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ОглавлениеNO ME FÍO DE LA MITAD DE LA CUADRILLA...
...y eran un padre y un hijo.
Esa fue una de las primeras frases de obra que escuché. Me hartaría de oírla. Define muy bien el espíritu de la construcción, un sector tradicionalmente endurecido y desconfiado. Se la escuché al primer encargado de obra que conocí; siempre que llegaba un chico joven, lo recibía con la misma pregunta:
—¿Tienes novia?
—No.
—No me extraña.
Y si le respondían:
—Sí.
—Así será ella.
No era fácil callarle. Él también había bautizado a su peón de confianza, un marroquí que se llamaba Jaime. Tardé un tiempo en atreverme a preguntárselo a la cara:
—Pero ¿tú te llamas Jaime?
Cuando le contrataron y se presentó al encargado por primera vez, lo dejó boquiabierto al decirle su nombre:
—Abdelazil.
—¿Cómo? Tú te llamas Jaime.
Y a partir de entonces pasó a ser Jaime. Sencillamente, cuando yo llegué habían pasado suficientes años para que nadie recordase que había tenido otro nombre.
Como todos los técnicos sin experiencia, los primeros meses los pasé pegado a las faldas del encargado para aprender la realidad del oficio. Aún me estaba ajustando el casco cuando me miró de arriba abajo y me espetó:
—En la obra no debes fiarte nunca de nadie, ni de ti mismo.
—¿De ti tampoco?
—De mí tampoco.
A la larga aprendí que había tenido razón en todo, por mí y por él, que después de enseñarme y cargar con mis errores de primerizo, acabaría por darme razones para perder mi confianza. Con el debido tiempo, yo también se las daría.
A mediados de la década de 1990, el mercado inmobiliario español comenzaba a recuperarse de la crisis de 1992, que había derivado en tres años de precios estancados, lo que se traducía en un descenso en términos reales, y una caída constante en la actividad. Por su parte, los diarios económicos se dedicaban a anunciar la inminente llegada del euro y a la debacle de las bolsas asiáticas, que pendía como espada de Damocles y no llegaría a caer. Entre 1996 y 1997, mientras se debatía sobre la semana laboral de treinta y cinco horas —diez años más tarde se debatiría igual sobre la de sesenta y cinco—, las noticias de la recuperación del sector empezaban a filtrarse entre titulares secundarios.
De pronto, la construcción volvió a las portadas a mediados de 1998 de la mano de una explosiva subida de precios; en seis meses el incremento del coste de la vivienda pasó de un 1,6 %, cuatro décimas por debajo del IPC en 1997, a triplicarlo con un 5,8 % en el tercer trimestre de aquel año. Sin que nadie pareciese advertirlo, en poco más de año y medio la percepción del sector había pasado de la amenaza de recesión con la que las constructoras iniciaban 1997, a las declaraciones del ministro de Fomento afirmando que el sector se hallaba «en el mejor momento de su historia» en otoño de 1998. En realidad solo tomaba carrerilla, lo mejor estaba por llegar.
LOS ACTORES DEL SECTOR
El problema, antes de poder explicar la historia, es la confusión de términos y conceptos para la gente que desconoce el sector. Parte de lo que contaremos en el libro se basa en una comprensión sencilla de su funcionamiento, de modo que empezaremos por el principio:
Las inmobiliarias. Posiblemente, el término más abusado después de esférico y cancerbero. Estamos hartos de oírlo —«las inmobiliarias han hecho esto y lo otro»—, y no es para menos; de hecho, cualquier empresa relacionada con el mundo de la construcción es una empresa inmobiliaria, así que resulta el genérico perfecto para un periodista que no conozca el medio y, como tal, lo ignoraremos a partir de ahora.
La cuestión empieza así: un señor compra un terreno y decide construir unas viviendas. Para ello necesitará una empresa, influencias, dinero y el propio terreno; si falla cualquier elemento, la ecuación no funcionará —no es baladí incluir el terreno, más de uno se lanzó a construir sin tenerlo—. Cuando consiga todo, su empresa se convertirá en una promotora.
El señor, que de dibujo va justo, contratará a un estudio de arquitectos para que le hagan el proyecto del edificio, con el que solicitarán la licencia de obra en el ayuntamiento correspondiente. Ellos serán los proyectistas.
En contra de lo que se pueda pensar, para tener una promotora no se necesita un gran equipo ni saber qué es un ladrillo, solo el dinero. Para hacer la obra se contrata a una empresa especializada, una constructora, que sí dispone de los técnicos que saben cómo se hace. Una vez ha sido contratada, pasa a llamarse contrata o contratista de esa obra, y todo lo que se realice allí a partir de ese momento será responsabilidad suya. La constructora no guarda más relación con el terreno.
Así que nuestro señor les entrega el proyecto, el dinero y a cambio espera un edificio terminado en un plazo normal, de un año y medio a dos años. Más de uno se ha quedado sin edificio y sin dinero.
Al mismo tiempo, la ley obliga a la promotora a contratar a un arquitecto —suele ser el que hizo el proyecto— y a un aparejador para que vigilen que la constructora ejecuta lo que está en los planos y no otra cosa —parece delirante, ¿verdad?—. Este equipo recibe el nombre de Dirección Facultativa (DF).
En realidad la constructora tampoco construye —esto casi parece cómico—, cuando va a empezar los trabajos envía a un pequeño equipo de técnicos comandado por un jefe de obra, a través del cual actúa como gestora, dividiendo la obra por oficios y contratando a empresas especializadas para cada uno. Estas empresas son las subcontratas, y son las que aportarán el personal y construirán de manera efectiva el edificio, dando lugar a situaciones como que en una obra por la que pasen trescientas personas, solo tres sean de la constructora y deban organizar a cuarenta empresas distintas, cada una con sus jefes e intereses. Aquí es cuando uno entiende que se pueda llegar a construir algo distinto a los planos.
Por último, se entregarán esos planos a una empresa de venta de pisos para que se encargue de la parte comercial, una agencia inmobiliaria. Estas son las únicas empresas a las que llamamos coloquialmente inmobiliarias.
En resumen, la promotora tiene el terreno y paga al resto, la constructora levanta el edificio a través de las subcontratas y las inmobiliarias solo se dedican a vender viviendas ajenas, ya sean nuevas o de segunda mano.
En todos esos pasos hay dinero a espuertas y chanchullos. De eso hablará el resto del libro; por ahora, lo que nos importa es que las promotoras las forman señores con mucho dinero que no construyen, no llevan casco salvo para la foto y usan maletines como herramientas de trabajo. Ellos mueven el mundo de la construcción a través de los terrenos; allí se encuentra el mayor volumen de negocio y son su principal preocupación. Y es allí donde empiezan las obras, por los movimientos de tierras.
Para ser exactos, lo primero que me encontré al llegar a la obra no fue al encargado sino a tres caballeros encorbatados observando un agujero como si escondiese algún secreto. Un agujero estrecho y profundo, como una chimenea natural, en el que no se percibía nada más que su propia sombra. Me presentaron y les acompañé por otras carcomas iguales que sembraban el terreno. Nuestro ingeniero, alguien de la promotora y la DF, que pasaba por allí, se asomaban a las calas, que no eran más que agujeros en el suelo, y las miraban como si diesen un veredicto: «Muy bien, vale».
Antes de pensar en levantar un edificio hay que conocer el terreno sobre el que se apoya; como en los icebergs, la parte oculta es la más importante, y no solo por su valor pecuniario; de nada valen cien alturas si no dispones del suelo correcto, que se lo digan a la Torre de Pisa. Así que primero se realizan una serie de catas y ensayos que acabarán en un informe y valen para asegurarnos acerca de dónde metemos la cabeza, y para que unos altos oficinistas puedan dejar la planta doce por un día y asomarse a un agujero como si allí viesen algo interesante. Pero cuando miras a un agujero oscuro da igual la titulación que arrastres y lo que diga Nietzsche, solo ves un agujero oscuro.
Por eso leían los informes mientras miraban, y se asomaban allí como si un duende fuese a sacar la cabeza y decirles: «Tranquilos, está como en los papeles», y se colocaban sus cascos orgullosos y se asentían unos a otros, felices de sentir la brisa en la cara mientras escrutaban el hueco con gesto intenso y afirmaban categóricos delante de nada: «Muy bien, vale». Sí, el agujero seguía en su sitio.
Pero entonces yo no sabía nada de eso y los observaba impresionado, intentando imaginar cuántas cosas más percibían fuera de lo escrito. En realidad se daban un paseo hasta la hora de la comida.
Porque la realidad es que, en una obra con una longitud de tres kilómetros, puedes hacer veinte calas y estimar lo que oculta el resto del terreno, pero, al final, el que va a abrir cuatro mil agujeros para cimentar doscientos chalets será el maquinista, y todos los informes se acaban cuando el cazo entra en la tierra. En última instancia, es él quien percibe cuándo alcanza el firme, y tu confianza descansa en su pericia. Hay algo marciano en ver trabajar a un maquinista con experiencia. Acabas por darte cuenta de que el monstruoso brazo mecánico es como una prolongación del suyo, puedes proyectar su imagen, reconocer sus movimientos como si él fuera la máquina. Hay algo fabuloso y perturbador en todo ello, que olvidas al segundo día de rutina.
Cuando habíamos excavado la mitad de la obra repartía mi atención entre los cimientos y los siguientes oficios. Al verme pasar, el conductor, joven y sin mucha experiencia, me llamó a gritos. Llevábamos más de mil zapatas y en ninguna había profundizado más de cincuenta centímetros, pero en la última había superado un metro y no encontraba firme. «Es que la tierra está blanda, como removida». Yo seguía guiándome por la lógica del encargado: «Tú sigue dándole hasta que veas». Media hora después ya éramos una docena delante del boquete, que parecía un sótano. El muchacho sudaba con cada palada que sacaba, pensando que en cualquier momento le íbamos a echar a gritos por patán, pero los hechos son tozudos y se empeñaban en darle la razón; a medida que profundizaba, las paredes se desmoronaban y tenía que ensanchar la boca; daba la sensación de abrir un patatal, la calidad de la tierra era vegetal, sin consistencia. Yo también empezaba a pensar en quién me iba a resolver eso cuando, de pronto, soltó los mandos en mitad de la subida. Allí, enhiesto en mitad del cazo, asomaba un hueso entre los terrones, largo, como de pierna. El chaval no daba crédito: «Ostias, un hueso».
Por suerte para todos, el susto duró lo que tardó en bajarlo al suelo. La longitud era mucho mayor que la de un fémur, eso no había por dónde encajárselo a una persona. Afirmé con precisión: «Es una vaca, hemos ido a pinchar en la tumba de una vaca». Y todos reímos tranquilos. A fin de cuentas, estábamos al lado de un pueblo. El cazo volvió a penetrar y, como en respuesta a mis palabras, sacó la calavera limpia y pura de... un caballo.
A la primera calavera le siguieron dos costillares, que se completaron con una segunda cabeza; tras la cuarta aparecieron los primeros potrillos. La fosa finalmente alcanzó unas dimensiones de seis por seis metros, un enterramiento con más de una docena de caballos que, por la profundidad, llevarían muertos muchas décadas. ¿Una peste? ¿Una matanza? Recuerdo los casos que me han contado de obras que desenterraban obuses y tenían que llamar a la Guardia Civil para desactivarlos, eso sí es un susto.
Da igual la cantidad de estudios que hagamos; al final, cuando remueves la tierra nunca sabes lo que te espera.
UN POCO DE HISTORIA
Excavando un poco en el tiempo, podemos establecer un punto de partida para nuestra historia entre 1985 y 1986, dos años en los que las bases sobre las cuales se van a desarrollar la economía y el mercado inmobiliario actuales quedarían definidas.
A finales de 1984 la situación no era sencilla. La sociedad se enfrentaba a una crisis que duraba ya una década y culminaría el año siguiente con una tasa de paro del 21 %, la mayor conocida hasta el momento. La industria sufría una traumática reconversión al tiempo que continuaba el abandono del sector agrícola, iniciado décadas atrás junto con el éxodo rural. Por último, la construcción atravesaba su particular vía crucis, cerrando ese año como el peor de los veinticinco siguientes y liderando la destrucción de empleo por sectores.
El sistema de crecimiento del llamado «milagro español», basado en la entrada de divisas a través de la emigración y del turismo, se encontraba agotado. La reciente democracia y el inminente ingreso en la Comunidad Europea exigían una renovación estructural de la economía, alejada del capitalismo europeo y desfasada frente a los rápidos cambios sociales que se producían. Ante este panorama, en abril de 1985, el Gobierno aprobaba un ambicioso decreto ley cuyo fin era dinamizar la economía y potenciar el sector de la construcción como su motor. Sería conocido como «decreto Boyer», y lo haría famoso la fuerte contestación popular a las liberalizaciones de alquileres y horarios comerciales que incorporaba. Junto a estas, se componía de otras tantas medidas liberalizadoras y exenciones fiscales para el consumo, inversiones y creación de empresas, sectores que necesitaban una urgente modernización.
Pero el premio se lo llevaba la construcción. Artículo 7: deducción del 17 % para «adquisición de viviendas de nueva construcción, cualquiera que sea su destino». Artículo 8: se permitía transformar viviendas en negocios. Y Artículo 9: liberalización de los alquileres, pasando a conocerse los anteriores al decreto como «de renta antigua».
La traducción es directa: una amplia deducción para comprar cualquier vivienda, la primera o la séptima, siempre que fuera nueva; la opción de convertirla en negocio, un llamamiento a la pequeña empresa; y la libertad de pactar precio y plazo para alquilarla, por primera vez en la historia. Se podía decir más alto pero no más claro.
Por si existían dudas, el decreto se reforzaría con una circular de la propia presidencia del Gobierno a los ayuntamientos aconsejando fomentar el sector de la construcción mediante la limitación de sus actuaciones disciplinarias; en otras palabras, dejarles las manos libres. No, en realidad, tampoco se podía decir más alto.
Ocho meses después, España ingresaba en la CEE. Empezaría a llegar el dinero para invertir, y el Gobierno solo había propuesto dónde.
LA RELACIÓN ENTRE LAS PARTES
La construcción, si no había quedado claro, es un maremágnum de empresas y organismos cuyos intereses a largo plazo coinciden pero a corto se solapan, especialmente cuando el interés de parte de las empresas se divide entre realizar su labor y expurgar a la otra parte, que son las que les pagan. Por desgracia, el sector es heredero directo de la más arraigada tradición de picaresca española.
Para empezar, la relación entre la promotora y la constructora es la misma que entre la señora que pretende alicatar el baño y el obrero que le empantana la casa seis meses. Los primeros tienen el préstamo del banco, la necesidad de vender los pisos y la intención de que los segundos les entreguen el edificio en un plazo razonable, sin un problema y con unas calidades que los vecinos den palmas, dando siempre por descontado que sale gratis. Eso, hasta que empiezan a lloverles precios contradictorios.
Los segundos suelen contar con un presupuesto por debajo de costes, que es lo que se han humillado para conseguir contratar la obra; y saben que por algún lado existe un saco con billetes para los gastos extras, así que parte de su labor será, además de construir el edificio, esquilmar por completo ese saco con cualquier tipo de excusa, algunas incluso reales. Antes de empezar ya saben que obtener beneficios o salvar los muebles puede depender de cuánto sean capaces de sacar superando el presupuesto inicial; según sea este de desastroso, la construcción puede pasar a ser algo secundario. No es una broma; en cierta ocasión eran tales las pérdidas que arrastrábamos en la ejecución de 270 chalets, que se paralizó la obra hasta que la promotora llegó al acuerdo de pagar los dos últimos ¡¡pero no construirlos!!
Para controlar a la constructora, la promotora cuenta con la DF, esos técnicos independientes que debe contratar por ley. Si la situación ya es peculiar sin ellos, con ellos llega a ser descacharrante. Su labor real consiste en controlar la correcta ejecución y buena calidad de la obra, y ya pueden esforzarse en cumplirlo, porque son ellos los que la certifican con sus informes y los que van a hacer frente a los vicios posteriores durante diez años con su seguro obligatorio de responsabilidad civil. Es decir, se responsabilizan de un edificio que construye otro. Esto significa que sus decisiones son vinculantes, o sea, que si dicen que no se compra ese ladrillo porque no es bueno, no hay más que hablar. Así que la constructora debe guardarles un serio respeto. Para terminar de complicarlo, es decisión suya aceptar los nuevos presupuestos que esta les presente, y que siempre les va a vender con el cuento de que la calidad de la obra depende de ello. Y así se la pasan, que si quieres más a mamá —si rechazas el nuevo incremento no nos responsabilizamos de lo que estamos construyendo— o a papá —sí, pero si firmas muchos, que paga el mismo que te paga a ti, puede pensar que sales muy caro y no volver a contratarte—. Así es como se rompen las familias.
Por su parte, la constructora sufrirá con las subcontratas exactamente lo mismo que hace sufrir a la promotora, multiplicado por tantas veces como empresas contrate, que, como ya dijimos, pueden ser de veinte a cuarenta. Justicia poética.
La promotora se peleará con la constructora, que se peleará con las subcontratas y la DF, que a su vez se verá las caras con la promotora, y si se cruza, con alguna subcontrata. Es decir, como una cena navideña.
En el siglo XIX, el estratega prusiano Von Clausewitz se arrancó con la ocurrencia de que la guerra era la continuación de la política por otros medios, algo que se podría tomar como una broma de cualquiera menos de un prusiano, y que aquí sigue igual de vigente: los otros medios se acaban cuando empieza la obra. Sin armas, no se me ocurre una metáfora mejor sobre la guerra.
La máquina avanzaba por la obra con un peculiar cortejo. Junto a ella, el peón, un hombre menudo y regordete que había conseguido el mejor puesto, esperar a que terminase los pozos de las zapatas para bajar con una pala y limpiar el fondo de tierra suelta. Detrás, a lo lejos, Salomé, con el rabo entre las patas. Salomé era una perrucha, fea, desgarbada y escuálida que seguía a la mixta a distancia y se sentaba a mirarla mientras excavaba. No sabíamos de dónde había salido, de pronto un día estaba allí. Se la veía muy maltratada y en la obra se sentía segura, tenía sitio para huir de nosotros y nadie la molestaba. Todos los obreros le echaban algo mientras comían o le dejaban los restos; daba igual como lo hiciesen, ella nunca se acercaba hasta que acabasen. Pero entre ellos, no sé por qué, había elegido al maquinista. Le esperaba por la mañana junto a la puerta y seguía a la máquina como al amo, siempre a unos metros, siempre sin dejarse tocar. Él bajaba de vez en cuando y le echaba algo. Después compartía su comida con ella, pero aun así aguardaba a distancia, esperando su turno.
Por entonces triunfaba Chayanne en la radio con «Salomé» y le resultó gracioso. No podía haber elegido un nombre menos acertado. Creo que eso era lo mejor. Al final, ella iba pegada a sus piernas, siempre al lado, si él se movía, ella se movía, y cuando se marchaba, le esperaba sentada junto a la mixta, como si fuera su casa. Y acabó por llevársela, claro. Salomé.
La tercera pata del banco era el peón, ese hombre pequeño y regordete. Yo tenía poca experiencia y me daba risa aquel vago que se tumbaba a la sombra de la excavadora mientras esta trabajaba; si no tenía más labor, afortunado era. Al que no le dio tanta risa cuando lo vio fue al jefe de obra, para una vez que pasa por allí se lo encuentra marmoteando a la sombra. Entonces aprendí varias de esas reglas genéricas de la empresa privada: que, por algún extraño motivo, al ser el primero en encontrarme al jefe tras el hallazgo, pasé a ser responsable de que ese hombre no trabajase, aunque fuese otro el que le había mandado allí; que, en realidad, en cualquier trabajo nunca sabrás hasta dónde alcanza tu responsabilidad; y que sus límites variarán en función del cabreo del que manda. A medida que sus frases perdían sentido y me quedaba con la esencia, las voces, me fui acordando de un profesor del último año de carrera. Se paseaba entre nosotros, nos miraba la cara de infelices y nos repetía: «Yo la he usado muchas veces en la obra, y os vendría bien entenderla pronto, será vuestra herramienta de trabajo más útil, se llama “Ahora ya no es mi problema, ahora es el tuyo”». Entre grito y grito, me di cuenta de que ese era el momento de mi aprendizaje, como se interiorizan de verdad las lecciones, mientras recibes los golpes.
El peón que me había costado aquel disgusto era un personaje peculiar. Me había contado varias veces que era subcampeón de España —¿o era de Europa?— de lanzamiento de dardos y que había sido invitado a jugar el campeonato de Las Vegas, supongo que del mundo, y no sé si lo había ganado o aún no había ido, y eran sus planes, o lo había soñado todo y al contarlo lo revivía, como tanta gente que solo vive realmente en sus fantasías. No era fácil creerle porque le faltaban dos dedos y medio, pero él explicaba que era algo reciente, y al verles la carne le creías, pues aún estaban por madurar, era rosácea, infantil, y la cicatriz joven, tierna. Llevaba poco tras regresar de la baja, y aún los notaba, a veces, como antes. O por eso no pudo ir a Las Vegas.
Los peones se dividen en dos categorías, los especializados y los normales. Los especializados pueden usar maquinaria, los otros no. Esa diferencia los retrata bastante bien; un peón especializado puede aspirar a otros puestos. Él no era especializado.
Pues bien, el buen hombre agarró una sierra radial para cortar un tablón. Los discos que utiliza la sierra para cortar madera no están preparados para materiales más duros, así que, cuando alcanzó un clavo que no había desclavado, el disco saltó de un latigazo en dirección contraria, por donde estaba su mano, y la mutiló como una bala. En un caso así, uno puede dar gracias por perder solo tres dedos.
Nunca me llegó a explicar para qué cortaba aquello ni si alguien le había mandado, pero si ningún carpintero en su sano juicio se lanza a hacer lo que él hizo, aún más raro sería que se lo hubiesen pedido. En general, uno de nuestros grandes problemas suele ser la falta de iniciativa de los que deberían tenerla y el exceso de aquellos de los que no la esperamos.
Él estaba allí, sin sus dedos, detrás de la máquina, limpiando fondos de excavación, era verano y el sol apretaba, así que se quitaba la camiseta para palear, la piel blanca de muchos meses bajo techo, empapado en sudor de mediodía. Hasta que no lo vi más. Apenas había durado dos semanas antes de desaparecer, otro peón arañaba la tierra en su lugar. Me acerqué a su jefe y le pregunté con curiosidad: «¡El muy gilipollas se ha quemado toda la espalda! ¡Menudo subnormal!». Yo me escandalicé ante la noticia. Pero ¿es que era yo el único que le había advertido de que se protegiera? Pero no merecía la pena ni contestarme. Un tío con cincuenta tacos ya tiene los huevos negros para que nadie tenga que ir a decirle nada. Solo un carpintero de su empresa resoplaba mientras me escuchaba, y sin llegar a mirarme, se limitó a bufar entre dientes: «Si ya tiene lo que quería».
Cuando vino a dejar la confirmación de baja, una semana después, traía la espalda cubierta por una gasa gigante envuelta en algodón, atada al cuerpo por infinitos esparadrapos que le cruzaban el torso; se la descubrió y me encontré algo que no había visto nunca: la espalda completa llena de ampollas, una sobre otra, supurando de modo que brillaban empapadas, como una piel falsa y húmeda de la que se estuviese desprendiendo. La mostraba casi con orgullo. Se tapó rápido porque no le podía dar el sol (¡claro!). En realidad, la ley prohíbe trabajar al aire con el cuerpo descubierto precisamente por eso, pero no es tan fácil decírselo a un encofrador a las dos de la tarde de un 6 de agosto. También es cierto que por entonces, yo aún no era capaz de imaginar a los extremos que puede llegar la gente por mantener una baja.
A partir de 1986 las políticas adoptadas empezaban a dar frutos y la internacionalización de España se hacía patente: referéndum favorable a la permanencia en la OTAN, entrada en la CEE y, como guinda, Barcelona elegida, ese mismo otoño, sede de los Juegos Olímpicos de 1992. Una puesta de largo en toda regla.
Por si fuera poco, al final del arco iris había un caldero lleno de oro. El precio del petróleo bajaba a un tercio de 1980 y entraba la inyección económica europea en forma de fondos estructurales. A nivel empresarial, se le sumaba la sustitución del impuesto vigente, el ITE, por el novedoso IVA, que, en contra de la imagen que dejaría en el consumidor final, para el que significó una inflación de precios, resultaba un beneficio para toda la cadena productiva, por la sencilla razón de que era recuperable y el ITE no.
Por primera vez en más de una década, se daba la coyuntura adecuada para un crecimiento significativo. El panorama cambiaba en poco tiempo y eso es algo que no pasa desapercibido a, citando a Lovecraft, «Los que vigilan desde el tiempo», esos seres espectrales que habitan dimensiones paralelas: los inversores.
La percepción de España había cambiado: a nivel exterior, el adjetivo «comunitario» convertía «subdesarrollo» en «desarrollado», «dictadura» en «democracia consolidada» e «incertidumbre» en «estabilidad institucional». Son cuestiones semánticas.
Invertir en un país cuyo PIB es un 77 % de la media europea y va a recibir ayudas hasta alcanzar el 90 % es, para qué decir otra cosa, un chollo. Así que las grandes multinacionales empezaron a implantarse siguiendo el camino de las liberalizaciones, y los pequeños inversores empezaron a buscar un producto atractivo para poner el dinero. Y no hay nada más atractivo que una buena vivienda costera, sol y playa a precios populares, y decorada con apetecibles incentivos fiscales. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa iban a buscar en España?
Arrancaba la primera explosión inmobiliaria.
EL CAMINO DEL SUELO
Este es el primer gran secreto del mundo inmobiliario: el dinero, contra la idea general, no se encuentra en las viviendas sino en el recorrido de cada parcela desde erial hasta edificio con piscina. Los que finalmente lo construyen son los que menos han ganado por el camino. El negocio está en el suelo, que se cataloga en tres tipos: el urbano, que ocupan casas y calles; el rural, vacío, en mitad del monte y que no permite construir; y a medio camino entre ambos el que sigue vacío pero en los papeles ya es edificable, el que más nos importa porque es el que se presta al auténtico juego especulativo, el urbanizable, conocido por los promotores como «suelo de gestión».
Los ayuntamientos deciden cuál es su ordenación y por dónde van a crecer mediante los Planes Generales, proyectos que, con la conformidad de la comunidad autónoma, definen en qué suelos urbanos se puede construir y en cuáles no (por ejemplo, los parques), las zonas rurales protegidas y sobre todo las de futura expansión, siempre a largo plazo. Todo terreno rural que entra en un Plan General se convierte en urbanizable y a partir de ese momento su valor empieza a multiplicarse en función del ritmo al que avance el Plan y la demanda que genere; y aquí la intuición también engaña, su valor no aumentará cuanto más rápido sea el proceso sino cuanto más tarde.
De este modo, una parcela rural puede pasar de patatal infecto a fabuloso resort con campo de golf solo por estar bien situada. ¿Y cuál es el secreto? La situación del propietario, no de la parcela. Por muchas justificaciones técnicas que ofrezca un Plan, las posibilidades de desarrollo de casi cualquier núcleo urbano son tan amplias que necesariamente ha de haber pasado por un criterio de selección subjetivo, y con un elemento de tal valor estratégico y volumen de beneficio, las presiones y movimientos interesados se hacen inevitables. ¿Y cómo demostrarlo sin una filtración, una corrupción tan flagrante que llame la atención de la Justicia? La mayor parte de los casos destapados lo fueron por los excesos de los implicados; el tráfico de influencias controlado y limitado en la gestión de los Planes puede considerarse generalizado en el desarrollo urbano de todo el territorio desde, al menos, 1998.
El Plan General, amplio y abstracto, se concreta por sectores mediante planes parciales que promueven los propietarios organizados en juntas de compensación, es decir, proyectos privados que debe aprobar el ayuntamiento. Aquí se alcanza el detalle, se segregan calles y solares definiendo su uso, residencial o industrial, cuántas viviendas pueden albergar y las cesiones para suelo público, y aquí se cocina el resto del plato. Las calles son como los estantes de los centros comerciales: ¿cómo variará el precio de mi parcela según se distancie de la estación, centro urbano o comercial, cómo, según el vial al que se asome? Si corresponde a una vía principal, podré levantar edificios más altos, más viviendas sobre el mismo espacio, y además aseguraré las ventas antes de empezar a construir y a un precio superior al resto. Aún mejor, si compro unos solares calificados como industriales y se modifican en una revisión posterior pasando a ser residenciales, puedo multiplicar mi inversión en poco tiempo. ¿Es cuestión de suerte?
Un terreno urbanizable puede tardar de cuatro a ocho años para convertirse en urbano listo para solicitar licencia de obra (conocido como «suelo finalista») y otros tres hasta entregar las viviendas. Durante ese tiempo su existencia se ha limitado a cambiar de manos incrementando su valor exponencialmente, y continúa así hasta el último momento, cuando las promotoras más pequeñas, que no han podido entrar antes en el reparto del pastel, compran el solar y edifican. Al tiempo que se venden los pisos, se urbaniza el siguiente sector y se aprueba el plan parcial del tercero; a medida que se agotan, suben los precios de las siguientes promociones, y los terrenos del plan que está en gestión, que siguen cambiando de manos, pasan a pagarse en expectativa de lo que puedan valer la casas que se construirán en ellos dentro de seis años. Mientras la vivienda reacciona frente a un valor real de mercado, el suelo lo hace frente a una previsión a muy largo plazo, su esencia se vuelve especulativa y queda sujeto a variaciones tan amplias como las de la bolsa. El grueso del negocio ha terminado antes de dar una palada, antes de dibujar un plano.
El resultado final de esta carrera fue que el incremento de precio del suelo entre 1998 y 2006 casi quintuplicó al de la vivienda, y su repercusión sobre esta llegó a situarse por encima de un 40 %, hasta un 60 % según algunos informes, cuando no debía superar el 20 %. La mitad de la hipoteca dedicada a pagar suelo. Una desproporción indefendible.
Desde 1986, podemos considerar un modelo de crecimiento estable con varias constantes reconocibles. Se produce un fenomenal incremento del PIB (17 puntos por encima de la media europea) seguido por unos gobiernos desesperados por ofrecer una imagen exterior de solvencia y convencer a nuestros socios de que se trata de un mérito propio y no del resultado de sus ayudas. Todo mientras se mantiene la dependencia económica de su turismo, lo que se llama estar al pan y a las tajadas.
En esas décadas de crecimiento, la construcción multiplica su peso sobre el PIB a medida que este aumenta. De un 6,4 % en 1985 a un 17,9 % en 2007, es decir, se triplica. En el mismo período, la industria y la agricultura se estrellan: de un 28 % a un 13,4 % y de un 6 % a un 2,8 %, respectivamente. En 2007, último año de bonanza, la construcción alcanza mayor volumen sobre el PIB que ambos sectores juntos, eso sin añadir su repercusión indirecta sobre industria y servicios, con la que, según algunos analistas, superaría el 30 %. Ese mismo año, el valor del otro sector bajo sospecha por su influencia, el turismo, significa poco más de la mitad del suyo, un 10,7 %.
En pocas palabras, entre un quinto y tercio del PIB español en 2007 depende directamente de la construcción, que sustituye por sí sola a la agricultura y la industria. Pero ¿por qué la construcción? Volviendo al inicio en 1986, el catedrático de economía Ricardo Vergés lo expresa así en el artículo de 2009 titulado «Cómo sobrevivir a 20 años de política económica»:
La Historia explicará algún día por qué, ante las exigencias prescritas desde 1986 para la entrada en la Unión Europea solicitada por los gobiernos de Felipe González y Mário Soares, estos respondieron con ambivalencia con el fin de embolsar las ayudas prometidas de cara al desarrollo tecnológico y, acto seguido, sustituirlo por algo más facilón y con más glamour como podía ser lo residencial, lo turístico o los servicios. [...] Ahora toca encararnos con el retraso tecnológico acumulado que ha hundido nuestras exportaciones y que nos impide conseguir lo necesario para poner de nuevo en marcha el contador de nuestro futuro desarrollo.[1]
El profesor de economía, Gonzalo Bernardos Domínguez, en su libro ¿Cómo invertir con éxito en el mercado inmobiliario?, resulta más concreto y algo menos polémico:
En 1985, una vez finalizada la reconversión industrial [...] el gobierno instauró un nuevo modelo de crecimiento. [...] Debido a su intensiva utilización de factor trabajo y a su relativamente elevada ponderación en el PIB, el sector de la construcción fue considerado el idóneo para capitanear el proceso de recuperación económica. Para conseguir dicho objetivo, el gobierno programó un ambicioso plan de nuevas infraestructuras y una serie de medidas liberalizadoras y de apoyo a la industria de la edificación residencial.[2]
Así pues, la situación en 1986 era óptima para el sector: una red de comunicaciones paupérrima en relación con Europa y un mercado residencial con un recorrido tan largo como la década que llevaba congelado, todo ello sazonado con la necesidad de reubicar a los trabajadores no especializados que perdían la industria y la agricultura. La construcción ofrecía una respuesta rápida y agradecida: crecimiento económico y empleo instantáneos, incremento de la actividad empresarial a expensas de la promoción privada (residencial) y pública (obra civil), y la mejora constante de las infraestructuras sufragada por la CEE y palpable por los votantes. Un sueño político.
No sé si la pregunta debe ser por qué se adoptó esa estrategia o si alguien en la misma situación se habría arriesgado a tomar otra.
Los animales son más habituales por las obras de lo que pueda parecer a primera vista, y debo decir que también viven mejor de lo que se puede pensar. Se trata de amplios recintos que mantienen vegetación silvestre hasta muy avanzados los trabajos, cuando no una huerta preparada por un encargado, numerosos escondrijos y abundantes restos de comida dejados por los obreros. Sin duda, un paraíso para las ratas, pero igual que para ellas, para otros mamíferos que nos resultan más simpáticos y no tratamos de exterminar cuando los encontramos.
Aparte de Salomé, habré visto cinco o seis perros más y todos parecen haber corrido buena suerte. Habrá trabajadores crueles que los maltraten, pero no los he conocido; más bien al contrario, los cuidan, los alimentan, se divierten con ellos y los rescatan. Sacan a relucir esa ternura que en nada ayuda a nuestra imagen. Hasta avanzada la estructura, es fácil que un perro abandonado encuentre refugio en una obra, especialmente en los chalets, que hasta el final mantienen espacios libres de huida. Se esconden, se acoplan, se adaptan y acaban convirtiéndola en su casa, sin que sea raro cruzártelos paseando, con su eterna cara de susto.
La máxima cantidad que tuvimos juntos, en un infinito sector de chalets adecuado para recogerlos, fueron tres perros sueltos que acabaron por encontrarse y formar una jauría que se acostumbró al avance de la obra y cambiaba de fase de chalets a medida que estos subían, paseándose con tranquilidad entre los humanos y apartándose lo justo con la docilidad de los gregarios. Se trataba de una perra canela pequeña y otros dos negros que la doblaban en tamaño. Que nadie me pregunte cómo pero uno de ellos consiguió preñarla. Así que nada, en mitad de la estructura, la perra montó su camada y los obreros se dedicaron a echarle allí todas las sobras de la comida y hasta a traer chucherías a los cachorros, que jugaban entre ellos como Pedro por su casa, que se comieron tantas guarrerías que acabaron cogiendo lombrices, y que, antes de dos meses, habían sido separados de su madre, por desgracia para ella y por suerte para ellos, que a medida que enfermaban fueron adoptados por encofradores, un fontanero y hasta un compañero, Joaquín, que se quedó con la última de las crías, Luna, que volvería a traer de visita muchas veces.
Cómo describir a Julio, al que Luna tenía pánico. En realidad, Luna tendía a sentir pánico por cualquiera que anduviese retumbando el suelo de la caseta o que hablase con tono fuerte, es decir, todos; pero Julio le provocaba especial terror y, viendo su tamaño, no resulta extraño.
Cuando Joaquín se la traía una tarde a la obra, entraba corriendo con él hasta su despacho y se ovillaba entre sus piernas bajo la mesa. A cada visita que abría la puerta, se lanzaba a ladrar como una desesperada. Habría que comentar la sensación de seriedad que provocábamos entre los comerciales, que dudaban entre salir corriendo o preguntar si eso era una caseta de obra. Cuando se aburría de sus piernas y se iba a olfatear el resto de los despachos, le colocaba una silla junto a la ventana y la llamaba, ella se subía y allí echaba la tarde, observando todo el movimiento de la obra con una feliz curiosidad.
Pero con Julio no podía, su planta, respetable para cualquiera, era demasiado para ella. Era verlo entrar y liarse a ladridos con el rabo entre las patas hasta clavársele en las costillas. Y Julio, que tan grande como era lo era también de bueno, trataba de ganársela como a cualquier perro, y no tenía pocos, pero ella solo le respondía desde las piernas de su amo con un montón de ladridos histéricos. Hasta que se envalentonó y, reforzada quién sabe en qué idea, se lanzó a ladrarle debajo mismo de sus rodillas, terminando de hincharle la cabeza. Entonces Julio, con el bicho delante, infló los pulmones y le soltó un bramido que resonó por toda la oficina. La perra enmudeció y recorrió todo el pasillo andando marcha atrás, sin perderlo de vista, con el rabo pegado al estómago y dejando un reguero de orín por todo el camino. Se había meado del susto.
Que alguien me hable de aquello de la nobleza de los animales y que no conocen la venganza. La perra debió de estudiar el olor de todos los despachos hasta descubrir cuál era el suyo. Sea como fuere, cuando Julio volvió de comer y se disponía a entrar en él, en la misma puerta le esperaba un regalo oloroso que le había dejado. Justo en medio de la entrada de su despacho.
A los gatos creo haberlos visto de lejos una o dos veces, imposible adivinar el número; eran tímidos y recelosos. Comoquiera, se les podía encontrar devorando algún resto envuelto en papel de aluminio o incluso dejado para ellos, pero siempre de lejos. Vigías nerviosos, al primer ruido desaparecían entre las sombras. Alguien comentó que una gata entre ellos parecía embarazada, incluso que estaba criando. Entonces, simplemente, desaparecieron.
Cuando el topógrafo se acercó a marcar puntos a la zona que habitaban, cercana a un muro de piedra, hacía un mes que nadie los veía y varias semanas que los encofradores evitaban el lugar. El motivo lo averiguó su ayudante cuando le envió a marcar al pie de la pared. Casi al momento empezó a sentir fuertes picotazos por las piernas y aguantó, como pudo, el tiempo justo para realizar la medición, tras la cual salió de allí desesperado. Cuando llegó a la oficina después de lavarse y cambiarse de ropa, traía las pantorrillas inflamadas, enrojecidas y llenas de picaduras como aguijonazos. El muro estaba plagado de pulgas que lo habían encontrado muy sabroso. Lo peor era que no conseguía librarse de la sensación ni tras sacarse la piel a tiras con agua ardiendo, rascándose algún punto en cualquier momento en busca de un picor imaginario. Y no tardamos en caer en la misma paranoia todos los que lo tratamos. Habría sido un espectáculo ver a cada uno en el trayecto hasta casa y meterse en la ducha casi vestidos.
Al día siguiente estaba allí la empresa de plagas cerrando el lugar por unos días. Cuando acabaron la fumigación, nos trajeron varios cuerpos descompuestos de gatitos recién nacidos, uno de los manjares preferidos de los parásitos. La madre los había parido en un hueco del muro, allí se le habían muerto y, con la misma calma que un gato casero, se había marchado con los otros felinos sin decir «miau», dejando el resto para que lo limpiasen los humanos, y con el resto, una fenomenal invasión de pulgas.
La construcción crecía a medida que la industria y agricultura retrocedían, creándose un terreno abonado para la transmisión de mano de obra no cualificada. Las obras se nutrían de trabajadores que debían abandonar otro sector, como se repetiría quince años más tarde con la entrada de mano de obra inmigrante.
Todo el personal de obra que conocí, incluso muchos pequeños promotores, que superase los cuarenta años en la década del 2000, había empezado a trabajar en el campo. Solo quienes habían dejado la escuela a partir de mediados de la década de 1980 habían comenzado en la obra. A medida que la actividad se desplazaba, entraban en la construcción, manteniendo normalmente parte de la labor original; el que más y el que menos compaginaba el trabajo con algunas plantaciones, viñas o cuerdas de olivos, que seguían produciendo unas rentas secundarias.
El comentario despectivo más habitual para referirse al mal trabajo de alguien solía ser llamarlo «desertor del arado». Cuando te decían «ese es un desertor del arado» ya sabías que por muy oficial que fuese no valía para más que para peón o era un borrico, normalmente las dos cosas. La costumbre de oírlo se empezó a perder con la entrada masiva de mano de obra foránea; de nada servía utilizarlo con un extranjero, seguramente urbanita. Con la presteza habitual, se crearon nuevas faltas de respeto ad hoc. Pero hablamos de veinte años de diferencia. Dos décadas de reinado como insulto son muestra de su raigambre.
La transición del campo a la obra resultó de tal magnitud que, durante esas décadas de mano de obra patria, la práctica totalidad de trabajadores de la construcción habitaba en pequeños municipios. Los edificios en las capitales se nutrían del oficio de los pueblos, que alcanzaron una época de cierta prosperidad; el desplazamiento diario a la obra fue uno de los factores que detuvo la traumática emigración que había esquilmado el campo durante el siglo XX. Un caso paradigmático fue, desde entonces hasta hoy, la dependencia de toda Castilla-La Mancha de la obra que se levantaba en Madrid. Bastaba con acercarse a la glorieta de Carlos V cualquier día de seis a siete de la mañana para ver las cantidades de autobuses que descargaban trabajadores, los mismos que los recogían de vuelta a las siete de la tarde. Es una vida muy dura trabajar a cien kilómetros de casa y pasar catorce horas diarias fuera, pero fueron las condiciones bajo las que se limitó la pérdida de población rural.
Allá por el año 2004, en el momento de máximo esplendor, un subcontratista me lo resumió con claridad desde lo alto de su beneficio: «El día que el pueblo grande se pare... nos vamos a enterar los pequeños». Y una vez más, resultó un análisis más acertado que todas las páginas naranjas de economía.
Este patrón definió la extensión que adoptaría la emigración exterior a su llegada, dirigiéndose en parte a los pueblos en lugar de limitarse a las grandes ciudades. Los inmigrantes dedicados a la construcción, como los derivados a la agricultura, se asentaban en su mayoría en los mismos núcleos rurales que sus antecesores, lo que contribuyó al florecimiento del que gozaron los últimos años, en los que era fácil recorrer cualquier pueblo manchego para sorprenderse de la alta gama de los coches que poblaban las calles. Uno de los efectos notables del crecimiento a partir del ingreso en la CEE fue que, al contrario que el desarrollo anterior, no se produjo necesariamente al socaire de las grandes poblaciones y se repartió por toda la geografía.
A las siete de la mañana, todos los bares cercanos a las obras están llenos de personal. Deben desplazarse grandes distancias, a veces más de cien kilómetros, y las carreteras se atascan a partir de esa hora, así que el modo de asegurarse de estar a las ocho en la obra es ir con mucho tiempo y la autopista vacía, y no hay otro lugar donde esperar. El negocio de un bar está allí, no en la ciudad, ni entre oficinas o polígonos industriales; el mejor lugar es un sector en expansión, rodeado de obras.
Una hora antes de abrir los tajos ya se encuentran allí la mayor parte de los equipos, sobre todo en invierno, cuando la temperatura exterior puede bajar de cero grados; el volumen del negocio y el rentable consumo de alcohol no harán más que aumentar a lo largo del día. Junto a los cafés, el mayor servicio es de coñac y anís, docenas de copas a lo largo de la barra entre algún chupito digestivo y un par de cervezas, todo antes de las ocho, durante el invierno, antes de que amanezca. Las primeras semanas me llamó tanto la atención que observé una improbable filiación entre los oficios y los diferentes licores: los instaladores preferían el anís mientras el coñac, el rey indiscutible de la mañana, con o sin café, correspondía a obreros y peones, que lo pedían tal cual, sin interesarse por la marca, referencia exquisita de capataces y encargados; si alguien te pide un Magno o un Soberano, sabe lo que busca. Sobra comentar que mi poco riguroso estudio duró tanto como el primer fontanero que vi pasarse al Ponche; esto es lo bonito de la democracia, todo el mundo puede beber lo que quiera, y ellos se hartaban de hacerlo. A las ocho y cinco, el bar, abarrotado y lleno de humo, queda huérfano como por ensalmo, la barra llena de copas vacías, el suelo cubierto de servilletas y el camarero suspirando.
Amén de las sempiternas máquinas de bebidas, cuyos dueños para poder instalarlas en la obra te ofrecían unos miserables céntimos por lata vendida que solíamos rechazar, y a los que debíamos remarcar no incluir cerveza con alcohol entre la oferta, en las grandes zonas de construcción podían aparecer furgonetas de refrescos y bocadillos, que teníamos que andar expulsando porque su mayor fuente de beneficio eran precisamente esas latas de cerveza que no daban las máquinas, como si no tuviésemos suficientes problemas.
Uno de ellos prosperó y, merced a ciertos contactos, obtuvo el permiso de la promotora y el consentimiento de la urbanizadora para instalar un bar fijo en una rotonda inhábil hasta tres años más tarde, cuando se produjeran las primeras entregas. Allí levantó una construcción de una planta sin cimientos, con pilarcillos metálicos, cubierta de teja y tabiques de pladur, un chiringuito puro y duro, con una amplia entrada con la barra y tres mesitas, y un comedor trasero preparado para albergar a más de cien personas, más como un colegio que como un restaurante, ambas salas igual de desangeladas. Colocó a un encargado en la barra y dos camareras en el salón, siempre venden mejor unas chicas, incapaces de dar abasto con la que se liaba allí a diario, todos inmigrantes, por lo del sueldo, y durante tres años el bar se hizo con el flujo de consumo de hasta cinco obras diferentes, más de mil viviendas, cuatrocientas personas, con tres, cuatro turnos de comida, además de desayunos, cañas, cafés y copas variadas a lo largo de la jornada. Todo ello conectado a la luz y el agua de la obra, sin proyecto, licencia ni permiso de ningún tipo. A fin de cuentas, no se había establecido en espacio público, no existía de manera legal y para todos los ajenos al lugar tampoco de manera física. Para cuando se derribó el local, ya tenía un bar en un centro comercial y hasta un restaurante con carta de cierto postín en el que recalaban los mismos jefes que le habían permitido instalarse en la obra.
LA DIETA DE PABLO
Pablo es el primer encargado de obra que conocí y uno de los que más conocimientos me ha demostrado. Recuerda los viejos tiempos, cuando el jefe de obra la visitaba una vez a la semana y los encargados la dirigían como virreyes independientes; ya quedan muy pocos con tanta experiencia. Esa melancolía nunca se marcha del todo.
Pablo se levanta a las seis de la mañana, tiene suerte porque esta obra no le cae lejos de casa; la gente que viene desde los pueblos en los autobuses comunes o en las furgonetas de las empresas se suele levantar a las cinco. Antes de salir, desayuna y se toma un Magno oyendo las noticias. Coge el coche pronto para estar el primero en la caseta, un gesto clásico del responsable. El bar de enfrente está lleno desde las siete, allí se planea la mitad del día. Mientras discute con los encargados de las subcontratas se pide un Magno. A las ocho comenzamos la jornada, todo el mundo en su tajo y las peores voces de la mañana, siempre hay problemas con los repartos. A las diez es la hora del bocata, un cuarto de hora por convenio que se recupera los viernes. Yo siempre desayuno con los encargados, nos vamos a la gasolinera de al lado, donde ya conocen el menú de cada uno. Pablo toma un montado, un café solo y una copa de Magno con un vaso de agua fría. Para el que no lo sepa, eso es un carajillo: café solo con coñac, pero Pablo lo toma por separado, un sorbo de café, un sorbo de coñac, hace un buche con ambos y se los traga, después de cada vez refresca la garganta con el agua. En realidad la única diferencia entre un carajillo y lo que él toma es la cantidad de licor. Suficiente. Cierto día encontramos un camarero nuevo que entendió su petición como completa: «Un Magno y un café solo», un carajillo. Preparó el café, añadió el coñac y se lo presentó. Pablo lo miró con desprecio, le preguntó qué tenía que hacer con eso y levantó la taza dispuesto a arrojársela. Tuvimos que pararlo mientras le cubría de insultos, indignado por el café que se había desperdiciado, y lo arrastramos hasta la mesa porque creímos que lo mataba. (De algún modo, el error le había sacado de sus casillas.) Muchos días a media mañana le veo salir de la obra, cruzar la calle y entrar de nuevo en la gasolinera, no sé si para tomar otro coñac o una cerveza. En realidad, a pesar de la cantidad de alcohol que se mete, por la mañana no es habitual notárselo, mantiene fría la cabeza y suficiente dignidad.
A las dos de la tarde hay una hora para comer y como su casa no queda lejos se acerca allí. Suele volver a eso de las tres y media; no sabemos lo que bebe en ese intervalo pero para entonces ya ha perdido el control; me extraño de que nunca se haya estrellado viniendo. Por las tardes se tambalea tratando de ir de un lado a otro, en dos meses ha chocado con la furgoneta de obra contra un palé de ladrillos, un generador y otro coche aparcado. Se encierra en la caseta para dar cabezadas y es inútil tratar de hablar con él, no se le entiende y al otro día lo ha olvidado. Los peones que tiene a su cargo se aprovechan y se escapan; a la mañana siguiente, cuando les pregunte por qué no han terminado su tajo, le responderán que les envió a cualquier disparate, y él nunca se atreverá a desdecirse porque no lo recuerda. Los días de Pablo acaban a las tres; a partir de entonces vive en un tiempo en que las tardes se desvanecen.
De la mano de estos factores: ayudas de la CEE, liberalizaciones, entrada del capital extranjero y facilidades para la inversión, entre 1986 y 1991 se producirá el llamado primer boom inmobiliario, un explosivo incremento en la construcción y precio de las viviendas, que acompañará a una época de expansión económica conocida como «los años del pelotazo». El lustro del dinero fácil y el triunfo de nuestra propia modernidad, Ibiza techno, la mascota olímpica plana, las toreras con hombreras y el «diseñas o trabajas». Un tiempo que quedó definido en la frase atribuida al ministro de Economía de aquellos años, Carlos Solchaga: «España es el país del mundo donde más rápido se puede hacer uno rico». Un retrato del supuesto autor y de la sociedad del momento.
La entrada de capital extranjero y las ayudas para la vivienda nueva derivarán la demanda interior y exterior hacia la costa. Por primera vez la gente se siente rica, descubre los centros comerciales, se busca el apartamento en la playa, comienza la carrera por convertirnos en el país con mayor número de segundas viviendas del mundo y las llegadas masivas de ingleses y alemanes al litoral y las islas, que desembocarán en las urbanizaciones de jubilados europeos que, a modo de guetos adinerados, pueblan hoy la costa mediterránea española como una California europea.
Por si fuera poco, la aparición en 1989 de la nueva Ley de Costas, con el fin de detener la sangría que sufren las playas, y cuya polémica aplicación y falta de aplicación pediría otro libro, actúa de catalizador, impulsando a los promotores a construir más y más rápido para ganar la batalla de los hechos consumados. «Será mucho más largo y difícil tirarlo una vez construido». Es la máxima que se aplica ante cada nueva norma restrictiva.
El programa «Un, Dos, Tres» es un bonito ejemplo de la mentalidad del momento. En la segunda mitad de la década de 1980, su última etapa hegemónica, introduciría los famosos apartamentos en la playa como regalo estrella, desbancando al sempiterno coche. Los tiempos estaban cambiando y ese era el nuevo sueño. Habíamos matado otra vez a Chanquete.
LAS PROMOTORAS
Para que funcione una constructora es necesaria una fuerte inversión en personal, así como equipos técnicos con un profundo conocimiento del sistema constructivo. Para montar una promotora, en los mejores momentos bastaba con heredar unas fanegas en el pueblo y una buena relación con el consistorio. Mientras las constructoras derivaban hacia inmensas corporaciones con vocación internacional, el mercado inmobiliario mantuvo su estructura de empresas familiares aun cuando llegaron a facturar miles de millones de euros. Esa diferencia determinaría su futuro a medio plazo.
La imagen popular del promotor, intoxicando incluso la del constructor, se refiere a una especie de paleto autoritario con ínfulas dictatoriales y representación directa en el desaparecido Jesús Gil y Gil, imperioso compendio de excesos y defectos del mundo inmobiliario pero inevitablemente estereotipo más apropiado para la España desarrollista de la década de 1960, la del toro de peluche sobre el tapete de ganchillo, que la de los millonarios del euro, en la que sobrevive como heredero de ese espíritu Francisco Hernando, «el Pocero» de Seseña, convertido en favorito de la prensa antes por sus exabruptos y fácil caricatura que por sus escándalos urbanísticos, mediocres frente a los movimientos de empresas con imagen mucho más solvente y direcciones modernas. Su éxito se debe al tirón de su entorno de pandereta, una rareza pintoresca y golosa, como una tenista rusa que alcanza la fama por sus faldas sin llegar a disputar un título.
En el mercado inmobiliario actual es más extraño encontrar camisas desabrochadas con cadenas de oro que reuniones de ejecutivos engominados sobre mesas de diseño, aunque ambos acaben visitando el mismo burdel de lujo, pero eso tampoco es un mérito exclusivo de este mundo. El tipo de promotor costumbrista continúa existiendo, pero relegado al ámbito rural, de la mano de chanchullos de poco calado con la aquiescencia de ayuntamientos menores, tan entrampados por sobornos de poca monta como por rancias amistades. Si una de mis primeras sorpresas fue ver a un concejal de un pueblo madrileño en el coche de un promotor del que su propio ayudante se burlaba a cuenta de su reciente pasado de pastor, apenas diez años atrás, no tardé en aprender que ese era el techo de cristal para esos personajes. Las explosiones de precios de 1986 y 1998 permitieron enriquecerse a una última generación agraria, pero en gran parte de los casos se trató de fortunas efímeras; las propias inversiones en terrenos que perdieron todo su valor a partir de 2007 acabaron con el espejismo. El mismo caso de Seseña no deja de ser un intento fracasado de pelotazo en un pueblo perdido de la Mancha, un juego de niños comparado con lo que se vino perpetrando a lo largo de todo el litoral mediterráneo desde Girona hasta Huelva y aún continúa por la costa del norte.
El grueso del negocio fue dirigido por empresas urbanas especializadas en la promoción, de tipo familiar y con un cierto historial, supervivientes de la crisis de la década de 1990, pequeño tamaño en relación con el volumen de negocio desplazado, en muchos casos en manos de la segunda generación y adecuadas al concepto de inversor contemporáneo. Su primer acierto fue modernizar el sector, ofrecer una nueva imagen y cambiar la visión miope de cacique garrulo por estrategia, inversión a largo plazo, amplios proyectos y publicidad controlada, factores que no tardaron en demostrar su efectividad.
Las promotoras que se harían famosas en la década de 2000 alcanzaron su volumen gracias a movimientos iniciados en compañía de bancos y cajas a mediados de la década anterior, a través de compras intensivas de millones de metros cuadrados de terreno rústico que entrarían posteriormente en Planes Generales, o ya urbanizables pero aún en las primeras fases. Cuando se promovían los planes parciales ya eran propietarias mayoritarias, cuando no únicas, de los sectores afectados. Se aprobaban sus proyectos, urbanizaban y vendían parcialmente a promotores e inversores medianos o decidían retener grandes cantidades de suelo mientras se disparaban los precios. Era un secreto a voces que las grandes zonas de expansión de Madrid, los Planes de Actuación Urbanística (PAU), se desarrollaron con lustros de retraso por retenciones artificiales que produjeron pingües beneficios para los involucrados. En pocos años, el valor de sus activos, y por tanto su volumen, crecía exponencialmente a ojos vista.
El crecimiento de capitales de provincia y núcleos urbanos medianos quedó secuestrado por promotoras locales convertidas en oligopolios, sin cuyo permiso los compradores foráneos no podían acceder a suelo urbanizable. Crearon pequeños feudos, con apoyo habitual de funcionarios locales, que organizaban en plazo y forma el crecimiento urbano en su propio beneficio, se repartían el suelo de gestión y solo lo vendían a terceros como finalista, en el máximo de su valor, cuando era comprado por promotoras menores que debían centrarse en la construcción y venta de edificios, un negocio más desagradecido en todos sus aspectos: la partición de un único elemento en venta en docenas o centenares de viviendas, la concesión de licencias, los plazos, ahora sí, urgentes, la constructora y la misma obra, el trato con el propietario final y el seguro obligatorio por diez años tras la entrega. Lances a los que las grandes propietarias del suelo solo debían enfrentarse en los solares que se reservaban por una cuestión publicitaria. Un promotor me explicó que su empresa seguía construyendo por la imagen de marca; el negocio principal era el suelo, pero para acceder a él era preciso un nombre reconocible y un historial de obras justificable. Esa era la garantía de empresa en la promoción de terreno.
Para ser exactos, durante el boom de la década de 1980 se produjo un incremento explosivo de los precios de la vivienda, pero no tanto del volumen de construcción, que se mantuvo en un nivel más bien discreto. De hecho, incluso un poco decepcionante cuando se comparan cifras: en los años que duró la bonanza, entre 1986 y 1991, el número de viviendas anuales terminadas fue de alrededor de 247.000, mientras que en el anterior ciclo expansivo, entre de 1972 a 1975, la media fue de 354.000, esto es, unas 100.000 viviendas más al año. Cifras no solo bajas para un buen momento, la media mantenida durante los ciclos recesivos anterior y posterior, primeros años ochenta y noventa, apenas bajaría un 10 % con 227.000 viviendas anuales, y en 1996, hablando aún de crisis y caída de precios, se terminaron 274.000, o sea, casi 30.000 más. Es decir, se llegaría a edificar más en años de recesión que durante el crecimiento.
Ante estos datos, lo primero que se puede pensar es: «A esta gente le da igual, ellos construyen lo mismo con boom, crisis, llueva o truene». Ya voy adelantando que no, no es el caso. Entonces, la siguiente duda es: ¿cómo dejaron escapar una oportunidad así y no aumentaron el ritmo de obra cuando les sonreía la fortuna? Es una pregunta que atormentó a muchos promotores cuando terminó aquella racha. ¿Por qué no se construyeron más viviendas?
Como siempre, se pueden encontrar varios motivos. Uno de los principales obstáculos del sector para reaccionar con rapidez a los cambios del mercado fue la gestión del suelo, los ocho o diez años de urbanizable a vivienda, los tres desde urbano. Los plazos son exasperantes, el trato con la Administración temible y los trámites largos y farragosos; y hablo de la realidad actual, en la década de 1980 la Ley del Suelo vigente databa de 1956, con una reforma de 1976, y tanto su clasificación como su aplicación, previstas para otra realidad, ralentizaban aún más el proceso. El boom fue tan corto, apenas cuatro años, que para cuando se pudo disponer de nuevo suelo para edificar, se había esfumado. Se concluyó, con cierta base de razón, que la tramitación había estrangulado el lanzamiento de viviendas al mercado, pero achacar la lentitud de reacción solo a la burocracia resultaría una visión simplista. La situación inicial de esta expansión en comparación con la siguiente de 1998 era muy distinta. En la década de 1980 el nivel de riqueza era netamente inferior, los tipos de interés tres veces más altos y las condiciones para conseguirlos mucho más duras, aún quedaba lejos la alegría que proporcionaría la unión monetaria europea para la relajación crediticia de los bancos, y la afloración del dinero negro que guardaban los pequeños ahorradores y aportaban las mafias como la hormiguita del cuento, ganado con el sudor de su frente, el tráfico de drogas y la extorsión de prostitutas. Las posibilidades de inversión no eran comparables.
Por último, no resulta menos importante la psicología de los agentes inmobiliarios. La mayoría de las promotoras que se harían famosas en la década del 2000 ya existían en la década de 1980, pero aún como grupos familiares sin grandes trayectorias y con niveles de actividad muy limitados. Mantenían un modelo empresarial anticuado, lastrado por décadas de economía dirigida y mercado reducido, empresas paternalistas, con mínima infraestructura y firmes conceptos que pronto iban a tambalearse, reflejo de una sociedad tradicional acostumbrada a estándares fijos. El dueño y fundador dirigía los negocios con claras ideas de «lo que debía y no debía ser», criterios conservadores que anteponían la seguridad al crecimiento, aplicando como modelo de garantía la autopromoción, es decir, una financiación basada en la propia inversión y limitando o prescindiendo del crédito bancario —«mi empresa es mía»—, preservando su independencia gracias a una fuerte aversión al endeudamiento y temor a la pérdida de libertad. Correspondían al modelo social masculino «de toda la vida», el hombre con sombrero incapaz de salir de una tienda sin comprar por no llevar las manos vacías y que pagaba al contado si podía por no dar que pensar aceptando unos plazos.
Si bien este modelo protegía a las empresas ante las eventualidades del mercado, resultaba inflexible, bisoño y mezquino para enfrentarse a la nueva realidad, inadecuado para afrontar la explosión de demanda que se produjo. No cabía plantear grandes adquisiciones o rápidos golpes de mano. La oportunidad descubrió un sector inmaduro para aprovecharla y vieron esfumarse los futuros beneficios mientras ganaban apenas la calderilla.
Especialmente, lo que faltaba era la experiencia. Cuando llegase la siguiente explosión inmobiliaria serían esas mismas promotoras las que la enfrentasen, pero dirigidas por los hijos. Y esa segunda oportunidad no la iban a dejar escapar.
La broma más triste, por inverosímil, se organizó durante un desayuno. Como en otros sectores, la novatada era una tradición apegada a los equipos fijos en los que iban entrando imberbes dispuestos a creerse cualquier cosa, pero con la movilidad y la subcontratación fueron desapareciendo. Aún era habitual, con la llegada de un nuevo peón, mandarlo a subir el nivel de rincón a la última planta en un saco que no podía rozarse con nada por su extrema fragilidad y que solía esconder cincuenta kilos de escombros, claro, y luego volver a bajarlo porque ahora el topógrafo lo quería en el sótano; o a los técnicos nuevos, hacernos pedidos absurdos con los que llamábamos a las ferreterías, donde más de una vez se apiadaban y te explicaban el ridículo que estabas haciendo, por si no fuese suficiente humillación; pero con la inflación del trabajo se fueron perdiendo las sanas costumbres de joder al nuevo.
El sujeto del bromazo no era nuevo, o al menos no tanto como yo; se trataba del técnico que me debía guiar en mis primeros meses y que resultó tener poca experiencia más, menos luces y suficientes complejos para tomar cada gesto como un agravio personal. Todo un personaje. Tardó poco en ganarse el desprecio del resto del equipo y en allanarme el terreno para ganarme el apoyo. Así que, en breve, quedaba fuera de cualquier plan, conversación, y a ser posible desayuno, pero no se amilanaba y rondaba el bar hasta que llegábamos. Aquel día yo entré el último y observé muchas risas contenidas, decidí unirme a la juerga, pero me taparon la boca: no había comprendido que la complicidad no era completa. Como cualquiera, tampoco lo habría imaginado. Hablaban al muchacho ni más ni menos que de gamusinos. Cómo llegaron a aquella situación siempre será un misterio para mí. Le daban explicaciones de estos pájaros de hábitos nocturnos, y del modo clásico de cazarlos con saco, y él, con tanta sorpresa para los demás como cándida inocencia, las seguía paso a paso. Pero ¿puede haber una persona en este país que con veinticinco añazos no haya oído hablar de los gamusinos? Los encargados debían de estar organizando una jornada de caza y de alguna manera él se había incluido, lo que había degenerado en estos bichos imaginarios y su ilusión por estar invitado, sentirse aceptado por una vez. Lo más triste llegó cuando, en el culmen de su excitación, explicó emocionado que nunca había ido de caza y que no le gustaba la carne de ave, por lo que llevaría sus piezas a su padre, este sí, gran cazador, y al que le encantaban. Para entonces, las miradas entre los encargados resultaban inenarrables. Le citaron para el sábado a las diez de la noche en ninguna parte y salió de allí ansioso por llamar al progenitor para contárselo y recibir su aprobación. La historia es demasiado lamentable para incidir más en ella. Él, simplemente no volvió a mencionar el tema y nadie más lo hizo. Es de suponer que sí, sin tiempo que perder, llamase a su padre, y este le diese motivos para no volver a mencionarlo.
También, los hay graciosos y los hay desgraciados.
Un operario trajo a toda carrera a un peón árabe a la caseta, tambaleante y sin ser capaz de explicarse, entre el dolor y el idioma. Al parecer, cuando el pobre hombre buscaba un recipiente para calentarse una lata de judías al baño maría, a un simpático al que le debió de dar mucha risa, se le ocurrió ofrecerle un bote de pintura. Claro, los restos químicos de las paredes entraron en combustión y le quemaron la cara mientras se preparaba la comida. Lo peculiar es que se produjo una combustión sin llama, por lo que no tenía quemaduras visibles; lo que hace la situación más extraña y dudosa, porque no puedes adivinar el nivel del daño, solo verle la cara roja, como salido de una sauna y escuchar la única palabra que repetía: «Quema». Lo monté en mi coche por no perder tiempo y lo dejé en la mutua sin llegar a saber qué tenía.
LLEVÁRSELO CRUDO I
Volvamos a 1997. Pongamos que vendo mi piso de ochenta metros cuadrados en una ciudad grande por 100.000 euros, y con ese dinero compro diez hectáreas de suelo rústico, no lejos del casco urbano, unos cien mil metros cuadrados. Al año siguiente se publica el próximo Plan General, en el que se halla mi terreno, y decido no venderlo y participar en la promoción del plan parcial y su urbanización. Si consigo mantenerlo hasta 2006, plazo en el que se puede haber convertido en finalista y en el que puedo haber perdido un 25 % por el camino entre cesiones municipales y repartos, y seguramente haber colocado otro 25 % para hacer frente a los gastos de gestión y urbanización, puedo vender los cincuenta mil metros cuadrados restantes a distintas promotoras al precio nada excesivo de 1.800 euros el metro cuadrado, obteniendo un beneficio de 90 millones de euros en nueve años. Aun si no esperase y me deshiciese de todo el terreno en plazo de gestión, no habría sido difícil conseguir 30, 45 millones sin más herramientas que un teléfono. No parece un mal negocio.
Claro está, este tipo de operación solo se encontraba al alcance de las grandes promotoras, capaces de comprar y aguantar durante décadas suelos rurales susceptibles de ser urbanizables a medio plazo, o de influir para que lo fuesen. La posibilidad de hacerse con un suelo como el del supuesto quedaba fuera del alcance de particulares y pequeñas empresas, y acertar con su inclusión en el Plan en tan poco tiempo solo podría ocurrir con la colaboración directa de la Administración. Ambos casos se dieron: las promotoras locales compraron el suelo y también provocaron su suerte, lo que no varió es el margen de beneficio. Donde dice cien mil metros cuadrados colóquese un millón y repítase la cuenta.
En otro caso, si comprase terreno ya urbanizable, calificado como industrial en el Plan General y fuese recalificado como residencial en una modificación posterior, su valor podría pasar de 100 a 2.000 euros el metro cuadrado sin problema, veinte veces su precio en dos, tres años, sin un cambio físico ni un plano. Por una parcela de tres mil metros cuadrados por la que hubiera pagado 300.000 euros, obtendría 6.000.000 sin sacar las manos de los bolsillos.
Sin necesidad de acudir a operaciones dudosas, cualquier parcela de gestión comprada entre 1999 y 2004 podría duplicar su valor en tres años antes de llegar a finalista. Con la conciencia bien limpia se podía invertir un préstamo hipotecario de 3 millones en una parcela residencial de tres mil metros cuadrados y revenderla dos años más tarde por seis.
Uno de los golpes de efecto que conocí de primera mano se gestó entre Sotogrande y Marbella, y se redujo a algo tan sencillo como poner de acuerdo a los herederos de un terreno cuya actividad se reducía a destriparse entre ellos. El comprador tuvo la santa paciencia de negociar con cada uno, hacerles una oferta interesante para todos y perseguir la operación para que nadie la arruinase antes de tiempo. Unos terrenos que no valían nada por separado y con los que nadie conseguía hacerse por las desavenencias, se convirtieron en una atractiva venta. En menos de cuatro semanas, la parcela resultante, convertida en terreno de gestión, fue vendida de nuevo generando una plusvalía por encima de los 3 millones de euros. La promotora adquiriente, llegada del País Vasco y desconocedora del turbio mundo de esa costa, se encontraría con otro tipo de problemas, que, hasta donde me llega, no fue capaz de solventar, quedando el terreno sin construir y perdiendo todo su valor con la crisis.
Los promotores que construían sobre suelo finalista tampoco pasaban hambre. El beneficio calculado en la venta de viviendas se sitúa entre un 20 y un 30 %. Para una urbanización de 150 pisos con un precio medio de 300.000 euros, levantada en dos años, más otros dos de proyecto, licencia y problemas, la ganancia neta acabaría superando los 11 millones de euros, un millón y medio por año, menos que en la venta de suelo, pero suficiente para empresas que rara vez superaban la veintena de empleados. Son cifras moderadas, los números llegaron a ser mucho más escandalosos.
El riesgo inherente en este tipo de negocios es el volumen de la inversión, insostenible en caso de no recuperarse en ventas y capaz de hundir con facilidad la empresa. En las promociones de viviendas, la amortización se encuentra en torno al 70 % vendido, cantidad que asegura la continuidad y a partir de la que se empiezan a arrojar beneficios. La broma entre 1997 y 2007 fue que el supuesto de riesgo dejó de existir, cualquier vivienda se vendía antes de construirse y cualquier suelo subía por el hecho de ser urbanizable. Era como un casino en el que siempre se ganaba.
Pero la capacidad de exprimir la ubre inmobiliaria no había terminado ni siquiera con las viviendas ya vendidas; por el camino quedaba un último paso, que siempre podía ser el penúltimo.
En las oficinas les llamaban los inversores, y a medida que la situación se descontrolaba, se multiplicaron surgiendo de todos lados. Su modo de trabajo era sencillo; en el momento en que se iniciaba la venta de pisos, antes de empezar la obra, reservaban uno o varios mediante el pago de una entrada y la firma del contrato de arras, sin formalizar la compra ni la hipoteca. En ese momento congelaban la situación y la mantenían a la espera de que se agotasen las viviendas y subiesen los precios. Con la promoción avanzada, ponían en venta el derecho de su reserva por una cantidad que podía muy bien duplicar su inversión sin incurrir en mayores gastos ni riesgos, 6.000 euros de beneficio por 6.000 colocados en poco más de un año, multiplicados por tantas viviendas como reservas tuviesen.
Las promotoras los trataban con exquisito cuidado, facilitando su labor y gestionándoles el contacto con los futuros compradores; incluso, cuando las perspectivas se oscurecieron, en ciertos casos fueron advertidos para retirarse antes de estrellarse. ¿Qué obtenían ellas a cambio? En los momentos de máxima expansión, en las promociones que yo llevaba, la cantidad de viviendas reservadas por inversores superaba el 30 %. Antes de iniciar la obra, la promotora presentaba un tercio de ventas al banco, que con esas perspectivas concedía de inmediato el préstamo hipotecario para la siguiente fase. Se trataba de una relación simbiótica que actuó como brutal catalizador de la escalada de precios. La responsabilidad de los inversores sobre los incrementos en cada promoción fue tan alta como la cantidad de reservas con que falsearon la velocidad de las ventas. Pero en este caso no se trataba de movimientos orquestados por grandes promotoras ni fortunas misteriosas; los beneficios, las cantidades invertidas y el riesgo corrido resultaban microscópicos comparados con los pasos anteriores; los inversores eran personas con nombres y apellidos, amigos, pequeños empresarios a nivel individual, subcontratistas que recibían parte del pago de esta manera; los mismos empleados de la promotora, los más antiguos, los de confianza, se beneficiaban de los pases, se reservaban algunas viviendas, que ofrecían los propios comerciales a clientes interesados: «Tengo este ático vendido, pero están dispuestos a pasarlo». Y si el nuevo comprador era inteligente, se podía llegar a dos, tres pases por una vivienda. Pero cuando tomabas café, ellos, trabajadores que vivían de su sueldo, se quejaban, igual que el resto, del precio de los pisos. No se veían responsables del alza, no eran especuladores, solo «aprovechaban para sacar un pellizco como haríamos todos», porque, por lo que aprendí, el título de especulador debe de referirse al volumen del negocio, no a la intención ni el beneficio.
LIBERALIZACIÓN DEL SUELO I
A medida que se desinfló el mercado a principios de la década de 1990 fue tomando cuerpo la reclamación de las promotoras: la densa regulación del terreno no les había permitido acometer gran parte de las viviendas que se podían haber vendido. De «se podían haber vendido» se pasó a «necesarias», dando por hecho que por el propio carácter de la vivienda, si se vende será porque es necesaria (salvo si es el apartamento de la playa, como era el caso).
La máxima «no se construyeron suficientes viviendas» encontró un caldo de cultivo espléndido en el incremento de precios incontrolado que se había producido. Entendiendo el suelo como materia prima de la vivienda, se establecía una causalidad directa, se habían disparado los precios por la escasez de viviendas, provocada por la falta de suelo, arrastrada por el intervencionismo de la Administración. La idea degeneró en un titular que acabó por asomar en los periódicos: «El precio de la vivienda sube porque falta suelo», sin mayor base documental que la propia asociación de ideas.
La escasa repercusión de la crisis de la década de 1990 sobre los precios de la vivienda y su pronta recuperación afianzaron la idea de que el problema de escasez no había sido resuelto y su demanda podía mantenerse de manera indefinida, convirtiéndola en un valor seguro frente a la inestabilidad de otras inversiones.
Esta presunción se basa en dos lugares comunes bien conocidos. Primero: «El español es diferente del europeo, aquí no se alquila, aquí se compra, ellos pueden vivir toda la vida de alquiler, nosotros necesitamos saber que nuestra casa es nuestra». Descontando que, a fuerza de repetir la diferencia propia uno puede llegar a provocarla, los datos de alquiler a lo largo del siglo XX desmienten esta idea. Si en 2005 el porcentaje sobre el parque total era de un exiguo 6 %, en 1990 había sido de un 18 % y en 1960 de un 42 %, igualando la media europea. La proporción frente a la compra se mantuvo mientras este mercado resultó atractivo, y su caída se debió a la falta de estímulo económico, no a un indeterminado orgullo patrio. Indudablemente, a falta de una alternativa real, la demanda siempre se volverá hacia la compra, como las lentejas. El segundo es el mejor: «Los precios de la vivienda nunca bajarán». Reto a cualquier adulto de las últimas décadas a demostrar que no llegó a creérselo en algún momento. Con la metodología de una pseudociencia, nos bastó aplicar el método inductivo a nuestros recuerdos para establecer la norma. La gente observó el aguante de los precios a pesar de las recesiones de las décadas de 1980 y 1990 y lo universalizó. ¿Qué más necesitamos que la memoria de quince años para establecer una ley eterna?
Es cierto que existían dos problemas reales para disponer de suelo urbano que a día de hoy persisten: la Administración pública, cuya desidia e inoperancia, cuando no actuaciones torticeras, pueden mantener la clasificación de un terreno o una concesión de licencia en un siniestro limbo hasta estrangularlos, y la retención especulativa de parcelas en cualquier momento del proceso urbanístico por el dueño o promotor que, en espera de un ascenso de precios, lo acaba provocando. Esta última actuación, objetivamente correcta —el propietario de cualquier bien puede arriesgarse a no vender buscando una mejor coyuntura—, nunca se produjo en las condiciones de ecuanimidad necesarias. Dando por seguro que ni vivienda ni suelo bajarán nunca de precio, una retención siempre obtendría beneficio y actuaría a su vez como catalizador, aumentando la presión sobre la demanda e incrementando artificialmente el valor final. Eso se llama maquinación para alterar el precio de las cosas y fue una de las prácticas más extendidas a lo largo de las tres décadas, enriqueciendo a mucha gente de manera ilícita y arruinando a los que hicieron su apuesta demasiado tarde. Resultó que no era una verdad inmutable. Al final, los precios del suelo se desplomaron.
Para atajar esos males, en la década de 1990 la Administración central comenzaría una carrera legislativa sobre el suelo que seguirían las administraciones autonómicas a través de diferentes regulaciones de las que ninguna alcanzaría su meta, encontrándose diez años más tarde con los problemas combatidos: especulación, corrupción y precio del suelo, en máximos históricos difícilmente repetibles. Si no querían arroz, tuvieron dos tazas.
Manu era muy joven para ser encargado, no llegaba ni a los cuarenta, pero a nadie se le ocurría vacilarle y mucho menos gastarle bromas; llevaba mamando obra desde los catorce años y las había visto todas; además, su carácter abierto y resolutivo, siempre inventando o planeando, le facilitaba ganarse a cualquiera. Aterrizó de rebote, en uno de esos intervalos por los que se pasa tras una entrega como teórico refuerzo por distintas obras que irán absorbiendo tu sueldo hasta el siguiente proyecto, una suerte de descanso, una larga visita. Pero depende de quién, cuándo y cómo. Tan pronto como vio, empezó a organizar, y los equilibrios se descompensaron. Llegó esperando por su siguiente obra y acabaría terminado esta.
Alguien no había previsto que sacaríamos varios miles de metros cúbicos de escombro, o sí lo habían previsto y habían optado por eliminarlo de nuestro presupuesto, con la esperanza de que consiguiésemos que la propiedad lo acabase pagando, o simplemente lo eliminaron. Extrañamente, errores de ese calibre son más habituales de lo que parece; es más fácil perder en las cuentas una unidad de 300.000 euros que 300 unidades de 1.000, es cuestión de bulto. Las pérdidas que podía acarrear sacar todo aquel escombro, los desplazamientos y los cánones de vertederos, unidas a las que arrastraba la obra, podían acabar de enterrarla. La propiedad y la Dirección Facultativa comprendieron que se encontraban en el mismo aprieto y optaron por implicarse en la solución, aunque ya no tenían la capacidad ni estaban dispuestas a cargar con todos los costes, ni con parte. Optaron por una respuesta salomónica. Como en todos los planes parciales, una parte de los terrenos se había cedido para dotaciones generales, un colegio y un parque. Nos mostraron la zona del parque y miraron hacia otro lado, mientras abríamos una fosa gigante y la llenábamos con discreción de basura de todo tipo. Estando al lado de la obra y librando los cánones de vertedero, el coste final de la operación, de la que nadie sabía nada al día siguiente de terminar, sería un 10 % de lo estimado. En cuanto al ayuntamiento, nunca supe si pudieron estar al tanto, pero los años en la obra me impiden creer en las casualidades; determinados volúmenes de movimiento no pueden pasar desapercibidos.
Finalmente de todo aquello solo quedó el recuerdo de los que lo hicieron. La última mañana, mientras observaba junto a Manu la máquina extendiendo tierra vegetal en lo que más adelante sería un parque, me pareció que su mirada se dirigía al mismo punto pero veía algo diferente. Él también se dio cuenta y sin girar la cabeza dijo en voz alta: «Lo peor que recuerdo haber hecho en mi vida fue en Bilbao, a finales de los ochenta. No sé cuántos miles de barriles de aceite industrial enterramos, camiones y camiones, todas las noches. Lo cegamos todo de hormigón, les construimos un búnker, miles de metros cúbicos para que no se muevan jamás, pero allí seguirán, enterrados».
Desde la Gran Depresión, el ladrillo tiene un algo que lo hace irresistible, casi sexy; no es cosa solo de España. La imagen popular conservada es que Estados Unidos superó la recesión gracias al New Deal, a golpe de autopistas y presas. Desde entonces, la idea impresa en la memoria colectiva es: construcción igual a puestos de trabajo e infraestructuras. Y no le falta razón. La incapacidad de mecanizar sus oficios tiene bastante culpa de ello, probablemente se trata de la única labor artesanal capaz de generar ese nivel de producción en los países industrializados; pocas veces se recuerda que un edificio de treinta metros de altura se levanta colocando los ladrillos uno a uno, hasta acaso un millón, poniendo reglas verticales y guiándose con cuerdas. Si a alguien le sobra paciencia, que se lea los tratados de arquitectura de Vitruvio; seguimos construyendo con los métodos de los romanos.
El problema de las infraestructuras básicas es que su capacidad para crear riqueza tiene el alcance de su propia extensión. Las calles llegan hasta las casas; cuando se terminan ambas no queda nada más que hacer, no podemos envolver el país en carreteras como si fuera celofán, no podemos cegarlo de edificios en los huecos que dejen —aunque en Marbella llegué a dudarlo—. Y el auténtico problema, no podemos construirlos en una fábrica y exportarlos como los automóviles.
La sociedad de consumo se basa en la incorporación constante de elementos al mercado. Necesitamos comida, ropa nueva, cambiar la lavadora y la última consola, pero la construcción constituye una cadena productiva limitada. El bien creado se atesora por su valor, pero no vuelve a generar riqueza ni se recupera la inversión realizada, en dinero ni en puestos de trabajo. Cuando hemos agotado el mercado propio de lavadoras nos aseguramos nuevos mercados; pero la vivienda es un bien raíz, su esencia es la inmovilidad, no se puede distribuir, y además se trata de un bien duradero, por lo que el tiempo de vida se le supone suficientemente largo como para ignorar la posibilidad de sustitución. Por eso la sobreproducción por encima de las necesidades reales del mercado propio no tiene salida, el exceso de inversión no es recuperable, no hay otro modo de poner la rueda en marcha. Su naturaleza de creador de mano de obra, especialmente no cualificada, la figura del Estado como garante de la obra pública y el alto valor de los bienes construidos hacen de él un sector atractivo; pero, terminada la producción, su efecto se agota.
Los cálculos del Gobierno en 2008 cifraban una media de 2,5 empleos creados por vivienda construida. Basta con realizar un par de cuentas: en 2004, con 1.600.000 viviendas en construcción, las obras eran un soporte para 4 millones de trabajadores; entre 2007 y 2009, las viviendas iniciadas pasaron de 616.000 a 159.000, medio millón menos en dos años, 2,5 millones de puestos de trabajo perdidos. Cuando la construcción se impulsó para crear empleo, el resultado fue inmediato, pero cuando se hundió provocó una sangría con la misma velocidad y sin posibilidad de recuperación. Volviendo a Ricardo Vergés:
[...] el problema está en que el ladrillo residencial es un bien no productivo que necesita inversión productiva. Es decir, que mientras se apila, produce, pero luego no genera las rentas con que recuperar la inversión. Por tanto, no es factor de desarrollo [...]. En cambio [...] es un temible factor de endeudamiento.[3]
En realidad, los resultados del New Deal fueron limitados en el tiempo. Estados Unidos no superó por completo la Depresión hasta que puso en marcha su industria de guerra. Borremos las autopistas y las presas de nuestra mente, esa calidad de mito fue la misma que alimentó estos años: «Como mi vivienda vale más, soy más rico». Lo que podría ser cierto: 1° Solo si se vende, la gente se conformaba con leerlo en los periódicos. 2° Si no tiene uso de vivienda sino de inversión, es decir, si el dinero de una posible venta no se destinará para comprar otra casa en similares condiciones. Y 3° Si genera una plusvalía acorde con el dinero invertido, es decir, se compró realmente barata, se vende en el mejor precio y sin llegar a escriturar para no perder los beneficios en impuestos.
Como se puede imaginar, esos casos fueron pocos y dibujan un perfil concreto: el inversor, un señor/a que trabaja en la economía especulativa y basa su interés no en el valor real de las cosas sino en el valor que pueden alcanzar. El resto vivimos de la economía productiva, nos pagan lo que hacemos y, para colmo, cuando usamos lo que compramos no gana valor sino que lo pierde. El problema llega cuando la prensa nos lanza ambos conceptos mezclados y solo llegamos a entender una cosa: lo que poseemos vale más dinero. Uno debe desconfiar del dinero que gana sin levantarse de la cama. Durante una década compramos sin distinguir hogar de bien de inversión, ni comprender la diferencia de valorar suelo y vivienda, especulación y realidad. Eso ya lo habíamos visto, en los derechos de compra de terrenos en Florida que anticiparon el crash de 1929, antes de las autopistas y las presas.
Ese fue el camino que adoptó el modelo español del último cuarto de siglo. Algunos se enriquecieron a tiempo y sacaron el dinero. El resto vivió de creérselo.
Lo que no se había previsto fue que Manu fuera a quedarse hasta el final de la obra; pero ya se había hecho con las riendas antes de decidir nada, se había vuelto imprescindible. A medida que su estrella crecía, la de Pablo declinaba, sus excesos se hacían más continuos y las decisiones de Manu arrinconaban las suyas. Por último, tuvo dos fuertes encontronazos entre la furgoneta de obra y la máquina de plastón. Uno cuando la aparcó encima (y debo aclarar que eso resulta físicamente imposible) y otro mucho más grave.
La máquina de plastón es una especie de batidora gigante, las aspas giran mientras se vuelcan dentro de los sacos de cemento, un polvo gris que se mezcla con arena y agua para formar pasta. Cuando la nuestra arrancaba, se paraba al momento y no había forma de mantenerla en marcha, con la suerte de que el comercial andaba cerca y se pudo pasar para ver qué ocurría. Cuando la inspeccionó tras el último contacto, las aspas interiores aún se movían, sin fuerza para batir la masa, que se apelmazaba en el fondo como barro. Abrió la puerta superior, creyó ver algo suelto en cuerpo central y acercó el brazo para palparlo, sin calibrar que las aspas no se habían detenido por completo y que su arrastre, inútil para el mortero, era suficiente para rajarlo, con un poco más de velocidad, para arrancarlo sin problema. Tuvo mucha suerte, un par de años más tarde coincidimos y de aquel trance solo guardaba una cicatriz.
Yo me encontraba en el otro extremo de la obra y para cuando me enteré, todo había terminado, pero aquella era la zona de Pablo, que lo debía haber llevado al hospital con la furgoneta, o llamado a una ambulancia. Otros lo hicieron en su lugar. Pablo, sencillamente, no estaba.
Quedó sentenciado. Yo lo seguía defendiendo hasta que Manu saltó un día harto y me espetó: «¡Tú no te enteras de nada!». Y sentí una gran vergüenza. A partir de entonces, yo también le di la espalda. No terminó la obra. Lo trasladaron a una más pequeña y de allí a la calle.
La siguiente vez que Pablo me llamó, yo ocupaba un puesto superior en otra empresa. Le habían despedido y buscaba trabajo. Le tranquilicé explicándole que hablaría con mis contactos, que le avisaría en cuanto me enterase de algo. No sabía que en ese momento yo buscaba un encargado. Nunca volví a llamarle.