Читать книгу La Verdad Y La Verosimilitud - Guido Pagliarino - Страница 11

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El caballero llegó surcando los cielos con los pies juntos a cuatro metros del suelo, volando, erguido. Atravesó la gran plaza que precedía la vivienda del primer piso del matrimonio Seta. Los brazos apenas se separaban de su cuerpo, y con el simple movimiento de las manos fijaba la dirección.

Era una noche despejada, tan despejada que la luna llena se parecía al sol cuando el astro está cubierto de nubes lijeras y el cielo es de un gris perla; y era la luna porque las farolas estaban encendidas y había estrellas.

Ni un alma en la plaza, unos pocos coches aparcados, nada de tráfico.

Silencio.

Bruno Seta estaba ante la ventana abierta del salón.

Al ver a su tío abuelo, que ya reconociera en la lejanía, se alarmó; y es que le habían dado sepultura unas pocas horas antes. Sólo ansiedad, nada de terror. Retrocedió unos pasos y se detuvo. Sintió el impulso de acercarse y cerrar la ventana, pero mientras sopesaba sus opciones el otro llegó al salón. ¿Quería entrar? No, se detuvo sin traspasar la ventana, con los ojos grises fijos en él, afligidos. Iba vestido con la misma ropa con la que le habían inhumado.

Bruno, no sin esfuerzo, se acercó: comprendió que el caballero quería hablar con él. Cara a cara, a una distancia de una cuarentena de centímetros. El uno suspendido en el aire, el otro con las piernas algo temblorosas y los pies clavados al suelo. Se miraron durante unos segundos; entonces el ectoplasma dijo:

 Somos polvo que pretende construir montañas por sí solo. Ahora sé que Dios sólo nos erige montañas si nos confiamos a él. Lo siento.

 Nada, nada, ya ves tú —soltó su sobrino cómicamente, como si el otro se hubiera disculpado por un pecado venial, por una carencia involuntaria, pero en voz alta por la inquietud.

Entonces su tío, sin añadir nada más, dio media vuelta hasta quedar de espaldas y se fue, volando. Recorrió la misma línea que había hilado de ida mientras Bruno observaba cómo se alejaba, convencido de que llegaría un punto en el que el fantasma se desvanecería en el aire; pero antes de que eso ocurriera despertó.

Valeria se encontraba a su lado, desvelada, observando al recién despierto marido:

 He soñado una cosa muy rara —le susurró, y seguidamente se lo describió.

Era un sueño idéntico al suyo, solo que en la ventana estaba ella y el espíritu le preguntó si podía pedirle perdón a Bruno de su parte. Le comunicó el encargo al instante, temiendo olvidarlo.

 Â¿Telepatía? —se preguntó el marido en voz alta.

 Una señal del cielo —decretó su mujer—, el difunto requiere plegarias y tu perdón.

¡Le hubiera gustado tanto que Valeria estuviera en lo cierto! Una señal verdadera del más allá en vez de la emersión de un sentimiento de culpa por una sempiterna aversión hacia ese hombre. Un sentimiento rechazado inútilmente por la razón, y sin embargo suficientemente fuerte como para perturbar la mente de ella durante el sueño. Pero, ¡¿cómo podía creer en una señal cuando había perdido la fe cuando no era más que un niño, rodeado de lecturas ateas y profesores infieles?! Y no obstante sentía la necesidad de Dios, que había intentado encontrar en los últimos años, en vano.

 Ah, ¡lo que daría por un destino que me deparara algo más! Aunque fuera una señal minúscula, pero fuera cierta —. En eso pensaba en el duermevela mientras recuperaba el sueño— Si me llegara una verdadera señal y no un simple sueño…

ANTECEDENTES

El odio hacia el tío abuelo nació en Bruno más de veinte años atrás.

Era 1963. Estudiante. Acababa de empezar el segundo año de Economía y Comercio, que era como se llamaba entonces el título en economía de Torino y esperaba incorporarse en la profesión con papá.

La víspera de una noche, su padre, corredor de bolsa, recibió de forma inesperada la llamada del caballero. Éste le pidió cita en su estudio «para hablar de asuntos importantes concernientes al espléndido futuro que le aguarda a mi sobrino, o sea, a tu hijo».

Aquella llamada le pareció a la vez graciosa y desconcertante; por la artificiosa y burocrática expresión que había usado el familiar y porque la parecía ridícula la idea de que «de ese artesano», y no del estudio profesional, le deparara a su hijo «un futuro espléndido».

Cuando murió su mujer el doctor Seta se prometió no rendirse y dedicarse por completo a un Bruno que apenas tenía tres años; pero como no alcanzaba para ayudarle en los estudios se vio obligado a ingresarlo en un internado hasta que terminara la educación primaria. A pesar de que era un liberal agnóstico escogió «un serio centro de religiosos» por la fama que le precedía y donde sabía que seguirían los pasos de su hijo de cerca:

 Â¡Pero sólo hasta que acabe los estudios obligatorios!

Durante la adolescencia le libró a su venerada educación laica; y fue durante el bachillerato, por causa de los profesores ateos, que Bruno perdió la fe en Dios.

Al haberle dedicado a su hijo su propria vida y haberlo hecho lo mejor que pudo papá Seta se tomó a la ligera, aunque en el fondo estuviera disgustado, que de repente otros le plantearan una previsión de futuro a Bruno.

Aquel pariente de tres al cuarto —que en su madurez se casara con la tía de la difunta madre de Bruno— abrió por allá a finales de los cuarenta un negocio artesanal de juguetes con un par de dependientes. Como las familias no se visitaban a menudo nunca supieron que con la expansión económica de los años 50 y principios de los 60 el caballero amplió el negocio hasta convertirse en fabricante de juguetes y materiales plásticos con casi doscientos operarios y un volumen de ventas considerable.

Pasaron los años, pero el matrimonio no tuvo hijos. Por ese motivo el empresario decidió llamar al papá de Bruno.

Nada más pisar el estudio del doctor Seta el caballero le espetó:

 No tengo herederos, ni siquiera parientes lejanos. No quiero morir y que el estado se quede la fábrica, por qué tienen que meter sus sucias manos, trae mala suerte; aunque mi mujer me sobreviviera no podría encargarse del negocio. Para ella yo ya he hecho lo que tenía que hacer: ho obtenido mis frutos y los he igualado a un tercio de los ingresos de la empresa.

Llegados a este punto se detuvo durante unos instantes, esperando algún signo de admiración por parte de Seta.

 En fin, que cuando yo muera… —dijo, mientras metía una mano en el bolsillo para tocar un clavo que llevaba siempre encima.

Más adelante Bruno descubriría que era un hombre muy supersticioso y que creía que aquel clavo era un amuleto que le había dado suerte toda la vida. Luego prosiguió:

 ...quiero que mi nombre y mi empresa pervivan en la memoria por los siglos de los siglos.

El doctor Seta tuvo que contenerse para no reírse en su cara: «puestos a pedir incluso más que el Imperio romano» pensó. Más tarde se lo repetiría a su hijo, pero en situación consiguió mantener una postura seria.

Mientras tanto, el otro seguía:

 Ahora la empresa se encuentra en una posición formidable. Da montones de beneficios, al contrario que tu chapucilla.

Dijo exactamente eso, chapucilla; sin embargo, el carácter del padre de Bruno le mantuvo impasible, aunque pensara que era «el típico paleto». Le dio la mano a modo de despedida y respondió:

 Lo hablaré con el chico, al fin y al cabo es su decisión. Te diré algo lo antes posible.

Al otro se le quedó una expresión mitad sonrisa mitad mueca, como diciendo: «¿Ahora los críos deciden? ¡Con una oferta como esta!» y se fue; antes, sin embargo, se detuvo en la puerta del estudio, se giró, miró a su alrededor para asegurarse de contar con la atención de las secretarias y dijo:

 Y recuerda: tanto Bruno como sus herederos tendrán que comprometerse por escrito a mantener el nombre de la fábrica con mi nombre: Industrias Caballero Olindo Pittò.

El hombre, notorio ateo, había albergado esperanzas de sobrevivir bajo el nombre de su empresa.

 Â¿Qué opinaría Foscolo? —bromeó el doctor Seta con su hijo al contárselo, citando al poeta de Los sepulcros que tanto amaba—; tú, mientras tanto, piénsatelo, no deja de ser una propuesta interesante. Y ten presente que puedes graduarte igualmente, trabajando y estudiando luego, por la noche; tienes cabeza y determinación para ello.

El papá pidió información de primera calidad sobre la empresa Pittò. Al cabo de unos días aceptaron verbalmente la oferta. No se pactó el testamento, siempre revocable. Bruno adquiriría sus derechos. En cuestión de dos años la empresa individual se transformaría en una sociedad por acciones. Así, el joven trabajaría gratuitamente y se quedaría el diez por ciento de la propiedad, es decir, el dos por ciento por bienio hasta que alcanzara un tercio de las acciones; el resto llegaría mediante legado testamentario cuando el caballero muriera. Para evitarle al hijo un compromiso irrevocable, y teniendo en cuenta que la mayoría de edad —en la Italia de aquellos tiempos— se alcanzaba a los veintiuno, el padre prefirió por el momento acordarlo de palabra, sin actos escritos.

El carácter del empresario salió a la luz casi al instante. A pesar de que se expresaba con propiedad gracias a las abundantes lecturas y por supuesto a la rigurosa escuela primaria de antaño, era más tosco de cuanto las descripciones de papá Seta hubieran traslucido, prepotente con los subordinados y muy humilde con los poderosos, entre los que se incluían los empresarios más ricos que él. Para el hijo Seta, forjado en la libertad y el respeto al prójimo, la harmonía fue difícil.

Bruno entró en la fábrica ese mismo año, en 1963, acompañado de Pittò. El primero se sintió algo intimidado; el otro, el empresario, se mostró arrogante pero abierto, aunque solo esa vez. Se paseó con el aire de un soberano que presenta altamente complacido su reino al príncipe heredero.

Le condujo y le recondujo por todos los rincones del edificio. Seguidamente el tío abuelo le presentó a los dos dirigentes del taller.

 Mi sobrino, el heredero.

El técnico, el señor Tirlotti, era un doble titulado perito químico e industrial con conocimientos de ingeniería valorado con un salario más bajo. El administrativo, el doctor Fringuella, era un cincuentón soltero alto de incipientes entradas, un poco jorobado y extremadamente delgado, de piel amarillenta y nariz enorme. Tenía aspecto de borracho, y seguramente lo estuviera al término de la estancia de Bruno en la fábrica, tal y como evidenciaba el agravamiento de su enfermedad del hígado. En cuestión de ocho meses, Fringuella, escapando de la adustez de trabajos anteriores y contentado con su escaso salario, asumió gracias al jefe el puesto de un tal Dialzi. Su predecesor fue despedido inmediatamente «por haber robado»; curiosamente, jamás fue denunciado a las autoridades judiciales a pesar de que el dinero robado sumara cien millones de liras de la época1 . Además, cosa aún más extraña, el hombre siguió y continuó presentándose casi mensualmente a la fábrica para intentar hablar con el caballero. Se decía, según las orejas espías de Fringuella detrás de la puerta, que el empresario le ofreció al otro una suma de dinero. La certeza fue plena cuando, en una ocasión, aposta y sin fingir en absoluto, el director administrativo entró en la sala, se disculpó por la intrusión y sorprendió a Pittò pagándole a Dialzi. En cuanto el otro se fue el jefe, rojo como un tomate, se acercó al doctor y empezó a excusarse entre balbuceos. Pero, ¿quién le habría creído? «Bueno, es que da pena, ¿no?».

¿Chantaje?

Mientras tanto, según los chismorreos —sobre todo de Fringuella— el joven reunió rápidamente la escasa información disponible sobre Dialzi; quedó huérfano de ambos padres a los dieciséis y fue acogido por el caballero en su neonata empresa artesana a modo de manitas con una paga casi inexistente, con manutención y alojamiento en el laboratorio. Trabajaba independientemente del horario y las ganancias y halagaba al caballero, hombre sensible a las lisonjas. Fue ascendiendo a medida que la empresa crecía, gracias también a su inteligencia, ya que estudiando de noches consiguió sacarse el título de contable. Así pues, se convirtió en director administrativo de la Pittò con el sueldo de un simple empleado. Una de las cosas que, contrarias a la justicia, el caballero más apreciaba era que un trabajador costara menos que la función que desempeñaba y encima no se quejase. No entendía que aquello pudiera implicar menor competencia o dificultad para encontrar trabajo a una edad ya no tan verde, como Fringuella, arriesgándose a un menor apego por el trabajo o hasta rencor por la explotación. Por último, la tacañería podía incluso convertirse en una instigación involuntaria al robo. Bruno pensó que a lo mejor le había pasado precisamente eso a Dialzi a modo de asimilación ilícita y excesiva de un salario inadecuado. Solo el director técnico estaba satisfecho con su paga inferior a la de un ingeniero pero superior al sueldo de un perito, con su doble titulación sin ningún grado; el caballero estaba muy satisfecho con él porque era un apasionado de su profesión, encontraba soluciones y proponía innovaciones siempre en el momento justo. Había creado, entre otros, un polvo que si se mezclaba con agua formaba una sustancia consistente y moldeable muy útil para los apasionados de los trenecitos y los maquetistas para los plásticos; la verdad es que se secaba enseguida y quedaba durísima, capaz de soportar un peso considerable incluso en capas finas. Solo por eso el caballero empezó a fabricarla y a venderla en masa, aunque el producto, que nunca patentó, tuviera funciones más útiles y vastas. Pittò la bautizó con la titánica expresión: Polvo para construir montañas. Se destinaba en gran parte al por mayor y a las tiendas de modelismo y juguetes, en Italia y en el extranjero. Sacó grandes beneficios gracias al bajo coste de producción y a la ausencia de compensación extra alguna para el perito Tirlotti, ya que «lo había creado en horas de trabajo y con el material de la fábrica».

Bruno, que no recibía paga alguna, tenía que situarse por fuerza entre los colaboradores más apreciados del propietario, y la verdad es que así fue al principio. De hecho, gozó de un singular privilegio: el primer día Pittò, tras la visita a las instalaciones, le recibió en su oficina, sentado en la silla de directivo tras el escritorio presidencial; Bruno frente a él, de pie en posición firme. Pittò le dedicó un discurso improvisado de bienvenida y le autorizó en exclusiva a no llamarle caballero, sino simplemente tío. Así lo hubiera hecho el joven de por sí aunque no le hubiera concedido el beneplácito. Sin embargo le dio las gracias. El otro quedó complacido, como si le hubiera entregado a saber qué, pero añadió:

 Obviamente cuando hables de mí con los demás no digas «mi tío», sino «el caballero».

Le dejó al cuidado del doctor Fringuella y le nombró segunda autoridad de la oficina de administración, con un escritorio algo más pequeño que el del director y una tarjeta grabada que rezaba «Bruno Seta - Subdirector administrativo». Ciertamente aquello le proporcionó al joven aprendiz una gran satisfacción. Desgraciadamente dos años después el caballero, eternamente ávido del ahorro, se sinceró con el ya experto Bruno cuando el otro, que ya sospechaba algo, escuchaba tras la puerta:

 Nos quedaremos contigo y echaremos al buitre traidor de Fringuella.

De nada sirvió que el joven le perjurara al doctor que su intención no había sido jamás la de robarle el puesto. Desde entonces y no por su culpa se ganó a un enemigo.

Aparte de las tareas importantes, casi cada día se sucedían otras muchas menos dignas pero que el titular valoraba enormemente. Para ahorrarse la manutención de dos furgones con conductor, de los que hacía uso ocasionalmente para pequeños pedidos, el tío se compró un monovolumen grande que le servía de presentación en los pedidos de la zona, de las que se encargaba él mismo hasta que llegó el sobrino. Cabe mencionar que en la última época se arriesgó a varios accidentes debido a la reciente pérdida visual de un ojo, fruto de una catarata mal operada. Así pues, Bruno se encargó de sustituirle como repartidor complementario en un Mercedes Benz. El caballero, además, le delegó la responsabilidad de su propio conductor. El otro empleado vestía una gorra de chófer incluso en horas de reparto y trabajaba en horas que debería haber tenido libres y que no recibían paga extra. Al fin se quejó a Fringuella, quien le apoyó ante el jefe. Entonces Pittò encontró una solución, simple e inmediata: nombrar gratuitamente al sobrino para el puesto:

 Pruébate la gorra de ese holgazán —le ordenó con indiferencia, entregándosela.

El joven, más asombrado que fastidiado, respondió evasivamente con una pregunta retórica:

 Â¿Pero qué imagen darías si pusieras a tu subdirector heredero de conductor? Pensarán que eres pobre.

Esa palabra mágica desvaneció la gorra y desde entonces ambos se presentarían públicamente con el coche empresarial como familiares que eran, para bien o para mal. Bruno conduciría sin gorra y su tío medio ciego se sentaría a su lado en vez de atrás.

Gracias a aquella extraordinaria tarea el joven conoció en fiestas y reuniones de negocios a decenas de empresarios del momento, protagonistas de lo que más tarde se llamaría el «milagro económico italiano». Gran parte de aquellas empresas cerraron pronto debido a la recesión económica de medidos de los años 60. Solo algunos de ellos —sobre todo gracias a sus hijos y nietos que, a diferencia de los primeros, fueron instruidos en escuelas económicas— vieron prosperar sus empresas; y cuando los fundadores desaparecieron alcanzaron, décadas más tarde, dimensiones mundiales.

La verdad es que pocos de los empresarios que conoció Bruno le cayeron bien. En muchos de ellos se acentuaba seriamente una gran altivez y una escasa formación, la mala educación con los subordinados y la brutalidad contra todos los que, compartiendo las mismas miserias en sus orígenes, no supieron alcanzar la riqueza. A menudo sus esposas eran peores que los maridos, sin contar con el inteligente mérito de haber creado puestos de trabajo. Ante las personas cultas los empresarios manifestaba respeto y cortesía; a sus espaldas, hablándolo entre ellos o en familia, exteriorizaban desprecio. Había mucha envidia hacia los intelectuales, esencialmente por sus títulos académicos: casi todos los empresarios se apresuraban a exhibir el título de caballero o comandante de la República como si solo contara el título y no la cultura. Además ansiaban la adulación.

Pittò no era diferente. Bruno, de naturaleza enemigo de las zalamerías, nunca habría elogiado al tío abuelo si no fuera porque al final se hubiera convertido en su enemigo. En el fondo sabía, por como traslucían algunas frases, que el caballero se lamentaba de que su sobrino estuviera en la universidad y que un día se licenciara. Los exámenes sacaron a la luz las primeras disputas entre ellos. El empresario se enfadaba cada vez que Bruno se ausentaba con motivo de un seminario o un examen. En una ocasión el joven tuvo que cargar con dos exámenes muy próximos el uno del otro; había pasado casi un bienio desde que entrara en la fábrica y pidió un permiso de dos o tres días para repasar. Pittò le chilló:

 Â¡Aquí se trabaja, no te haces el universitario tocacojones! ¿Eres tonto o qué? ¿Eres un empresario y pierdes el tiempo con esas estupideces burocráticas?

Al pensar que trabajaba gratis, sin horarios fijos y al cargo de tareas que no deberían ser suyas y en plena tensión por el pesado estudio nocturno, no pudo contenerse y le chilló de vuelta a pleno pulmón:

 Â¡Tú eres el empresario, no yo, y empiezo a estar harto de los de tu calaña!

 Â¡Piojoso! ¡Piojoso! —respondió el jefe secamente ante todos, alejándose a la par que picaba de manos cada vez más fuerte en señal de desprecio.

Fue en esa ocasión que Fringuella le soltó al joven una frase ambigua:

 Tenía usted razón, señor Seta, pero se ha pasado de rosca con el grito; además, al fin y al cabo es al caballero a quien su familia debe su posición.

Por un instante Bruno creyó que se refería a la promesa de asociación con la empresa. No se imaginaba lo que aquella frase escondía. Solo al cabo del tiempo comprendió las mentiras que iban circulando.

Entretanto la recesión económica hincó fuerte en Italia.

El joven lo consultó con su padre:

 Me da que la empresa está perdiendo impulso; tiene muchos, demasiados créditos que cobrar de clientes morosos. Cabe la posibilidad de una crisis de liquidez, y con los costes fijos que la empresa tiene que cubrir, como la nueva maquinaria que aún hay que pagar, el riesgo es notorio.

Papá Seta respondió calmosamente:

 Mientras dure no vas a firmar ningún contrato con tu tío, aunque dudo que lo proponga. Y te aconsejo que en los próximos meses estés atento a cómo evolucionan las cosas; tan poco tiempo no dice nada. Puede que sea una crisis pasajera. Tirar dos años por la borda sin estar seguro sería una mala elección.

Bruno no le dijo que en realidad no le gustaba el ambiente y que hubiera preferido ejercer la profesión libre paterna y renunciar a la perspectiva de enriquecer. Además, aunque a diferencia de muchos gozaba de alguna que otra comodidad no le preocupaba acaparar tesoros y mucho menos hubiera disfrutado haciendo pompa de ellos.

Se sintió inexperto. Decidió contenerse y no arriesgarse a dar un paso en falso, y eso le hizo sentirse bien. Ya era bastante arduo manejar una empresa sin comprometerse y Bruno priorizó, como siempre, el conocimiento. Además, si se iba se alejaría a tiempo de ciertas bocas y ojos malévolos que, aunque actuaran de buena fe, alimentarían en breves una historia contra los Seta. A lo mejor así evitaría un gran disgusto que acechaba tanto a la empresa como a él.

El Polvo para construir montañas, sumado a la superstición del caballero, le habría propiciado a la empresa Pittò el impulso decisivo para su caída.

Con el inicio del tercer año en la fábrica, el empeoramiento de la crisis económica indujo al tío a una búsqueda de nuevos encargos que sustituyeran a los de los clientes poco fiables o deudores. De repente, se acordó de una persona que conoció un tiempo atrás, el director de un estudio cinematográfico en Roma, de propiedad pública. Años atrás Pittò se sentó a la misma mesa que él y su mujer, de crucero con la mujer a bordo del Andrea Doria durante el viaje inaugural de la preciosa y desafortunada motonave. Entre ellos se forjó una cordial compañía con apariencia de amistad y prometieron volverse a ver. Años más tarde los dos hombres coincidieron por casualidad surcando las aguas en Montecatini. Se reconocieron y el director le confió al caballero que estaba buscando infructuosamente nuevos materiales, fuertes, ligeros y asequibles para la elaboración de paisajes artificiales y edificios falsos para las películas de ambientación clásica o mitológica que por entonces estaban de moda; tenía que ser una sustancia que confiriera, adicionalmente, un realismo superior al papel maché.

 Â¡Mi polvo! —comentó para sus adentros el caballero, pero no se lo dijo; de hecho, por aquel entonces la empresa estaba hasta el cuello de pedidos atrasados que surtir a sus clientes.

Ahora, en cambio, un contrato público en Roma le habría venido de perlas.

El problema era localizar a la persona. El tío había perdido su dirección y no sabía exactamente de qué estudio estaba a cargo, y encima tenía un nombre muy común.

El doctor Fringuella —conocido en la fábrica por su habilidad en encontrar a las personas de los ambientes más diversos en casos de emergencia— se encargó de la búsqueda. Cuatro horas más tarde le mandó al jefe, ante un Bruno maravillado, todos los datos necesarios.

 Menudas facultades, ¿verdad? —se deleitó con el sobrino el caballero, risueño, cuando el otro se alejó.

El joven, incapaz de retener la curiosidad, le preguntó más datos sobre el doctor y concluyó:

 Â¿Cómo es posible que una persona tan espabilada haya aceptado un sueldo tan modesto?

 Â¡Â¿Qué dices, modesto?! —se sorprendió bromeando y riendo satisfecho —. Nos las hemos arreglado muy bien, ¿no?

Le guiñó el ojo bueno. Luego, para demostrarle su destreza para encontrar mano de obra barata decidió contárselo, no sin antes hacerle jurar que no le haría decir por qué calló cuando contrató al hombre:

 â€¦pero tú eres el heredero y tienes derecho a estar informado.

Bruno se enteró entonces de que Fringuella cometió un delito innegable contra la república: años ha fue un diestro, aplicado y muy temido funcionario captador de impuestos, incorruptible desde el área pecuniaria. Desgraciadamente para él, sufría de inevitable priapismo orgánico y aún peor, llegado a cierto punto le asignaron un encargo bastante tentador. Corrían los años 50 cuando aún se toleraban las «casas cerradas», es decir, burdeles, y el estado se aprovechaba estableciendo impuestos a los proxenetas y a todo aquel meretricio: la tarea asignada a Fringuella se basaba en la inspección fiscal de prostíbulos. Incapaz de satisfacer sus casi irresistibles necesidades mediante su modesto sueldo, pensando —como luego se difundiera descortésmente— en «no cometer un gran mal absteniéndose del dinero», incumplió su propia honradez y acordó con el dueño de los burdeles lo siguiente: «aligeraría» sus situaciones fiscales personales si consentían, de forma gratuita y con permiso exclusivo, el uso fuera de horario de los «servicios» de los locales. Desgraciadamente para él, cuando esas casas fueron finalmente prohibidas por la ley Merlin, una carta anónima le denunció, y algunos de los dueños, interrogados en comisaría, le delataron. El doctor, despedido de los cargos públicos, fue condenado a cuatro indiscutibles años de prisión. Cuando salió de presidio contaba ya cincuenta años y no encontró otra cosa que el empleo mal pagado de la fábrica Pittò.

 Salía en los periódicos, ¿no los leías? —concluyó el tío.

Bruno se acordaba del caso, pero nunca lo hubiera atribuido a Fringuella. El caballero, en cambio, lo tenía grabado en la memoria, ya que en un pasado lejano el doctor, encargado de las denuncias de los ingresos de los artesanos, fue un poderoso adversario en los enfrentamientos ante los servicios fiscales.

Así pues, fue la pasada profesión la que le brindó al director administrativo vastos conocimientos y gracias a sus antiguos colegas localizó enseguida al director de Roma.

Tras conversaciones telefónicas, correspondencia epistolar y el envío de muestras consiguieron despertar el interés de la contraparte gracias a un amigo de Pittò y su agente comercial de la zona Lacio-Umbría. En un período extraordinariamente breve establecieron el acuerdo y la firma del contrato del empresario. Bruno hizo de secretario y se fue a Roma para cerrar el trato.

Como siempre, cuando nadie se enteraba, el parsimonioso empresario reducía gastos: trayecto nocturno en ferrocarril, vagón dormitorio de segunda clase. Pero cuando el sobrino llegó, el tío lo tomó del brazo y le arrastró sin que él comprendiera la razón al vagón adyacente, un coche cama del que, con un guiño del ojo, le hizo bajar. Bruno lo comprendió todo cuando vio al amigo de Roma, esperándoles.

Éste se encargó de acompañarles a la oficina de la contraparte y les esperó pacientemente a que se firmara el contrato; luego les llevó al aeropuerto. El caballero tenía programado volver en avión aunque el coste fuera superior, fuera porque no estaba seguro de soportar la fatiga de otro viaje en tren, fuera porque esa misma noche recibiría en casa a un cliente mayorista importante.

El vuelo marchó tranquilo en sí, pero para el empresario fue extremadamente sufrido y lo vivió apretando en un puño el clavo de la suerte.

¿Aerofobia? Normalmente no, pero así fue en esa ocasión: sucedió que el amigo, al llevar a Bruno al aeropuerto dejó caer, remarcando despreocupadamente que no creía en esas cosas, que el director cinematográfico tenía fama de ser muy gafe. Le atribuían a él los males por el simple hecho de haber asistido al viaje inaugural del modernísimo Andrea Doria, que se hundió en el océano años después del primer trayecto. Pittò tembló al pensar en el peligro al que inconscientemente se expuso durante la navegación; se quedó tieso segundos después al pensar en el arriesgadísimo y gafado vuelo que estaba a punto de tomar. Bajó del coche del amigo y tras la despedida se planteó seriamente coger un taxi y volver a la estación ferroviaria, aunque ya hubiera pagado el vuelo.

Bruno, que no tenía ni ganas de volver a pasar por largas horas en tren y menos durante más de un día le insinuó, tan serio como pudo:

 He leído las estadísticas y se ve que hay muchos accidentes de tren; piensa que hay muchos más que aviones, por no hablar de los accidentes de tráfico si viajáramos en autobús.

El caballero tocó inmediatamente el clavo. Recorrer a pie aquel centenar de quilómetros era imposible. Tras una larga reflexión se decantó por el vuelo.

Nada más llegar dijo:

 Â¿Estamos en tierra firme, verdad? —y, cuando el sobrino asintió, concluyó— ¿Has visto que no eran más que absurdidades? —como si el supersticioso de los dos hubiera sido el joven.

Hay personas como el caballero —concluyó años más tarde Bruno cuando recordó aquel capítulo— que se consideran ateas porque, tal y como sostienen, son realistas, positivas o incluso científicas; las mismas que luego leen el horóscopo cada mañana, nunca pasan bajo una escalera, rehúyen los gatos negros y las flores blancas y llevan al menos un amuleto de la suerte en el bolsillo. Con frecuencia son estos los seres humanos que se meten en problemas por culpa de sus supersticiones.

Pittò volvió a la fábrica con el rostro nuevamente ensombrecido, cogió el contrato con dos dedos y lo metió en la caja fuerte.

 Y bien, ¿empezamos la producción? —le preguntó el perito Tirlotti.

 Un…m... un momento, mañana lo hablamos —fue la vacilante respuesta del jefe. Tras bajar sano y salvo del avión y dejar de temer por su vida, el empresario fue presa de un nuevo temor: que el suministro del gafe de Roma trajera la desgracia al negocio.

Pasaron los días y la orden de producción siguió sin llegar.

 Caballero, ¿empezamos? Roma nos espera —insistía un asombrado director técnico.

 Hmm... no hay prisa.

 Caballero —intervenía entonces el director administrativo—, disculpe pero deberíamos empezar. Habrá plazo de entrega, ¿no? Además, necesitamos el dinero.

 Â¡Uff! —el jefe estiraba la boca cuando se quejaba y se ponía a picar las palmas de manos una contra otra a su manera, una y otra vez, y se alejaba consumido por la indignación.

Solo Bruno intuyó el motivo de la incertidumbre, y comprendiendo el daño que auguraba a la empresa decidió compartirlo con Fringuella.

La relación entre ellos dos se había viciado con el tiempo. El doctor había perdido gran parte del respeto inicial por él y le llamaba intencionadamente Bruno en vez de señor Seta. ¿El motivo? Claramente la infeliz frase de Pittò sobre el nombramiento del heredero para su puesto, y probablemente las dificultades económicas añadidas de la empresa. El joven tomó represalias y devolvió la antipatía; además, le perdió el respeto cuando se enteró de su pasado. Sin embargo, el doctor era la única persona en quien confiar para salvar la situación. A pesar del precedente penal era el único que intimidaba al jefe, puede que fruto de la censuradora carga fiscal que en el pasado usara en su contra; cabe añadir que era sobre todo por ello que el caballero, inconscientemente, quería librarse de él cuanto antes.

 Bruno, ¿por qué no me lo has dicho antes? —le regañó en primer lugar.

 Era una simple sospecha; ¡y hasta me pareció absurda! Pero es la única explicación lógica —y le contó el viaje en avión.

 No cabe duda —sentenció el director, negando con la cabeza— ¡pero cuesta creerlo! ¡Ni siquiera sabemos qué pone el bendito contrato! Lo dispuso la contraparte en Roma; ni tan solo he tenido el honor de leer el borrador, ¿y pretende que no lo penalicen por retardos en los envíos? Es una empresa pública, ¡a saber qué le aguarda!

Tomó asiento, desconsolado. Luego recobró el orgullo:

 Â¿Se da cuenta de que su tío es un inconsciente? Dígaselo, y si no lo hace usted lo haré yo. Es más, ¡voy para allá!

Se levantó de un salto y se pateó el edificio entero, enfadado, para hablar con el jefe.

Afortunadamente para Pittò, no estaba.

Esperaron un día, dos, el caballero no aparecía. Fringuella le llamó a casa, donde contestó la sirvienta con un «los señores se han tomado unas vacaciones».

 Â¡Vacaciones! ¡¿Con todo esto patas arriba?!

 Yo no sé nada del tema —respondió la desconcertada criada a la par que el doctor, sin siquiera despedirse, colgaba el auricular.

 Perfecto, ahora sí que vamos apañados. ¡Menuda perla de familiares le han tocado!— se desfogó con Bruno como si este fuera el culpable.

Al final, de acuerdo con Tirlotti y con el heredero como testigo, se tomó la amotinada decisión de llamar a un cerrajero para que forzara la caja fuerte; mientras, sin más dilación, se procedería a la producción para Roma.

El joven Seta pasó a visitar frenéticamente las casas de los deudores de la empresa y solicitar los pagos. Rara ocasión fue la que cobrara las facturas, y demasiadas las que se llevó groserías o acudió ante notario para pagar las letras del caballero que llegaban a término; la crisis o incluso la bancarrota de muchos clientes por una coyuntura negativa gravísima redujo a nada y menos el dinero de la industria Pittò.

Por ese motivo, cuando el ladrón de Dialzi volvió mendigando una vez más —la última vez dos días antes de las despreocupadas vacaciones del caballero— fue despachado sin un solo céntimo. Antes de irse, sin embargo, le dijo a su antiguo jefe:

 Â¡Acuérdate de lo que solo tú y yo sabemos! —oyeron el doctor y Bruno.

 Â¡Â¿Se tutean?! —dijo asombrado el joven.

Forzaron la caja fuerte, vacía de dinero, y recuperaron el contrato. Fringuella y Tirlotti se lo leyeron en la oficina mientras el cerrajero restauraba los mecanismos de la puerta. El heredero hacía guardia. Mientras esperaba, su mirada se vio atraída por un paquete de cartas dirigidas a su tío. Más tarde supo que todas eran de Dialzi. No pudo vencer a la curiosidad; tras dudar durante un minuto largo, las cogió y se alejó un poco para sentarse y leer alguna.

Empezaba así: «Estimado padre...»

El remitente advertía la próxima visita e invitaba al caballero a dejar el dinero listo.

Cuando Bruno vio que el artesano estaba a punto de terminar, se guardó las cartas para leerlas con total comodidad cuando acabara de trabajar, rezando para que las vacaciones de su tío duraran un poco más. Le entregaron una de las dos nuevas llaves. La otra se la quedó Fringuella. Al día siguiente volvería a dejar las cartas en la caja blindada.

Aquella noche en casa, antes de cenar y sin decirle nada a papá por miedo a que le riñera, se puso a leer. Todas las cartas empezaban con un «Estimado padre» y advertían una futura visita en la fábrica. Cada carta incluía reflexiones diferentes: recuerdos, la admisión de vivir con la invencible pasión por el juego, lamentaciones de miseria y súplicas de perdón; en una acusaba en subrayado a Pittò por su ingratitud, aduciendo que gran parte de su cómoda posición se debía a él, el empleado para todo mal pagado.

Quedó claro que Dialzi era hijo natural del empresario, fruto de una mujer que no aparecía nombrada, anterior al matrimonio con la tía, que murió tras el parto. El padre lo mandó inmediatamente a un orfanato, vigilándole siempre de cerca. Cuando alcanzó la edad se lo llevó a la fábrica. Sin embargo nunca quiso reconocerle por temor a la opinión de la gente: en aquellos tiempos cosas así podían incluso cerrarte las puertas de la burguesía, dado que se consideraba vergonzoso; no se razonaba que, en todo caso, vergüenza era abandonar a un hijo como si fuera huérfano.

¿El caballero le pagaba a Dialzi por miedo a que desvelara su secreto? No, fue por afecto, tal y como reconocía el hijo en aquellas cartas. En todo caso fue él quien no sintió aprecio por su padre; sus textos insinuaban desprecio y rabia. En el pasado Pittò le prometió la herencia a su hijo, como aparecía claramente escrito. Más tarde, disgustado por los hurtos, le desterró de todo legado, con la desdicha de no volver a verle. Ni siquiera pudo contener el impulso de darle dinero, al menos mientras pudo. Oficialmente inventó la excusa de un préstamo que el otro le devolvería en cuanto encontrara trabajo.

Dialzi murió tres meses después de la descerrajadura de la caja fuerte al tirarse por un barranco con el cochazo que adquirió mediante pagarés tras perder todo el dinero en un casino.

Bruno depositó las cartas en la caja fuerte antes de que Fringuella, que se fue a fotocopiar el contrato, volviera a dejarlo en su sitio: por entonces las fotocopiadoras eran aún un sueño por cumplir.

Bruno no le dijo nunca nada a su tío; solo se lo dijo al padre cuando apareció publicada en los periódicos la muerte Dialzi.

El caballero volvió al trabajo una semana después del incidente de la caja. Al descubrir el panorama se alegró de que los demás hubieran decidido por él, porque sino el gafe, como dijera al sobrino en broma, se hubiera cernido sobre ellos.

Aunque la producción llevaba ya días, seguia vigente el temor a no ser puntuales. En el pasado el tío se habría ido a Roma con el perito en vez del sobrino. Tirlotti manifestaría a la contraparte que el tiempo fijado para el encargo estaba muy cerca y pediría un vencimiento más alejado. Si no hubiera sido posible, no firmarían el contrato. Pero habían perdido tanto tiempo que era poco probable una expedición puntual.

Desgraciadamente el acuerdo, como temía el doctor Fringuella, preveía aunque fuera un simple contratiempo, la cancelación de la mercancía, ningún pago y el derecho a una cifra alta en concepto de daños y perjuicios; consiguieron mandar un pequeño anticipo de mercadería, que por contrato fue rechazado. De nada sirvieron los intentos del director administrativo de obtener un aplazamiento: el material era necesario para una película histórica colosal, una coproducción italoamericana de miles de millones de liras en gastos2 con actores procedentes de medio mundo. No se podía atrasar la grabación ni un día. Usarían el papel maché de siempre en lugar del Polvo para construir montañas, le dijeron al doctor por teléfono; en lo que al anticipio respectaba, tenían pleno derecho contractual de quedárselo en concepto de indemnización por daños y perjuicios. Todo un contrato suicida para el caballero. Fue un completo desastre; y pensar que si hubiera tenido una sola semana de margen trabajando sin descanso lo hubieran conseguido. Culpa de Pittò, no había duda, por su maldita superstición.

¿Qué podían hacer? Nada de nada; inmediatamente después los otros les mandaron una carta muy seria del abogado que pedía sin dilación la penalización.

El caballero acusó de forma refleja al doctor Fringuella por haber iniciado la producción sin su consentimiento:

 Debería reclamarle los daños a usted por la retención de la mercancía y por el material que no ha conseguido vender en las tiendas.

 Â¡Es usted un imbécil! —soltó a modo de respuesta el enfurecido director administrativo, insultándole por primera y no última vez con el rostro a pocos centímetros del jefe, escupiéndole saliva y bilis.

Intimidado, dio media vuelta y desapareció suspirando un «piojoso, piojoso» y picando de manos como solía, aunque no demasiado enérgicamente. En cuanto se fue por el pasillo más cercano el ruido de sus pasos fue silenciado de repente por otro sonido inconfundible. Una ensordecedora y formidable flatulencia reprimida seguida de un potente y miserable: «¡doctor de los cojones!».

Fringuella corrió hacia la voz pero no vio a nadie en el pasillo, tal era la habilidad del caballero para eclipsarse.

Entonces el director empezó, o reanudó, a beber sin moderación, no solo en las comidas como se adivinaba en el aliento que despedía; también en el desayuno. Poco a poco se convirtió en un estorbo para la empresa, por no decir una toxina. Se habituó a agredir verbalmente no solo a Pittò, sino también al heredero. Bruno se preguntó si aquel hombre, bajo el espíritu de alcohólico, vería reflejada en él la imagen del tío y le castigaba por haber entrado en la vida del despreciado jefe. Puede que sí, pero no era aquello lo que volvía descortés al doctor. Un día se delató solo cuando le soltó fríamente al joven, mirándole a los ojos:

 Ya van dos meses que los trabajadores no cobran, yo incluido. ¿Por qué su padre no sufraga nuestra empresa? ¿No cree que sería lo justo?

 Â¡Â¿Pero qué dice?! —se alarmó Bruno.

 Digo, querido, que vuestra posición se debe a Pittò y ahora debería devolverle el favor.

 Nuestra pos...

 Sí, ¿hablo en chino? Vuestra posición. Todo el mundo sabe que su tío subvencionó a fondo perdido la oficina del doctor Seta —Bruno permaneció con la boca abierta— y que él os regaló la casa donde ahora vivís por el afecto que le profesaba a su madre, a quien quiso como a la hija que su mujer nunca le pudo dar.

 La hija, la mujer, la madre... ¿se refiere a mi madre?

 Sí, ¿por?, ¿es que no ha tenido madre? —se mofó con una risa burlona.

 Â¡Pero si mi madre ya estaba muerta cuando el caballero conoció a mi tía!

Fringuella iba a contestar pero el joven se le adelantó:

 Además, el despacho ya era de mi abuelo, igual que el apartamento. ¿Ahora lo entiende?

El doctor siguió mirándole burlonamente, como diciendo: «¿A mí que me cuentas?».

Bruno se irritó aún más:

 Â¡Deje de mirarme así, imbécil!

Entonces el otro, sin alzar la voz y sin levantarse de la silla donde se había acomodado:

 Â¡Mentiroso! De hecho estoy convencido de que ahora mismo Pittò esconde dinero de su padre mientras espera la quiebra.

 Â¿Está loco o qué? —agarró el respaldo con ambas manos y tiró al suelo a Fringuella. Seguidamente se fue a buscar a su tío. En realidad se arrepintió al instante de la agresión: en el fondo el hombre estaba borracho y él ya no era un chiquillo. Sin embargo ya no podía disculparse: sería como aceptar que el director tenía razón en todo. Se quedó con el remordimiento.

La Verdad Y La Verosimilitud

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