propalador de prácticas preventivas y confiaban y auguraban a sus colegas un rol fundamental en ese sentido. Incluso, afirmaban que cuando el porcentaje de pobreza y de analfabetismo, y los problemas sanitarios eran elevados, la enfermera de salud pública era más importante que la del hospital (Pullen, 1935, p. 149). Eran mujeres capacitadas que manejaban un lenguaje donde la prevención, la profilaxis y la salud pública eran claves de abordaje profesional. En esa concepción, las nurses bien preparadas eran un “factor de ventaja” a la hora de conocer la situación sanitaria de la población y las primeras en entrar al hogar pobre, en tener contacto con la madre humilde y con las familias obreras (Rothweiler, White, y Geitgey, 1954, pp. 17-18). Se trataba de piezas necesarias para los Estados que se interesaran por las condiciones de su población.

White y Pullen acordaban un modo específico de organizar la educación de la profesión. Consideraban óptimo que fuera en escuelas a cargo de enfermeras, con salas de aplicación y demostración en hospital, con preferencia en hospitales universitarios, es decir, el modelo de hospital-escuela. La proximidad a la universidad era una garantía de calidad y amplitud de los conocimientos, de modo tal que otorgaba mayores posibilidades a las futuras nurses que serían “misioneras de la salud” (Ibíd., p. 17), más allá de las salas, y se adecuaba a una preparación amplia, científica y capaz de atender los problemas de la comunidad que luego recibiría sus servicios (Pullen, 1935, p. 160).

La planificación del desarrollo de la profesión y sus límites

En este punto es interesante establecer relaciones conceptuales entre las observadoras extranjeras y las versiones locales sobre la situación, pues mucho de lo afirmado por las enfermeras visitantes mantuvo coincidencias con la evaluación que agentes del propio gremio de enfermeras realizaba en Buenos Aires a fines de la década del 30 y en particular en los primeros años de la siguiente; y sostiene líneas de continuidad con los proyectos que hubo para la reforma de las escuelas de formación de enfermeras. En general, se trató de enfermeras con roles de dirección en las instituciones porteñas más desarrolladas, como la escuela Cecilia Grierson dependiente del municipio porteño, la de la Conservación de la Fe o la dependiente del Instituto de Medicina Experimental de la UBA. La pertenencia al sistema educativo y sus lugares de dirección les permitió la circulación en congresos y reuniones científicas, que seguramente aceitaron los mecanismos de conocimiento e intercambio con otras experiencias de la región. Algunas de ellas habían sido comisionadas por organismos internacionales para conocer la organización del gremio y la educación que sus pares recibían en diversas ciudades de la región. Al mismo tiempo, tomaron contacto con las excepciones locales como la experiencia de la UNL (Rosario-Santa Fe) y la más remota de Tartagal (Salta). El conjunto de experiencias no solo les permitió una mirada más crítica acerca de la situación local; también les otorgó formar un criterio respecto de la educación, la administración y la gestión de la educación de sus pares a escala nacional.

Quien mejor expresa el desarrollo de esos nuevos criterios y, al mismo tiempo, es un eslabón conceptual entre los años previos al peronismo y la gestión en salud a partir de 1946, es María Elena Ramos Mejía, directora de la Escuela municipal de la ciudad de Buenos Aires, y luego miembro –junto con Hercilla Rodríguez Brizuela– de la Comisión de Cultura Sanitaria, que introdujo cambios en la educación de sus pares, durante la administración de Ramón Carrillo en la Secretaría de Salud Pública y luego en el Ministerio de Salud Pública (1946-1949/1949-1954).

Sobre un diagnóstico similar respecto del “retraso” en el gremio de enfermeras y desde la consideración de que una sociedad compleja demandaba algo más que el cuidado sobre los cuerpos enfermos, se expresó un proyecto de formación que se esbozó en el Primer Congreso Panamericano de Enfermería en Santiago de Chile durante el año 1942. El modelo de enseñanza se proponía para responder a las necesidades de la sociedad en su conjunto a través de la “enfermera sanitaria” –o de salubridad como se la mencionó en algunos casos–, capaz de entrar en el hospital y en la maternidad, pero también en la fábrica, en los hogares modestos y en las escuelas. Una profesional que pudiera aliviar el padecimiento, pero también enseñar, aconsejar y conducir una “obra social de magnitud” (Ramos Mejía, 1942, p. 116). Muchas veces esas versiones locales de la profesión se definían como sinónimo de una experta capaz de actuar frente a enfermedades concretas y en las campañas de lucha contra enfermedades “sociales”, como la tuberculosis o las enfermedades venéreas. Eran enfermeras visitadoras y no siempre estaba claro si se trataba de un nuevo perfil profesional o de una especialización de la profesión (Bruno, 1942, p. 12). Hacia la década de 1940, esto resultó más claro, y el perfil de la ocupación se definió con mayor precisión, se centró en ampliar la formación para garantizar la actuación en el hospital y fuera de él, no en uno u otro. La capacitación integral y amplia de las agentes era lo relevante y no tanto el territorio de acción.

Una enfermería a la altura de las necesidades de la comunidad no solo implicaba modificar los criterios de instrucción, también significaba una relación diferente con el Estado que debía reconocer, coordinar y reglamentar la profesión a fin de normalizar una situación no siempre clara para diplomadas y no diplomadas. Igualmente importante era el financiamiento y la autonomía de la educación que –en principio– debía quedar bajo la total autoridad de las enfermeras instructoras y directoras de las instituciones; y con las garantías de financiamiento estatal.

Una particularidad del proyecto local para la modernización de la profesión fue la educación básica y homogénea para todas las escuelas de enfermeras. Esto suponía un ciclo de instrucción general unificado de tres años que diera cuenta de las especialidades; y una renovación curricular que incorporara asuntos como “legislación social”, “higiene social”, “deontología”, “educación sanitaria”; y, más adelante, “organización sanitaria del país”, entre otros. Todo esto implicaba un compromiso del Estado dispuesto a cumplir con un rol de control de las instituciones, fiscalizador y garante de la credencialización de los agentes de la profesión (Ramos Mejía, 1947) (Torres de Noceti, 1942) (Ramos Mejía, 1942) (Bruno, 1942).

Sin duda, era una clara ruptura respecto de lo vigente: un cuerpo profesional de escasa formación como lo habían demostrado los exámenes de 1935; una convivencia entre diplomadas y no diplomadas como el propio Estado porteño reconoció; un Estado escurridizo en materia de reconocimiento profesional y financiero; y un paradigma de educación basado en lo curativo, fragmentado y al arbitrio de cada institución.

Los nuevos criterios adquirieron mayor dimensión y posibilidad en los años siguientes, cuando se desarrollaron propuestas concretas de formación curricular y un mayor compromiso del Estado con el asunto, durante los primeros años de la experiencia peronista. A través de la Comisión de Cultura Sanitaria (CCS), una comisión asesora de la Secretaría de Salud Pública de la Nación y creada ex profeso, la renovación de la enfermería profesional tuvo su primera posibilidad real de concreción con la creación de los cursos para instructoras y la posterior Escuela Modelo de Enfermería de Salud Pública. La CCS fue la primera instancia real de coordinación de la educación de las enfermeras a nivel nacional que se propuso modificar la educación de sus agentes de manera drástica.

En el seno de la CCS, hubo algunos asuntos rectores que se ubicaron en línea con lo que Ramos Mejía y algunas de sus colegas planteaban desde hacía unos años atrás: en primer lugar, unificar la educación de las enfermeras bajo un nuevo plan de estudios para todas las instituciones; en segundo lugar, regularizar la situación de las escuelas existentes –identificar las que podían alcanzar los nuevos objetivos y absorber las que no– y crear nuevas escuelas de carácter universitario en diferentes regiones del país que se adaptaran a los nuevos planes; finalmente, en tercer lugar, crear un ente fiscalizador en la órbita estatal para controlar la educación en enfermería, habilitar escuelas y credencializar a sus agentes. El resultado de las tareas de la comisión expresará buena parte de los problemas que la enfermería atravesaba desde hacía dos décadas y de las posibilidades reales de modificación del curso de la situación.

El primero de los asuntos –unificar y reformar los planes de estudio– logró resolverse parcialmente. La CCS se apoyó en el currículum de la Escuela de la UNL, pero mantuvo coincidencias con el programa ya existente en la Escuela municipal Cecilia Grierson dirigida por Ramos Mejía; definió un nuevo plan de tres años de duración con un perfil menos inclinado a lo estrictamente curativo, aunque con un tronco clínico y anátomo-fisiológico nutrido, varias especialidades (ginecología, puericultura, niños, etc.) y el desarrollo de aspectos sanitarios en varias asignaturas teóricas y prácticas. El programa de enseñanza planteado en la práctica sufrió modificaciones, aunque mantuvo el perfil que la comisión diseñó. A la hora de definir ese plan de estudios, la comisión giró a diferentes universidades del país (La Plata, UBA y Córdoba, entre otras) la propuesta basada en el plan de la UNL, con el objetivo de recibir comentarios y al mismo tiempo sugerir la implementación de un nuevo esquema en el futuro. En este punto se verificó temprano que la reforma que la comisión planteaba tenía pocas posibilidades a la hora de extenderla a toda la nación, pues la fragmentación era mayor a la esperada y la posibilidad de unificar situaciones tan diferentes era poco probable en el corto plazo.

En este sentido, la segunda cuestión tratada largamente por la CCS alrededor de la unificación, fue poco exitosa. Era el objetivo menos alcanzable y los hechos lo demostraron imposible. Las universidades, en ese momento intervenidas, fueron poco colaborativas con la comisión. La CCS inició una serie de gestiones para promover en las diferentes provincias la implementación de nuevos planes de estudio, pero tampoco logró efectividad en ese punto. Al mismo tiempo, propuso en varios casos que las escuelas mejor calificadas absorbieran a las que no lo estaban y no lograrían estarlo. En general, se solicitó a los hospitales universitarios que tenían cursos de enfermería que adoptaran el plan de estudios propuesto desde la CCS e integraran a las escuelas periféricas. Esto tuvo poco alcance. Tal es así que la comisión evaluó como infructuosa esa vía y optó por la unificación gradual, algo que no sucedería y que tampoco estuvo entre las ideas del ministro de Salud, como pudo verse luego (Argentina, Secretaría de Salud Pública de la Nación, 1947, p. 6).

La comisión planteaba un objetivo ambicioso para acompañar la planificación sanitaria del país y el próximo plan quinquenal (1946-1952), formar al menos 20.000 enfermeras. Para esto debió implementar una estrategia de corto plazo y realista que consistió en la creación de una nueva escuela que resultara “modelo”, o de “efecto demostración”, para todo el país, por un lado; y por otro, reconoció algunas de las escuelas ya existentes, como la del Hospital Británico, la municipal Cecilia Grierson y las numerosas escuelas de la Cruz Roja. Con el objetivo de elevar exponencialmente el número de enfermeras y, al mismo tiempo, calificar la profesión, la CCS descartó algunas de sus iniciativas principales luego de un año de estudio de la situación, entre ellas la propagación rápida de escuelas universitarias en varias provincias del país.

En ese contexto, una parte importante del éxito de las tareas de la comisión dependería del desarrollo de la Escuela Modelo a cargo de la Secretaría de Salud Pública. La legión de enfermeras que la organización sanitaria del país necesitaba dependía de ella. Una parte importante de las tareas de la comisión estuvo centrada en su desarrollo y diseño; para esto no solo contó con el plan de estudios que había formulado en base al existente en la UNL y a los desarrollados años antes por María Elena Ramos Mejía, también recurrió a la colaboración de profesionales extranjeras de origen chileno, país que experimentaba un sostenido proceso de profesionalización desde la década anterior (Zárate Campos, 2017). Sofía Erhenberg de Pincheira, de la Escuela de la Universidad de Chile y con experiencia en la organización de otras escuelas en la región, becada por la RF y luego consultora de organismos internacionales de salud, colaboró con la CCS y con el primer curso de instructoras en 1947. Las clases de Pincheira se realizaron en barrios periféricos de la capital y fueron consideradas como las “clases prácticas” de enfermería sanitaria (Argentina, Comisión de Cultura Sanitaria de la Secretaría de Salud Pública, 1946, f. 35).

En febrero de 1947, la comisión logró poner en marcha la nueva escuela que en su primera etapa dictó un curso de tres meses al que se unieron mujeres que ya se desempeñaban en la enfermería y que en muchos casos eran conocidas por los miembros de la comisión. Se inscribieron al curso 172 mujeres, ingresaron 50 y se graduaron como instructoras 42 (Argentina, Secretaría de Salud Pública, 1947, f. 200).

A los pocos meses del curso inaugural, en junio de 1947, se inició el primer curso regular de la carrera de Enfermería de la nueva escuela, que tendría tres años de duración; allí se pudo observar la continuidad de algunas dificultades detectadas por la comisión y por la Secretaría de Salud Pública. La primera etapa estuvo bajo la dirección de María Elena Ramos Mejía y contó con la colaboración de varias enfermeras que ejercieron como instructoras6. El objetivo inicial era reclutar 30 mujeres para el primer año y 75 durante los primeros tres años de funcionamiento de la nueva institución. Esas mujeres serían las “sanitaristas” y “replicadoras” de ese nuevo perfil. En el primer llamado se inscribieron 16 alumnas, pero en menos de un mes abandonaron siete alumnas, en el quinto mes se retiraron otras dos; promovieron a segundo año siete alumnas en total. En los años siguientes, la situación se mantuvo y el número de interesadas estuvo alejado de las metas de la comisión y de la Escuela; en 1948 llegaron a finalizar el primer año de la escuela 18 mujeres; ese número se repitió en 1949; en 1950 ese número fue de 22 alumnas, 14 en 1951, 21 en 19527. El nivel de respuesta de las convocadas a estudiar enfermería anticipó las dificultades que se mantenían a la hora de calificar el personal y de dotar al país de una legión de mujeres educadas y capaces de atender las necesidades sanitarias de la nación.

Posiblemente, las dificultades que algunas de las nuevas enfermeras e instructoras tuvieron para insertase rápido en el mercado laboral, jugaron en contra de las iniciativas de la CCS. Las integrantes del primer curso de instructoras iniciado en 1947, tuvieron la expectativa de un nombramiento y contratación posterior, es decir, un puesto de trabajo luego de terminada la etapa de instrucción que la Secretaría ofrecía. Este problema recurrente, la modalidad de contratación de las auxiliares y la estabilidad laboral, la Secretaría de Salud Pública no lo resolvió con claridad, al menos durante los primeros años de gestión. Al finalizar el curso, las graduadas estuvieron en una situación de incertidumbre y fueron liberadas a “obrar de acuerdo a su interés personal” (Argentina, Comisión de Cultura Sanitaria de la Secretaría de Salud Pública, 1946, f. 26); esto significaba volver a sus lugares de trabajo original. Esta situación, finalmente y por insistencia de la comisión, se resolvió favorablemente para algunas instructoras, creándose el cargo de Instructora de Enfermería con varias atribuciones que permitieron que algunas de ellas formaran parte del cuerpo regular de la Escuela Modelo y otras se incorporaran a la planta de la Secretaría en funciones específicas y vinculadas a la enseñanza de la enfermería sanitaria (Argentina, Secretaría de Salud Pública, Dirección general del personal, 1947, f. 48).

La Escuela Modelo fue la principal estrategia de la CCS para asegurar una dotación de profesionales calificadas y acordes con los planes de salud del gobierno peronista, pero sus límites indicaron la necesidad de apelar a otras alternativas. Se estimuló a mujeres de profesiones consideradas “afines”, como las maestras normales, a inclinarse por la enfermería para mejorar su situación dentro del escalafón docente. Pero, sin duda, una situación urgente para la comisión fue resolver la coexistencia de personal “empírico” –sin diploma– con personal calificado. En ese orden, la Comisión de Cultura Sanitaria propuso alternativas. Desde la nueva instancia ejecutiva se fijó la necesidad de evitar la práctica de tolerar “empíricas” y se propuso suspender la normativa que posibilitaba “habilitar” a quienes ejercían la enfermería sin título previo. Se trató de algo de difícil cumplimiento pues, periódicamente, se reconocía mediante recursos administrativos el legítimo ejercicio de la enfermería a quienes ya la estaban ejerciendo, aunque no tuvieran estudios previos (Argentina, Secretaría de Salud Pública, 1946, ff. 2, 5 y 6). Finalmente, lo que se impuso fue la validación de las no tituladas mediante exámenes especiales, una práctica que se extendió durante los años siguientes y que resultó, en algunos casos, más flexible y benévola de lo que proponían sus objetivos iniciales.

Comentarios finales

Enfermeras y parteras compartieron un escenario muy similar, que sufrió transformaciones entre los años de la década del 30 y el 40; sin embargo, sus lugares y posiciones fueron muy diferentes. En el mismo sentido fueron sus alternativas y decisiones tanto colectivas como individuales.

El mayor interés o preocupación por las condiciones del parto y nacimiento, o del binomio madre-niño, no jugó en un solo sentido para las parteras y obstétricas. El encumbramiento de la obstetricia ya había generado algunos cambios en la profesión: por un lado, las reconoció y calificó pero, por otro lado, recortó algunas de sus funciones y cambió los términos de la “sociedad” con los médicos que en adelante ya no sería tan beneficiosa. Pero la institucionalización de los partos señaló un sentido para la profesión que resultó muy complejo para las parteras tradicionales, pues el perfil profesional que alentaban y en el que se reconocían distaba mucho del propuesto. Las parteras aspiraban al parto privado, es decir, en el hogar o en las casas de partos propias, mantuvieron su interés por ese modo de ejercer la profesión y se ampararon en que una parte no despreciable de las mujeres las seguía requiriendo. Por otro lado, las condiciones de trabajo que el Estado proponía eran poco tentadoras. En definitiva, observaron a la institución como una competencia desleal y la mayoría de las demandas colectivas fueron en ese sentido. La tendencia a la cobertura universal en la década de 1940 terminaría por desestimar cualquier posibilidad de parto privado y los nuevos gremios de parteras los supieron visualizar a diferencia de sus predecesoras. En todo caso, en las nuevas condiciones, la partera u obstétrica tuvo un lugar dentro del sistema de atención de la salud, aunque no siempre fue el que sus tradicionales hacederas anhelaban.

La misma expansión del sistema de cobertura de la salud señaló un escenario en principio promisorio para la enfermería. Por un lado, definió y dio curso a una situación que descalificaba la tarea y la puso entre las preocupaciones de la gestión en salud. El objetivo de crear “legiones” de enfermeras permitía visualizar la magnitud de la ausencia de personal en el rubro. Lo que a fines de la década de 1930 y durante los primeros años de 1940 parecía no tener alternativas, tuvo mejores perspectivas a partir de 1946. Por otro lado, la nueva coyuntura permitió dar continuidad y tornear con una forma más tangible y definida una serie de ideas y concepciones sobre la profesión que estaban disponibles desde hacía varios años atrás. La persistencia de algunas profesionales locales y, sobre todo, sus vínculos con la comunidad internacional –evidentes, pero no del todo expresos–, tuvieron efectos concretos en los años de la década del 40. En esa clave se puede seguir el desarrollo de algunas profesionales que tuvieron inserción en el aparato del Estado y en el diseño de políticas públicas. Queda aún pendiente indagar más sobre las vinculaciones entre agentes locales y las agencias internacionales que se interesaron por el tema en la región, y en íntima relación con esto avanzar un poco más sobre las experiencias concretas fuera de las grandes capitales.

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1 En la ciudad de Buenos Aires, durante la década de 1930, se atendía a parturientas en los hospitales José María Ramos Mejía (ex San Roque), Guillermo Rawson, Carlos Durand, Teodoro Álvarez, Parmenio Piñero, Juan Fernández, Ignacio Pirovano, Torcuato de Alvear, Juan Salaberry, Cosme Argerich, José María Penna, Enrique Tornú y Francisco Muñiz. La ciudad destinaba 1.158 camas a las especialidades de ginecología y maternidad sobre las 5.961 que tenía (casi el 20 %) y 24 salas sobre las 178 totales.

2 La AON es la primera organización asociativa de parteras u obstétricas en Argentina. Se creó en el año 1901; en 1903 comenzó a publicar la Revista de la Asociación Obstétrica Nacional, que se editó hasta 1917. Se trata de una organización profesional que tuvo activa actuación en las primeras décadas del siglo XX y que promovió la calificación y legitimación de la partería.

3 En el Censo del Personal Administrativo y Obrero de la Ciudad de Buenos Aires de 1926, se declararon “parteras” 55 empleadas del municipio, pero solo 39 de ellas ejercían esa profesión para la ciudad.

4 Fue el caso de Hercilla Rodríguez Brizuela de la Escuela de la Orden de la Conservación de la Fe y luego instructora del primer curso de Instructoras de Enfermería Sanitaria en 1947 y miembro de la Comisión de Higiene Sanitaria de la Secretaría de Salud Pública.

5 La primera directora de la Escuela fue la propia Ethel Parsons; luego de terminada la misión en 1931, la dirección quedó en manos de una enfermera brasileña, Rachel Haddock Lobo, y como tercera en la línea jerárquica figuraba Bertha Pullen, que ejerció ese lugar entre 1928 y 1931. Lobo falleció en 1933 y en 1934 Pullen volvió a Brasil para asumir la dirección de la escuela hasta 1938.

6 Primero Hercilla Rodríguez Brizuela, luego se sumaron para los cursos regulares María Teresa Molina, Amelia D’Aste, Juana Colmeiro, Lidia Rodríguez, María Celia Prieto, Eileen Lilian Boyle y la Srta. Lagos. Las últimas fueron alumnas del curso de instructoras que la Secretaría de Salud Pública dictó a través de la Comisión de Cultura Sanitaria entre febrero y abril de 1947.

7 El cálculo es mío a partir de los datos de los libros de examen de la Escuela Superior de Salud Pública y de la Memoria de la Comisión del personal auxiliar de la Medicina.

Camino al ejercicio profesional

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