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Capítulo I
A PROPÓSITO DEL ANALFABETISMO CRISTIANO

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«Con seguridad, el budismo es superior: no tiene la ingenuidad del cristianismo»;

«¿Cristo? Un mito, como Osiris o Dionisio»;

«Jesús es un personaje histórico, pero solo fue un buen rabino»;

«El Apocalipsis, como el resto de los Evangelios, se escribió como mínimo en el siglo II o III»;

estas son algunas afirmaciones que he oído por televisión.

«La estrella de Belén habría quemado el portal; más aún, habría destruido el mundo: ¡Son invenciones cristianas anteriores a Galileo!»: carta de un licenciado en física a un periódico.

«¿El bautismo? Un rito mágico-supersticioso»: una voz en la sala en la presentación de un libro.

«¿El cristianismo? ¡Mitos repetidos!»: sentencia de un estudiante de ciencias de la comunicación después de haber leído un ensayo sobre mitos y no haber leído nada sobre cristianismo. Quién sabe qué doctos artículos escribirá.

Podría continuar durante un buen rato.


No hacer a los otros…


Yo también he querido leer ese ensayo de Citati1 y allí he encontrado, entre otras cosas, una admiración absoluta por el Tao, cuyo libro, de Chuang Tzu, es para el autor único y maravilloso. Muy bien, la libertad por encima de todo, pero libertad quiere también decir informarse bien. Cuando en un capítulo posterior el autor se enfrenta a la antigua cultura china y el cristianismo llevado a China por el misionero Matteo Ricci, a finales del siglo XVI, afirma que el principio cristiano (?) de «No hagáis a los demás lo que no queráis que os hagan» ya les resultaba familiar a los chinos, porque se encontraba en los Diálogos de Confucio. Ya, pero, si es por eso, ese principio se recoge también en el Antiguo testamento, por ejemplo, en el libro de Tobías y no es otra cosa que la síntesis de los mandamientos que van del cuarto al décimo y que se refieren al comportamiento hacia los demás seres humanos.2

Habla Tobit, padre de Tobías, recomendando al hijo: «No hagas a nadie lo que no te agrada a ti…» (Tb 4, 15); pero el conjunto de las recomendaciones es incluso mayor, por ejemplo: «Da la limosna de tus bienes y no lo hagas de mala gana. No apartes tu rostro del pobre y el Señor no apartará su rostro de ti» (Tb 4, 7); aunque estas recomendaciones (estamos todavía en una época anterior a Jesús, en torno al siglo III-II a. de C.) no son a favor de los pecadores, sino solo de los justos: «Derrama tu vino y ofrece tu pan sobre la tumba de los justos, pero no lo des a los pecadores» (Tb 4, 17). Hay otro ejemplo en el Levítico, capítulo 19, versículo 17, que impone: «No odiarás a tu hermano en tu corazón». Se aprecia que la conocida orden de Jesús que leemos en el Evangelio de San Mateo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 19), se encuentra ya en el mismo Levítico (19, 18): «No serás vengativo con tus compatriotas ni les guardarás rencor. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor». Sin embargo, tampoco en este libro se llega al precepto de amar al enemigo. El prójimo al que hay que amar es aún solo el amigo o como mucho al compatriota desconocido, no al adversario. Según el Eclesiástico (12, 4-5) a quien peca, no se le ayuda: «Da al hombre bueno, pero no ayudes al pecador. / Sé bueno con el humilde, pero no des el impío / rehúsale su pan, no se lo des». En resumen, se trata, en el fondo, del principio en vigor en cualquier sociedad organizada, por el cual quien crea desorden no debe ser tratado igual que quien actúa respetando la libertad de los otros, sino que, por el contrario, debe ser perseguido. Para el Salmo 139, 21-22, el «enemigo» de Dios es también enemigo del creyente: «¿Acaso yo no odio, Señor, a los que te odian / y aborrezco a tus enemigos? / Yo los detesto implacablemente / como si fueran mis enemigos»: así como en las diversas otras sociedades organizadas hay odio para los que son considerados como los enemigos de la patria, externos e internos, también era así en el antiguo Israel, y tengamos presente que este es un estado teocrático, del cual el verdadero y único rey es Dios.

No se trata solo de los antiguos hebreos y del confucianismo, ya que en otras culturas se encuentra el precepto de no hacer el mal al prójimo (pero no el de amar a todos) e incluso, en algunas de ellas, de tener compasión: véase, en los tiempos de Jesús y de los apóstoles, la ética de Séneca con su derecho humano. Era y es un principio general de convivencia, base de la moral y esencia de lo que se suele llamar la ley natural (que, para los creyentes está igualmente dictada por Dios), pero, y aquí viene lo bueno, no es aún un principio cristiano.

Cristo, según el Evangelio de San Juan, estando ya muy cerca de su crucifixión hace de la orden de amar al prójimo algo absolutamente más importante, pidiendo a los discípulos que amen «como yo os he amado» (es decir, incluso hasta la muerte), ya que «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15, 13). Hay que advertir que, como se deduce claramente del Nuevo Testamento, siempre por boca de Cristo, todos, pecadores o no, son hijos muy amados de Dios y por amigos debe entenderse a todos, incluidos los «enemigos». Por otro lado, el propio Jesús, agonizando, ruega desde la cruz para que sus perseguidores sean perdonados. Según los evangelistas Mateo y Lucas, Cristo habría afirmado claramente: «Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo" y odiarás a tu enemigo. 3 Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, rogad por vuestros perseguidores, porque sois hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos»;4 «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian. Bendecid a los que os maldicen, rogad por lo que os maltratan».5 Solo en la plenitud de los tiempos de la que habla el Nuevo Testamento, con Cristo, se llega a la revelación final de Dios con la enseñanza de que no basta con no hacer el mal, sino que hay que comportarse como en la famosa parábola, como el buen samaritano con el hebreo herido por los ladrones (hebreos y samaritanos eran adversarios), que tiene que socorrer al prójimo y además amar al enemigo, si se quiere ser cristiano.

No era «No hacer el mal» el principio cristiano que el padre Matteo Ricci había llevado a China, sino «Haced el bien y hacédselo también a los enemigos, considerando a todos los seres humanos, incluso a los que están socialmente más abajo, como hijos iguales de Dios y hermanos de Jesús», actitud esta seguramente alejada de la cultura china, y de la nuestra, en la que han vuelto a contar los roles sociales y no la persona en sí: el concepto de persona nace con el cristianismo.6 En el mismo capítulo, un poco más adelante, Pietro Citati afirma que el éxito del padre Ricci y los suyos fue escaso porque los chinos no veían diferencias esenciales entre lo Alto y lo bajo, mientras que los misioneros cristianos creían en un Dios trascendente. Cuidado: los cristianos creían y creen en un Dios encarnado en Jesús, un hombre verdadero. Por el contrario, son los hebreos y los mahometanos los que creen en la sola trascendencia de Dios y también los testigos de Jehová y otros similares: para estos últimos, Jesús no es Dios coeterno y consustancial al Padre, sino que es solo el primero de los creados.7


«Por qué no podemos no calificarnos como cristianos»


Creo que si todavía estuviera entre nosotros el agnóstico Croce vacilaría, él y su breve ensayo «Por qué no podemos no calificarnos como cristianos» (cristianos en sentido cultural), él que, en polémica con Bertrand Russell, a su vez no creyente, no expresaba opiniones superficiales y consideraba la civilización y la ética occidentales fruto, en parte notable, del cristianismo, de ese cristianismo que no se estudia. En su momento, el teólogo francés M. D. Chenu ha escrito, en la argumentación de la segunda edición de La teología como ciencia en el siglo XII:8 «Si tuviera que rehacer esta obra, prestaría mucha mayor atención a la historia de las artes, la literatura y todas las bellas artes, porque no son solo ilustraciones estéticas, sinos verdaderas expresiones teológicas». Dándole la vuelta: hay hoy en día personas que no saben reconocer el tema de una pintura religiosa, aunque sea elemental, que creen que caridad significa limosna, no amor a Dios y al prójimo y hay quienes piensan que el amor cristiano es un hecho sentimental, no fruto de la buena voluntad y que, por tanto, no hay culpa en no amar al prójimo. Hay…

Si estáis entre los bautizados que han dejado de estudiar el cristianismo desde niños, desde el catecismo para la primera comunión o incluso, no siendo cristianos, no sabéis lo que dicen periódicos y televisiones; peor aún: si solo lo habéis conocido por obras como el Diccionario filosófico de Voltaire y si pensáis que antes de hablar en una discusión es mejor conocer, al menos básicamente, algo de los argumentos sobre sus fundamentos históricos… ¿ya os he aburrido?

Si no os apetece seguir, tranquilos: libertad, ante todo. Aun así, ya sabéis que no tengo intención de convertir a nadie y tampoco sería capaz: es cristiano responder (en lo poco que se cree saber) a quien quiere saber, no imponer. Dios es también libertad absoluta y nos ha creado libres. No hay que confundir el catecismo con el estudio del cristianismo: el primero es para el creyente que desea profundizar en su fe, el segundo es indispensable para la cultura de todos.

Si os apetece, os aseguro que no os haré perder mucho tiempo. Tal vez ni siquiera os aburra. Este es un breve ensayo de alguien que, como tantos, tenía en la cabeza solo algunas astillas del cristianismo, que lo consideraba una fantasía y lo había abandonado por cosas que consideraba más serias, de alguien que se desconectó durante muchos años, quedando privado de esta parte esencial de la cultura occidental.

Así que intento dirigirme a no creyentes y a creyentes y, entre estos, de modo particular a quienes desde niños no han profundizado más y muchas veces se callan delante de las ínfulas anticristianas de ciertos intelectuales que, para empezar, saben realmente poco y mal del verdadero cristianismo. Naturalmente, esta breve obra será solo un pequeño paso: hay que conocer más para llegar a un conocimiento suficiente. Para vosotros y para mí, «la investigación no tiene fin», como escribía el que considero el más grande de los teóricos de la ciencia, Karl R. Popper.

Dado que, obviamente, me referiré sobre todo a documentos históricos cristianos, que algunos denuncian por «ser parciales», en primer lugar, explicaré por qué se trata de un prejuicio.

1

Pietro Citati, La luz de la noche: Los grandes mitos en la historia del mundo.

2

  Los primeros tres mandamientos se refieren a la actitud del hombre hacia Dios.

3

  El precepto de odiar al enemigo no aparece en el Antiguo Testamento, al menos tal cual. Tal vez sea una remisión de Jesús al citado salmo 139, 21, expresado de una forma fuerte, en contraposición a su orden muy fuerte de amar al enemigo.

4

  Mt 5, 43-45: Aquí queda claro que, según Jesús, la justicia divina no está en este mundo, lugar de la libertad del hombre de amar y de odiar, es decir, de seguir o no la voluntad del Padre del Cielo. Por tanto, no tiene sentido para un cristiano sorprenderse ante Dios porque a menudo los malvados triunfan y los justos son humillados. Pero todo cristiano ha recibido de Jesús la orden precisa de buscar la justicia en esta tierra y debe obedecerla, aunque nunca será posible conseguir un mundo perfecto, debido precisamente a la libertad dada al hombre para pecar, en su débil carnalidad (por cierto, este es el tema de fondo de mi novela histórica El juez y las brujas, Tektime, 2017). Por otro lado, el mismo Cristo, justo perfecto que ha predicado el amor y la justicia absoluta, sufre la suerte de la cruz: sin Resurrección, el mundo del hombre no tendría sentido. He tratado el argumento de la Resurrección en La vita eterna, saggio sull’immortalità tra Dio e l’uomo, Prospettiva Editrice, 2003.

5

  Lc 6, 27-28.

6

  «Durante los primeros siglos de la era cristiana, la asamblea de los cristianos a la que, con Cristo al frente, se le suele llamar Iglesia, combate el absolutismo del estado romano, rechazando que la persona se defina por su dimensión pública. Pero está claro que tampoco en ese tiempo los cristianos rechazaban la autoridad estatal. La convivencia civil es para ellos algo natural: es necesario que la sociedad esté organizada, pero quien la manda no debe pretender, como hace el emperador, tener un poder absoluto, sin límites trascendentes. Es muy significativo que, entre 124 y 177, un grupo de cristianos, llamados los apologistas, Cuadrado, Arístides, Justino, Atenágoras o Melitón y desde 180 hasta los primeros años del siglo III, Teófilo, Tertuliano o Minucio Félix, escriba, con algunos dirigiéndose directamente a los emperadores, pidieron valerosamente libertad para los individuos y para el pueblo y, en particular, la exención de la obligación del culto al dios-emperador: es la idea de una sociedad, organizada, sí, pero que consiente la libertad de pensamiento y de expresión. Todos estos escritores no solo se esfuerzan por responder punto por punto a las críticas de los paganos, sino incluso por presentar, con muchos años de anticipación de lo que ocurrirá con el emperador Constantino, al cristianismo como garante religioso de la unidad del imperio. Sin embargo, se puede anticipar que, si bien hacia el inicio del siglo IV el imperio se hizo cristiano, el absolutismo no va a caer, sino que va a usar al cristianismo como ideología para reforzar su imperio. También los emperadores cristianos, sobre todo los del Oriente, tienden a darse un valor absoluto, contra las posturas de los cristianos que defienden la libertad de la conciencia personal. Tendrá que producirse la caída del Imperio de Occidente para que el pensamiento humanista cristiano se imponga completamente. El hombre para los cristianos es persona en cuanto hijo del Creador y no porque tenga cierta posición social bajo un poder, privado del límite de Dios: el poder político es para el hombre, no el hombre para el poder. Jesús dijo: “Quien quiera ser rey, que sirva a los demás”. El desaparecido mundo grecorromano, a pesar de que muchos hoy lo idealizan en este sentido, no resultaba dar al individuo su verdadero valor. Esta cultura, permeada de filosofía griega, separaba la búsqueda de Dios de la historia, e incluso consideraba a la historia, la sociedad, la materia, indignas de Dios y de la chispa divina presente en el hombre. La Iglesia, desde el principio, actúa en el tiempo de la sociedad, donde la persona, ya aquí, experimenta a Dios, según la Palabra encarnada en la historia en lo que San Pablo llama la plenitud de los tiempos: Dios ha revelado, encarnándose, la tarea y el Fin último (el propio Dios) del ser humano (…) Desde los primeros tiempos de la Iglesia, a partir del ejemplo de Cristo, trata de construir, en la medida de lo posible, un mundo mejor. Todo verdadero cristiano ejercita una completa humanidad en sus relaciones con otros, eligiendo construir el bien según su propia buena conciencia. En el mundo grecorromano solo unos pocos elegidos esperaban, con ayuda de la filosofía, elevarse al Ser, huyendo de la despreciada materia. Para los demás, la vida estaba condicionada por poderes innumerables y caprichosos, dioses y demonios, tiránicos, como el poder político. Con el cristianismo, que afirma que Dios ama a todos y quiere salvar a todos los que lo deseen, que la vida en el mundo visible es un bien, porque es una prueba libre de elevación a Dios, la magia se pulveriza y entran en todos, no solo en unos pocos elegidos, el principio de lo sagrado y la Esperanza. Desaparece el ciego destino. Finalmente, la posición del hombre sobre la tierra tiene sentido para cada uno, las buenas obras sirven para sublimar para el Fin último, la alegría en Dios, alegría que en parte ya está aquí si se actúa de buena fe: es algo felizmente nuevo, antes inesperado. Ha nacido el concepto cristiano de persona. Esta palabra indicaba hasta entonces, en sentido estricto, la máscara del actor y hoy podríamos decir sociológicamente que el papel social: en un extremo del elenco el dios-emperador, en el otro, el esclavo y en medio diversas posiciones sociales, apreciadas más o menos o nada: las personas se estiman o desestiman, no por su valor intrínseco, sino solo por su papel social. Por ejemplo, si una persona altruista e inteligente caía en la esclavitud, a la sociedad no le importaban nada sus cualidades, como mucho las apreciaba el amo porque le servía mejor. Con el cristianismo ya no es así. San Pablo dice claramente que no hay ya griegos ni judíos, ni libres ni esclavos, ni hombres ni mujeres. No tienen todavía fuerza política para abolir la esclavitud, sino que los cristianos son despreciados y perseguidos, pero el principio es muy claro y todo verdadero cristiano trata el esclavo que encuentra como hermano en Dios. En cuanto a las mujeres, San Pablo les pide que no hablen en la asamblea, pero se trata de prudencia, si no de necesidad, porque la sociedad de la época es todavía tan antifeminista que se arriesgaban a que las asambleas cristianas se vaciaran: la Iglesia, o por mejor decir, su cabeza, Jesús, quiere que los seres humanos se santifiquen, pero sabe que se dirige a personas normalmente colmadas de defectos y considera, por tanto, la prudencia (¡no la vileza!) como una virtud. Por tanto, finalmente, persona significa el sujeto humano que tiene un valor absoluto por ser hijo de Dios, creado a su imagen espiritual sobre el modelo del Adán perfecto y hermano Jesucristo. Antes que nada en este mundo está la persona dotada de conciencia libre y nadie delante de Dios, ni, por tanto, delante de sus hermanos en Cristo es superior a otro: como han evidenciado los historiadores y teólogos más atentos, entre ellos Luigi Negri, la humanidad debe al cristianismo este concepto de persona. Para poder elegir el bien, el sujeto humano debe ser libre, sin coacciones por parte de un Estado absoluto, en el sentido de privado del límite de Dios y para el que solo cuentan los papeles sociales. Los muchos mártires cristianos no aceptan la muerte por fanatismo, sino para testimoniar la libertad de elegir a Dios y rechazar el culto al emperador. Pero Cristo dijo claramente que, en el mundo, y por tanto en la Iglesia, habrá siempre grano y grama. Por tanto, la historia del cristianismo incluirá por dos milenios espléndidos ejemplos por una parte y actos negativos, en ciertos casos llegando a la atrocidad, por otra. He escrito ejemplos y actos y, de hecho, es necesario precisar que en el cristianismo el bien y el mal, el grano y la grama, conciernen a la conciencia de la persona y que, por tanto, pueden incluso ejercerse actos dañinos de buena fe. Más o menos en el segundo milenio, los actos dañinos o incluso atroces, serán, como es sabido, cada vez graves y extendidos, hasta la edad barroca y, en algunos lugares, como en España, llegando hasta la Revolución Francesa. [Extracto del ensayo de Guido Pagliarino, La volontà di coscienza, saggio storico-sociale]

7

  Muchos piensan que los testigos de Jehová son una iglesia cristiana, pero en su momento la Unión de las Iglesias Cristianas Evangélicas no quiso admitir a su iglesia en su organización, porque no la juzgaba cristiana, pues los testigos de Jehová no creen en la divinidad de Jesús, aunque lo honren por considerarlo un mandato de Jehová. Si se les pudiera definir como cristianos, también lo serían los creyentes islámicos, puesto que también para ellos Jesús es un personaje venerado, el profeta que anuncia la venida de Mahoma, pero no es Dios eterno no creado, pero, con razón, nadie los llama cristianos. Bueno, al menos para evitar equívocos, que se defina como cristiano solo quien crea que Jesús es también Dios. No creemos confusiones con los calificativos.

8

  Segunda edición en italiano, La teologia del XII secolo; Milán, Biblioteca di cultura medievale, Jaca Book, 1999.

Jesús, Nacido En El Año 6 «antes De Cristo» Y Crucificado En El Año 30 (Una Aproximación Histórica)

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