Читать книгу Creación heroica - Guillermo Valdizán Guerrero - Страница 9
ОглавлениеLa disputa cultural
Entre la globalización capitalista y el Buen Vivir en el marco de la actual crisis civilizatoria
Presentación1
¿Cuáles son las condiciones actuales de las formas de producción cultural comunitaria en América Latina en el actual contexto de la globalización? Aquí ensayaremos algunas pistas al respecto, que nos permitirán reflexionar sobre los cambios de enfoques y dinámicas culturales en diálogo directo con las transformaciones sociales e históricas del actual proceso de globalización capitalista desde una mirada crítica, pero a la vez esperanzadora. En principio trazaremos una breve definición del concepto producción cultural y sus principales características. Paso seguido, identificaremos las transformaciones actuales más relevantes y su relación con la producción cultural. Finalmente analizaremos las luchas por otros modos de vivir, producir y compartir, más allá de la perspectiva desarrollista, siguiendo la estela de un horizonte de florecimiento comunitario.
Definición de producción cultural
Consideramos por producción cultural al conjunto de relaciones sociales de creación e intercambio de símbolos, bienes y prácticas que conforman nuestras identidades, maneras de entender el mundo y modos de vivir, los cuales son transversales a toda experiencia humana y a nuestra relación con la naturaleza. Esta producción se transforma en el tiempo, según los contextos sociales, históricos y geopolíticos concretos donde se desenvuelven. Dichos procesos están atravesados por tensiones creativas, producto de las relaciones de poder en la sociedad.
Una primera tensión que atraviesa las producciones culturales es la relación entre producir y ser producido. En la modernidad occidental se asoció la cultura a una esfera productiva de objetos de alta densidad estética, significativa e identitaria, disociada de otras esferas de la vida social y de funciones utilitarias. Estos objetos eran marcadores sociales que pertenecían a clases sociales con acceso adquisitivo o cognoscitivo, razón por la cual el concepto de cultura se convirtió en un sinónimo de objetos artísticos creados e interpretados por especialistas. Del otro lado, en la misma modernidad se fue consolidando la idea del ser humano como creador de sus propios destinos, lo que implicaba que podíamos producirnos a nosotres en el mismo proceso en que transformábamos nuestro entorno y condiciones de vida, a partir de nuestra praxis social. En la primera definición la cultura “reflejaba” el mundo y lo condensaba en objetos con alta carga simbólica y valorativa, en la segunda la cultura es un recurso que utilizamos para realizarnos, vale decir que no solo refleja, sino que “hace”, y en ese hacer nos “realizamos”, consolidando la tensión entre producir y ser producido, entre crear símbolos y ser transformados(as) por ellos. Esto hizo que la cultura no se viera solamente como un tema en la agenda sino como condición, medio y fin de lo político2.
Así pues, esta tensión descrita dio pie al desarrollo de distintos enfoques en la gestión y las políticas culturales. En palabras de Víctor Vich:
Por tanto, lejos de entenderla como una instancia encargada solamente de simbolizar lo existente, la cultura debe concebirse como un dispositivo que contribuye a producir la realidad y que funciona como un soporte de la misma. En ese sentido, cualquier proyecto de política cultural debe entender la cultura no tanto por las imágenes que representa sino por lo que hace y lo que buena parte de la cultura hace es producir sujetos y producir (y reproducir) relaciones sociales. (Vich, 2013, p. 130)
La segunda tensión es la relación entre continuidad y ruptura. Por continuidad entendemos el mantenimiento de las pautas establecidas y reproducidas culturalmente en una sociedad, priorizando la preservación o recreación moderada de los patrones precedentes; por ruptura, el cambio cualitativo de las pautas culturales que rigen nuestra convivencia. La modernidad entendió esta tensión de manera valorativa para degradar la continuidad de las culturales locales y tradicionales ante el encumbramiento de la cultura de la modernidad occidental, asociada con el progreso y el desarrollo. Sin embargo, continuidad y ruptura no son caminos separados ni opuestos, sino gradaciones de los procesos permanentes y dinámicos de transformación cultural que vivimos. En el siglo XX esta tensión ha asumido distintas formas en los debates sobre las culturas: autenticidad-innovación, identidad-alteridad; con la particularidad de que cada una de las partes se reivindicaba como “la esencia de la cultura” en desmedro de la otra, perdiendo de vista que no son las partes sino la tensión misma la que da forma a las características culturales de una sociedad.
Habiendo señalado dichas tensiones, vale resaltar que una producción cultural no es el resultado unidireccional de “expertos en la materia”, sino un proceso de fermentación de vínculos que construyen sentido en varias direcciones, de ida y vuelta, siempre permeado por las relaciones de poder existentes en toda sociedad. No obstante, es importante identificar que, si bien todas las personas que vivimos en sociedad somos creadores constantes de cultura, también existen personas, colectivos e instituciones que se especializan en la creación y recreación de símbolos, bienes y prácticas culturales. Se trata de creadores(as), profesionales o empíricos(as), en campos muy disímiles como las artes, diseño, comunicaciones, gastronomía, festividades; así como otras personas e instancias que complementan dicha producción y median entre ella y la sociedad (técnicos, gestores, docentes, administradores y un largo y profuso etcétera). Usualmente se les conoce como sector cultura y, según sus formas de producción, pueden ser de carácter autogestionario, público, estatal o privado. Si bien el concepto de sector cultura forma parte de la consolidación moderna de la cultura como esfera aislada, la cual necesita de perfiles especializados, también es importante resaltar que en las últimas décadas el mismo sector cultural ha empezado un cuestionamiento profundo sobre esta situación.
Finalmente, y como consecuencia de lo dicho, las producciones culturales no son “hechos consumados”, de un valor y significados invariables que provienen desde fuera de nuestras relaciones sociales y de poder. Por el contrario, son creaciones humanas que operan en contextos, calendarios y territorios específicos de convivencia. En dichas producciones habitan nuestras emociones, sentimientos, reflexiones y razonamientos, de manera material, virtual y/o espiritual. En tal sentido, tienen un fuerte componente situacional y presencial, pero también cuentan con la capacidad de interactuar y afectarse con identidades y contextos distintos. En ello radica su carácter histórico y geopolítico, dos elementos que veremos a continuación para analizar la importancia del contexto en que estas producciones surgen y se transforman.
Cambios en el contexto mundial sobre la relación entre cultura y desarrollo
Producción cultural, transformaciones sociales y geopolítica
Una primera idea es que las formas de producción cultural están íntimamente ligadas a los procesos de transformación de las sociedades de las que emergen. Si bien este punto suena a obviedad, no olvidemos que desde la modernidad occidental las artes y las culturas se han construido reiterativamente sobre la base de tecnologías de aislamiento y homogeneización de los intercambios sociales, que de manera fetichista se han situado por encima de los propios intercambios y experiencias vividas (por ejemplo, el salón de clases, el cubo blanco de las galerías y el laboratorio científico). Estas tecnologías han sido masificadas en la modernidad con la tarea de legitimar ciertas experiencias y saberes, sintonizadas en el imperativo kantiano de la autonomía estética del arte y el predominio de la ciencia moderna como principal camino a la verdad objetiva. Por ello, reiterar que las formas de producción cultural están íntimamente ligadas a los procesos de transformación social no implica pensar en dos líneas paralelas (por un lado la sociedad y por el otro las producciones culturales) sino en un mismo tejido. Por ende, las producciones culturales son profundamente políticas, económicas y espirituales.
Una segunda idea es que la producción cultural es parte de un contexto geopolítico. Las culturas no son estáticas, menos aún en la actual tensión entre lo global y lo local, marcada principalmente por la lógica de acumulación capitalista, la hegemonía neoliberal y el posicionamiento de nuevos agentes políticos de carácter transnacional. En este escenario las producciones culturales tienen mayor protagonismo en la hegemonía política y económica del Norte Global, a través de las Industrias Culturales y Creativas (ICC) y las plataformas digitales de comunicación. Otro elemento geopolítico a considerar es la creación, irradiación y confrontación de políticas culturales, pasando de un centro de irradiación norteamericano y europeo durante el siglo XX a un proceso de construcción de otros centros de irradiación en países como China, Brasil, India, entre otros.
Recuento de cambios y características del contexto global
Teniendo en consideración las ideas previamente planteadas, señalaremos las principales características del contexto internacional que repercuten sobre los cambios en las formas de producción cultural en el período que comprende el último cuatro del siglo XX y las primeras décadas del XXI.
• Construcción de un mundo multipolar
Este punto tiene que ver con los cambios que se han afianzado en las últimas décadas respecto a la distribución del poder en el orden internacional. Entre la caída de la URSS y el Consenso de Washington es posible identificar el debilitamiento de la hegemonía norteamericana (unipolarismo norteamericano) y el despunte de otros centros económicos, políticos y culturales a nivel mundial. Este escenario, en comparación con el siglo XX, ha permitido relativos contrapesos en el poder global. Ello, junto con la articulación de bloques regionales, expansión de tratados de libre comercio y el avance de tecnologías de la comunicación, están propiciando un escenario que profundiza el debilitamiento norteamericano y posiciona otros ejes de articulación geopolítica (los BRICS: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica).
• Cambios tecnológicos y globalización en la economía y comunicaciones
Desde la segunda mitad del siglo XX se desarrolla vertiginosamente una revolución tecnológica a través de la Internet, lo cual ha implicado la transformación de la producción industrial a nivel global sobre la base de interconexiones y flujos de información, capitales e identidades. Este cambio dinamizó en la economía mundial los sectores vinculados al desarrollo de producción cultural y a las propias identidades como mercancías3.
• Internacionalización de las inversiones y el sistema productivo
La globalización ha impulsado un sistema productivo que ya no concentra todas sus fases en un solo país o región, sino que se expande en circuitos intercontinentales, modificando la clásica división del trabajo industrial del siglo XX. La velocidad del flujo de inversiones permite articular procesos de producción que, por ejemplo, tienen sus áreas ejecutivas en Asia y sus fábricas en América Latina, al mismo tiempo que empieza a disminuir la capacidad para crear empleo a nivel mundial.
• Profundización monopólica del capital, en particular del capital financiero
En este proceso de globalización, donde los flujos comunicacionales y de capitales dinamizan la economía mundial, lo que genera mayor valor ya no es lo que producimos sino la especulación del mercado financiero centrado en lógicas de monopolio global. Así ocurre que el trabajo productivo empieza a generar menos valor económico que el movimiento especulativo de acciones en las bolsas de valores, reduciendo el empleo y la significación social del trabajo.
• Debilitamiento del Estado-nación frente a entidades transnacionales
La globalización capitalista también ha debilitado la capacidad de acción de los Estados nacionales, sobre todo en el contexto global posterior a la caída del Muro de Berlín, específicamente en su soberanía, debido al crecimiento exponencial del mercado internacional y del mayor protagonismo de entidades internacionales articuladas a los intereses de dichos mercados (BID, FMI, ONU, entre otras). No obstante, el debilitamiento de los Estados nacionales no solo tiene una dimensión económica sino también ideológica. Conceptos como “soberanía” e “independencia” dan paso al “libre comercio”; las identidades nacionales se fragmentan y flexibilizan, proliferando identidades efímeras, polifacéticas y desterritorializadas (bajo el imperativo del cambio constante) a la par de identidades territoriales, focalizadas y defensivas (bajo el imperativo de la autenticidad).
• Tensión entre uniformización y fragmentación de las identidades en la globalización
El actual proceso de globalización, orientado por la predominancia de la lógica de acumulación capitalista y de modos de vivir consumistas, prefigura una tensión entre la homogeneización e incluso uniformización cultural (vía ICC tan potentes como el cine norteamericano, por ejemplo) y la fragmentación expresada en el individualismo e identidades autorreferenciales. A ello se suma la mercantilización de las identidades bajo el imperativo de la constante renovación que promueve el consumismo y la reducción de derechos, pasando de ciudadanos(as) con derechos proveídos por el Estado a consumidores(as) globalizados.
• Movimientos sociales de carácter global y acción local
En los primeros años del siglo XXI, y sintonizando con el eco de plataformas de articulación alterglobal —post caída de los socialismos realmente existentes— surgen movimientos ciudadanos en espacios urbanos de diversas ciudades alrededor del mundo en defensa de la democracia y los bienes comunes que renuevan las agendas políticas internacionalistas desde el feminismo, la ecología y los derechos ciudadanos, entre otros puntos de agenda. Al mismo tiempo se reactivan movimientos conservadores, machistas, racistas y fundamentalistas en Occidente y Oriente. Todo ello en una época que, a comparación del siglo XX, cuenta con un horizonte utópico difuso.
• Políticas culturales orientadas a la interculturalidad y el Buen Vivir
Desde la última década del siglo pasado se ha institucionalizado en el ámbito de los organismos internacionales (Unesco, PNUD, OIT, redes académicas y profesionales, etc.) y, en algunos casos, en instancias nacionales, la centralidad de conceptos como interculturalidad y diversidad en el corazón de las políticas culturales4, como respuesta al planteamiento de la multiculturalidad. Por otro lado, en países como Bolivia y Ecuador, luego de hondas agitaciones sociales, nacen nuevas constituciones políticas que se fundamentan en el horizonte de sentido del Buen Vivir, la interculturalidad y el carácter plurinacional del Estado.
En este panorama, tras la caída de los socialismos realmente existentes, se estableció el predominio del neoliberalismo y la globalización giró en esa órbita. La relación entre cultura y neoliberalismo cerró el ciclo de las políticas culturales germinadas en los estados de bienestar europeos y las industrias culturales norteamericanas, entre la Segunda Guerra Mundial y el fin de la Guerra Fría. Nuestramérica inició el siglo XXI con una oleada de gobiernos progresistas que, desde la consolidación de proyectos nacionales y populares, plantearon un bloque de oposición ante la embestida global del neoliberalismo. Ello se plasmó en la negación a los Tratados de Libre Comercio y en la implementación de políticas sociales y culturales que permitieron brindar mejores condiciones para los sectores populares de la región, no sin contradicciones y limitaciones en su devenir. Actualmente este proceso se encuentra en un momento de reflujo y recomposición tras el impacto de la pandemia global y una embestida en curso por parte del gobierno norteamericano de Trump que busca recuperar su hegemonía en la región.
Cambios en la relación entre políticas culturales y desarrollo desde la segunda mitad del siglo XX
Sobre la base de estas consideraciones, diremos que la segunda mitad del siglo XX fue determinante para la definición de las actuales características y dinámicas de las producciones culturales. Un elemento central fue la consolidación de herramientas de gobierno como las políticas culturales, posterior a la Segunda Guerra Mundial en Europa, especialmente en Francia, y que tuvieron como principales objetivos “contribuir al mantenimiento de la paz y a la lucha contra cualquier forma de discriminación y prejuicio contra un grupo o nación”, bajo “la reafirmación de los principios democráticos de la dignidad, la igualdad y el respeto mutuo de los seres humanos”. Así mientras en Europa la agenda de estas políticas culturales consistía en fortalecer la democracia y los derechos humanos, en Nuestramérica el tema principal era la profundización del proyecto de la modernidad (entendida desde la cultura occidental), marcando así una ruptura con el pasado y las tradiciones (asociada a las culturales locales), a decir de Eduardo Nivón Bolán (2011). Ello derivó en la construcción de instituciones orientadas a lograr dicho fin, por medio de la producción cultural: museos, galerías, centros culturales, escuelas, universidades, bibliotecas, etcétera. En este escenario podríamos decir que la relación entre cultura y desarrollo implicaba el despojo de los rasgos identitarios de nuestras culturas locales.
Ya entre fines de los setenta y comienzo de los ochenta del siglo pasado el concepto de cultura empieza a ser aceptado en el marco de los Estados nacionales latinoamericanos, pero desde una perspectiva instrumental. Es decir, ya no se veía a las “culturas tradicionales” como una traba sino que, por el contrario, se entendió que con la incorporación de elementos culturales locales podía afirmarse con mayor solidez el desarrollo económico a través de la industrialización por sustitución de importaciones, proveniente de la teoría de la dependencia, y el fortalecimiento de las instituciones políticas de la modernidad occidental. Sin embargo, este cambio también fue fruto de la acción de movimientos sociales y culturales que impulsaron el cambio político de los regímenes latinoamericanos durante y después de las dictaduras que asolaron la región en la segunda mitad del siglo XX. El resultado de estos cambios fueron las primeras medidas de gobierno orientadas a la relación entre cultura y cambio político, en la mayoría de los casos con un fuerte cuño nacionalista y desarrollista, por ejemplo, en países como México y Perú.
En los años noventa del siglo pasado los protagonistas, debates y enfoques sobre las diversas producciones culturales y las políticas a ellas referidas se multiplicaron, incluso desbordando hacia otros campos de políticas públicas como la educación, el patrimonio, las políticas lingüísticas, la comunicación, entre otros. La cultura cobra centralidad en el debate, al nivel de la economía y la política. Así las políticas culturales empezaban a recorrer dos posiciones. Por un lado, convertirse en factor clave para el reimpulso de la acumulación capitalista (camino de la “Economía Naranja”, impulsado desde el Banco Interamericano de Desarrollo – BID); por el otro, articular dinámicas cooperativas, territoriales e innovadoras de producción ya existentes en las zonas más abandonadas por el modelo neoliberal de las últimas cuatro décadas. Ambos caminos estuvieron marcados por vertiginosos cambios a nivel global, los cuales revisaremos a continuación.
De la emancipación humana al Buen vivir como horizonte civilizatorio
En respuesta al proyecto capitalista-colonialista-patriarcal de las políticas culturales que han impulsado las clases dominantes desde los Estados nacionales latinoamericanos, se han desarrollado formas aún difusas y dispersas de organización social y económica, producciones culturales y políticas culturales bajo enfoques que han priorizado el territorio, la comunidad, la interculturalidad y el género. Estas formas se relacionan de manera complementaria y conflictiva con el mencionado proyecto hegemónico de las políticas culturales, estableciendo dinámicas gradaciones de tensión entre “producir/ser producido” y “continuidad/ruptura”. En este escenario se mantienen, renuevan y/o emergen sujetos políticos y culturales, basados en el impulso de otros proyectos civilizatorios. En la actualidad estos sujetos son una bisagra entre los procesos de emancipación humana del siglo XX y el cultivo de un horizonte de sentido de carácter civilizatorio y ecológico.
Así, en el caso de América Latina, estos sujetos provienen de corrientes culturales y políticas que se han gestado en nuestra región y que han tenido repercusión mundial. Rápidamente podríamos mencionar al tronco civilizatorio de nuestros pueblos indígenas costeros, andinos, amazónicos y afrodescendientes con una vigencia y potencia renovada en la actualidad; movimientos políticos y espirituales de resistencia cultural ante la imposición colonialista, independentistas y republicanos; movimientos sindicales, campesinos e intelectuales de la primera mitad del siglo XX; movimientos articulados a la teología de la liberación, a la educación popular de Freire y el teatro del oprimido de Boal en la segunda mitad del siglo XX; movimientos de defensa de los derechos humanos ante las crueles dictaduras que asolaron nuestros países; movimientos migratorios que generaron transformaciones urbanas y parieron barrios populares; cultura viva comunitaria, feminismos, disidencias sexuales, entre muchos otros.
Postulados culturales de la modernidad occidental
Entre los elementos que aportan las experiencias históricas y políticas de estos sujetos podríamos resaltar una constante interpelación, directa o indirecta, de los principales postulados culturales que dieron forma a la modernidad occidental y, por ende, a la actual crisis civilizatoria que vivimos a escala global:
• La visión antropocéntrica y colonialista del desarrollo y el progreso que, a través de la priorización del saber científico, convirtió en objetos a todos los seres vivientes del cosmos, cuya existencia solo tiene sentido en la satisfacción de las necesidades humanas, produciendo así el pilar cognoscitivo para la depredación de la Madre Tierra y sus bienes comunes. Este es el centro del pensamiento moderno sobre el que gravitan nuestras actuales producciones culturales y que se traduce en nuestra propia forma de ser y estar en el mundo, habiendo sido adoctrinados para separar las emociones de la razón, poniendo a esta última en la cima del podio civilizatorio. Ante ello nuestros pueblos responden desde el Buen Vivir y la producción de la alegría, fundadas en el trabajo gozoso de nuestras fiestas y carnavales, formas de organización social y producciones culturales.
• La tradición teleológica judeo-cristiana es uno de los postulados que ha echado raíces más profundas y que también ha contribuido a la consolidación del proyecto de la modernidad, señalando al presente como un valle de lágrimas y sacrificios que hay que atravesar para alcanzar, en un futuro muy lejano, el paraíso. Este enfoque utopista y monoteísta de nuestra espiritualidad, consolidada a través de siglos, tiene uno de sus principales fundamentos en la separación entre el alma y el cuerpo, base de pautas disciplinarias sobre nuestros comportamientos éticos, sexuales y productivos. Esta tradición ha sido interpelada desde las prácticas y espiritualidades de horizonte antiutópico y celebratorio del cuerpo y sus entornos de nuestros pueblos indígenas, pero también desde el fortalecimiento de una cultura ciudadana laica, fuertemente impulsada por intelectuales, sindicalistas y feministas.
• El patriarcado, entendido como “el sistema social basado en la apropiación, concentración y monopolización del poder y la autoridad por parte de los hombres sobre las mujeres y otros hombres, existente en las sociedades antiguas y modernas” (Fundación Juan Vives Suriá, 2010, p. 57), viene siendo confrontado desde las diversas vertientes del feminismo a nivel global. Concebido como una revolución cultural y política desde las mujeres, el feminismo ha contribuido a estas luchas desde planteamientos tan contundentes como la politización de lo personal y la cotidianeidad de las relaciones entre hombres y mujeres, así como las disputas por igualdad de derechos en el campo institucional y por el pluralismo y la diversidad en el campo del propio movimiento popular5.
• El capitalismo corporativo y globalizado en su versión neoliberal, no solo en su sentido económico sino en sus imperativos culturales, exacerbando el egoísmo como ética predominante y los modos de vivir consumistas basados en la acumulación infinita de bienes, donde el ser es degradado por el tener y el acumular. Desde un enfoque cultural podríamos referirnos a esta compulsiva mercantilización de las identidades y de los modos de vivir consumistas y competitivos como rasgos de un capitalismo cultural centrado en el deseo individual. Este orden social ha sido arduamente impugnado por todas las experiencias citadas, aunque con muchas contradicciones y dificultades para articular un proyecto radicalmente alternativo de otras formas de convivencia. Tras la caída de los socialismos realmente existentes y la autoafirmación de Fukuyama del “fin de la historia”, hemos pasado a una etapa de experimentación difusa, pero potencial.
Con todos los aportes positivos que ha legado la modernidad occidental, aportes que en muchos casos reivindicamos, es necesario señalar que la exacerbación de sus tendencias generales nos ha llevado a una crisis civilizatoria que atenta contra la continuidad de la vida en el planeta. Los caminos alternativos a sus postulados requieren un arduo y complejo proceso de imaginación y articulación, donde nuestras producciones culturales y energías creadoras colectivas tienen un rol trascendental en tanto necesitamos cultivar otras formas de convivencia dentro de otro horizonte civilizatorio y ecológico. He ahí la principal responsabilidad de los sujetos mencionados en este momento histórico que podríamos denominar de intervalo o transición, donde las prácticas colectivas y comunitarias se encuentran en un arduo ejercicio de experimentación y redescubrimientos, mientras que las prácticas e instituciones modernas en el ámbito cultural, económico y político, aunque debilitadas y vaciadas de contenido, se mantienen en pie.
El Buen Vivir como horizonte civilizatorio
En la actual globalización atravesamos por una crisis civilizatoria, compuesta de muchas crisis (epistemológica, político-institucional, económica, ecológica, cultural y espiritual), pero también vivimos la emergencia de otro horizonte expresado en las prácticas de sujetos colectivos que vienen desestabilizando los mencionados postulados de la modernidad occidental. Para que el emergente horizonte supere la crisis actual se requiere un profundo cambio cultural en nuestras formas de ser y estar en el mundo.
Los movimientos emancipatorios del siglo XX nos han legado invalorables aportes históricos como la igualdad ante la ley, la socialización de los medios de producción, la redistribución de la riqueza y el respeto a la soberanía nacional. No obstante, el proceso actual de la crisis civilizatoria nos plantea recoger dichos aportes y, al mismo tiempo, incorporarlos en un horizonte de transformación mayor, donde la emancipación humana trascienda la narrativa teleológica del “progreso” y el antropocentrismo economicista del “desarrollo”, y se articule con el cuidado y la celebración de todas las formas de vida sobre el planeta, reencontrando nuestro parentesco cósmico con la Madre Tierra. Esta interpelación y ampliación del horizonte de transformación se vincula al planteamiento del Buen Vivir de los pueblos indígenas.
El Buen Vivir dista de ser un concepto cerrado y definitivo, es más un punto de encuentro de diversas experiencias y aprendizajes opuestos a las nociones y prácticas modernas de desarrollo y progreso, que busca reconciliarnos con la Madre Tierra, como ser viviente que goza de dignidad. Como dice el intelectual aymara, David Choquehuanca: “Recuperar la vivencia de nuestros pueblos, recuperar la Cultura de la Vida y recuperar nuestra vida en completa armonía y respeto mutuo con la madre naturaleza, con la Pachamama, donde todo es vida, donde todos somos uywas, criados de la naturaleza y del cosmos” (Gudynas, 2011, p. 1). Podemos entender entonces el Buen Vivir como una plataforma viva de encuentros entre ideas, sensibilidades y prácticas que cultivan un horizonte civilizatorio distinto al desarrollo de la modernidad occidental. Los procesos culturales comunitarios encuentran sintonía en este horizonte en tanto constituyen formas alternativas de convivencia frente al perfil del individuo hombre, blanco, racional, con poder adquisitivo, protagonista del desarrollo moderno. Sin embargo, un reto vital de este horizonte de sentido es consolidarse en toda su terrenalidad, en programas políticos y formas de organización y producción concretas.
1 El contenido de este artículo es parte de una clase del Curso de Posgrado Internacional en Políticas Culturales de Base Comunitaria, desarrollado por FLACSO – Argentina y el Programa Iberoamericano de cooperación cultural Ibercultura Viva (2018).
2 “En el contexto actual, gran parte de lo que resulta objeto de disputa política se encuentra contenido precisamente en el ámbito cultural, como cuando se reclama por los derechos culturales, el derecho a la diferencia o a la calidad de vida. Es desde allí que se busca afectar las desigualdades estructurales que subyacen en las formas de exclusión por raza, género o etnicidad, compitiendo por el territorio, los recursos naturales, el trabajo o la representación política. La cultura ya no es solo el medio a través del cual se expresa o constituye la diferencia, sino que se convierte en un recurso para la acción” (Cánepa y Ulfe, 2006).
3 En coincidencia con lo expresado por Ana Sabaté (1999, p. 24): “La globalización es entendida fundamentalmente como un proceso económico; sin embargo, conviene ampliar su significado ya que, en la práctica, constituye la expansión a nivel mundial de unas formas de pensamiento y de una cultura —la occidental— que implican el mercantilismo, la explotación de la naturaleza y, de hecho, la marginación de los más desfavorecidos: mujeres, pobres y culturas no occidentales”.
4 “La crítica a las diversas soluciones multiculturales condujo al debate de la interculturalidad, sostenida en la idea de lo incompleto de las culturas y, por tanto, de su necesaria apertura hacia el otro para lograr una plena realización” (Nivón Bolán, 2011, p. 28).
5 “Los movimientos de mujeres han engendrado, en definitiva, una verdadera ‘revolución cultural’, una auténtica mutación antropológica que va mucho más allá de un mero cambio político o ideológico, pero evitando justamente todo lo que hizo de las revoluciones culturales del pasado una empresa normativa, coactiva y finalmente terrorista: el primado del ideal y del modelo al que hay que someter la realidad” (Fernández, 2017).