Читать книгу Entre un caos de ruinas apenas visibles - Guillermo Espinosa Estrada - Страница 7

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“Χαχαχαχα” y “χιχιχι” son las dos formas onomatopéyicas de la risa en griego antiguo; creo que se mantienen así en el contemporáneo.

Por algún sitio tenía que empezar, aunque se me ocurre que sería mejor buscar el principio. ¿Cuál es el inicio de esta historia?

Ernst Robert Curtius heredó, siendo muy pequeño, una inmensa fortuna. De su abuelo el arqueólogo: su pasión por la historia; de su tío el filólogo: su inclinación por la literatura, y de su padre —director de una iglesia luterana—: su alto sentido espiritual.

Gelos es risa en griego: γελως; proviene del verbo γελαω, que es reír, y según el Diccionario etimológico comparte raíz con sustantivos fulgurantes como brillo y centella. De aquí emanan los términos aún corrientes de agelasta —el que no ríe nunca— y uno particularmente popular: geloterapia, curación por medio de la risa.

“El hombre”, dice Aristóteles, “es el único de los animales que ríe”.

En algún punto del siglo ᴠɪɪɪ a.C., Licurgo, el mítico legislador de Esparta, mandó edificar una escultura de Gelos, el dios de la Risa. Nadie sabe cómo era, se ignora cuál era exactamente su función y cómo se le rendía culto, pero me siento con la obligación moral de averiguarlo. Aunque se encuentra sin duda en la esfera más baja de la jerarquía divina —debe tratarse de un espíritu, un genio o un daimon— esa estatua se me ha convertido en una especie de fetiche, un amuleto que irradia un poder misterioso. Sospecho que sólo hallándola podré alcanzar la resignación.

Werner Wilhelm Jaeger nació en Lobberich, Prusia, un pueblito ubicado en la región de Renania del Norte-Westfalia. Hijo único de un matrimonio modesto y trabajador, y nieto de una pareja culta y bien educada, el joven Werner intentó conciliar en su disciplina el pragmatismo de sus padres con la sensibilidad de sus abuelos.

Según una antigua tradición gnóstica, el cosmos fue creado por una carcajada divina. Eso dice uno de los “papiros de Leiden”, un documento griego-egipcio datado alrededor del siglo ɪɪɪ d.C. Se trata de un texto sagrado donde un demiurgo, después de alabar al dios del Sol, aplaude tres veces y luego ríe siete —“χαχαχαχαχαχαχα”—, acto con el que engendra a los siete dioses “que abarcan el Todo”. Ellos son Fos Auge (Luz Brillo), Hydor (Agua), Nus o Hermes (Mente), Genna (Generación), Moira (Destino), Cairós (Oportunidad) y Psique (Alma). Cuando termina su Génesis, el creador le dice a Psique: “Todas las cosas pondrás en movimiento, todas las cosas se llenarán de alegría cuando Hermes te acompañe”, y fue así que “todas las cosas se movieron y se llenaron de aliento divino de manera incontenible”. Si para los gnósticos la vida surgía de la risa, ¿era alegre por consecuencia? ¿De qué forma se extingue una religión tan atractiva?

Me reencontré con la estatua hace unos meses; apareció, como un fantasma, en la “Noche” del “Séptimo día” de El nombre de la rosa. Durante el último alegato entre Jorge de Burgos y Guillermo de Baskerville, aquel sobre la naturaleza humana o demónica de la risa, de Burgos advierte: “Si algún día alguien pudiese decir (y ser escuchado) ‘Me río de la Encarnación…’ , no tendríamos armas para detener la blasfemia”. Entonces fray Guillermo recurre a la autoridad clásica para rebatirlo: “Licurgo hizo erigir una estatua de la risa”, pero el otro parece minimizar su argumento: “Eso lo leíste en el libelo de Cloricio, que trató de absolver a los mimos de la acusación de impiedad y mencionó el caso de un enfermo curado por un médico que lo había ayudado a reír”.

Desde entonces he querido dar con Cloricio y su libelo, sin conseguirlo. No queda rastro suyo en las enciclopedias, se le ha omitido de cualquier índice bibliográfico e, incluso, el único resultado que arroja mi búsqueda en internet es el párrafo aludido. Es como si Umberto Eco lo hubiera traspapelado para la posteridad atribuyéndoselo a un autor ficticio, y, siguiendo las enseñanzas de su propio villano, no nos dejara leer documento tan esotérico. Pero ahora sufro una urgencia inédita por entender lo que para cualquiera se limita a un asunto curioso o casi pintoresco. A falta de la fuente de fray Guillermo exploro con ansiedad sendas aledañas.

Habiendo dicho esto, dio tres palmadas y el dios se rio siete veces: ja ja ja ja ja ja ja. Y, al reírse, fueron engendrados siete dioses, los que abarcan el Todo; pues estos son los que aparecieron primero.

Cuando él se rio por primera vez, apareció Fos (Luz) Auge (Brillo) y separó el Todo. Y nació como dios sobre el cosmos y sobre el fuego […].

Y se rio por segunda vez y todo fue agua, y la tierra al oír el eco y ver a Brillo se quedó atónita y se encorvó, y el agua se dividió en tres partes y apareció un dios y fue puesto sobre el abismo. Y, por esto, el agua sin él no crece ni mengua […].

Y cuando quiso reírse por tercera vez, apareció a través de la furia el dios Nus (Mente) sosteniendo un corazón; y recibió el nombre de Hermes, por quien todo se interpreta. Se encuentra sobre el Pensamiento con el que todo se entiende […].

Y se rio el dios por cuarta vez, y apareció Genna (Generación) que es dominio sobre la semilla del todo, por quien fue sembrado todo cuanto existe […].

Y se rio por quinta vez y se entristeció al reírse, y apareció Moira (Destino) con una balanza significando que la justicia está en ella […].

Riose por sexta vez y se alegró mucho. Y apareció Cairós (Oportunidad) sosteniendo un cetro que simboliza la realeza, y entregó el cetro al primer dios creado […].

Se rio por séptima vez entre jadeos y nació Psique (Alma), y todo se puso en movimiento. El dios dijo: “Todas las cosas pondrás en movimiento, todas las cosas se llenarán de alegría cuando Hermes te acompañe”.

Cuando el dios dijo esto, todas las cosas se movieron y se llenaron de aliento divino de manera incontenible.

(Papiro de Leiden, J, 395.)

Toda piedra tallada es poderosa; el primer cuchillo guarda un misterio, la primera punta de lanza. Darle forma a un mineral tiene algo de sacrílego, atenta contra la naturaleza pero al mismo tiempo nos permite tener acceso a la divinidad. Tengo la impresión de que este hechizo se perpetúa en las lápidas de los cementerios: grabar nuestro nombre en la piedra como una forma de inmortalidad, una última apuesta por la trascendencia. Por ello cualquier escultura es en esencia mágica: conforma una realidad paralela donde lo esculpido deja de ser roca y se transforma en algo más, en algo esencialmente sagrado.

Nadie sabe en qué época vivió Licurgo, si acaso lo hizo. Historiadores antiguos lo situaban cercano al siglo ix, pero las evidencias arqueológicas discrepan. Proponen que tal vez haya existido unos cien años más tarde, a principios de los setecientos antes de Cristo.

La tradición dicta que Licurgo fue el creador del estado espartano y el responsable de convertir a los laconios en una temida potencia bélica. Esto lo hizo bajo los auspicios del oráculo de Delfos, quien le aseguró que el pueblo gobernado con sus leyes sería célebre en la posteridad. Cuando finalmente culminó con su reforma política, Licurgo decidió volver con el oráculo y llevarle un agradecimiento en forma de tributo. Antes de partir les hizo prometer a todos los espartanos que guardarían sus leyes hasta que él volviera; le fueron fieles siempre porque nunca regresó.

Una parte de su leyenda, una parte minúscula en realidad, es la que me interesa: la que le atribuye haber erigido una efigie al dios de la Risa. Plutarco, autor del recuento más pormenorizado de su vida y obra, dice que en efecto lo hizo. “Ni siquiera el propio Licurgo era descomedidamente severo”, señala, “por el contrario, refiere Sosibio que aquél erigió la estatuilla de la Risa, introduciendo así oportunamente la broma, como condimento del cansancio y del método de vida, en los banquetes y en las tertulias”. Este es el inicio de esta historia. Esto es lo único que se sabe de ella.

Erich Auerbach nació en el barrio de Charlottenburg, en el seno de una acomodada familia berlinesa. Aunque judío de origen, nunca practicó su religión y toda la vida se consideró a sí mismo como enteramente prusiano.

Sobre estas piedras edificaré mi iglesia:

Ni siquiera el propio Licurgo era descomedidamente severo. Por el contrario, refiere Sosibio que aquél erigió la estatuilla de la Risa, introduciendo así oportunamente la broma, como condimento del cansancio y del método de vida, en los banquetes y en las tertulias.

(Plutarco, Licurgo, 25.)

Como si fuera capaz de insuflar vida en algo que estaba inerte, como si pudiera crearlo de la nada, existen tradiciones donde el universo también ha sido producto de una carcajada divina. Entre los nativos de Norteamérica, por ejemplo, se mantiene la creencia de que el trickster —un tipo de demonio y bufón— no sólo se divierte con las bromas pesadas que le hace a la humanidad, además es el creador del mundo. En otras palabras: el mundo es el juego cruel de los dioses y nosotros sus juguetes. Si entendemos las cosas así renunciamos al principio divino, a la unidad cósmica y a la mismísima Providencia; todo se reduciría a una inmensa rebaba estelar.

Sosibio era un nombre bastante popular entre los griegos. Al menos cuatro se dedicaron a la literatura: Sosibio, poeta trágico —ningún otro dato tenemos de él—; Sosibio, tutor del emperador Británico —ningún otro dato tenemos de él—; Sosibio, filósofo que se opuso a las ideas de Anaxágoras —ningún otro dato tenemos de él— y Sosibio, gramático —de quien sabemos todo en comparación a los anteriores—. “Distinguido gramático lacedemonio”, dice Sir William Smith, “que vivió bajo el reinado de Ptolomeo Filadelfo (alrededor del 250 a.C.) y contemporáneo de Calímaco. Fue uno de los escritores que se dedicaron a resolver las dificultades filológicas de las obras antiguas; alguno de sus tratados, no sabemos cuál, contiene información sobre el origen de la comedia dórica, sobre la dicelistae y sobre el arte de los mimos. Sólo nos quedan fragmentos aislados de su obra”. Este último es el Sosibio que cita Plutarco; en ese tratado sobre la comedia tendría que haber aparecido la escultura.

Los espartanos son los antiguos descendientes de Heracles y Deyanira. Cuenta la leyenda que, poco después de la muerte del patriarca, fueron expulsados de la península del Peloponeso por las huestes del rey Euristeo. Entonces vagaron por las tierras del Ática hasta que lograron refugiarse en la ciudad de Atenas, lugar donde tenían que permanecer por “tres cosechas”. El oráculo no se refería a tres años, hablaba más bien de generaciones: fue al cabo de casi un siglo que los espartanos volvieron a Laconia y pudieron así reconquistar sus tierras.

No aparece en los diccionarios históricos ni en los mitológicos, mucho menos en portales cibernéticos. Las publicaciones más quisquillosas registran Gelo —gobernante de Siracusa—, Geloi —gentilicio de los habitantes de Gela— y Gelos —puerto de Caria, cercano a la isla de Rodas—. Nada bajo el término “Gelasma”. El dios de la Risa es un personaje demasiado intrascendente, casi tímido, como para colarse en el inventario de la Antigüedad.

Pero para muchas otras tradiciones griegas, el mundo no surgió de una carcajada divina; según Hesíodo lo hizo del Caos, según Plotino de la fragmentación del Uno. A pesar de ello, su panteón guarda varios nichos para deidades risueñas; de hecho, en ocasiones pareciera que el Olimpo es sede de animadas reuniones sociales. Es una corte bastante frívola, un tanto decadente incluso, que se solaza con el chisme, la intriga y la agudeza. Pareciera que ahí nada es completamente en serio, al menos no los problemas de la humanidad. Nuestra vida, por más terrible que nos pudiera parecer, por más dolor que pueda provocarnos, es tan corta y limitada —tan terrenal— que a los dioses sólo puede inspirarles una sonrisa de conmiseración.

Vuelvo a teclear Cloricio en el buscador, con la esperanza de que los adelantos tecnológicos colmen esta extraña sensación de vacío. Después de todas las combinaciones posibles, busco “Gelos” una vez más y, por qué no, “Gelasma”, “dios de la Risa”, “risa griega” y “escultura risa Licurgo”, así como otras derivaciones igualmente inútiles. Por lo que he podido averiguar en los últimos meses, Heródoto, Jenofonte y Plutarco abundaron sobre la cultura espartana, pero la estatua de la Risa sólo la menciona el último. Empezar por ahí. Otra ocurrencia, absurda, ridícula, irresistible: reconstruir el tratado de Sosibio. Si ahí aparecía la escultura del dios Gelos, algo de su sentido, tarde o temprano, tendría que revelarse.

Μειδαν (meidan), vocablo que en griego antiguo quiere decir sonrisa. Comparte raíz con términos como asombro, estupefacción y, en particular, boquiabierto. Entendida de esta manera no resulta sorprendente que la palabra “milagro” tenga aquí su raíz más remota.

Walter Benedix Schönflies Benjamin adquirió de su padre el gusto por el coleccionismo. Desde niño comenzó a amasar un enorme acervo donde “cada piedra que encontraba, cada flor que cogía y cada mariposa capturada” eran para él “una colección única”. A partir de sus travesuras en Berlín, conformó un archivo cuya función no era petrificar el pasado sino renovar lo antiguo: “renovar lo antiguo mediante su posesión”, escribió, “era el objeto de la colección que se amontonaba en mis cajones”.

Según la mitología egipcia, Ra —el dios del Sol— abandonó la corte celestial para recluirse en una cueva, ya que Babi —el dios de la fertilidad— lo había insultado diciéndole que su culto no tenía seguidores. Las otras divinidades, ansiosas de luz, expulsaron al maldiciente para reivindicar el honor de Ra, pero ni eso apaciguó su pataleta. Fue entonces que la diosa Hator —de quien se dice jamás experimentó la pena o el dolor— se dirigió a su guarida y empezó a bailar y a quitarse la ropa hasta que le mostró sus partes íntimas. A Ra le pareció tan gracioso que no pudo contener la risa, se puso de buen humor y volvió a iluminar el mundo. Este es el motivo por el cual, cada tanto, ocurren los eclipses solares.

En la página 649 del Diccionario universal de la mitología ó la fábula (1835) leo: Gelasio, dios de la Risa —ningún otro dato tenemos de él—.

Aunque ya habíamos acordado que me hospedaría con ella en mi viaje a Veracruz, Camila y yo no afinamos los detalles de mi visita hasta que le llamé desde la Ciudad de México un día antes.

A esa hora no voy a estar, me dijo, pero le voy a decir a Paty.

¿Paty?, ¿tu roommate?

No, la señora que me ayuda con Pablo en las mañanas.

Okey.

Pero si ella no está…

¿Qué?

Te voy a dejar una llave debajo de una virgen que está en la entrada.

Tuve que hacer una pausa para asimilar que, después de todas las invectivas que le había escuchado en contra del “opio de los pueblos”, Camila ahora tenía un altar en casa.

¿Una virgen? ¿Pues a dónde hablo?

Imbécil.

¿Camila Torres Aguilar?

¡No tengo por qué darte explicaciones! Así estaba la casa cuando la renté…

Camila era el tipo de persona que siempre podía sorprenderte haciendo algo extraordinario, por eso cuando revelaba alguna conducta tradicional o pequeño burguesa el asunto se tornaba aún más insólito. Para su familia, para mí, y tal vez para algunos otros íntimos que no llegué a conocer realmente, era una costumbre lidiar con sus constantes mudanzas, sus experimentos con psicotrópicos y una vida sentimental más escandalosa que envidiable. Pero cuando aludía por casualidad a cosas como su póliza de seguros, un par de plantillas ortopédicas o una plancha —objetos de adulto que yo no había tenido la disciplina de adquirir—, recordaba que una de sus virtudes era hacer de lo cotidiano algo imprevisible.

Está bien, pues… no te enojes y dime cómo llegar.

¿Tienes con qué escribir?

Primera conclusión extraída de los pocos datos obtenidos: la risa espartana es una herramienta pedagógica; al menos eso colijo de Plutarco. Releí la vida de Licurgo y señala que los hombres laconios asistían a reuniones donde procuraban su mejoramiento moral “entre broma y risa”. Ahí encomiaban efusivamente una acción virtuosa, así como escarnecían otra que no lo fuera. La estatuilla del dios Gelos introdujo las chanzas en los banquetes y en las tertulias; pudo haber sido más una advertencia —amable, si se quiere— que motivo de placer y esparcimiento.

Καχαζω (kachazo) es carcajada en griego antiguo; en ambos términos parece sobrevivir un reducto bullicioso, onomatopéyico.

Los menores de treinta años no bajaban nunca al ágora, sino que realizaban sus haciendas indispensables a través de sus parientes y amantes. En cuanto a los ancianos, estaba feo que se les viera constantemente ocupados en estas tareas, pero no que anduvieran la mayor parte del día por los gimnasios y las tertulias llamadas léschai. Y así, coincidiendo en éstas, pasaban su tiempo dignamente unos con otros, sin preocuparse por nada de cuanto atañe al comercio o a la tarea del mercado, sino que la principal ocupación de ese pasatiempo consistía en elogiar cualquier cosa noble o criticar las vergonzosas entre broma y risa, que suavemente conducen a la reprensión y a la enmienda.

(Plutarco, Licurgo, 25.)

Ernst Robert Curtius creció en la provincia de Alsacia y Lorena, una región que desde la caída del Imperio Romano ha oscilado entre la dominación francesa y germana. En las aulas del Gimnasio Protestante de Estrasburgo asumió, inevitablemente, un legado cultural múltiple, híbrido, que lo hizo ver con escepticismo y distancia los extremos nacionalistas de sus dos países.

En aquella época los utensilios para calar la piedra seguían siendo de bronce —un material mucho menos resistente que el hierro o el acero— y por ello resultaba difícil que la representación escultórica se alejara mucho de la figura original de la piedra. La estatuilla de la Risa pertenece al periodo que hoy conocemos como geométrico —siglos x al ᴠɪɪɪ a.C.— y en los pocos ejemplos que permanecen de aquel entonces es dable ver líneas rígidas y un tanto toscas: era imposible darle libertad a los brazos o piernas, y el pelo estaba irremediablemente unido al cuello. La representación de Gelos, por ende, habría distado mucho de lo que yo imagino como “escultura griega”; sería algo más torpe, hierática, definitivamente más egipcia.

Prácticamente no existen vestigios de la comedia dórica antigua. De hecho son pocos los documentos en dórico que sobreviven, siendo el jonio y el jónico-ático los dialectos dominantes en la escritura. Ahora sólo quedan inscripciones, epígrafes funerarios de lo que fuera una lengua viva. Pero es muy probable que en su tratado Sosibio hablara de Epicarmo, el Príncipe de la comedia; se le atribuye haberle dado unidad a este género dramático y escribía en dórico siracusano. Aún quedan fragmentos de sus obras, algunos títulos —Las bacantes, Los Dionisios, ¡Ulises náufrago!— pero no lo suficiente para especular.


¿El “tratado de Sosibio” que cita Plutarco es el “libelo de Cloricio” que cita fray Guillermo? ¿Se trata, en realidad, de una sola fuente extraviada que un mal copista multiplicó? Ambos parecen hablar de la risa, de los mimos, del dios Gelos y, aun así, resulta poco probable. Insisto con esta hipótesis porque es más fácil lidiar con un fantasma que con dos.

Un equívoco recurrente: la idea de que Dionisio es el dios de la Risa. Podría haberlo sido, su radio de influencia es muy extenso, es el arcano tutelar de todo el universo sonriente, festivo y alegre de la cosmovisión clásica. Pero lo cierto es que, a diferencia de Gelos, nunca se le designa de esta manera.

Dionisio es el dios del vino, la locura ritual y el éxtasis. En las bacanales, en medio de la borrachera y el delirio, la risa resultaba natural, necesaria, de ahí su vinculación; pero creo que podría tratarse de una risa diferente a la de Gelos. Con los misterios de Dionisio no se juega. Baste recordar el destino de Penteo, rey de Tebas, quien fuera castigado por proscribir su culto. El dios se encargó de hacerlo fisgonear en una fiesta exclusiva para las mujeres y, al ser descubierto, se le ajustició. Fue su propia madre quien le arrancó la cabeza.

La risa de Gelos, por lo poco que puedo concluir, es más prosaica, coloquial; es un “condimento del cansancio y del método de vida” laconio. A no ser que la distancia histórica me haga desvirtuar completamente su significado.

Werner Jaeger fue un niño precoz. Aprendió latín a los nueve años, griego a los trece, y más o menos por las mismas fechas terminó por su cuenta todas las lecturas escolares. Inquieto, exigió a sus profesores más libros y pronto encontró los trabajos de Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf, el gurú de la filología clásica alemana. La lectura de su Introducción a la tragedia griega significó para este joven “el amanecer de un nuevo mundo”, uno en el que viviría desde ese momento en adelante.

Los espartanos no sólo se entrenaban en la lucha, también buscaban la pericia en la agudeza verbal. Eso sugiere Plutarco al decir que los mayores acudían a los entrenamientos de los jóvenes para presenciar “las luchas y las bromas que se hacían unos a otros”. Al parecer eran cualidades complementarias, ambas se practicaban en el gimnasio y un soldado laconio debía ser tan punzocortante con la espada como con la lengua.

El trickster mexica se llama Tezcatlipoca —el Señor del espejo humeante—, personaje que en señal de respeto era invocado como “Aquel que se burla de los humanos”. Por sus travesuras —que consistían en dar riquezas, prosperidad, fortaleza y fama para arrebatarlas después— los primeros evangelizadores lo clasificaron como un espíritu chocarrero. No se detuvieron a pensar que se parecía mucho al dios de Job, e incluso al que en Génesis 9:6 confunde la lengua de los hombres. El trickster es siempre una concepción lúdica de la fortuna y los altibajos del destino; algo de su magia persiste en el apotegma: “Si quieres hacer reír a dios, cuéntale tus planes”.

Los ancianos estaban todavía más atentos, frecuentando los gimnasios y presenciando las luchas y las bromas que se hacían unos a otros, no por distracción, sino porque, en cierto modo, todos se consideraban padres, pedagogos y gobernantes de todos; con lo que no quedaba ocasión ni lugar sin que alguien reprendiera y castigara al que actuaba erradamente.

(Plutarco, Licurgo, 17.)

Aunque pensándolo bien, esto podría ser un embuste. Plutarco, un filósofo de Beocia, cita en el siglo i d.C. a Sosibio, un gramático que radicó en Egipto en el siglo ɪɪɪ a.C. y cuya obra no sobrevivió. La fuente perdida menciona, al parecer, una efigie que fue mandada a construir en Lacedemonia por el legislador Licurgo, quien de haber existido realmente habría vivido en el siglo ᴠɪɪɪ a.C. Para Plutarco —mi único asidero concreto— la estatua ya era tan lejana como lo es para mí la Edad Media: territorio de milagros y aventuras fantásticas, el “Érase una vez” de los cuentos de cuna. Así Licurgo, y no se diga el dios de la Risa, existen para mí más allá de lo histórico: habitan en el no tiempo de lo mítico.

Llegué a casa de Camila la tarde del día siguiente. Ahí estaba, en efecto, un nicho con una imagen de la asunción de María, pero fue Paty la que me dejó pasar. Al parecer había llegado justo a tiempo porque ella estaba lista para irse. Me dio las llaves, me encomendó al pequeño y se fue. En la mesa del comedor encontré una “epístola” de Camila con instrucciones precisas sobre qué hacer si ella no regresaba antes de las ocho. Estaba escrita con ese tono macarrónico suyo que utilizaba siempre que quería burlarse de mi forma de escribir. Sugería, “primeramente, permanecer quedo”: Pablo tenía que seguir dormido hasta bien entrada la tarde, de lo contrario, me decía, los dos nos íbamos a pasar el día llorando. Enumeraba también el menú para la cena, dígitos que se correspondían con sendos topers en el refri, y aseguraba que iba a estar en casa a tiempo para sus “abluciones nocturnas” y dormirlo. Dejaba su número de celular y, para cualquier emergencia, el de la policía y el de los bomberos. Cerraba su nota con un “Addendum”: “Si Pablo se despierta léele algo de tu ponencia de mañana, ¡seguro funciona! : )”.

Dejar a su niño con un completo desconocido, eso sí era algo que podía esperar de Camila. Éramos amigos desde la infancia, pero Pablo no me había visto nunca y temía provocarle una especie de ataque de pánico si se descubría a solas conmigo. Por eso puse mi celular en silencio, me preparé un sándwich en la cocina, y como no encontraba nada mejor que hacer, empecé a husmear en su librero; unos cinco o seis huacales apilados con lo más escogido de su “biblioteca”. No estaba ahí mi libro y tengo que aceptar que me dolió. Yo sabía que no era bueno, pero por lo mismo me había asegurado de que la dedicatoria sí lo fuera. En cambio encontré una Biblia y buena parte de nuestros clásicos juveniles: novelas de aventura, terror, policiacas y, por supuesto, las Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe, tal vez nuestra primera lectura compartida, una que se había extendido durante años.

Estaba por sentarme a leer cuando Pablo despertó. Puse la cara más amable que pude, le conté que era el mejor amigo de su mamá y traté de explicarle los motivos de mi visita. Él asintió sin miedo, como si la presencia de un extraño fuera algo natural en su rutina, y me pidió que lo llevara al baño.

¿Del uno o… del dos?, le pregunté.

Apuntando a su entrepierna dijo: Pipí.

La vida de los espartanos era extremadamente rigurosa. La primera prueba a la que tenían que someterse era a pocas horas de haber nacido: un consejo de ancianos examinaba a la criatura y si ésta no era hermosa o robusta se le condenaba a muerte; era abandonada al pie del monte Taigeto o incluso lanzada por uno de sus desfiladeros. A los niños aptos los bañaban en una tina llena de vino y sólo educaban a los sobrevivientes de este ritual. Tenían el firme propósito de criar hombres con carácter y no tener ciudadanos débiles e improductivos que en el futuro se convirtieran en una posible deshonra para el pueblo laconio.

Cuando Sosibio habla del “arte de los mimos” no se refiere a la pantomima. Eso creía yo, pero al parecer el género mudo tardó mucho más en desarrollarse; es una creación propiamente romana. Cuando el tratado perdido habla de mimos se refiere a poemas en diálogo que imitaban aspectos comunes y corrientes de la vida cotidiana. Sofrón se hizo célebre con los suyos, caros a Platón, y sólo sabemos que ejercían una comicidad grosera. Palabras como “caca”, “orines”, “diarrea”, y múltiples alusiones a la zona genital y a la cópula aparecen recurrentemente en los ciento setenta fragmentos que han sobrevivido.

Siglo ᴠɪɪɪ a.C.: se sucedieron transformaciones axiológicas fundamentales en el mar Egeo. Se unificó el alfabeto fenicio entre los griegos, se pusieron por escrito los poemas homéricos, se festejaron las primeras Olimpiadas y se erigió la escultura del dios de la Risa. Esa época atestiguó el fin de un mundo y el nacimiento de otro; es un siglo bisagra.

Erich Auerbach estudió en el Liceo Francés de Berlín, una institución de élite en la que profesores judíos transitaban con naturalidad entre la tradición germana, francesa y clásica. Aunque brillante, era un estudiante discreto, melancólico, con un rendimiento menor al de sus capacidades.

Es posible que haya sido de bronce. En el periodo geométrico se popularizó una técnica llamada “de cera perdida” que consistía en hacer un molde alrededor de una figura de cera para después sustituirla con bronce fundido. Sin embargo, cuando una ciudad era tomada, el invasor sustraía todo lo que estuviera hecho de este material y lo volvía a derretir para construir armamento. Las pocas esculturas de bronce que nos quedan provienen de los sepulcros, objetos que, como ofrenda mortuoria, fueron enterrados y sólo así alcanzaron la posteridad. La escultura del dios Gelos pudo haber transmigrado en forma de espada.

En más de una ocasión me he descubierto en piloto automático, escaneando las páginas de Vidas paralelas en busca del término “risa”. A veces me detengo y vuelvo hasta el último párrafo reconocible para reanudar la lectura de forma consciente; en otras, tengo que aceptarlo, confío en mi detector de metales y sigo “leyendo”. Siempre tuve la sensación de que la escultura me iba a encontrar a mí y no yo a ella, y eso fue precisamente lo que sucedió.

En el libro dedicado a la vida del rey Cleómenes, mientras narra la forma en que éste se deshizo de los cinco éforos de Laconia en una sola emboscada, Plutarco hace una pequeña digresión que recompensa todos mis esfuerzos. Es un comentario que en realidad ni siquiera viene al caso, es tan innecesario que me gustaría pensar que lo puso ahí para que yo lo viera. Dice: “Agileo fue el primero que, recibiendo un golpe, cayó y pareció muerto, pero, poco a poco, volviendo en sí y saliendo del comedor, se introdujo sin ser visto en un pequeño recinto, que era el santuario del Miedo”. Entonces explica: “Los lacedemonios no sólo tienen un templo del Miedo, sino también de la Muerte y de la Risa y de otras cosas del estilo”. Pocas horas después Agileo salió de su escondite y se le perdonó la vida.

Hasta aquí había albergado sospechas, por momentos sentía que estaba en busca de una errata, de un gazapo de la historia. Pero ahora la evidencia es incuestionable. Esta segunda noticia confirma la existencia del monolito. Le da espesor.

“El médico encontró que yo era miope y me recetó no sólo unas gafas, también un pupitre”, escribió Benjamin en sus memorias de infancia: “estaba construido de una manera ingeniosa, se podía variar el asiento de tal forma que se colocaba más próximo o más alejado del tablero de plano inclinado que servía para escribir; tenía además un travesaño horizontal en el respaldo que brindaba sostén a la espalda, sin mencionar el pequeño estante regulable que coronaba todo”. Muy pronto ese espacio se convirtió en su sitio preferido, “no sólo podía sentirme como en casa”, confesó, “sino, más aún, como en una celda, comparable únicamente a uno de los monjes que pueden verse en los cuadros medievales, sentados en su reclinatorio o pupitre, al igual que dentro de un caparazón”.

Sobre estas piedras edificaré mi iglesia:

Los lacedemonios no sólo tienen un templo del Miedo, sino también de la Muerte y de la Risa y de otras cosas del estilo.

(Plutarco, Cleómenes, 9.)

Καταγελαω (katagelao), palabra que designa una risa denigrante, negativa, con la que nos burlamos de los otros. El prefijo κατα —el mismo de “catástrofe”— significa “de arriba para abajo”.

Segunda conclusión extraída de los datos obtenidos: si Licurgo lo fundó y seguía vigente durante el reinado de Cleómenes, el culto al dios de la Risa se mantuvo del siglo ᴠɪɪɪ al ɪɪɪ a.C. Estamos hablando al menos de quinientos años, es demasiado tiempo para que nadie más se haya ocupado de él. Además, Plutarco conjuga en presente: “Los lacedemonios no sólo tienen…” Da a entender que aún en el siglo i d.C., ese culto tenía seguidores. Podría haber funcionado durante casi novecientos años. Debe haber más vestigios. Tiene que haber. Seguramente estoy buscando en los lugares equivocados.

En 1907, Ernst Robert Curtius hizo un viaje a Colonia que le cambió la vida. Mientras caminaba entre las columnas de Santa María del Capitolio —llamada así por haberse construido sobre un templo dedicado a la Triada capitolina, es decir, a Júpiter, Marte y Jano—, entendió el inmenso vínculo que existe entre Roma y el Cristianismo. Esta revelación se reforzó poco después en un recorrido por Italia, donde le quedó claro que la unión entre los valores de la Antigüedad y los del Nuevo Testamento fueron producto de los siglos medievales. Sólo esta síntesis ideológica, concluyó, podría haber fundado las bases de la cultura moderna.


Gracias a la incesante actualización de la red llego a la obra de Ateneo de Náucratis. Según lo que estipula en el Banquete de los eruditos, la dicelistae era una práctica cómica muy similar a la de los mimos, pero al parecer llevada a cabo por un solo actor. Consistía en la emulación de situaciones cotidianas, “como las de una persona robando fruta o un doctor diagnosticando con acento extranjero”, y era una tradición exclusiva de Laconia.

No deja de ser desconcertante que los espartanos hayan sido creadores del dios de la Risa. Con una cultura bélica superior a la de cualquier comunidad de la Hélade, disciplina rigurosa y un sentido de lo cómico un tanto precario —como la descripción de la dicelistae comprueba—, tenían poco espacio para la diversión y el pasatiempo. Dicen los Evangelios que el lugar de Jesús está entre los pecadores, así como el del doctor entre los enfermos. Tal vez por eso el dios Gelos es laconio, vino a reclamar su puesto donde más se le requería.

Aunque sus representaciones suelen mostrarla con gesto adusto, Afrodita es la diosa de la sexualidad, el placer, los afectos y los engaños; con estos atributos resulta natural que también fuera considerada diosa de la sonrisa.

Existía entre los lacedemonios, según nos dice Sosibio, una antigua diversión cómica. No era muy importante o formal —debido a que los espartanos buscaban la austeridad incluso en sus distracciones— pero consistía en que alguien, utilizando un idioma vulgar y común, imitara situaciones cotidianas como la de una persona robando fruta o un doctor diagnosticando con acento extranjero […]. Aquellos que practicaban este tipo de entretenimiento eran llamados en lacedemonio dicelistae, que es un término similar al de actor o hacedores de gestos o máscaras.

(Ateneo, XIV, 15.)

A Momo se le consideraba el dios de la burla, de la reprimenda sarcástica; es el primer satírico. Lo parió Nyx, la diosa Noche, sin necesidad de cópula. Pero esta santísima concepción pagana tiene su lado siniestro también: con Momo nacieron su hermana Lamento y las Hespérides, encarnaciones del remordimiento y la culpa. Digno hijo de su madre, la risa que despide Momo se torna terrible.

Esopo cuenta que un día los dioses hicieron a Momo juez de una contienda: Zeus había creado un toro, Prometeo un hombre y Atena una casa; él, por envidioso, despreció las tres cosas. El toro debería tener los ojos en los cuernos para saber dónde embiste, dijo, el hombre debería tener una ventana en el corazón para mostrar sus sentimientos y las casas deberían de tener ruedas para poder desplazarlas si por desgracia tuviéramos un vecino insoportable. Después de su perorata fue expulsado del Olimpo.

El pecado de Momo no es chistoso y lo que ilustra la fábula tampoco lo es. Aun así su atributo es la burla. No existen imágenes antiguas que lo retraten pero lo imagino con una mueca de malicia: es el villano que encoje los hombros, y frota sus manos, en un gesto de maldad.

La última vez que había visitado una de las casas de Camila no había niños, sólo amigos, gorrones y compañeros de cuarto que no eran fácilmente distinguibles entre sí. Eso había sido en Huatulco, a principios de siglo, cuando todavía éramos jóvenes y algunos ansiaban esa forma de promiscuidad. Yo seguía estudiando, pero Camila había dejado la facultad para mudarse a una playa donde ella y algunos otros miembros de su comuna atendían una especie de chiringuito. Estaba feliz, irreconocible, leyendo y escribiendo cuando no se bañaba en el mar o se distraía con sus nuevos amigos. Me resentí un poco con ella desde ese periodo: estaba muy orgullosa de haber abandonado, al mismo tiempo, la ciudad, la carrera y a un novio que tenía. Nunca le dije que también me había dejado a mí.

Camila quería convertirse en escritora, y en Puebla, en esas pinches clases de hueva, no lo iba a lograr. Al contrario, estaba convencida de que con cada análisis lingüístico realizado, con cada marco teórico construido y con cada hipótesis corroborada, se alejaba un poco más de su novela futura. Seis meses antes de su huida ya casi no iba a clases y se la pasaba en los portales de San Pedro Cholula escribiendo cada vez mejor. Antes del verano ganó un concurso universitario y dos meses más tarde, cuando le dieron su cheque, mandó todo a volar. Los aspirantes a escritores de la ciudad sabíamos que ella era la contrincante a vencer, por ello su partida causó cierta alteración. Como si ese movimiento la alejara de todas nuestras tentativas por rebasarla y la hubiera vuelto inalcanzable.

¿Qué me cuentas de Puebla? ¿Alguna novedad?

Me irritaba la indiferencia con que entonaba ese tipo de preguntas, principalmente porque no tenía nada que decirle. Chismes inocuos que habrían corroborado lo oportuna y acertada que fue su partida.

Nada, ya sabes, como siempre.

Y descubría que no importaba qué hubiera podido decirle u ocultarle porque no me estaba poniendo atención. Ni siquiera la última vez que la vi me sentí tan celoso de ella como entonces.

La primera risa de la literatura occidental aparece al final del canto uno de la Ilíada. Hefesto se acomide a servir el néctar a los miembros de la corte olímpica y dice Homero: “y una inextinguible risa se elevó entre los felices dioses,/ al ver a Hefesto a través de la morada jadeando”. Y es que le costaba mucho trabajo desplazarse. Era cojo. Su madre Hera lo había arrojado del monte Olimpo tras haberlo parido, porque se horrorizó con su fealdad.

“Gelasinus, Gelasius. Dios de la risa y la alegría.” Diccionario de fábulas (1801), François Noel.

Así habló, y se sonrió Hera, la diosa de blancos brazos, y tras sonreír aceptó de su hijo la copa en la mano.

Más él a todos los demás dioses de izquierda a derecha fue escanciando dulce néctar, sacándolo de la crátera. Y una inextinguible risa se elevó entre los felices dioses, al ver a Hefesto a través de la morada jadeando.

(Ilíada, I, 595-600.)

Es sabido que, en la Esparta del siglo ᴠɪɪɪ a.C., el culto a deidades locales desarrolló una escuela laconia de tallado en bronce. Teucles, Doricleides, Medón, Gitiadas, Calón de Egina y Baticles de Magnesia fueron escultores de gran actividad en los templos de Lacedemonia en esa época. Alguno de ellos debió ser el responsable de erigir el monolito.

En el canto segundo el motivo de mofa es Tersites, otro tullido: era “patizambo y cojo de una pierna; tenía ambos hombros/ encorvados y contraídos sobre el pecho; y por arriba/ tenía cabeza picuda, y encima una rala pelusa floreaba”. Un monstruo. Es un soldado aqueo que, además de repugnante, es insolente: se atreve a reclamarle a los reyes en medio de una asamblea. Este comportamiento desata la ira de Ulises, quien lo golpea con su cayado provocando la hilaridad de las tropas: “Un cardenal sanguinolento le brotó en la espalda/ por obra del áureo cetro, y se sentó y cobró miedo./ Dolorido y con la mirada perdida, se enjugó el llanto./ Y los demás, aún afligidos, se echaron a reír de alegría”. Esta risa es consecuencia de un desplante de enojo, es violenta y surge de una venganza; aunque el concepto de “ridículo” es tan importante como en el ejemplo de arriba. Se ha llegado a especular que Licurgo y Homero fueron contemporáneos; de haberlo sido compartirían una misma visión del mundo. Me pregunto si Gelos fue una divinidad maltrecha.

Amaterasu, la diosa del Sol, se escondió en una cueva con la intención de no volver a salir nunca; estaba horrorizada porque su hermano Susano’o, el dios del trueno, quería matarla. Por esto el mundo se quedó sin luz y toda forma de vida comenzó a perecer. El resto de los dioses se reunieron en la boca de la caverna e intentaron sacarla con ruegos y palabras amables, pero no tuvieron éxito. Entonces la diosa Ama-no-Uzume optó por algo diferente: puso una tinaja al revés, se paró sobre ella y, cuando atrajo la atención de todo el mundo, empezó a bailar al mismo tiempo que se quitaba la ropa. A los dioses les pareció tan gracioso que empezaron a reír, y rieron tanto que por pura curiosidad Amaterasu salió de su escondite y la vida volvió a la tierra. Desde entonces Ama-noUzume fue venerada como la diosa de la aurora y el regocijo en la antigua mitología japonesa.

No sé cómo interpretar estos dos pasajes… Héctor le recrimina a Paris: “A carcajadas seguro que ríen los aqueos, de melenuda cabeza,/ que creían que eras paladín y campeón, porque es bella/ tu apariencia; pero en tus mientes no hay fuerza ni coraje”. ¿En un mundo heroico la cobardía es motivo de burla?: “¡Eneas y Héctor! (…)/ deteneos ahí mismo y contened la hueste ante las puertas,/ yendo por doquier, antes que en brazos de las mujeres/ caigan huyendo y se conviertan en irrisión para los enemigos”.

Las nodrizas laconias eran muy cotizadas en toda la Hélade, tenían fama de educar con exigencia y sin vacilación. Gracias a ellas los niños espartanos crecían sin la necesidad de artículos superfluos como zapatos o pañales, no eran remilgosos con la comida, perdían muy pronto el miedo a la oscuridad o a quedarse solos y les negaban la posibilidad de hacer berrinches e incluso de llorar. Amicla, célebre nodriza espartana, educó a Alcibíades, uno de los grandes generales atenienses.

Werner Jaeger inició sus estudios universitarios en Marburgo en 1907, pero un año después se trasladó a Berlín con la intención de conocer a Wilamowitz y convertirse en su discípulo. Aparte de filología clásica e historia antigua, la lección más importante que aprendió de su maestro fue que el estudio de la cultura griega es un elemento indispensable para la vida espiritual de cualquier nación.

Tercera conclusión extraída de los datos obtenidos: en la vida de Cleómenes, Plutarco sitúa el templo del dios Gelos entre el del Miedo y el de la Muerte. Sólo por vecindad la Risa parece tornarse terrible, malévola. “Rinden honores al Miedo”, dice, pero “no como a los daimones a los que quieren tener alejados, como si lo consideraran dañino, sino porque creen que con el miedo el Estado se mantendrá más unido”, y la risa bien pudo haber tenido un papel en esta gran tiranía. Pareciera que hablamos de dos dioses diferentes: uno cuyo fin didáctico contribuye a la formación moral de los laconios, otro inhumano y cruel que los amedrenta. O tal vez es uno, pero bifronte. Un Jano cuya risa por un frente es amable y, por el otro, sencillamente aterradora.

Una anomalía en la Ilíada: una risa dulce. Escapa a la generalización —un tanto tosca, lo admito— de la risa como burla, ataque o humillación. Tal vez porque aparece en la intimidad de un episodio hogareño y no, como el resto, en la corte o en el campo de batalla. Es en el canto VI donde, a pesar de su tristeza, Andrómaca ríe con estoicismo y resignación. Héctor quiere cargar a su hijo por última vez antes de volver al combate, pero el niño “retrocedió con un grito, asustado del aspecto de su padre”. Al parecer “lo intimidaron el bronce y el penacho de crines de caballo/ al verlo oscilar temiblemente desde la cima del casco”. Entonces la pareja ríe, pero al menos la madre lo hace “entre lágrimas riendo”, sospechando que no volverán a estar juntos, que probablemente será su último recuerdo familiar.

Erich Auerbach se inscribió en cursos de jurisprudencia en 1910, con la intención de cumplir ciertas expectativas familiares. Hizo estudios en Berlín, Friburgo y Múnich antes de titularse con unos Prolegómenos para un nuevo código penal. Pocos meses después falleció su padre y, a sus veintiún años de edad, se alejó del derecho definitivamente.

La interpretación que da Plutarco sobre Licurgo y la estatua me resulta insuficiente. Tal vez debería de conformarme con su juicio, pero no sé, estoy seguro de que algo permanece oculto o no era evidente para el sofista de Beocia.

En los comedores comunales de Esparta se practicaba la conversación así como las bromas. Al parecer estas últimas se ejercían “sin mal gusto” y los laconios eran capaces tanto de reírse de otros como de soportar ser víctimas de alguien más. Aun así, Plutarco apunta que si alguno se sentía incómodo sólo tenía que pedir que cesaran las chanzas y su deseo era cumplido de inmediato. De alguna manera en Esparta había una normatividad de la risa, un umbral de tolerancia. Creo que cuando ese límite era transgredido Gelos entraba en funciones. Al ser presidido por la imagen del dios de la Risa, este espectáculo de comicidad forzosamente ligera se convertiría en ceremonia, en el rito que le daba sentido a la divinidad. Es decir, tal vez esa figura mitológica se aseguraba de mantener la cordialidad colectiva al canalizar sanamente las pulsiones de mordacidad, antes de que éstas pudieran afectar el tejido comunitario.

La Odisea no es un poema cómico pero la astucia de su personaje sí tiene mucho de lúdico: se disfraza de mendigo para reconquistar Ítaca, engaña al Cíclope con un juego de palabras y destruye Troya echando mano de un caballo de madera. Ulises ríe poco —y cuando lo hace, ríe para sus adentros— pero no deja de ser gracioso. Odiseo burla y se burla de sus enemigos gracias a su ingenio.

A los banquetes también acudían los niños, conducidos allí como a escuelas de cordura, y no sólo escuchaban discursos políticos y presenciaban diversiones propias de hombres libres, sino que también ellos mismos se habituaban a divertirse y dar bromas sin mal gusto y a no enfadarse cuando eran objeto de ellas, pues parece que era especialmente laconio eso de aguantar una broma, pero quien no las toleraba, se excusaba y el bromista se mantenía aparte.

(Plutarco, Licurgo, 12.)

Yo también quería ser escritor pero Camila era la única que lo sabía. Y no era un asunto de timidez o de modestia, nadie me consideraba como aspirante porque yo nunca escribía nada. De vez en cuando abría el cuaderno que Camila me había regalado (“Para tu primer libro”, me dijo), pero era tan bonito que me resistía a utilizarlo. No quería echarlo a perder con intervenciones torpes o ideas ridículas, así que sólo había usado como siete u ocho páginas y estaban llenas de citas textuales y uno que otro dibujo. Mis “cuentos” más bien se acumulaban en la parte trasera de una libreta Scribe, esperando ser lo suficientemente buenos como para aspirar al cuaderno elegante, pero tampoco eran muchos. A diferencia de Camila, yo era un ñoño al que le preocupaba muchísimo más llegar a clase con un concepto entendido antes que terminar un relato. A pesar de que no hacía nada por ello, me aferraba a la idea de ser escritor. ¿Pensaba que con mis principios de filología, y por haber descifrado algunos manuscritos del siglo xvi, iba a ser más fácil darle vida a un personaje? No. Creo que se trataba de miedo, de hacerme pendejo un rato más y posponer el fracaso el mayor tiempo posible. Por eso había asegurado una beca y me iba a hacer un posgrado a Alemania antes de terminar el año.

Cuando se lo dije a Camila se decepcionó profundamente, tanto que al principio pensé que se estaba burlando. Atardecía en Huatulco, y nosotros fumábamos con la ingenua esperanza de repeler a los mosquitos, cuando me dijo que no, que claro que no era burla, y alzando la voz: “¡Más te vale que el bromista seas tú!”

Si te vas, no vas a volver a escribir.

Camila, sin demostrarlo nunca, no había perdido la esperanza en mí. Se trataba de una fe absurda, incomprensible, que incluso yo renegaba; pero tenía sus razones. Estábamos por volver al jolgorio del chiringuito cuando hizo un último intento por disuadirme: “Si te vas, quedas formalmente expulsado de la hermandad del dios Gelasma”. Era una broma por supuesto; me empecé a reír y pronto le contagié mis carcajadas. Pero al mismo tiempo era una amenaza, y de una forma u otra la cumplió.

Entre un caos de ruinas apenas visibles

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