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Cap í tulo II

Mi madre y yo acabábamos de salir de la basílica de la Consolación poco antes del mediodía, faltaban tres cuartos de hora para la cita y Vittorio aún no había empezado su misa en Santa Bárbara, una parroquia no muy lejana, en via Assarotti. Habíamos quedado delante de la iglesia a la una menos cuarto.

—Feliz Navidad, querido —me despidió mi madre con una caricia.

—Feliz Navidad —le respondí sonriendo con un afecto íntimo, pero sin expresión física: nunca había sido una persona expansiva, ni siquiera de niño, y mi madre en esos años había sufrido, como me diría tiempo después, pero afablemente, por la dulzura de su carácter: solo una vez y luego nunca me lo volvió a reprochar, lo que no significa que ya no le doliera, como hoy puedo intuir, al haberme suavizado con el paso de los años; solo que no me lo volvió a dar a entender.

Mi madre se volvió a su casa, mientras yo me iba por la via Assarotti a paso lento. De todos modos, llegué antes de tiempo, por lo que me di una vuelta por la zona. Hacia la una menos veinte estaba de nuevo delante de la iglesia y esperé; una espera breve, pues mi amigo salió con los demás fieles pocos minutos después.

Había reservado la comida de Navidad para la una. El restaurante, un local antiguo que todavía hoy existe, está casi en via Garibaldi y no muy lejos de Santa Bárbara, por lo que fuimos aprisa.

Creo que, siendo el día de Navidad y nosotros solo dos, no habría sido posible tener un buen lugar amplio en ningún restaurante. Nos habían reservado una pequeña mesa triangular en un rincón de la sala. Todas las sillas estaban ya ocupadas cuando llegamos, salvo las de una mesa junto a la entrada, pero que estaba reservada, como indicaba un pequeño cartel que vi fugazmente al entrar. Después de cinco minutos llegó un grupo que, por indicación de un camarero, había ocupado el lugar: un grupo al que, como entonces no podía saber, en el futuro le interesarían mucho nuestras investigaciones, porque acabaría con una serie de acontecimientos tan funestos que casi podríamos hablar de una tragedia griega. Eran siete: una pareja de bastante más de setenta años, un hombre de unos cuarenta, con una bonita mujer de la mano, aparentemente un poco más joven que él, que podía ser su esposa, dado que con ellos entraron una joven y una niña que supuse que eran sus hijas; por último, un hombre joven que se parecía al anterior, tal vez su hermano. El anciano debía conocer a Vittorio y haber mantenido una buena vista a pesar de su edad, pues le dirigió la mirada y le dijo:

—Felicidades, comisario.

Respondido casi de inmediato por el amigo, que, levantando la vista y viéndolo, le contestó:

—Feliz Navidad, aparejador.

—Ellos también viven en via Cernaia, en mi misma casa y en mi mismo piso —me dijo Vittorio en voz baja— y, aparte de la nuera, todos trabajan en el negocio de la familia. Tienen dos apartamentos adyacentes y comunicados por una puerta interior; en uno viven el padre y la madre ancianos y el segundo hijo, soltero, y en el otro el primogénito con su familia. Al principio, cuando aún estaban solo los Trastulli ancianos y sus hijos, se trataba de un solo piso de más de trescientos metros cuadrados, como me comentó un día nuestro portero, un hombre inconteniblemente deslenguado. Lo dividieron en dos, con algunas reformas para tener dos cocinas y cuatro baños, cuando el mayor se casó y sus padres le entregaron uno de los dos apartamentos. Su comedor y otra sala de estar de los padres da pared con pared con mi apartamento y, por ser estas muy delgadas, puedes entender que algunas noches, a la hora de la cena, tengo que oír, sin querer, algunas de sus molestas discusiones en voz alta, que siempre tratan del trabajo. Ya sabes, Ran, que mi casa es del siglo pasado y todos los pisos tienen paredes gruesas, como solía pasar cuando se construía bien, pero no es así en el murete que me separa de los Trastulli, con solo una hilera de ladrillos, supongo que de papel de seda, exagerando un poco. ¿Cómo es que solo pasa en esa pared?, me preguntarás. Sencillo, mi apartamento y el de los Trastulli, y esto no me lo dijo el portero, sino una señora cuya familia lleva viviendo en el edificio desde hace varias generaciones, de finales del siglo anterior, era una sola morada faraónica de gente muy rica, propiedad de dos hermanas, unas ciertas marquesas del Ton Chamus Goncour, tal vez del valle de Aosta o de ascendencia saboyana, dado su apellido francés. Mis habitaciones, como sabes, son muy pequeñas, salvo el dormitorio, y eran la zona de servicio de esas dos nobles y mi acceso al descansillo era la entrada de servicio. Cuando murió la segunda hermana, sus herederos, primos suyos, vendieron el edificio y, dada su enorme superficie, algo así como 400 metros cuadrados, pudieron encontrar no una sino solo dos familias compradoras, la de los Trastulli, que se quedaron con más de 300 metros cuadrados, y la de unos tales Ferrari, que se quedaron con unos noventa, que luego me vendieron en 1959, cuando me trasladaron a Turín desde Génova. Esos primos lazzaroni engañadores12 no pensaron en nada mejor que separar los dos espacios con paredes de papel de seda que te he dicho. Así que, en un edificio con muros muy gruesos me encuentro siendo el único que tiene que oír hablar a eso vecinos en voz alta durante la cena. Y además siempre de asuntos aburridísimos. —Sonrió con alegría—: Está bien, Ran, aquí acabo las lamentaciones13 no bíblicas y veamos qué han preparado de bueno por aquí.

Tomó la copia del menú que tenía delante, como todos nosotros, encima de una servilleta bien doblada colocada sobre el plato para los entremeses. Como podía ver directamente en mi ejemplar, el menú de comidas y bebidas estaba decorado con dibujos esquemáticos de abetos dorados haciendo una corona alrededor de la atractiva lista. Empezó a leer a media voz para que se le oyera, pero sin molestar a la mesa vecina:

—Entremeses calientes al estilo piamontés, agnolotti con salsa de estofado o mantequilla fundida, a elegir, luego… bueno, evidentemente el estofado con guarnición y, para acabar, el postre: fruta, panna cota bañada en chocolate fundido y, es evidente esto, porción de panettone o pandoro, a elegir, recubierto por crema pastelera. En cuanto a la bebida, aperitivo Torino Milano, sí, lo conozco, es bueno: un cóctel sencillo compuesto por vermut de Turín y aperitivo rojo de Milán,14 cubitos de hielo y una piel de naranja. Evidentemente en Milán lo llaman Milano Torino. Además, vino de mesa de la casa en botella, tinto o blanco a elegir, para mí blanco y elige tú el tuyo y, con los dulces, una flûte de prosecco veneciano o de moscato piamontés. Está bien, Ran, parece que es todo de tu gusto. Para un napolitano como yo, en medio de los demás platos habría estado muy bien un primero con marisco y algo de pescado, pero… —Hizo una mueca entre divertido y molesto simulando aguantarse—, paciencia, me contentaré.

Con la comida y la bebida, solo salimos a mitad de la tarde. Justo delante de nosotros acababa de salir la familia de los vecinos de mi amigo e iba unos quince metros por delante en dirección a via Cernaia. Discutían todos a la vez, sin preocuparse por su entorno, supongo que por ser cómplices de profundas libaciones con la comida. Sus palabras nos llegaban de forma confusa, pero no mucho después se levantó alta y clara la voz de la anciana, que, enarbolando una mueca de desagrado, como no se podía evitar ver a pesar de los metros de distancia, dijo bruscamente:

—¡Ya basta! ¿También en Navidad? ¿Podéis dejar de ser como Caín?

Evidentemente, tenía problemas con sus hijos.

Vittorio me susurró que fuéramos más despacio y dejáramos que se alejaran. Como el grupo caminaba lentamente y continuaba levantando la voz, después de unos pasos me hizo una señal con el pulgar derecho para tomar la cercana via Boucheron. Enseguida entendí la razón: le había venido la necesidad de hablarme de esa familia, tal vez colaborando también con él el aperitivo, el vino y el espumoso; a pesar de eso, estaba alegre, sí, pero lúcido, de hecho, no quiso que sus parlanchines vecinos le oyeran.

—Así podemos conversar mientras paseamos… —empezó—. Oh, a ti te va bien dar un paseo para hacer la digestión, ¿no?

—Claro.

—¿El paseo habitual por los soportales?

—Perfecto.

—Bien. Así que tengo que decirte algo de esas personas… bueno, ahora giramos aquí a la izquierda y así llegamos igualmente a via Cernaia, la atravesamos y llegamos directamente a corso Vinzaglio.

Habíamos doblado en via Manzoni.

—Te estaba hablando de esa familia: tiene una gran tienda donde trabajan todos, salvo la nuera, con diversas tareas. Venden lavadoras, neveras, televisores, grabadoras, tocadiscos y discos: el mes pasado yo mismo compre un par de 33 rpm.

—¿Jazz?

—No. ¿Qué jazz ni jazz? ¿A ti te gusta el jazz?

—¡Mucho!

—Vale. A mí me gusta la música sinfónica y la ópera. Era Mozart. En todo caso, estaba a punto de decirte que la tienda está casi siempre llena de gente, los Trastulli están disfrutando del boom económico.15 Tienen seis escaparates y dos plantas de exposición y venta, aquí cerca, en via Garibaldi, bajo los soportales, casi en la piazza Statuto. Es un negocio muy antiguo, aunque en el pasado no vendían televisores, evidentemente, porque no había. Supongo que eran cosas como gramófonos de mano y aparatos de radio. En todo caso, era un negocio conocido y floreciente desde años antes del boom: lo inauguraron en 1930 los dos ancianos poco después de casarse, con un capital que él había heredado de su padre, que acababa de morir. El año de la fundación del negocio está escrito por todas partes dentro del local y en los escaparates. El rótulo que hay sobre ellos muestra el apellido de la familia: Trastulli, seguido de Televisores Electrodomésticos Equipos Música. El anciano tiene el diploma de aparejador.

—… Lo sé. Le llamaste así al saludarlo.

—Ya. Es el aparejador Aristide Trastulli. Antes de heredar, trabajaba como empleado en una empresa constructora y había conocido a su futura esposa, Iride, un día en que por motivo laborales había ido a la casa del jefe: era la chica del servicio. Su hijo mayor se llama Arturo y no tuvo muchas ganas de estudiar, hizo hasta tercero de escuela media, o tercero de gimnasio, como se decía antes,16 y empezó a trabajar con la familia con catorce años. El segundo hijo, Clemente, tiene más estudios, consiguió el título de perito mercantil antes de entrar en el negocio de los padres. Volviendo a su madre, la señora Iride, es la décima hija de unos campesinos. Como todos en su familia, aunque había estudiado poco, se expresaba con propiedad. Inmediatamente después del examen de tercero de la escuela elemental17 tuvo que ayudar a los suyos en el trabajo, como ya hacían los hermanos y una de las hermanas; al cumplir los catorce, como habían hecho otras hermanas, sus padres la mandaron a la ciudad para trabajar como empleada del hogar, al tener demasiadas bocas que alimentar para su pequeño trozo familiar de tierra. Son cosas que he sabido a lo largo del tiempo a través del ostiario, como yo lo llamo.

—¿Ostiario?

—¿No sabes quiénes eran los ostiarios?

—Hm… mea culpa —fingí lamentarme.

—Perdonado —bromeó él también—, después de todo, la figura real del ostiario ya no existe desde hace mucho, sustituida por la del sacristán. Se trataba de un clérigo, de menor nivel que los sacerdotes, que había recibido el llamado ostiariado que abarcaba diversas tareas dentro de un edificio eclesiástico: guardar el edificio, abrir y cerrar de acuerdo con el horario de ingreso e impedir el acceso a las malas personas; también hacer sonar las campanas en su horario y, ayudado o no por sirvientes, proceder a la limpieza de la iglesia. Llamo ostiario a nuestro portero, en broma, porque es un mojigato que hace saber a todos que va a misa todas las tardes después de cumplir con su horario y que recita siempre el rosario con su mujer antes de acostarse, rezando por todo el edificio. Es una lástima que luego cotillee a discreción a las espaldas de los propietarios: tal vez también de mí, ¿por qué no?

«Pero también es alguien malo el que escucha, como tú», me vino a la mente y me arrepentí de inmediato, pues conozco el buen corazón de mi amigo. Después de un momento, me dije: «Bueno, después de todo, la curiosidad es algo normal en un policía, ¿no?»

Entretanto, ignorante de mis pensamientos, Vittorio continuó:

—De entre ellos, al que mejor conozco es al anciano porque fue, como yo, un partisano y, como yo, está inscrito en la ANPI:18 nos encontramos algunas veces en la sede y en celebraciones en la calle. También la esposa está inscrita, trabajaron en pareja contra los fascistas y los ocupantes alemanes, ambos tienen la medalla de plata del valor militar de la Resistencia, pero ella no suele ir a la Asociación.

—Imagino que para ir a la montaña a combatir cerrarían la tienda.

—No. Operaban aquí, en Turín, de otras maneras necesarias, como conseguir armas a lo resistentes, trasportándolas en persona en el furgón de la empresa, escondidas entre sus mercancías, o recibir y transmitir órdenes del CLNAI19 mediante un oficial del ejército que militaba en los partisanos azules, los de tendencia liberal monárquica, el mayor Amedeo Ronzi di Valfenera, entonces general de Carabineros.20 También lo conozco porque es turinés y está inscrito en nuestra sección de la ANPI: es un gran amigo del viejo Trastulli. Además, en muchas ocasiones los cónyuges acogieron bajo el techo de su tienda a antifascistas buscados y, en un caso, corriendo grandes riesgos, ocultaron hasta el final de la guerra a una pareja de judíos, salvándola de una meticulosa redada de los nazis y de su consiguiente deportación a un lager.

—Perdona, Vittorio: el hijo mayor de los Trastulli debía tener ya más de veinte años. ¿Fue partisano con ellos?

—No, al desatarse el conflicto Arturo fue reclutado y enviado de inmediato al frente, permaneciendo de servicio hasta julio del 43, primero en Francia y luego en Sicilia, donde fue hecho prisionero y luego deportado a Gran Bretaña: parece que lo trataron bastante bien, trabajando primero como campesino en una granja y luego como jardinero y hortelano del terreno en torno a la villa del coronel que dirigía el campo de prisioneros. Solo volvió a Italia en 1946. ¿Quieres saber también del más pequeño?

—¡Claro!

—Clemente estaba en la escuela elemental en 1940 cuando el 10 de junio Mussolini declaró la guerra a Francia y Gran Bretaña. Los suyos lo alejaron de inmediato de Turín, e hicieron bien, ya que el primer bombardeo de la ciudad por parte de los ingleses fue inmediato…

—… ¿A mí me lo dices? ¡Me acuerdo muy bien!

—Claro, tú eres turinés.

—Sí, fue la noche entre el 11 y el 12 de junio, no lo esperábamos tan pronto mis padres ni yo.

—¿Reclutaron después a tu padre?

—No, era obrero de la FIAT y estos eran útiles allí donde estaban.

—Ya, como fábricas del Ejército y la Aviación,

—Sí. Volviendo al bombardeo, después de un momento de miedo corrimos los tres al sótano, pero nuestra casa, por suerte, no se vio afectada, aunque se lanzó sobre el centro de la ciudad: ¡17 muertos! Luego se sabría que el objetivo habría debido ser la FIAT, que apenas se vio afectada. Por eso se corrió la voz, murmurada, de que Churchill tenía acciones de la empresa, pero seguramente se trataba de una patraña.

—Seguro. Pero volviendo al menor de los Trastulli, los suyos lo enviaron con la hermana soltera del padre, una tal tía Erminia, que vivía en el pequeño pueblo del que provenía la familia, Cavaglià, a unos cincuenta kilómetros. La tía era y es una persona acomodada, al haber heredado la otra mitad de los bienes paternos. Acogió y cuidó encantada a su sobrino durante los años de la guerra, queriéndolo como un hijo y el niño a ella: me lo contó su padre, añadiendo que Clemente quería mucho más a su pariente que a su madre.

—El aparejador cuenta muchas cosas.

—No a todos: en la ANPI habla voluntariamente solo conmigo y con ese general de quien es amigo. No solo me habla de asuntos de guerra, sino también de los suyos privados: es una persona espontánea y un muy buen hombre. Por el contrario, la señora Iride no me gusta demasiado… es verdad que es también una heroína de guerra, pero… también es ‘na fareniella,21 una mujer arrogante que se cree la reina de Saba. Lo he comprobado más veces.

—Entiendo, pero dime algo de la esposa del hijo mayor. —Al final, también yo, en cuanto a curiosidad, no estaba mostrando menos que mi amigo; bueno, ambos éramos policías, ¿no?

—Ah, sí, completemos el cuadro: se llama Clodette, es una francesa rubia, más alta que su marido, una guapa mujer, pero ya la has visto. Arturo la conoce en unas vacaciones en Liguria. Ella se ocupa solo de las hijas, nada más, en casa tienen una criada de la nueve a las siete y media de la tarde, que hace todo y se llama Genoveffa. Clodette y Arturo discuten, porque a él le gustaría que trabajara en la tienda, de hecho, a su suegra le gustaría que estuviera allí a toda costa y a él le gustaría satisfacer a su madre, es un poco un hijo de mamá, es decir, un mamón según las palabras que incluye nuestro vocabulario, mientras que su hermano no lo es. Imagino que la madre malcriaría al primero de pequeño y no pudo hacerlo con el otro porque estaba con su tía. La nuera no quiere acabar dependiendo de la suegra, el marido insiste y los dos discuten y también la suegra le dice a la nuera cosas poco bonitas y entonces Clodette, aunque conoce bastante bien nuestro idioma, le dice impulsivamente «merde».

—La célebre palabra del general Cambronne en Waterloo —repliqué—, pero he leído que los franceses la usarían más como interjección de desagrado que como insulto contra alguien.

—Ya, pero ella se la lanza con un tono que no deja dudas sobre la intención de definirla precisamente como una merde. Ah, a veces usa el epíteto emmerdeuse.

—Solo conozco el inglés: ¿quiere decir mierdosa?

—No: tocapelotas. El hecho es que para la vieja la empresa es como una hija, incluso puede que algo más y a los hijos y a su nuera con ellos, los quiere a todos al servicio de los negocios: ha consentido al primogénito y continúa haciéndolo, pero quiere que la corresponda, lo he entendido por palabras que le dirige ciertas veces, frases del tipo: «Es la tienda la que te mantiene y te he dado todo lo que has querido y me tienes que hacer caso siempre».

—Brr… mejor un trabajo de empleado que estar bajo una madre así.

—Seguro. En resumen, por un motivo u otro, todos discuten, salvo el aparejador, que, sin embargo, aunque sea excepcionalmente, cuando es evidente que no puede más, grita a todo pulmón: «¡Parad de una vez!» Entonces todos callan, menos la esposa que, impertérrita, continúa y él se enfurece todavía más y añade en piamontés: «¡Piàntla-lì, ciula brüsca!»22 ¿Lo he pronunciado bien, Ran?

—Muy bien, incluso la ü de brüsca.

—Ya, ya. —Sonrió jocoso, entrecerrando los ojos para simular satisfacción. Luego, de nuevo serio, añadió—: Las únicas que se quedan calladas, aunque sean pequeñas, y ellas sí tendrían derecho a chillar de vez en cuando, son Ida y Aurelia, las niñas: quién sabe lo que sienten en su interior en medio de esas peleas.

—Que también tú soportas, Vittorio.

—Pues sí, nunca he golpeado con un martillo contra la pared divisoria, aunque lo habría hecho unas cuantas veces si no fuera porque me encuentro con el aparejador en la ANPI y somos… bueno, no, estaba a punto de decir amigos, pero no es verdad, la amistad es una cosa preciosa y rara, digamos que somos colegas de lucha y no quiero discutir.

«… Y eres una persona estupenda», me vino a la cabeza.

La Tragedia De Los Trastulli

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