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Capítulo V

Al salir el sol me volví, después de haber rezado por el alma del sacerdote, y me volví solo, sin esperar al guardia. Actué por impulso, pero, reflexionando, ahora pienso que, aunque estando absuelto racionalmente, mi instinto deseaba recibir castigo en el mayor peligro de ese retorno solitario. Por otro lado, yo tenía y siempre he mantenido en la vida un gran valor físico y manejaba perfectamente la espada y el puñal que, como magistrado, tenía derecho a portar. De hecho mi padre, en cuanto se hizo cargo de mí, me había hecho recibir lecciones de un cliente suyo, el maestro de armas José Fuentes Villata, un hombre delgado pero vigoroso y, cosa rara para un mediterráneo, altísimo, casi un brazo más que yo: aceptado como guardia personal de Alejandro VI, se había mantenido después de la muerte de Borgia con su escuela de esgrima. En ese tiempo, ya no joven pero todavía un hábil espadachín, se había convertido en jefe de la escolta privada del exjuez Rinaldi.

Así que no partí solo y con miedo.

Siempre había tenido en cambio prudencia con los poderosos: ¿por qué correr el riesgo, en efecto, de un ataque de un esbirro de la calle debido a la enemistad de solo uno de ellos que te tenga antipatía y te persiga? Astolfo Rinaldi se había hecho muy poderoso. Este habría sido el verdadero peligro si le hubiera atacado. Este, al haber entrado en el círculo de Bartolomeo Spina y por tanto de su protector Médicis de Milán, ya antes de convertirse en el papa Clemente, había alcanzado el grado de Juez General, luego, después del saqueo de Roma, mientras yo había sido nombrado para su puesto, había sido elevado a noble caballero y promovido a Mayordomo Honorario de las Estancias de Su Santidad. Había tenido otros diversos encargos, diplomáticos y privados y se comentaba que también tareas secretas. Disfrutaba también, desde los tiempos de servicio en la magistratura, de la gracia del gélido y poderosísimo príncipe de Biancacroce.

Ya sabía desde hacía tiempo que Rinaldi era un hombre ansioso de dinero. Cuando era todavía magistrado, había logrado acumular riquezas ingentes. Había hecho regalos suntuosos a Clemente, ese pontífice que, después de morir, sería llamado el Papa de los achaques, también hambriento de dinero y sediento de alabanzas, que le había prodigado el juez y sin duda de esto le había venido al caballero Rinaldi la recompensa de su éxito.

En realidad, al inicio de mi carrera yo no había entendido a ese hombre y siendo un joven ingenuo deseoso de justicia, la había tenido por maestro, pero, después de un cierto tiempo, habiendo apreciado este mi devoción y tomándola por tímido sometimiento, entendiendo que podía fiarse de mí se había abierto un poco. Un día en el que estaba particularmente contento y tal vez había bebido más de lo debido, me había dicho sin contenerse:

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