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BUENA Y MALA CIENCIA

Osvaldo M., jurisconsulto de Derecho Internacional Público, se resignó ante lo inevitable: dimitir de la universidad, darse de baja en el colegio de abogados y concluir su vida alojado en Casa Tranquila, clínica residencial para gente acomodada afligida por enfermedades neurodegenerativas como Parkinson, Alzheimer o Pick.

Le había atacado la tercera enfermedad, demasiado precozmente, al no haber cumplido los sesenta. Desde hacía algunos meses sufríade vez en cuando agitación psicomotora, ansiedad y pérdidas de memoria y había decidido por tanto acudir al médico de cabecera. Este le había mandado a un neuropatólogo que le había sometido a una larga serie de análisis, de los cuales había concluido el infausto diagnóstico. Osvaldo había preguntado al especialista la causa y naturaleza del mal y había obtenido la franca respuesta de que la patogénesis de la enfermedad era desconocida y solo se conocía el cuatro anatomopatológico, indicado por una atrofia del área cerebral frontal-temporal y la presencia de alteraciones neuronales, los cuerpos de Pick, consistentes en inclusiones intracelulares, neurofilamentos similares a los encontrados en la enfermedad de Alzheimer, aunque la patología de Pick se consideraba distinta de la de aquella. Supo amargamente que el enfermo perdía la capacidad expresivo-expositiva, conservando sin embargo, durante un tiempo, la de la lectura y la escritura y cayendo luego en la demencia plena. En cuanto a la cura, el neuropatólogo le había disuadido: había esperanzas de ralentizar el proceso, pero ninguna de curación.

Osvaldo vivía solo desde hacía muchos años, aparte de una asistenta y cocinera durante el día, no había formado nunca una familia e, hijo único, era el único superviviente de su familia. Al conocer su destino, no teniendo ningún pariente que pudiera verificar que iba a ser atendido adecuadamente durante las veinticuatro horas por cuidadores a sueldo, decidió ingresar en una clínica neurológica residencial, la mejor posible, mientras todavía conservaba la lucidez. Buscó personalmente en la web y, después de haber recogido un grupo de direcciones, a primera vista las más atrayentes, se informó acudiendo a ellas en persona y acabó decidiendo ir a Casa Tranquila, cuyo nombre completo era Instituto Clínico Neurológico Residencial Casa Tranquila. Obtuvo al mismo tiempo el apoyo logístico de un jurista del que se fiaba, su exalumno y amigo, el abogado Lamberto N., veintidós años más joven: una vez que Osvaldo se alojara en la clínica, debía pasar a verlo periódicamente para controlar que fuera respetado como persona y bien tratado en comida, alojamiento y limpieza personal y, sobre todo, que tuviese un trato médico diligente. Por otro lado, el amigo se encargaría de la pensión mensual y los gastos extraordinarios: Osvaldo estaba seguro de que los intereses de su ingente patrimonio serían más que suficientes como para cubrir los gastos, incluso si resultaba tener una vida larga, aparte de que, al haber sufrido desde hacía mucho tiempo problemas cardiacos, creía que, después de todo, no iba a ser tan larga. A cambio del trabajo de Lamberto, Osvaldo le había designado como heredero universal en su testamento notarial y le había entregado de inmediato, como honorario anticipado directo, su gran casa en la ciudad con todo lo que contenía. Los dos tenían una cita con el notario Tommaso Q. a las 11 de pasado mañana.

Con esos pensamiento melancólicos, poco antes de la hora de la comida Osvaldo pasó a través de una puerta interior de su piso a la sala de espera de su despacho: bajo sus anteriores propietarios había sido una única vivienda grande que ocupaba todo el segundo piso, con dos entradas por la escalera, una para los propietarios e invitados y la otra para el servicio. La segunda se había convertido en la entrada a su despacho. La zona de trabajo comprendía tres habitaciones, el salón-estudio propiamente dicho, la antecámara-sala de espera y el despacho de las dos empleadas. Dentro no había nadie, aunque era un día laborable, porque Osvaldo había despedido a las colaboradoras, igual que había hecho por otro lado con la asistenta-cocinera, comiendo los días siguientes en un restaurante cercano. Entró en el salón que constituía su despacho, lleno de revistas jurídicas, expedientes de trabajo y ensayos legales, entre los cuales destacaban los suyos, encuadernados en piel roja. Estaban colocados respectivamente, de izquierda a derecha desde la entrada, en tres estanterías de madera clara de nogal que cubría otras tantas paredes. A lo largo de la cuarta, que tenía en el centro la puerta entre el despacho y la sala de espera, colgaban, cuatro a cada lado, ocho grabados sobre los respaldos de otras tantas sillas acolchadas. En el centro de la sala, enfrente de la puerta, destacaba una gran mesa que usaba como escritorio, cubierta de expedientes y cartas, detrás de la cual se erguía un sillón profesional. Todo el mobiliario era dorado y antiguo, en estilo Luis XV. El abogado tenía la intención de sentarse por última vez en su escritorio, mirar un rato a su alrededor, tranquilamente, y dar así una especie de adiós oficial a su vida profesional, para dejar de pensar en ello y no volver nunca a acceder al área de trabajo en los últimos y tristes días que iba a pasar en su casa.

Había dado un par de pasos en el cuarto cuando advirtió, con alarma, un entumecimiento en las manos y los pies que invadió de repente todo su cuerpo. Se quedó quieto donde estaba. La falta de sensibilidad en el cuerpo se convirtió en un molesto hormigueo y luego en casi en un escozor. Le picaba también el cuero cabelludo. También empezaron a picarle, por dentro, el cerebro y el músculo cardiaco. Razonó, atónito: «Estoy a punto de perder totalmente la cabeza y además estoy sufriendo un infarto». Sin embargo, después de unos pocos segundos, el picante hormigueo empezó a disminuir y, como antes, también en todo el cuerpo. Pero le atacó otro dolor, y con más intensidad: una especie de gran garra invisible que apretaba fuertemente su cerebro mientras que sentía que el corazón se calentaba hasta quemarle:

—¡Me muero! —gritó.

—¡No se muere en absoluto, abogado! —exclamó una voz desconocida, dejándole estupefacto, una voz de tono melodioso, similar al sonido femenino de una potente contralto.

—¡Que diab…! —dijo sin poderse contener a pesar del tono tranquilo de la voz y se volvió de golpe tratando de descubrir una presencia a sus espaldas: no había nadie.

—Tenga un poco de paciencia, el dolor está a punto de desaparecer —continuó la voz.

El dolor desapareció y se sintió físicamente bien, incluso muy bien, pero en ese momento no se paró a pensarlo, miró preocupado a su alrededor y echó incluso un vistazo debajo de la mesa: no había nadie. El que le había hablado debía estar detrás de la puerta. ¿Un ladrón? Osvaldo ya no estaba perplejo, sino enfadado: tomó de la mesa un pequeño pero pesado pisapapeles de bronce, una estatuilla del siglo XVII que representaba un caballo y un caballero, con una peana todavía más pesada que la figurilla, y salió rápidamente a la sala de espera: no había nadie. Entró en la habitación en la que hasta hace unos días había visto el trabajo de sus empleadas: no había nadie. Volvió sobre sus propios pasos, cruzó de nuevo la sala de espera y se dirigió al primer cuarto de su vivienda, un distribuidor: tampoco aquí había nadie. No fue más allá, ya que la voz no había sonado lejos del despacho. Mecánicamente, posó el pesado pisapapeles de la figurilla sobre una mesita que tenía a su lado, un poco demasiado bruscamente contra una estatuilla de Capodimonte, una damisela y un caballero del siglo XVIII, que quedó arañada en su base. No se dio cuenta del daño y volvió a entrar en la sala de espera haciendo ruido:

—¡Se me ha derretido el cerebro! ¡Oigo voces que no existen! —y continuó razonando mentalmente: «El médico no me habló de posibles alucinaciones esquizofrénicas».

La voz de contralto resonó de nuevo, tranquila como antes:

—Su cerebro no se ha derretido, abogado, no tiene imaginaciones. —Estas palabras, recorriendo techo y paredes, reverberaron en la habitación sin muebles, salvo ocho asientos para los clientes junto a dos paredes y un perchero y un paragüero junto a la puerta del rellano, y al dueño de la casa le parecieron de ultratumba. Se sobresaltó y se le aceleró el corazón.

La extraña voz continuó plácidamente:

—En realidad usted me oye, abogado, a través de un dispositivo, llamémosle un móvil, ¿de acuerdo?, exhibido sobre el manos libres que hay en este cuarto, sobre la silla más cercana a la puerta de su estudio. Y la primera vez en su despacho el aparato se había solidificado exactamente sobre su mesa, pero no lo vio porque estaba mezclado con las cartas. Así que hace un momento lo he retransferido a la sala de espera y ahora, abogado, no puede dejar de verlo. Además, esta vez lo he reconstruido con pintura de color rojo vivo y no blanco.

¿Solidificado? ¿Exhibido? ¿Retransferido? ¿Reconstruido?, se maravilló Osvaldo. Vio que había realmente una especie de móvil en esa silla. Se aproximó. No lo tocó, solo lo observó. Advirtió que no se trataba de aparato moderno inteligente multimedia, sino de un modelo de dimensiones menores de las de un Smartphone y de apariencia arcaica, de aquellos que solo valían para conversar e intercambiar mensajes de texto. Se acercó más y vio que no había ninguna inscripción sobre el móvil y que no tenía teclas ni pantallas, como si el aparato solo valiera para recepción.

Se dijo en voz alta:

—No creo en la magia y todavía no se ha inventado el teletransporte, así que en realidad me he vuelto esquizofrénico y este móvil solo está en mi cabeza.

—Se engaña, ¿sabe? —le apremió la agradable voz, que provenía claramento del aparatito.

Osvaldo respondió como si esas palabras fueran reales, pero sin creerlo de verdad:

—Así que se ha inventado el teletransporte, ¿no es así?

—Sí, desde hace tiempo.

—Ah, entonces, señor... o señora...

—Soy varón y me llamo Ornulatinval Tamagonemistralin Rutillinainon, pero, para usted, abogado, solo Or, como me suelen llamar los amigos: ¿podemos tratarnos de tú?

Osvaldo aceptó el juego que, según creía, le planteaba su achacoso cerebro:

—Sí, gracias, y yo soy Osvaldo.

—Querido Osvaldo, es un honor llamar por su nombre a una autoridad mundial del derecho como tú. Pero, si me lo permites, ahora iré al grano, es más, primero me ocuparé de lo que realmente te interesa más y luego de lo que te interesa menos.

—Ah, vale, ¿y vosotros sois…?

—Espera, por favor. Ahora mismo, lo que más te interesa es sin duda que te hemos curado completamente, gracias a ciertos rayos terapéuticos que te hemos lanzado por teletransporte. Ahora tienes el físico absolutamente sano de un adolescente, no solo los órganos sino también los músculos y los huesos y si, supongamos, trataras de hacer cien flexiones, no te resultaría imposible. De todos modos, te lo confirmarán los nuevos análisis hospitalarios a los que te sometas, dado que hoy y los días siguientes continuarás sintiéndote maravillosamente bien: los médicos se asombrarán de su restablecimiento, los incrédulos hablarán de remisión espontánea y los demás pensarán en un milagro. En realidad, sencillamente, nuestras ciencias están mucho más avanzadas que las vuestras y no solo las físicas, sino también las ciencias sociales. Y también la ética: epistemología, ciencia y ética impregnan totalmente lo que vuestros pensadores llaman humanismo sapiencial-científico. El objetivo de nuestros intelectuales es siempre y solo el bien de la persona, que nunca se considera un instrumento, sino siempre y solo el fin principal de la investigación: no como pasa, también para ti, sobre vuestra Tierra, donde muchas veces la epistemología, la ciencia y la técnica han sido y son antihumanistas. Basta con pensar en el gas Zyklon B y las V1 y V2 de vuestro Hitler o los experimentos actuales con fetos humanos.

Osvaldo, no estando ya completamente seguro de estar sufriendo una alucinación, dijo dirigiéndose al móvil:

—¿Quién me asegura que estoy curado de verdad? ¿Quién me dice que mi cerebro no me está dando ilusiones consoladoras?

—No sufres percepciones ilusorias y, como te he dicho, los análisis médicos te lo demostrarán: ¡no solo estás curado, sino que tienes las células óptimas de un joven! La salud es un pago anticipado por el trabajo profesional que queremos pedirte. En cuanto a nosotros, los purkilatronalarcolmintranikianos, somos antropomorfos como vosotros, pero... um... con algunas diferencias. Y tal vez pueda decirse que para vosotros somos a la vez tan terrestres como extraterrestres, porque nuestro planeta Purkilatronalarcolmintranik, al que para simplificar puedes llamar Alter Terra, es idéntico a la Tierra, es decir, tiene los mismos mares y continentes y la misma antigüedad geológica, gira sobre el mismo eje en un día de duración parecido al vuestro y en torno a una estrella idéntica a vuestro Sol en 365 días y 6 horas. Pero los dos planetas no existen en la misma cuerda de la creación, sino sobre dos, tan vecinas entre ellas como para ser prácticamente coincidentes.

A pesar de la perplejidad que sufría, Osvaldo siguió conversando y respondió adecuadamente:

—Recuerdo un programa de televisión en el que se hablaba de la teoría supersimétrica de las cuerdas. Ahí decían que algunos astrofísicos piensan que todo lo que existe es una expresión directa de algo que solo podía definirse como una energía vibratoria, es decir, que suponían vibraciones de cuerdas o filamentos supersutiles y supersimétricos que, a pesar de tener dimensiones, serían tan finos y cortos que no se podrían apreciar ni siquiera con instrumentos millones de veces más potentes de los mejores actuales. Pensé en algo similar a los universos paralelos de la ciencia-ficción.

—Se puede llamar así. Tal vez dijeran también que la teoría de las cuerdas o filamentos requiere, para poder demostrarse, la conjetura de al menos seis dimensiones además de la del tiempo y las tres espaciales y, según algunos de vuestros investigadores, además una séptima dimensión…

—… Sí, me acuerdo…

—Pero se trata de un número muchísimo mayor. En cualquier caso, ninguno de vuestros estudiosos ha encontrado, por el momento, pruebas de las multidimensiones, aunque sean reales, como te estoy demostrando en la práctica con mi intromisión interdimensional.

Osvaldo tenía finalmente la sensación de no ser víctima de alucinaciones, sino que se movía en la realidad, tal vez porque la posibilidad de estar curado era demasiado fascinante como para negarle la confianza a esa voz misteriosa. Se dirigió al móvil:

—Me has dicho que queréis mi ayuda. Estaría dispuesto. ¿De qué se trata?

—De defendernos en una causa ante…

—Estaba a punto de darme de baja en el colegio de abogados y retirarme a una casa de salud —le interrumpió.

—Los sabemos, antes de contactarte nos informamos sobre ti. Pero podrías renunciar ¿no? Después de todo ahora estás totalmente sano.

—Vale… bueno, supongamos que sí. ¿De qué causa se trataría? ¿Sería civil o penal? Soy abogado civil.

—También lo sabemos. El proceso, como estaba a punto de decirte, sería ante el Tribunal Internacional de La Haya.

—¡Ah! Efectivamente, he llevado varias causas de derecho internacional público. Pero, perdona, ¿a titulo de qué estaríais sometidos al derecho internacional?

—Somos un Estado, el Estado Único de Krallumpntalvinstrinil, que se extiende sobre todo nuestro planeta. El proceso sería en vía civil, no penal. Aunque vuestro mundo nos considera, de manera totalmente injusta, como crueles criminales, no lo somos y no hemos tenido nunca denuncias penales. Es la voz popular la que nos ha culpabilizado durante milenios, a causa de cuentos, primero orales, luego escritos y más recientemente en películas que han alimentado la especie maligna de que somos violentos contra vosotros, los seres humanos, además de que nos gusta comeros, prefiriendo la carne tierna de vuestros niños.

En la cara de Osvaldo apareció una expresión de gran desconcierto.

—Por el contrario, nuestra especie es apacible y la defensa de los débiles es para nosotros uno de los mandamientos supremos. Desde siempre practicamos la caridad hacia el prójimo, como quiere el Creador de lo existente. No hemos cometido nunca aquello que algunos de vuestros textos sagrados llaman el pecado original.

—¿Sois ángeles?

—No, no soy un mensajero divino, salvo, tal vez, en el sentido muy humilde de que, como mis iguales, testimonio con mi vida la verdad y la justicia: verás, Osvaldo, cómo sabré demostrarte con certeza que somos criaturas benevolentes. Pero, entretanto, vuelve por favor a tu despacho y llévate también el móvil interdimensional. Sobre tu mesa hemos teletransportado un portátil: es muchísimo más potente y complejo que vuestro mejor notebook, aunque se parezca, se abre como uno terrestre y la conexión es wireless, pero interdimensional. Cuando lo abras, encontrarás todos los datos que nos conciernen, informaciones que te servirán para defender nuestra causa: te explicaré enseguida cómo funciona. Estamos seguros de que conseguirás darnos a conocer en todo el mundo como las personas justas y apacibles que somos, acabando así con las infamantes acusaciones que nos lanza tu especie. —En un tono enfático, la voz armoniosa añadió—: Osvaldo, ¡defendiéndonos, harás valer la verdad! Tal y como el Creador pretende de todas las criaturas dotadas de razón. —Volvió a la entonación tranquila—: Si te resulta útil, podríamos teletransportar también los textos impresos de los ficheros, pero sería miles de tomos y no sé si…

—... pero no, ¡menudo engorro! Los ficheros están muy bien —respondió Osvaldo aceptando implícitamente la propuesta. Volvió al despacho con el móvil rojo en la mano y añadió: —Bueno, no te lo he dicho hasta ahora: acepto representaros.

—Bien. Considerémoslo ya como un contrato cerrado. Ahora yo, como representante legal de mi especie, puedo finalmente mostrarme y así explicarte bien de qué se trata. Sin embargo, te advierto que te puedes asustar, ya que para los terrestres nuestro aspecto es monstruoso, como por otro lado lo es el vuestro parta nosotros, en realidad y… no sabes cuánto —Del móvil salió una especie de risita divertida.

Los labios de Osvaldo se tensaron en una expresión igualmente alegre. Dijo con curiosidad:

—¿Tal vez sois de color verde? ¿O gris? Tal vez tenéis grandes ojos negros y…

—Ya sé a quiénes te refieres: no, esos otros hijos del Creador viven en cuerdas distintas de la tuya y la mía. Y a vuestros ojos no son tan monstruosos como nosotros. Ahora me teletransporto y me verás. Pero, por favor, no te asustes, las apariencias engañan, como soléis decir, y el bien puede parece mal como, al contrario, Satán se disfraza a veces de ángel de luz, como escribía vuestro Pablo de Tarso en su neotestamentaria Segunda Epístola a los Corintios: «Estos tales son falsos apóstoles, gentes fraudulentas que se disfrazan de apóstoles de Cristo. No es una sorpresa, porque también Satanás se disfraza de ángel de luz. No es por tanto raro que sus ministros se disfracen como administradores de justicia. Pero su fin será de acuerdo con sus obras». —Sin solución de continuidad, a unos cuatro metros de Osvaldo, el autor de la voz comenzó a aparecer, diáfano, luego semitransparente y finalmente, en forma sólida humanoide: sus ojos estaban dotados de una notable belleza, grandes y luminosos, pero el pasmado Osvaldo, lanzando un grito, solo advirtió el resto de su figura, similar a la descrita en fábulas y cuentos de fantasía para representar a… ¡los orcos! El alienígena, de más de dos metros de alto, tenía la piel morada y verrugosa, de apariencia reptiliana, nariz pronunciada, una boca enorme sin labios, diez pequeños cuernos verduzcos sobre la frente, cabeza calva, cuello largo, enormes órganos auditivos en lo alto de los lados del cráneo, con forma similar a la de las orejas del elefante indio, manos grandes, de cinco dedos como las nuestras, y pies también grandes calzados con botines de color amaranto. El ser vestía un taparrabos turquesa en el que aparecía por delante en su parte baja un abultamiento del que debía ser responsable un correspondiente sexo masculino. El resto del cuerpo estaba desnudo y no tenía pelo visible.

Osvaldo, al estar ya en óptima salud mental, además de física y al haber sido siempre muy curioso culturalmente, recuperó rápidamente el autocontrol.

El anómalo visitante consideró:

—Era inevitable que te sobresaltaras. Lo siento, aunque veo que ya te estás tranquilizando.

—Sí, estoy bien, ha sido solo un momento, y tengo mucha curiosidad.

—Enseguida te pongo al día, pero después de ponernos cómodos en dos sillas, ¿vale?

—En realidad estaría mejor de pie, por la emoción que tengo. —Y Osvaldo puso el móvil rojo sobre la mesa junto al portátil alienígena, que era del mismo color y estaba colocado exactamente delante del sillón.

—Como quieras, pero, si me lo permites, yo en cambio me me voy a sentar: créeme, ser teletransportado entre dimensiones diversas cansaría a cualquier internauta. —Y sin esperar al permiso del dueño de la casa, se acomodó sobre una de las dos sillas cercanas a la puerta, a la izquierda de la salida.

Contrariamente a lo que había dicho, también Osvaldo se sentó, pero en su propio sillón, delante del notebook rojo. Listo para escuchar las palabras de su singular huésped, conteniendo una turbación natural, le miró, sin dirigir sin embargo la vista al rostro, sino al pecho.

Una vez obtenida su atención, el orco empezó:

—Te enseñaré cómo se usa nuestra computadora, pero antes de explico mejor la situación: Sabes que en el pasado no teníamos todavía el control de los pasos interdimensionales, pero en cierto modo ya existían desde tiempos muy antiguos. Se trataba sin embargo de apariciones por causas naturales, desconocidas para nosotros, de nuestras figuras, es decir, no de purkilatronalarcolmintranikianos corpóreos, sino solo de sus forma ilusorias, diáfanas. Sin embargo esas imágenes eran más que suficientes para aterrorizar a los terrestres que las veían, además de que la civilización de la Tierra era precientífica. Tal vez hayas entendido que se trataba de un fenómeno análogo a lo que vosotros llamáis fantasmas, que creéis que son ectoplasmas de personas ya muertas, mientras que, en realidad, son imágenes proyectadas a través de pasajes, en este caso pasajes intertemporales y no interdimensionales, es decir, que unen vuestro pasado con vuestro presente haciendo vislumbrar transparencias de personas y escenas de tiempos pasados: por eso surgieron sobre la Tierra leyendas sobre fantasmas y luego se escribieron cuentos y posteriormente se rodaron películas, sobre todo de los espectros escoceses, dado que muchos de esos pasajes temporales están en vuestra Escocia. Hacia el inicio de vuestro siglo XX no tuvimos conocimiento de los agujeros interdimensionales ni tampoco de los temporales, no había conseguido todavía la tecnología que finalmente, en su momento, nos permitió descubrir esas entradas y luego, a partir de la época correspondiente al inicio de vuestro tercer milenio, también lograr transportes controlados hacia y desde vuestra Tierra, además de hacia el pasado de nuestro Purkilatronalarcolmintranik: los accesos concretos, como el que acabo de hacer, ya no son solo pasajes de nuestra imágenes fantasmagóricas. En cuanto a la Tierra, pudimos estudiar vuestra civilización y, después de conocer muchos otros hechos, llegamos a conocer el terror suscitado durante milenios por nuestras figuras trasladadas a vuestro mundo a través de agujeros interdimensionales y descubrimos que nuestras inesperadas apariciones no solo habían aterrorizado a personas, como por otro lado habían hecho vuestros espectros domésticos, sino que habían hecho también surgir leyendas sobre nosotros, los malvados orcos u ogros, leyendas en las cuales, digámoslo también, había intervenido asimismo mucha vuestra fértil imaginación. Y entendimos también que, igual que con vuestros fantasmas, las leyendas derivaban de obras literarias y después de las películas sobre orcos que comen seres humanos. Leyendas, literatura y filmografía absolutamente infamantes para nosotros y que afectan insoportablemente a nuestro sentido absoluto de verdad y de justicia: sin ninguna presunción, creo firmemente que somos criaturas de espíritu angélico, aunque no seamos ángeles. Podrás aseverar nuestra perfecta conducta moral en los ficheros que hay en la computadora y además, dado que podrías pensar que esto sencillamente es falso, podrás verlo en persona viniendo conmigo a nuestro mundo y visitándolo: el aparato que te he dado es también un dispositivo para el transporte interdimensional. Más adelante te explicaré como activar esa función, por ahora no toques en absoluto las teclas violetas, por favor.

—No, no, lo evitaré. Y… me decías que tenía que ayudaros…

—… presentarás en nuestro nombre una demanda civil en el Tribunal de La Haya y, gracias a toda la documentación que hemos incluido en la computadora y a lo que recogerás en persona sobre nuestro planeta, como experto del derecho que eres, obtendrás con seguridad una sentencia que nos rehabilitará en vuestro mundo.

—Es magnífico, pero había pensado… ¡Iba a retirarme! Y noto dentro una fuerza…

—Es evidente, tienes de nuevo una salud perfecta.

—Nunca me había sentido tan motivado, casi deseoso de profundizar, tan… tan completo. ¡Ah! Tengo que anular la cita… —Miro su reloj de pulsera—. … No, es ya la una menos cuarto, los empleados se habrán ido a comer.

—… ¿Los empleados?

—Los empleados de un notario con el que tengo una cita pasado mañana, reunión que tengo que anular, pero lo haré esta tarde. Estoy tan nervioso que no tengo hambre: ¿te parece que empieces a enseñarme como se usa tu computadora? Bueno, tal vez tú tengas hambre.

—Comeré luego. Después de todo, la espera aumenta el apetito. — Y le sonrió amablemente.

La expresión que apareció en ese rostro monstruoso, le pareció a sin embargo a Osvaldo únicamente ridícula: a duras penas pudo contener una carcajada. Luego dijo al orco con verdadera simpatía a pesar de la fealdad de su huésped:

—Gracias. Querría ponerme a la tarea desde ahora mismo… amigo. —Miró finalmente a los ojos al alienígena y descubrió que mostraban una luz de bondad que muy raramente había encontrado en sus semejantes.

Dos días después, en el despacho del notario Tommaso Q., este y Lamberto N. estaban esperando la llegada de Osvaldo, ya impacientes al haber pasado treinta minutos de la hora de la cita.

—No habrá encontrado dónde aparcar —supuso el notario—. En esta zona no es fácil.

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