Читать книгу Sendas oscuras - Gregory Philippa - Страница 5

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UN ALARIDO FURIOSO salió del interior de la choza del le­ñador. La mujer, que estaba regresando con dificultad del arroyo con una pesada cubeta de agua helada en cada mano, levantó la cabeza y lanzó un grito en respuesta. Algo en su tono enfureció al hombre, si bien él siempre estaba al borde de la furia, y, cuando la mujer apoyó una de las cube­tas chorreantes en el terreno fangoso que había frente a la edificación destartalada, se abrió la tosca puerta de ma­dera, y el leñador salió con su camisa sucia medio abierta y sus gruesos pantalones ondeando. El hombre la sujetó del brazo libre para inmovilizarla y procedió a abofe­tearla con fuer­za. La mujer se tambaleó por el golpe, pero apretó la mandíbula para contener el dolor y se mantuvo de pie con la cabeza agachada, como un buey adiestrado.

El hombre acercó su cabeza a la de ella y le gritó, rociando saliva sobre su rostro impasible. Luego la soltó y, en un arrebato, pateó las dos cubetas en el fango; ahora tendría que ir de nuevo al arroyo y traer más agua. El leñador se rio, como si la idea de su inútil trabajo fuera lo único divertido en aquel mundo tan amargamente duro, pero su risa se desvaneció en cuanto la vio.

La mujer no estaba presionando su mejilla abofetea­da con la palma fría de su mano, ni estaba sollozando con la ca­beza inclinada. Tampoco estaba alejándose de él, ni re­cogiendo las cubetas vacías que rodaban por el suelo. Había extendido sus brazos de par en par y estaba chasqueando los dedos al ritmo de un tambor que solo ella podía oír.

—¿Qué haces, mujer? —preguntó él—. Oye, tonta, ¿qué crees que estás haciendo?

La mujer tenía los ojos cerrados, como si sus sentidos solo pudieran percibir el suelo liso de madera, la luz de las velas, las paredes limpias y blanqueadas, y el olor fresco de un granero despejado y listo para un baile de verano. Tenía la cabeza inclinada, como si estuviera oyendo el repiqueteo de una pandereta y la melodía tentadora e irresistible de un violinista. Mientras el leñador la miraba con sumo desconcierto, la mujer levantó el ruedo de su vestido harapiento, lo extendió y comenzó a bailar, preciosa como una niña.

—¡Ya te haré bailar!

El hombre comenzó a acercarse a ella, pero la mujer no se apartó de él. En su lugar, dio tres pasos hacia la izquier­da, un saltito y luego tres pasos hacia la derecha. Enseguida giró como si un compañero de baile galante le estuviera dando vueltas. Ignorando el fango helado que cubría sus pies descalzos, la mujer comenzó a hacer la parte del baile en la que las mujeres pasean alrededor del salón y, como si la estuvieran observando unos admiradores, mantuvo la cabeza en alto, con los ojos ciegos a las ramas deshojadas de los árboles y al cielo frío que se extendía sobre ellos.

El leñador apoyó sus pesadas manos sobre los hombros de la mujer y la sintió contonearse al percibir su contacto, como si estuviera a punto de bailar con ella. El hombre intentó llevarla al interior de la choza, pero ella solo bailó hacia la puerta abierta, le hizo una reverencia al sucio interior y se apartó de nuevo bailando. El hombre apretó su puño para golpearla hasta dejarla inconsciente, pero algo en su rostro sonriente y soso lo hizo dudar; sintiéndose repentinamente impotente, dejó caer su mano a un costado.

—Te has vuelto loca —dijo perplejo—. Siempre has sido una loca, pero ahora has perdido el juicio y serás nuestra ruina.


Sendas oscuras

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