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CAPÍTULO I

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Era el 30 de marzo y eran casi las siete de la tarde, hora de Nueva York. Pronto iba a empezar el banquete electoral del gobernador Montgomery y Mark Lines, mi editor en Estados Unidos, un hombre flaco de unos cincuenta años, de altura media y pelo espeso y entrecano, y yo estábamos llegando al Hotel Wellington, cuya sala de conferencias se había adaptado para la ocasión como lugar del convite.

Donald Montgomery, joven y ambicioso multimillonario encabezaba las elecciones primarias de su partido, que se llevaban a cabo desde enero, con el objetivo en las presidenciales de noviembre y tenía grandes esperanzas de entrar en la Casa Blanca derrotando al actual presidente, M. N. Richard, que pretendía presentarse para un segundo mandato.

Una vez que bajamos del taxi, después de que, como era habitual en él, me dejara la tarea de pagar, Mark me dijo:

–Nuestro amigo Donald espera vivamente que expreses algunas palabras de simpatía, dado que te salvó la ida en aquel caso tan feo.

Había esperado para lanzármelo hasta ese justo momento, mientras que esa mañana, cuando estábamos en su despacho para acordar las condiciones de la publicación de mi último libro y la cesión de los derechos cinematográficos respectivos, se había limitado a transmitirme su invitación al banquete. Sabía que Lines no era solo un amigo, sino uno de los grandes electores de Montgomery y no me sorprendió su solicitud, pero sí que me contrarió un poco. Aun así, acepté porque era verdad que, en julio de 1969, el gobernador, entonces director del FBI en ese mismo estado de Nueva York que ahora gobernaba, me había salvado el pellejo, amenazado por un chalado criminal internacional: aunque no fue él solo, sino junto a muchos agentes suyos y mi amigo Vittorio D’Aiazzo, subcomisario en Turín, que, en aquellos días, estaba en misión de servicio en Nueva York en busca de aquel loco.1

En el salón del banquete había un vocerío tal que, al entrar, me empezó de inmediato uno de mis dolores de cabeza. Los invitados se quedaron callados cuando llegó el gobernador, pero solo para ponerse en pie y tributarle un aplauso tan fragoroso que para mí fue como una puñalada en el cerebro.

Entre los que se sentaban en nuestra mesa había dos actores de unos cuarenta años, Burt Cooper, famoso actor teatral dedicado algunas veces al cine, alto, delgado y de poco pelo, que mantenía rapado, y Robert Avallone, llamado el toro por su extraordinaria musculatura, actor solo cinematográfico. No era casualidad que se sentaran con nosotros: en realidad, habían interpretado una película basada en mi aventura estadounidense de hace tres años, Cooper en el papel del chalado que había tratado de matarme después de torturarme y el toro interpretando a mi persona. Luego Avallone en solitario, siempre interpretando a mi persona, Ranieri Velli, escritor y periodista italiano y, en el pasado, policía a las órdenes de mi amigo D’Aiazzo, había sido el protagonista de una segunda y tercera películas inspiradas en mis posteriores novelas, también autobiográficas en lo sustancial. No había ninguna semejanza física entre nosotros: mientras que el actor llevaba barba, yo no, e incluso detesto los pelos sobre la cara hasta el punto de que, como mi amigo Vittorio llevaba barba, muchas veces le incitaba a que se la afeitara, aunque en vano. Además, Avallone era moreno y yo rubio, llevaba el pelo muy largo, mientras que yo lo llevo cortísimo y a capas y él medía un metro setenta y yo llego al uno noventa. Pero a él le habían elegido los productores porque, en aquel momento, era la estrella que atraía más dinero a las taquillas. El cotilla de Mark, cuando nos sentamos en nuestro lugar, poco antes de que llegara el actor, al advertir la tarjeta sobre la mesa con su nombre, me contó que Robert llevaba barba para ocultar una profunda cicatriz en el mentón inferida con una navaja cuando, todavía siendo un adolescente, había sido un pandillero en el Bronx. También me indicó que, cuando llegara, me fijara en los zapatos ortopédicos especiales que llevaba para parecer ocho centímetros más alto. Pero, más que Avallone, atrajo mi atención Burt Cooper, que no me parecía que estuviera en absoluto tranquilo: había mirado a su alrededor varias veces, circunspecto, mientras llegaba a nuestra mesa y volvió a repetirlo enseguida, con la mirada constantemente inquieta.

Después de los entremeses, aunque no sentía gran simpatía por Montgomery, a quien, por lo que había conocido en el pasado, consideraba un frío Robespierre, de nuevo invitado por Mark, acepté levantarme y dirigirme al atril cercano a la mesa principal, donde se sentaba Montgomery con los suyos, para pronunciar unas palabras de estima y de agradecimiento hacia él por haberme salvado la vida. Evidentemente, aprovechando la ocasión, hablé también de mi novela de próxima publicación y de la película que la seguiría. Al acabar, mientras se aplaudía rutinariamente, volví de inmediato a la mesa, mientras Montgomery se levantaba e iba a su vez al atril: ahí me agradeció mi estima y luego evocó los detalles de aquel caso criminal, recalcando su participación. Después de él, se levantó uno de sus colaboradores y, a su lado, subrayó que en 1969 la intervención «inteligente y sin considerar el peligro» del gobernador contra aquel chalado y famoso delincuente cosmopolita había sido esencial para la salvación de la nación y la defensa de la democracia. En ese momento, el dolor de cabeza me había aumentado tanto que solo quería irme a la cama, pues además a la mañana siguiente tenía que volar a Turín. Estaba a punto de decir a Mark que, aunque fuera de mala educación, me iba, cuando…

1

Se refiere a la novela del mismo autor, Il Metro dell'Amore Tossico (ya Il poeta e il committente), reeditada con profundos cambios por el autor en 2016, distribuido por Amazon el mismo año y en 2017 también por Tektime.

Vittorio El Barbudo

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