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II. QUONIAM.

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El canadiense no perdía de vista un solo movimiento de sus adversarios mientras les estaba hablando; por eso, cuando estalló la descarga mandada por John Davis, quedó ésta sin efecto; el joven se había ocultado con rapidez detrás de un árbol, y las balas silbaron inofensivas junto a sus oídos.

El mercader de esclavos estaba furioso por verse burlado así por el cazador; profería contra él las amenazas más horribles, blasfemaba y pateaba con rabia.

Pero de nada servían las amenazas y las blasfemias; a no ser que atravesasen el río a nado, lo cual era impracticable en frente de un hombre tan resuelto como parecía serlo el cazador, no había medio hábil para vengarse de él, ni mucho menos para apoderarse del esclavo a quien tan decididamente había tomado bajo su protección.

Mientras el americano se devanaba los sesos inútilmente para encontrar un recurso que le procurase alguna ventaja, silbó una bala, y el rifle que tenía en la mano quedó hecho astillas.

—¡Perro maldito! exclamó rugiendo de cólera; ¿Quieres asesinarme?

—Tendría derecho para hacerlo, respondió el canadiense; me hallo en el caso de legítima defensa, puesto que también V. ha querido matarme; pero prefiero tratar por buenas, aunque estoy firmemente persuadido de que prestaría un gran servicio a la humanidad plantándole a V. un par de postas en el cráneo.

Y en el mismo instante una segunda bala fue a romper la escopeta de uno de los criados que se ocupaba en volverla a cargar.

—¡Ea! ¡Concluyamos! exclamó el americano exasperado. ¿Qué quiere V.?

—Ya lo he dicho; entrar pacíficamente en tratos con V.

—Pero ¿bajo qué condiciones? Dígamelas V. al menos.

—Dentro de un instante.

El rifle del segundo criado quedó roto de un balazo, como el primero.

De los cinco hombres, tres estaban ya desarmados.

—¡Maldición! gritó el mercader de esclavos; ¿Ha resuelto V. tomarnos a todos por blanco unos después de otros?

—No; solo quiero igualar las probabilidades.

—Pero.

—Ya está hecho.

La cuarta escopeta quedó hecha astillas, como las demás.

—Ahora, añadió el canadiense apareciendo, hablemos.

Y saliendo de su escondite, se adelantó hasta la orilla del río.

—¡Sí, hablemos, demonio! exclamó el americano.

Con un movimiento tan rápido como el pensamiento se apoderó del último rifle y se lo echó a la cara; pero antes de que hubiese podido soltar el tiro, rodó por la plataforma lanzando un grito de dolor.

La bala del cazador le había roto un brazo.

—Espéreme V., que allá voy, repuso el canadiense, siempre con su tono burlón.

Volvió a cargar su rifle, saltó a la piragua, y en breve espacio de tiempo estuvo al otro lado del río.

—¡Vamos! dijo desembarcando y acercándose al americano, que se retorcía como una culebra sobre la plataforma, aullando y blasfemando. Ya se lo había a V. advertido; yo solo, quería igualar las probabilidades, y no debe V. quejarse de lo que le sucede, amigo mío: suya es toda la culpa.

—¡Cogedle! ¡Matadle! gritaba el miserable poseído de indecible rabia.

—¡Vaya, vaya, tranquilicémonos! En último resultado no tiene V. más que un brazo roto; comprenda V. que me habría sido muy fácil matarle si hubiese querido. ¡Qué diablos! Es preciso tener las cosas en cuenta; no es V. razonable.

—¡Oh! ¡Yo te mataré! gritó John rechinando los dientes.

—No lo creo, al menos por ahora; más tarde no digo que no. Pero dejemos eso; voy a examinar la herida de V. y a curarla mientras charlamos.

—¡No me toques! ¡No te acerques! ¡O no sé lo que haré!

El canadiense se encogió de hombros y dijo:

—¡Está V. loco!

John Davis, no pudiendo soportar por más tiempo el estado de exasperación en que se hallaba, y debilitado además por la sangre que perdía, hizo un esfuerzo inútil para levantarse y precipitarse sobre su enemigo; pero cayó de espaldas y se desmayó murmurando una imprecación postrera.

Los criados se habían quedado aterrados, tanto por la destreza sin igual de aquel hombre singular, como por la audacia con que, después de haberlos desarmado, había atravesado el río para ir a entregarse en sus manos, por decirlo así; pues si ya no tenían escopetas, en cambio les quedaban sus pistolas y sus cuchillos de monte.

—¡Eh! Señores, dijo el canadiense frunciendo el entrecejo, ¡háganme el favor de tirar el cebo de sus pistolas, pues, de lo contrario, vive Dios que vamos a vernos las caras!

Los criados no tenían el más mínimo deseo de empeñar una lucha con él; además, la simpatía que experimentaban hacia su amo no era muy grande, mientras que, por el contrario, el canadiense, merced a la manera expeditiva en que había obrado, les inspiraba un verdadero terror supersticioso; obedecieron, pues, a su orden con una especie de apresuramiento, y aún quisieron entregarle sus cuchillos de monte.

—No es necesario, dijo el cazador. Ahora ocupémonos en cuidar a este buen hombre. Sería lástima privar a la sociedad de un personaje tan digno de estimación y que constituye su más bello adorno.

En seguida puso manos a la obra ayudado por los criados, quienes ejecutaban sus órdenes con una rapidez y un celo extraordinarios, tanto era lo dominados que se sentían por aquel hombre.

Los cazadores de los bosques, obligados, por el género de vida que llevan, a pasarse sin ningún auxilio ajeno, poseen todos, en cierto grado, las nociones elementales de la medicina y sobre todo de la cirugía; y en un caso dado, pueden curar una fractura o una herida cualquiera como el primer doctor graduado en una facultad, y esto con medios muy sencillos, y empleados generalmente con muy buen éxito por los indios.

El cazador, con la destreza y la habilidad con que verificó la primera cura del herido, probó que, si sabía hacer daño, también sabía remediarlo perfectamente.

Los criados contemplaban con creciente admiración a aquel hombre extraordinario que parecía haberse trasformado de improviso y procedía con un aplomo, un golpe de vista y una mano tan ligera, que muchos médicos le hubieran envidiado.

Mientras se estaba haciendo la cura, el herido volvió en sí y abrió los ojos, pero permaneció silencioso: su furor se había calmado; su carácter brutal se hallaba domado por la resistencia enérgica que el canadiense le opusiera. Como sucede siempre cuando la primera cura está bien hecha, al primitivo y violento dolor de la herida, había sucedido un bienestar indefinible; por eso John, agradeciendo, a pesar suyo, el alivio que experimentaba, sintió fundirse su odio y transformarse en un sentimiento que aún no acertaba a comprender, pero que a la sazón le hacía mirar a su adversario de un modo casi amistoso.

Para hacer a John Davis la justicia debida, diremos que no era mejor ni peor que ninguno de sus colegas que, como él, traficaban en carne humana: acostumbrado al dolor de los esclavos, a quienes no consideraba sino como seres privados de razón, como una mercancía en fin, su corazón se había embotado gradualmente hasta el extremo de no sentir las emociones dulces: en un negro no veía más que el dinero que había desembolsado y el que esperaba sacar vendiéndole; y como verdadero comerciante, tenía mucho apego a su dinero: un esclavo fugitivo le parecía un miserable ladrón contra el cual se podía emplear cualquier medio para obligarle a restituirse a poder de su dueño.

Sin embargo, aquel hombre no era inaccesible a todo buen sentimiento, y aún fuera de su comercio gozaba de cierta fama de bondadoso y pasaba por un sujeto muy decente.

—Vamos, ya está hecho, dijo el canadiense dirigiendo una mirada de satisfacción a las ligaduras; dentro de tres semanas ya no se conocerá nada, si V. se cuida bien, con tanto más motivo cuanto que, por una felicidad inaudita, la bala no ha tocado al hueso, y no ha hecho más que atravesar las carnes. Ahora, amigo mío, si quiere V. que hablemos, estoy dispuesto.

—Yo nada tengo que decir sino que se me devuelva el maldito negro que ha sido causa de todo el mal.

—¡Vaya! Si continuamos así, creo que no llegaremos a entendernos. Ya sabe V. que precisamente con motivo de la devolución del maldito negro, como V. le llama, es como se ha suscitado la contienda.

—Sin embargo, no puedo perder mi dinero.

—¿Cómo su dinero?

—O mi esclavo, si V. prefiere que se diga así, representa para mí una cantidad que no deseo perder en manera alguna, con tanto más motivo cuento que hace algún tiempo que los negocios andan muy mal, y he experimentado pérdidas considerables.

—Es muy sensible, le compadezco a V. sinceramente; sin embargo, yo tendría empeño en arreglar este negocio por buenas, según lo comencé, repuso el canadiense en tono bonachón.

El americano hizo una mueca y dijo:

—Rara manera tiene V. de tratar los negocios por buenas.

—Es culpa de V., amigo mío, si no nos hemos entendido desde luego; ha estado V. un poco vivo de genio, confiéselo.

—En fin, no hablemos más de eso; lo hecho, hecho está.

—Tiene V. razón, volvamos a nuestro negocio; desgraciadamente soy pobre; a no ser así, le daría a V. algunos centenares de duros, y todo quedaría concluido.

El mercader se rascó la cabeza.

—Escuche V., dijo; no sé por qué, pero, a pesar de lo que ha pasado entre nosotros y aún quizás por eso mismo, no quisiera que nos separásemos incomodados, y tanto más cuanto que no tengo grande apego a Quoniam.

—¿Qué es eso de Quoniam?

—Es el nombre del negro.

—¡Ah! Muy bien. Raro nombre ha ido V. a ponerle. En fin, no importa. ¿Con que dice V. que no tiene grande empeño en conservarle?

—A la verdad que no.

—Entonces, ¿por qué le daba V. caza de un modo tan encarnizado, con acompañamiento de perros y rifles?

—Por amor propio.

—¡Ah! dijo el canadiense con un gesto de descontento.

—Escuche V., al fin y al cabo yo soy mercader de esclavos.

—Un oficio muy feo, sea dicho entre paréntesis, observó el cazador.

—Puede ser, no discuto acerca de eso. Hace un mes, en Baton-Rouge, se anunció una gran venta de esclavos de ambos sexos pertenecientes a un caballero muy rico que se había muerto de repente. Me trasladé al instante a Baton-Rouge. Entre los esclavos expuestos se encontraba Quoniam. Ese tuno es joven, bien formado, vigoroso; tiene un aspecto audaz e inteligente. Como es natural, me agradó en cuanto lo vi, y deseé comprarle. Me acerqué y le interrogué; el muy tuno me contestó textualmente estas palabras con un descaro que al pronto me desconcertó:

—«Mi amo, no le aconsejo a V. que me compre, porque he jurado ser libre o morir. Por más que haga V. para sujetarme, le advierto que me escaparé. Ahora vea V. lo que ha de hacer.»

—Esta declaración tan explícita y tan perentoria picó mi amor propio. «¡Allá veremos!» le dije, y fui a buscar al hombre encargado de la venta. Este individuo, que era conocido mío, procuró disuadirme de comprar a Quoniam, dándome una multitud de razones a cual más poderosas para que no me obstinase en mi propósito. Pero me hallaba muy decidido y me mantuve firme. Quoniam me fue entregado por el precio de noventa duros, baratura fabulosa para un negro de su edad y de su corpulencia. Pero nadie le quería por ningún precio. Le puse grillos y me le llevé conmigo, no a mi casa, sino a la cárcel, con el fin de estar seguro de que no se me escaparía. Al día siguiente, cuando entré en la cárcel, Quoniam había cumplido su palabra: se había marchado.

Al cabo de dos días cayó de nuevo en mi poder; pero en aquella misma noche volvió a marcharse sin que me fuese posible adivinar de que medios se valía para frustrar las precauciones que yo empleaba para detenerle. ¿Qué más diré? Hace un mes que esto dura; hace ocho días que ha vuelto a escaparse: desde entonces ando persiguiéndole. Perdiendo ya la esperanza de sujetarle, la cólera se ha apoderado de mí, y le he seguido el rastro con esos sabuesos, resuelto esta vez a acabar a toda costa con ese maldito negro que se me escapa continuamente de entre las manos como una culebra.

—Es decir, observó el canadiense, quien había escuchado con marcado interés la narración del mercader, que hallándose V. ya desesperado, no habría vacilado en darle muerte.

—A la verdad que no, porque ese pícaro descarado es un extremo astuto. Se ha burlado tanto de mí, que he concluido por cobrarle un odio encarnizado.

—Escuche V. a su vez, Señor John Davis: no soy rico ni con mucho. ¿Para qué necesito oro ni plata, yo hombre del desierto, a quien Dios depara tan generosamente el pan cuotidiano? Ese Quoniam, tan ávido de libertad y de espacio, me inspira, a pesar mío, un interés muy vivo. Quiero tratar de procurarle esa libertad a que aspira con tan marcada constancia. He aquí lo que propongo a V. Tengo en mi piragua tres pieles de jaguar y doce de castor que, vendidas en cualquiera ciudad de los Estados Unidos, valdrán por lo menos ciento cincuenta o doscientos duros. Tómelas V., y quede todo concluido.

El mercader le miró con una sorpresa mezclada con cierta benevolencia.

—Hace V. mal, dijo por fin; el trato que me propone es demasiado ventajoso para mí, y a V. le perjudica en extremo. No es así como se tratan los negocios.

—¿Qué le importa a V.? Se me ha puesto en la cabeza que ese hombre ha de ser libre.

—No conoce V. el carácter ingrato de los negros, repuso John con insistencia. Ese no agradecerá en manera alguna lo que hace V. por él; al contrario, en la primera ocasión, quizás, le dará motivo para que se arrepienta.

—Es muy posible; pero eso es cuenta suya, porque yo no le exijo gratitud. Si me la demuestra, tanto mejor para él; si no, ¡sea lo que Dios quiera! Obro según mi corazón me lo dicta, y mi recompensa está en mi propia conciencia.

—¡Vive Dios! ¿Sabe V. que es V. un excelente muchacho? exclamó el mercader sin poderse contener por más tiempo. Sería muy conveniente que se encontrasen con más frecuencia hombres del temple de V. ¡Pues bien! Quiero probarle que no soy tan malvado como tendría derecho para suponerlo después de lo que ha pasado entre nosotros. Voy a firmar el acta de venta de Quoniam; y en cambio no aceptaré más que una piel de tigre como recuerdo de nuestro encuentro, aunque ya me deja V. otra memoria, añadió señalando a su brazo y haciendo una mueca lastimera.

—¡Venga esa mano! exclamó el canadiense gozoso; solo que aceptará V. dos pieles en vez de una, porque tengo intención de pedir a V. su cuchillo de monte, una hacha y el rifle que aún le queda, para que el pobre diablo a quien restituimos la libertad (porque ahora contribuye V. ya en igual parte a mi buena acción) pueda procurarse su sustento.

—¡Corriente! exclamó el mercader en tono de buen humor. Puesto que a toda costa quiere ese tuno ser libre, que lo sea, y que se vaya al diablo.

Hizo una seña, y uno de los criados sacó de un morral tinta, plumas y papel, y redactó en el acto, no un documento de venta, sino, con arreglo al deseo del canadiense, un certificado de emancipación perfectamente en regla, certificado que el mercader firmó lo mejor que pudo, y que los criados firmaron también, después de él, como testigos.

—A la verdad, exclamó John Davis, es muy posible que, bajo el punto de vista de los negocios, acabe yo de cometer una necedad; pero, que lo crea V. o no, nunca me he sentido tan contento de mí mismo.

—Es porque hoy ha seguido V. los impulsos de su corazón, respondió el canadiense con seriedad.

El cazador abandonó entonces la plataforma para ir a buscar las pieles. Al cabo de un momento volvió con dos pieles de jaguar magníficas, perfectamente intactas, que entregó al mercader. Este, según se había convenido, le entregó las armas; pero entonces un escrúpulo se apoderó del canadiense.

—Aguarde V. un momento, dijo; si me da V. esas armas, ¿cómo hará V. para regresar a su casa?

—No tenga V. inquietud por eso, respondió John Davis. A unas tres leguas de aquí, todo lo más, he dejado mis caballos y mi gente. Además, tenemos nuestras pistolas, que nos podrán servir en caso de necesidad.

—Es verdad, observó el canadiense; de ese modo nada tiene V. que temer; sin embargo, como la herida no le permitirá a V. que recorra a pie una distancia tan larga, voy a construir unas parihuelas con el auxilio de los criados.

Y con esa destreza de que ya había dado tan repetidas pruebas, en un momento cortó el canadiense con su hacha unas ramas de árbol y construyó unas parihuelas, sobre las cuales se tendieron las dos pieles de tigre.

—Ahora, adiós, dijo. Quizás no volveremos a vernos nunca. Espero que nos separamos en mejores términos que nos encontramos. Acuérdese V. de que no hay oficio tan malo que un hombre de bien no pueda desempeñar con decencia; cuando el corazón de V. le inspire una buena acción, no se mantenga sordo, sino ejecútela sin pesadumbre, porque eso será escuchar la voz de Dios.

—Gracias, respondió el mercader con cierta emoción. Una palabra todavía antes de que nos separemos.

—Hable V.

—¡Dígame V. su nombre a fin de que, si algún día la casualidad hace que volvamos a encontrarnos, pueda yo apelar a los recuerdos de V., como V. lo haría respecto de los míos!

—Es muy justo: me llamo Tranquilo, cazador de los bosques, y mis compañeros me han apellidado el Cazador de tigres.

Y antes de que el mercader volviese en sí de la sorpresa que le causó la súbita revelación del nombre de un hombre cuya fama era universal en las fronteras, el cazador le hizo una seña postrera de despedida, saltó de la plataforma a la playa, desató su piragua, y se alejó remando vigorosamente en dirección a la orilla opuesta.

—¡Tranquilo, el Cazador de tigres! murmuró John Davis tan luego como se hubo quedado solo. Sin duda alguna mi genio benéfico es el que me ha inspirado la idea de granjearme un amigo en ese hombre.

Se tendió en las parihuelas, que dos criados cargaron sobre sus hombros, y después de haber dirigido una mirada postrera al canadiense, que en aquel momento desembarcaba en la otra orilla, dijo:

—En marcha.

Muy luego volvió a quedar solitaria la plataforma, pues el mercader y sus criados habían desaparecido bajo la enramada, y ya no se oía más que el ruido de los ladridos alegres de los sabuesos que corrían delante de la reducida comitiva, ruido que se debilitaba cada vez más, y que tardó muy poco en apagarse por completo.

Los Merodeadores de Fronteras

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