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EL CRÍCULO DE ALEXOV

El olor se hizo insoportable. Comprendió que el engendro no tardaría en alcanzarlo. Estalló un violento crujido detrás de él. Alexov giró la cabeza... y vio al monstruo en el umbral. Él corrió escaleras abajo y alcanzó la puerta del sótano. Jadeante, sacó de su bolsillo un juego de llaves. La mano temblorosa logró introducir una en la cerradura, pero Alexov no pudo abrir. Oyó un chapoteo en la escalera. Eligió otra llave, al azar. Esta, por favor, que sea esta. Tampoco. No se atrevió a darse vuelta, pero pudo verlo de reojo: un caos de tentáculos deformes y chorros de baba pegajosa. Alexov empujó la puerta con el hombro y... cedió inmediatamente. ¡Estaba sin llave! Claro, tenía que ser así, tenía que estar abierta. Corrió hacia Hyperion. Y a punto de alcanzar el panel de controles, un palpo gelatinoso le atrapó el tobillo. Consiguió zafarse, consciente de que su pie ya no existía. Sintió el calor, la efusión de la sangre. Se dejó caer sobre Hyperion y tomó la palanca. Lo último que vio antes de bajarla fue aquella masa de putrefacción viniéndosele encima.

Al profesor Rudolph Alexov solo le faltaba liberar un par de hierros para que cayera la tapa de aquel enorme tubo. Adentro, descansaba su obra más perfecta, el Prometeo Moderno que Mary Shelley había soñado siglos atrás. En su ansiosa adoración, el profesor besó un eslabón oxidado.

Y entonces golpearon a la puerta de la sala.

Era imposible, él vivía como un eremita en aquella mansión, aislado de la comunidad científica. Miró el hacha en la pared. La puerta volvió a sonar.

—¿Quién anda ahí? –preguntó Alexov.

—¡Abre, imbécil! –ordenó una voz desesperada–. ¡Abre ya!

El tono le resultó familiar. Demasiado familiar. Incluso podría asegurar que la voz se parecía a la suya.

Abrió la puerta y quedó paralizado. La primera impresión fue que se hallaba frente a un espejo, frente a su propia imagen. Era él, el eminente profesor Rudolph Alexov, en todo detalle. Salvo por el pie derecho de su doble, que ahora era un muñón de sangre.

—¡Rápido! –dijo aquel reflejo–. ¡Destruye esa aberración! –y señaló hacia el gran tubo en donde se incubaba su criatura.

En su desconcierto, el profesor no atinaba a moverse. Y sucedió que, de pronto, un ruido absurdo brotó del sótano, como un burbujeo amplificado. Un hedor espantoso inundó el laboratorio.

—¡Me siguió! –gritó el otro Alexov–. ¡Destrúyelo, destrúyelo ahora!

Y el ruido aumentó y aumentó, hasta que una masa chorreante y glutinosa apareció subiendo por las escaleras del sótano. Con asombrosa velocidad aquella… cosa viviente se deformó en un espeso fluido, y se lanzó hacia ellos. El profesor se dejo caer, esquivándola. Pero su réplica no tuvo la misma suerte: el pobre quiso correr, olvidó su reciente mutilación, y perdió el equilibrio. En su caída giró la cabeza, como si quisiera mirar al abominable perseguidor por última vez. Y entonces la bestia informe penetró por la boca de su víctima, abierta en un grito que nunca fue. Su doble se hinchaba y el blando cuerpo comenzó a agrietarse mientras que los pseudópodos del monstruo aún se asomaban por la boca. Los huesos de su réplica empezaron a descoyuntarse, a desprenderse. Y Alexov vio esos ojos, sus propios ojos, que le pedían piedad. Sin pensarlo arrancó el hacha de la pared y la descargó sobre aquel ser desgraciado, sobre su propia imagen corrompida, profanada.

El hacha bajó y subió, una y otra y otra vez, hasta que su doble quedó convertido en una especie de rompecabezas. Un rompecabezas fallado, claro, porque ya venía sin la pieza correspondiente al pie derecho.

El profesor no pudo evitar seguir mirando fascinado: un horrendo tentáculo aún reptaba en el piso, como queriendo escapar. Alexov, gritando el grito que no llegó a concretar su doble, golpeó aquella inmundicia con el hacha hasta que solo quedó un hediondo charco de pulpa.

Un sonido metálico chirrió en la sala. El profesor, aún con el hacha sangrante en la mano, vio la larga tubería sin tapa, con las cadenas en el suelo. ¡Su creación! El enorme cilindro comenzó a agrietarse. Alexov recordó la última mirada de su otro yo. Y entonces, sabiendo el infierno que se avecinaba, encontró la única opción. El sótano. Allí, su otro gran trabajo aguardaba la gloria. Hyperion, la máquina que lo llevaría al pasado, a componer las cosas: quizás ahora sí lo lograría. Solo debía alcanzar la palanca. El profesor tiró el hacha y corrió.

El olor se hizo insoportable. Comprendió que el engendro no tardaría en alcanzarlo. Estalló un violento crujido detrás de él. Alexov giró la cabeza... y vio al monstruo aparecer en el umbral. Huyó escaleras abajo y alcanzó la puerta del sótano. Jadeante, sacó de su bolsillo un juego de llaves…


Gritos lejanos

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