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V

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A la mañana siguiente, antes de las doce, compró una caja de pinturas, pinceles y un caballete. Pellerin se avino a darle lecciones, y Frédéric lo condujo a su alojamiento para que viera si le faltaba algún utensilio de pintura.

Deslauriers se hallaba en casa, y un joven estaba sentado en el segundo sillón; señalándolo, su amigo le dijo:

—Aquí lo tienes; es él, Senecal.

Aquel mozo desagradó a Frédéric. Su cabello, cortado al rape, realzaba la anchura de su frente; un no sé qué de frío y de duro se percibía en sus ojos grises, y su largo levitón negro y todo su traje trascendía a pedagogo y a eclesiástico.

En primer término se charló de cosas de actualidad, y entre otras del Stabat, de Rossini; Senecal, a una pregunta, declaró que no iba nunca al teatro. Pellerin abrió la caja de pinturas.

—¿Es para ti todo eso? —dijo Deslauriers.

—Es natural.

—¡Vaya idea!

Y se inclinó sobre la mesa, en la que el pasante de matemáticas hojeaba un libro de Louis Blanc, que él mismo había llevado, y leía en voz baja algunos pasajes, mientras Pellerin y Frédéric examinaban juntos la paleta, el raspador, los tubos de pintura. Después comenzaron a hablar del banquete de Arnoux.

—¿El comerciante de cuadros? —preguntó Senecal—. ¡Valiente sujeto!

—¿Por qué? —preguntó Pellerin.

—Pues porque es un hombre que negocia con las infamias de la política.

Y comenzó a hablar de un dibujo célebre que representaba a toda la familia real entregada a edificantes ocupaciones: Luis Felipe tenía un código; la reina, un devocionario; las princesas bordaban; el duque de Nemours ceñía un sable; el señor de Joinville enseñaba una carta geográfica a sus hermanos menores, y en el fondo descubríase una cama para dos. Este dibujo, titulado Una buena familia, había sido la alegría de los burgueses, al par que la aflicción de los patriotas. Pellerin, con tono contrariado, como si fuera el autor, repuso que todas las opiniones eran admisibles; Senecal protestó. ¡El arte debía aspirar exclusivamente a la educación de las masas! No debían reproducirse más que asuntos que reflejaran acciones virtuosas; los demás eran nocivos.

—Pero eso depende de la ejecución —exclamó Pellerin—. ¡Yo puedo hacer obras maestras!

Entonces, ¡tanto peor para usted! Uno no tiene derecho.

¿Cómo?

—No, señor. ¡Usted no tiene derecho a interesarme con cosas que yo rechazo! ¿Qué falta nos hacen todas esas laboriosas bagatelas de las que es imposible sacar ningún provecho, como, por ejemplo, de esas Venus y de todos los paisajes de ustedes? ¡Ni en unas ni en otros veo enseñanza ninguna para el pueblo! ¡Dennos más bien a conocer sus miserias! Entusiásmenos con sus sacrificios! ¡Oh, Dios mío, los asuntos no faltan: la alquería, el taller....

Pellerin, el aliento entrecortado por la indignación y creyendo disponer de un argumento, dijo:

—¿Acepta usted a Molière?

—¡Lo acepto! —repuso Senecal—. ¡Lo acepto y lo admiro como precursor de la Revolución francesa!

—¡Oh, la Revolución! ;Vaya un arte! Jamás hubo más deplorable época!

—¡Nunca más grande, caballero!

Pellerin, cruzándose de brazos y mirándole a la cara, dijo:

—¡Tiene usted toda la vitola de un guardia nacional!

—¡No pertenezco a ella y la detesto tanto como usted! Pero con semejantes principios se corrompe a las muchedumbres. Por lo demás, eso es cuenta del Gobierno; sin la complicidad de una caterva de farsantes como el que nos ocupa, no sería aquél tan fuerte.

El pintor tomó la defensa del comerciante porque las opiniones de Senecal le exasperaban. Hasta se atrevió a sostener que Jacques Arnoux era un verdadero corazón de oro, abnegado con sus amigos, cariñoso con su mujer.

—¡Bah, bah! Si le ofrecen una buena suma, no se negaría a que sirviera de modelo.

Frédéric se puso pálido.

—¿Tanto mal le ha causado a usted, caballero?

—¿A mí? Nada de eso. Lo he visto una vez únicamente, en el café, con un amigo: eso es todo.

Y decía la verdad; pero los reclamos continuados de L'Art Industriel le sacaban de quicio. Arnoux era, para él, el representante de un mundo que consideraba funesto para la democracia. Republicano austero, sin necesidades ningunas, además, y de una inflexible honradez, consideraba corrompidas todas las elegancias.

La charla se reanudó, no sin trabajo. El pintor, a poco, se acordó de su cita, y de sus alumnos el pasante; y cuando se vieron fuera, después de un largo silencio, Deslauriers hizo varias preguntas sobre Arnoux.

—Me presentarás a él más adelante, ¿no es cierto, amigo mío?

—Seguramente —dijo Frédéric.

Luego trataron de su colocación. Deslauriers había obtenido sin trabajo un puesto de pasante segundo en casa de un procurador; se matriculó en la Escuela de Derecho, comprando los libros indispensables, y la tan anhelada vida comenzó, una vida que fue deliciosa merced a la belleza de su juventud. Como Deslauriers no dijera nada respecto de los gastos, Frédéric tampoco dijo una palabra. Subvenía a todas las necesidades, arreglaba el armario, se ocupaba de la casa; pero si era menester echarle una reprimenda al portero, el pasante era el encargado de ello, continuando, como en la escuela, su papel de mayorcito y de protector,

Separados durante el día, volvían a reunirse llegada la noche. Se colocaba cada uno en su sitio, en un rincón de la chimenea, y ponían manos en el trabajo, que no tardaban en interrumpir con interminables expansiones y alegrías sin motivos, y hasta disputas, a las veces, a propósito de la mala luz de la lámpara o de un libro extraviado; cóleras de un minuto, en fin, que al minuto se ahogaban en risas.

Las puertas de las alcobas se quedaban abiertas y el charloteo proseguía de cama en cama.

Al llegar el día se paseaban en mangas de camisa por el terrado; surgía el Sol, las fugitivas brumas se deslizaban por el río, se oían los mil ruidos del vecino mercado de flores, y el humo de sus pipas se esparcia por el puro ambiente que refrescaba sus ojos, abotargados aún, inundándose sus almas de una esperanza inmensa al aspirar aquel aire.

El domingo, si no llovía, se marchaban juntos y cogidos del brazo por esas calles. Casi siempre se les ocurría a un tiempo idéntica reflexión, o bien charlaban sin parar mientes en lo que había en torno de ellos. Deslauriers ambicionaba la riqueza como medio de señorearse del mundo; hubiera deseado remover la sociedad, llamar mucho la atención, tener tres secretarios a sus órdenes y dar comidas políticas una vez a la semana. Frédéric se amueblaba un palacio a lo moro, para vivir tendido en divanes de Cachemira, acariciado el oído por el desgranarse de un surtidor y servido por pajes negros, y eran tan palpables todas estas cosas soñadas, que al verse sin ellas se entristecían como si las hubiesen perdido.

—Pero ¿para qué hablar de tales cosas —decía Frédéric—si nunca las tendremos?

—¿Quién sabe? —replicaba Deslauriers.

A pesar de sus opiniones democráticas, le incitaba a que se introdujera en casa de los Dambreuse; a lo que Frédéric argüía que ya lo había intentado.

—¡Bah! Vuelve a la carga y te invitarán.

Como a mediados de marzo, y entre otras cuentas de importancia, recibiera la del hostelero que les servía la comida, y como Frédéric no tuviera dinero bastante, pidió prestado a Deslauriers cien escudos; la misma petición fue reiterada quince días más tarde, regañándole su amigo por los gastos que hacía en el establecimiento de Arnoux.

Efectivamente, tales gastos eran excesivos. Una vista de Nápoles, otra de Venecia y otra de Constantinopla aparecían en mitad de cada una de las tres paredes; acá y allá, escenas ecuestres de Alfredo de Dreux, un grupo de Pradier sobre la chimenea, dos números de L'Art Industriel sobre el piano y cartones de dibujo por el suelo, obstruían de tal suerte la habitación, que apenas si había sitio para colocar un libro ni tan siquiera para rebullirse. Según Frédéric, todo aquello le era necesario para poder pintar.

Trabajaba en casa de Pellerin; pero éste con frecuencia se hallaba en la calle, pues tenía la costumbre de asistir a todos los entierros y acontecimientos de que hablaban los periódicos, de modo que Frédéric se pasaba completamente solo las horas enteras en el estudio. El silencio que allí reinaba, sólo interrumpido por el corretear de los ratones; la luz que caía de lo alto, y hasta el crepitar de la estufa, todo, de consuno, le hundía al principio en una especie de bienestar intelectual.

Luego sus ojos, abandonando el trabajo, se abismaban en las desconchaduras de la pared, entre las baratijas del armario, a lo largo de las estatuas en las que el polvo amasado semejaba jirones de terciopelo, y como el viajero que, perdido en medio de un bosque, siempre, vaya por donde vaya, sale al mismo sitio, así el joven, en lo profundo de cada idea, se hallaba siempre con la imagen de la señora Arnoux.

Se había fijado día para ir a su casa; pero una vez en el segundo piso, ante la puerta, dudaba en llamar. Unos pasos se aproximaban, abrían, y al oír "La señora no está en casa", se sentía como liberado, como si le quitaran un peso del corazón.

Sin embargo, la encontró más de una vez: la primera estaba en compañía de tres señoras; otra, por la tarde, fueron interrumpidos por el maestro de caligrafía de la señorita Marthe. Además, como los hombres que conocían a la señora Arnoux no la visitaban, Frédéric, por discreción, dejó de hacerlo.

Pero no dejaba de ir, muy particularmente todos los miércoles por la tarde, a L'Art Industriel, para ser invitado a las comidas de los jueves; permanecía allí después de todos, más tiempo aun que Regimbart, hasta el último minuto, fingiendo que miraba un grabado o que leía un periódico. Al fin, Arnoux le decía:

—¿Está usted libre mañana por la noche?

Y sin esperar a que terminase, aceptaba la invitación. Parecía que Arnoux iba tomándole cariño. Le enseñó el arte de reconocer los vinos, a quemar el ponche, a hacer salmorejo de ave. Frédéric seguía dócilmente sus consejos, amando cuanto dependía de la señora Arnoux: sus muebles, sus criados, su casa, su calle.

Apenas si hablaba durante aquellas comidas, limitándose a contemplarla a ella: en la sien derecha tenía un lunarcito; sus cabellos, por delante, eran de una negrura más intensa y como ligeramente humedecidos por los bordes; de vez en cuando, y con tan sólo dos dedos, se los alisaba. Frédéric conocía la forma de todas las uñas de ella; se deleitaba escuchando el crujir de su vestido de seda al pasar junto a las puertas; olisqueaba a hurtadillas el perfume de su pañuelo; su peinado, sus guantes, sus sortijas, eran para él cosas de un alto valor, importantísimas como obras de arte, casi animadas como personas; todas se le adentraban en el alma y enardecían su pasión, que no había tenido fuerzas para ocultársela a Deslauriers. Cuando regresaba de casa de la señora Arnoux, lo despertaba como sin querer, a fin de poder hablar de ella.

Deslauriers, que dormía en un cuartito, junto a la pileta, lanzaba un prolongado bostezo, y Frédéric se sentaba a los pies de la cama. En primer lugar hablaba de la comida, y a continuación refería mil detalles insignificantes, en los que observaba señales de desprecio o de cariño.

Una vez, por ejemplo, ella había rehusado su brazo para tomar el de Dittmer, desolándose Frédéric.

—¡Oh, que tontería!

O bien le había llamado "amigo mío". "¡Entonces la cosa marcha!", pensaba él.

—Pero yo no me atrevo —decía Frédéric.

Perfectamente; no pienses más en ella. Buenas noches.

Y volviéndose del lado de la pared, tornaba a dormirse. Aquel amor le resultaba ininteligible, considerándolo como una última flaqueza de adolescente, y por no bastarle ya su intimidad, sin duda, pensó en reunir una vez por semana a los amigos comunes.

Llegaban el sábado, como a eso de las nueve de la noche. Las tres cortinas estaban cuidadosamente corridas; ardían la lámpara y cuatro velas; la caja de tabaco, llena de pipas, se veía en medio de la mesa, entre las botellas de cerveza, la tetera, un frasco de ron y algunas pastas. Se discutía la inmortalidad del alma y se establecían paralelos entre los profesores.

Una noche, Hussonnet se presentó con un mozo fornido, de apocado continente y con una levita de mangas demasiado cortas. Era el muchachote aquel que el año último reclamaron como camarada en la Comisaría.

Como no le fue posible entregarle a su jefe la caja con los encajes perdida en la refriega, aquél le acusó de robo, amenazándole con llevarlo a los Tribunales; ahora estaba de dependiente en una casa de transportes. Hussonnet se lo había tropezado aquella mañana en la esquina de una calle y lo traía porque Dussardier, por reconocimiento quería ver "al otro"

Alargó a Frédéric la petaca, con todos los cigarros aún, pues la había conservado religiosamente, con la esperanza de devolverla. Los jóvenes le invitaron a volver, y así lo hizo.

Todos simpatizaban. En primer lugar, su odio al Gobierno tenía la fuerza de un dogma indiscutible. Unicamente Martinon trataba de defender a Luis Felipe; pero los demás se le echaban encima agobiándolo con los lugares comunes de los periódicos: la fortificación de París, las leyes de septiembre, Prithard, lord Guizot, y esto de tal manera, que Martinon, temiendo ofender a alguno, se callaba. En siete años de colegio nunca se hizo acreedor a un castigo, y en la Facultad de Derecho sabía congraciarse con los profesores. Llevaba por lo general una gruesa levita color de almáciga y chanclas de goma; pero una noche se presentó con traje de recién casado: chaleco de terciopelo, corbata blanca y cadena de oro.

El asombro aumentó cuando se supo que venía de casa del señor Dambreuse. En efecto, el banquero Dambreuse acababa de comprar al padre de Martinon una partida considerable de madera, y como el buen hombre le había presentado a su hijo, el banquero invitó a comer a los dos.

—¿Había muchas trufas? —preguntó Deslauriers—. ¿Y has abrazado a su esposa, entre cortinas, sicut decet?

Con esto, la charla derivó hacia las mujeres. Pellerin no admitía que hubiese mujeres hermosas —prefería los tigres—; además, la hembra del hombre era un ser inferior en la jerarquía estética.

—Lo que a ustedes les seduce en ella es precisamente lo que la rebaja como idea; es decir, el seno, los cabellos.

—Sin embargo —objetó Frédéric—, una abundante cabellera y unos grandes ojos negros..

—¡Conocemos la cantilena! —exclamó Hussonnet—. Basta de andaluzas! ¡Yo estoy chapado a la antigua! ¡Dejémonos, en fin, de charlatanerías! Una mujer elegante y casquivana es más entretenida que la Venus de Milo. ¡Seamos sencillotes, como corresponde a unos buenos muchachos! ¡Y de costumbres disolutas, si podemos!

¡Corred, vinos generosos!

¡Dignaos sonreír, mujeres!

—Es preciso ir de la morena a la rubia. ¿Es ésta su opinión, amigo Dussardier?

Dussardier no dijo nada, y todos le acosaron para conocer sus aficiones.

—Está bien —dijo, ruborizándose—; a mí me gustaría amar siempre a la misma.

Y fue dicho aquello de tal manera, que por un momento todos callaron, sorprendidos los unos por aquel candor, y quizá percatados los otros del mismo anhelo de aquella alma.

Senecal colocó en el jambaje de la chimenea su vaso de cerveza y declaró dogmáticamente que, siendo la prostitución una tiranía y el casamiento una inmoralidad, era preferible abstenerse. Deslauriers tomaba a las mujeres como distracción, y nada más. El señor de Cisy, a este respecto, sentía toda clase de temores.

Educado bajo la férula de una abuela muy devota, la compañía de aquellos jóvenes la encontraba atrayente como un lugar peligroso e instructiva como una Sorbona. No se le regateaban las lecciones, manifestándose él lleno de celo, hasta el punto de querer fumar, a despecho de las náuseas que le atormentaban cada vez que lo hacía. Frédéric le rodeaba de atenciones, admirando el matiz de sus corbatas, las pieles de su paleto y sobre todo sus botas, finas como guantes y de una extraordinaria elegancia y pulcritud: en la puerta siempre le aguardaba su coche. Una noche de nieve, recién marchado el señor de Cisy, Senecal se compadeció de su cochero, declamando a continuación contra los lechuguinos y el Jockey-Club; hacía más caso de un obrero que de los tales caballeretes.

—Yo, al menos, trabajo; soy pobre.

—Ya se ve —dijo Frédéric impaciente.

El pasante le guardó rencor por aquellas palabras.

Habiéndole dicho Regimbart que conocía un poco a Senecal, Frédéric, para mostrarse cortés con el amigo de Arnoux, le invitó a las reuniones del sábado. El encuentro les fue grato a los dos patriotas. Sin embargo, sus opiniones diferían.

Senecal —que tenía cabeza puntiaguda apreciaba las cosas de una manera sistemática, en tanto que Regimbart, por el contrario, en los hechos no veía sino los hechos mismos. Su principal inquietud era la frontera del Rhin. Se consideraba perito en artillería y se hacía vestir por el sastre de la Escuela Politécnica.

El primer día, al ofrecérsele unos pasteles, se encogió desdeñosamente de hombros, afirmando que aquello eran cosas de mujeres, y no estuvo más amable las veces sucesivas. En cuanto las discusiones se elevaban un poco, murmuraba: ";Oh, nada de Utopías, nada de sueños!"

En materia de arte —aunque frecuentaba los estudios, donde, a las veces, solía dar alguna que otra lección de esgrima—no eran más trascendentales sus opiniones. Comparaba el estilo de Marast con el de Voltaire y el de la señorita Vatnaz con el de la señora Staël, por una oda a Polonia "en la que había pasión". En fin, Regimbart molestaba a todos, y especialmente a Deslauriers, porque el tal ciudadano era uno de los íntimos de Arnoux; lo que no era óbice para que él ambicionara concurrir a la tertulia del comerciante, en la creencia de que le sería dado relacionarse provechosamente.

"¿Cuándo vas a presentarme?", le decía Frédéric; a lo que éste respondía que Arnoux andaba muy atareado, o bien que se iba de viaje; por otra parte, no valía la pena, porque las comidas iban a terminarse.

Si hubiera sido preciso arriesgar la vida para salvar a Deslauriers Frédéric lo habría hecho; mas como deseaba presentarse de la más ventajosa manera posible, y como cuidaba su conversación, sus maneras y sus costumbres, hasta el punto de que siempre iba a L'Art Industriel irreprochablemente acicalado, temía que Deslauriers, con su vieja levita negra, su vitola de procurador y sus ideas presuntuosas no fuera del agrado de la señora Arnoux, lo que podía comprometerle y aun rebajarle a él mismo ante los ojos de ella. Transigía de buen grado con los demás; pero su amigo precisamente sería para él un estorbo muchísimo mayor. A Deslauriers no se le ocultaba que el joven rehuía cumplir su promesa, antojándosele, además, que su silencio era como una agravación de la injuria.

Hubiera querido ser su único guía y verle desenvolverse según el ideal de su juventud, y su holgazanería le sublevaba como una desobediencia y como una traición. Además, Frédéric, a cuestas siempre por el recuerdo de la señora Arnoux, hablaba con frecuencia de su marido, y Deslauriers, en vista de ello, dio en la gracia de repetir a troche y moche, a modo de muletilla y como resabio de idiota, el apellido del comerciante, viniera o no a cuento. Si llamaban a su puerta, respondía "Entre usted, Arnoux" En el restaurante pedía queso de Brie "lo mismo que el de Arnoux"Y por la noche, fingiendo una pesadilla despertaba a su amigo, aullando; "¡Arnoux, Arnoux!" Hasta que por fin, un día, Frédéric, harto ya, le dijo con deplorable acento:

—¿Quieres dejarme tranquilo con tanto Arnoux?

—¡Nunca! —repuso Deslauriers.

¡Siempre y en todas partes él!

La imagen de Arnoux, cálida o fría...

—¡Cállate! —exclamó Frédéric, amenazándole con el puño. Y añadió con más dulzura:

—Bien sabes que eso me molesta.

—¡Oh, excelente persona, perdóneme! —replicó Deslauriers haciendo una profunda reverencia--. En lo sucesivo, se respetarán los nervios de la señorita! ¡Perdóneme, se lo repito! ¡Acepte mis excusas.

Y así terminó la broma.

Una noche, tres semanas más tarde, le dijo:

—No hace mucho he visto a la señora Arnoux.

—¿Dónde?

—En la Audiencia, con el procurador Balandar. ¿No es una mujer morena, de mediana estatura?

Frédéric asintió, aguardando a que Deslauriers hablase. A la menor palabra de admiración se desahogaría por completo; incluso estaba a punto de reverenciarlo; pero el otro seguía sin despegar su boca; por último, no pudiendo contenerse por más tiempo, le preguntó, como quien no quiere la cosa, lo que pensaba de ella.

Para Deslauriers, "no estaba mal, aunque no tenía nada de extraordinario".

—¿Eso crees? —dijo Frédéric.

Con el mes de agosto llegó la hora de su segundo examen. Quince días de trabajo eran suficientes, según la opinión general, para imponerse de las asignaturas. Frédéric, no dudando de sus fuerzas, se sorbió de un trago los cuatro primeros libros de Procedimientos, los tres primeros del Código penal, una parte del civil, con anotaciones del señor Poncelet, y algunos trozos de Procedimiento criminal. La víspera, Deslauriers le hizo dar un repaso, que duró hasta la mañana, y para aprovecharse hasta el último minuto le continuó haciendo preguntas mientras iban por la calle.

Como se celebraban varios exámenes a la vez, en el patio había muchas personas, Hussonnet y Cisy entre ellas; cuando se trataba de compañeros, no faltaban a tales actos. Frédéric, después de revestirse la tradicional toga negra, penetró, con tres estudiantes más y seguido de una turba, en un salón grande, iluminado por algunas ventanas sin cortinas y con bancos alrededor de las paredes. En medio, unas sillas de cuero rodeaban una mesa cubierta con un paño verde, que separaba a los examinados de los señores del tribunal, todos con sus togas rojas, sus mucetas crladas de armiño sobre los hombros y sus birretes con galones de oro en la cabeza.

Frédéric era —mal número— el penúltimo de la lista. A la primera pregunta, sobre la diferencia entre convenio y contrato, se trabucó, confundiendo el uno con el otro; el profesor, que era una buena persona, le dijo: "No se haga usted un lío; tranquilícese." Luego, después de dos preguntas fáciles, contestadas ambiguamente, se pasó a la cuarta. Frédéric se desconcertó con tal principio. Deslauriers, que se hallaba enfrente, entre el público, le decía, por señas, que aún no se había perdido todo. En la segunda pregunta, sobre Derecho criminal, estuvo pasable; pero después de la tercera, relativa al testamento místico, como el profesor permaneciera impasible mientras él hablaba, redobló su angustia, pues Hussonnet juntaba las manos para aplaudir, en tanto que Deslauriers se encogía de hombros a cada paso. ¡Llegó, por último, el instante de probar su suficiencia en Procedimientos! Se trataba de la tercera prueba. El profesor, extrañado de haber oído teorías opuestas a las suyas, le preguntó bruscamente.

—¿Es ésa su opinión? Pues ¿cómo concilia usted el principio del artículo 1 351 del Código civil con su extraordinaria arremetida?

Como se había pasado la noche sin dormir, Frédéric sentía una fuerte jaqueca. Un rayo de sol, deslizándose por entre las rendijas de una persiana, le hería el rostro. De pie y contoneándose detrás de la silla, se retorcía las guías del bigote.

—¡No dejo de aguardar su respuesta! —dijo el hombre del galoneado birrete.

Y molesto sin duda por los gestos de Frédéric añadió:

—¡No la sacará de su bigote, seguramente!

Aquella gracia hizo reír al auditorio, y el profesor, halagado en su vanidad, se dulcificó y le hizo aún dos preguntas acerca de las citaciones y los sumarios, acogiendo las respuestas con signos de aprobación.

Terminado el acto, Frédéric volvió al vestíbulo.

Mientras el bedel le despojaba de la toga para ponérsela inmediatamente otro, le rodearon sus amigos, acabando de confundirle con sus contradictorias opiniones sobre el resultado del examen, que a poco lo daba a conocer una voz sonora desde la puerta del aula: "El tercero.. suspenso."

—¡Despachado! —dijo Hussonnet—. ¡Vámonos de aquí!

Ante la portería encontraron a Martinon, arrebolado, conmovido, radiantes los ojos y ceñida la frente por la aureola del triunfo. Acababa de sufrir sin tropiezos su último examen. Ya no le quedaba más que la tesis; antes de quince días sería licenciado. Su familia conocía a un ministro; se le presentaba "una hermosa carrera".

—Ese, a pesar de todo, te vence —dijo Deslauriers.

Nada tan humillante como ver a los necios triunfar en tales empresas donde uno fracasa. Frédéric, mortificado, repuso que aquello le importaba poco. Sus pretensiones eran más elevadas; y como Hussonnet se dispusiera a marcharse, lo llamó a un lado para decirle:

—De esto, ni una palabra allí. ¿Estamos?

El secreto era fácil, puesto que Arnoux se marchaba al día siguiente a Alemania.

Por la noche, al llegar, Deslauriers halló a su amigo en muy diferente tesitura: saltaba, silbaba, admirándose el otro de aquel cambio de humor. Frédéric declaró que no iría a casa de su madre y que dedicaría las vacaciones al estudio.

Al enterarse de la marcha de Arnoux se sintió presa de un gran júbilo. Podría presentarse allá abajo completamente a sus anchas y sin temor a ser interrumpido en sus visitas. La convicción de una seguridad absoluta le daría ánimos. En fin, no se vería alejado ni separado de ella! Algo más fuerte que una cadena de hierro le ataba a París y una voz interior le decía que se quedase.

Algunos obstáculos se oponían a ello, pero los zanjó escribiéndole a su madre; en primer término le confesaba su derrota, ocasionada por un cambio en el programa —una desgracia, una injusticia— ; además, a todos los grandes abogados —y citaba los nombres— les había sucedido lo mismo. Pero pensaba presentarse otra vez en noviembre, y como no te nía tiempo que perder, aquel año no iría a casa; por último, pedía, además del dinero del trimestre, doscientos cincuenta francos para atender a los gastos que el repaso de las asignaturas —cosa muy útil— le ocasionaría: todo ello adobado con palabras condolidas y apesadumbradas y con mimoserías y protestas de amor filial.

La señora Moreau, que le aguardaba al día siguiente, se entristeció con doble motivo. Ocultó la desgracia de su hijo y le respondió que "fuera a pesar de todo". No quiso ceder Frédéric y sobrevino la desavenencia. Al fin de la semana, no obstante, recibió el dinero del trimestre, con la suma destinada a los repasos, suma que sirvió para pagar unos pantalones gris perla, un sombrero de fieltro blanco y un bastoncillo con empuñadura de oro.

Cuando tuvo todas estas cosas en su poder, pensó: "¿Habré tenido una idea de peluquero?" Y se sintió sobrecogido por la duda.

Para saber si iría a casa de la señora Arnoux lanzó al aire por tres veces una moneda, y las tres veces el presagio fue venturoso. La fatalidad, pues, lo exigía. Y se hizo conducir en coche a la calle de Choiseul.

Subió apresuradamente la escalera y tiró del cordón de la campanilla; ésta no sonó, y él estuvo a punto de desmayarse.

Luego sacudió furiosamente el grueso borlón de seda roja. Dejóse oír un largo repiqueteo, que poco a poco se fue extinguiendo; pero nada, nada se oía. Frédéric tuvo miedo.

Aplicó el oído a la puerta: ni un soplo; miró por el ojo de la cerradura: en la antesala sólo se veían los extremos de dos cañas, junto al muro, entre las flores de papel. Dio media vuelta para irse; pero cambió de opinión, golpeando esta vez la puerta ligeramente. Esta se abrió por fin, y en el umbral apareció, enmarañada la cabeza, el rostro arrebolado y hosco el talante del propio Arnoux.

—¡Vaya! ¿Qué demonios le trae por aquí? Pase usted.

Y lo condujo, no al gabinete ni a su cuarto, sino al comedor, donde se veía, sobre la mesa, una botella de champaña y dos copas.

—¿Tiene usted algo que pedirme, querido amigo? —le preguntó con brusquedad.

—¡No! Nada, nada —balbuceó el joven, intentando buscar un pretexto a su visita.

Hasta que le dijo, por fin, que había ido para tener noticias suyas, pues le creía —por referencia de Hussonnet— en Alemania.

—¡De ninguna manera! —repuso Arnoux-. ¡Qué cabeza de chorlito tiene ese muchacho! Todo lo entiende al revés.

A fin de disimular su turbación, Frédéric iba de un lado a otro de la sala, y al tropezar con una silla dejó caer una sombrilla puesta sobreella, cuyo puño de marfil se hizo pedazos.

—¡Dios mío! —exclamó—. Cuánto siento haber roto la sombrilla de la señora Arnoux!

Al oír esto, el comerciante levantó la cabeza y sonrió de un modo extraño. Frédéric, aprovechando la ocasión que se le ofrecía para hablar de ella, añadió con timidez:

—¿Podré verla?

Estaba en su ciudad, junto a su madre enferma. No se atrevió a preguntar si duraría mucho aquel alejamiento; pero sí cuál era la tierra de la señora Arnoux.

—Chartres. ¿Le admira eso?

—¿A mí? No. ¿Por qué? De ningún modo.

Después de esto, ya no sabían qué decirse. Arnoux, que había liado un cigarrillo, daba vueltas soplando, alrededor de la mesa. Frédéric, de pie delante de la estufa, contemplaba las paredes, el aparador, el pavimento, y por su memoria, se diría más bien que ante sus ojos, desfilaban encantadoras imágenes. Al fin se retiró.

En el suelo de la antesala había un trozo de periódico apelotonado; lo recogió Arnoux y, empinándose, lo colocó dentro de la campanilla, para "continuar —dijo— su interrumpida siesta". Y añadió, dándole un apretón de manos:

Hágame el favor de decirle al portero que no estoy en casa para nadie.

Y apenas Frédéric volvió la espalda cerró violentamente la puerta.

El joven bajó la escalera poquito a poco. El fracaso de aquella primera tentativa le hizo dudar del buen éxito de las otras. Entonces comenzaron sus tres meses de aburrimiento. Como no tenía nada que hacer, su ociosidad aumentaba la tristeza que le invadía.

Pasaba las horas contemplando desde lo alto del balcón el deslizarse del río por entre los paseos cenicientos, ennegrecidos de trecho en trecho por el desagüe de las cloacas, con un pontón de lavanderas amarrado en la orilla, en la que a las veces se entretenían unos pilluelos bañando a un perro de aguas. Sus ojos, dejando a la izquierda el puente de piedra de Nôtre-Dame y otros tres puentes colgantes, se dirigían siempre al paseo de los Olmos, a un bosquecillo de añosos árboles semejantes a los tilos del puerto de Montereau. La torre de Saint-Jacques, el Ayuntamiento, Saint-Gervais, Saint-Louis, Saint-Paul, se alzaban entre los aglomerados tejados, y el remate de la columna de Julio resplandecía en Oriente como enorme estrella de oro, mientras que en el opuesto lado la cúpula de las Tullerías recortaba en el cielo su pesada y redonda masa azul. Por allí detrás debía de hallarse la casa de la señora Arnoux.

Volvía a su cuarto y tendiéndose en el diván, se abandonaba a una desordenada meditación: planes de trabajo, proyectos de vida, acciones para lo venidero, hasta que al fin, y para librarse de sí mismo, se lanzaba a la calle y subía a la ventura por el barrio Latino, tan tumultuoso de ordinario, pero desierto en aquella época, porque los estudiantes se hallaban ya con sus familias en el rincón provinciano. Las grandes fachadas de los colegios, que el silencio parecía alargar, tenían un más sombrío aspecto aún; se oían toda suerte de apacibles rumores: el batir de alas en las jaulas, el rechinar de un torno, el golpear del martillo de un zapatero remendón, y los traperos miraban inútilmente a todas las ventanas. En el fondo de los solitarios cafés, la encargada de la caja bostezaba entre las repletas botellas; los periódicos permanecían perfectamente ordenados en las mesas de los salones de lectura; en los talleres de plancha, las ropas se balanceaban al tibio soplo del aire. De vez en cuando se detenía ante el escaparate de un librero de viejo; un ómnibus que pasaba rozando la acera le obligaba a detenerse, y así hasta que se veía delante del Luxemburgo, de donde no pasaba.

A veces, y con la esperanza de una posible distracción, se dirigía a los bulevares. Después de atravesar callejuelas sombrías que exhalaban un húmedo vaho, llegaba a las grandes plazas desiertas, resplandecientes de luz, con sus monumentos que dibujaban en el empedrado festones de negra sombra. Pero los carros y los establecimientos comenzaban a surgir otra vez, y la muchedumbre le aturdía —los domingos sobre todo—, pues desde la Bastilla hasta la Magdalena aquello era un constante e inmenso ondular por el asfalto, entre el polvo, y en un rumor continuo; se sentía completamente desilusionado por la vulgaridad de los rostros, por la estupidez de las conversaciones y por la imbécil satisfacción que de aquellas frentes sudorosas se desprendía. Sin embargo, la conciencia de valer más que aquellos hombres atenuaba la fatiga de contemplarlos.

A diario iba a L'Art Industriel, y para saber cuándo volvería la señora Arnoux preguntaba detenidamente por la madre de ella. La respuesta de Arnoux siempre era igual: "continuaba la mejoría"; su mujer, con la pequeña, estarían de regreso a la semana siguiente. Cuanto más se prolongaba la ausencia, mayor era la interesada inquietud de Frédéric, hasta tal punto que Arnoux, enternecido por semejante prueba de afecto, lo llevó a comer cinco o seis veces al restaurante.

Frédéric, en aquellos largos vis a vis, se dio perfecta cuenta de que el comerciante de cuadros no era muy espiritual. Arnoux podía percatarse de aquel enfriamiento de su aprecio, y además la ocasión era que ni pintada para pagarle modestamente sus atenciones.

Para hacer las cosas de la mejor manera posible vendió a un prendero toda su ropa nueva en cuatrocientos francos y, con otros cien más que le quedaban, se fue a casa de Arnoux, invitándole a comer, y como se encontraba con él Regimbart, todos juntos se encaminaron a los Tres Hermanos Provenzales.

Regimbart comenzó por quitarse su levita y, contando de antemano con la deferencia de los otros dos, eligió los platos. Pero aunque tuvo a bien dirigirse a la cocina para hablar en persona con el jefe, y descender al sótano, del que conocía todos los rincones, y hacer subir al encargado del establecimiento, al que "dio un jabón" no le agradaron ni los manjares, ni los vinos, ni el servicio. A cada nuevo plato, a cada botella diferente, al primer bocado, a la primera buchada, dejaba caer el tenedor o ponía a distancia su copa; luego, poniendo sus brazos cuan largos eran sobre el mantel, exclamaba que ya no se podía comer en París. Por último, y no sabiendo qué pedir, Regimbart encargó unos frijoles en aceite "de una manera sencillota", los cuales, sin ser por completo de su gusto, lo apaciguaron un poco. Después sostuvo con el camarero un diálogo acerca de los antiguos mozos de los Provenzales. ¿Qué había sido de Antonio? ¿Y de un tal Eugenio? ¿Y de Teodoro, el pequeño que servía siempre abajo? El trato que por aquel entonces se daba aquí era mucho más esmerado, y había borgoña de las mejores marcas, como no volverá a verse más.

A continuación se trató del precio de los terrenos en las afueras: se trataba de una infalible especulación de Arnoux. Puesto que él no quería vender a ningún precio, Regimbart le fijaría alguno, y, de sobremesa, aquellos dos señores comenzaron a hacer cálculos y más cálculos con un lápiz.

Para tomar el café se encaminaron a uno que había en un entresuelo del pasaje del Saumon. Y allí aguantó Frédéric a pie firme interminables partidas de billar, remojadas con infinitos bocks de cerveza, y allí permaneció hasta las doce de la noche sin saber por qué, por cobardía, por necedad, clavado por la confusa esperanza de un acontecimiento cualquiera favorable a su amor.

¿Cuándo volvería a verla? Frédéric se desesperaba, hasta que una noche, a fines de noviembre, Arnoux le dijo:

—Ayer volvió mi mujer, ¿sabe?

Al día siguiente, a las cinco, entraba en casa de ella.

Comenzó dándole el parabién por la mejoría de su madre, tan gravemente enferma.

—No lo crea. ¿Quién se lo ha dicho?

—Arnoux.

Un leve "ah!" escapó de su boca, añadiendo que en un principio tuvo serios temores, desaparecidos ya.

Ella se hallaba junto al fuego, hundida en la tapizada poltrona, y él en un diván, con el sombrero en las rodillas; la conversación, abandonada por ella a cada instante, fue penosa, y el joven no hallaba la ocasión propicia para hablar de sus sentimientos. A unas palabras suyas, lamentándose de estudiar para abogado, ella repuso:

—Sí... lo comprendo... los negocios... —y bajó la cabeza como absorbida por ciertas reflexiones.

Se sentía sediento por conocerlas, incluso no pensaba en otra cosa.

Las sombras del crepúsculo los envolvían.

Ella se levantó, pues tenía unos encargos que hacer, reapareciendo a poco tocada con una capota de terciopelo y una capa guarnecida con piel de marta. Frédéric se atrevió a ofrecerse para acompañarla.

No se veía ya; el tiempo era frío, y una espesa bruma, desvaneciendo la fachada de los edificios, corrompía el ambiente. Frédéric lo aspiraba con delicia, al sentir en su brazo la presión del de ella, a través del enguate del vestido; su mano, además, aprisionada en guantes de gamuza con dos botones, su pequeña mano, que él hubiera querido cubrir de besos, se apoyaba en la manga de él; oscilaban un poco al andar, por lo resbaladizo del suelo, antojándosele al joven que iban como mecidos por el viento y en medio de una nube.

El luminoso resplandor del bulevar lo devolvió a la realidad. La ocasión era que ni de encargo, y el tiempo apremiaba. Al llegar a la calle de Richelieu —tal se propuso— le declararía su amor; pero casi al punto, frente a un almacén de porcelanas, se detuvo ella resueltamente, diciéndole:

—Ya hemos llegado; mil gracias. Hasta el jueves, como de costumbre, ¿no es así?

Y otra vez comenzaron las comidas. Mientras más trataba a la señora Arnoux, su decaimiento aumentaba. La contemplación de aquella mujer le enervaba, como el uso de un perfume demasiado fuerte.

Aquello se infiltraba hasta lo más profundo de su ser, convirtiéndose en una casi exclusiva manera de sentir, en un nuevo modo de existencia.

Las prostitutas que se hallaban a la luz de los faroles, las cantantes al lanzar sus gorgoritos, las amazonas en sus caballos al galope, las burguesitas a pie, las modistillas en sus ventanas; todas las mujeres, en fin, le traían a la memoria a la otra, bien por semejanzas, bien por violentos contrastes. Contemplaba en las tiendas las cachemiras, las tiras de encaje, las arracadas de pedrería y se las imaginaba ciñendo sus caderas, prendidas de su blusa, fulgurando en la negrura de sus cabellos. En la cesta de las floristas se abrían las flores para que ella las escogiese al pasar; en los escaparates de los zapateros los chapines de raso, con su orla de plumas, se diría que aguardaban su pie; todas las calles conducían a su retiro, y para llevar a él con más ligereza se estacionaban los coches en las paradas; París convergía en su persona, y la gran ciudad, con todas sus voces, como una inmensa orquesta, en torno de ella vibraba.

Cuando aparecía por el Jardín de Plantas, la contemplación de una palmera le transportaba a países remotos. Viajaban juntos, a lomo de los dromedarios, bajo los toldos de los elefantes, en el camarote de un yate, por entre los azulados archipiélagos, o bien, uno al lado del otro, en sendas mulas campanilleras, tropezando acá y allá, por entre el yerbaje, con las rotas columnas. Algunas veces se detenía en el Louvre ante los cuadros antiguos, y su amor, que se adentraba hasta en los tiempos idos, la sustituía por los personajes de las pinturas. Peinada al uso del siglo XV, rezaba, hincada de rodillas, detrás de una vidriera con marco de plomo. Gran señora, en tierras de Castilla o Flandes, permanecía sentada, con su almidonada gorguera y su emballenado y abullonado traje. Descendía después por una escalinata de pórfido, en medio de los senadores, bajo un dosel de plumas de avestruz, vestida de brocado.

Otras veces soñaba que la veía con pantalones de amarilla seda, sobre los cojines de un harén; en suma, cuanto era bello, el cintilar de las estrellas, ciertos aires de música, la elegancia de un giro, un contorno, hacíanla surgir en su pensamiento, por insensible y repentina manera.

En cuanto a lo de intentar que fuera su amante, era seguro que toda tentativa sería inútil.

Una noche, al llegar, Dittmer la besó en la frente; lo mismo hizo Lobarias, diciendo:

—Usted me lo permite, puesto que es privilegio de los amigos, ¿no es así?

Frédéric balbuceó:

—Me parece que todos somos amigos.

—Pero no todos ancianos —repuso ella.

Aquello era una manera indirecta de rechazarle de antemano. ¿Qué hacer, por otra parte? ¿Decirle que la amaba? Le rechazaría, con muy buenas palabras, sin duda, o bien, llena de indignación, lo arrojaría de su casa. Cualquier cosa era preferible al horrible destino de no verla más.

Envidiaba el talento de los pianistas, las cicatrices de los soldados, y hasta deseaba una enfermedad peligrosa, por si de este modo conseguía atraerla.

Le admiraba una cosa, y era que no estaba celoso de Arnoux, y no podía figurársela de otro modo que vestida: en tal manera parecía su pudor innato y de tal suerte hundía su sexo en una misteriosa sombra.

Sin embargo, pensaba en la felicidad de vivir con ella, de tutearla, de acariciar suavemente con la mano sus cabellos o de permanecer de rodillas, con los brazos alrededor de su talle y bebiendo el alma en sus ojos. Mas para esto hubiera sido necesario trastrocar el destino, e inútil para toda acción, maldiciendo a Dios y acusándose de su cobardía, se revolvía en su deseo como el preso en su calabozo. Una permanente angustia le ahogaba. Durante horas enteras permanecía inmóvil, o bien se deshacía en llanto; un día, que no tuvo fuerzas para contenerse, Deslauriers le dijo:

—Pero, ¡por vida del chápiro!, ¿qué es lo que tienes?

Era un malestar nervioso; pero Deslauriers no creyó nada de aquello. Ante un sufrir semejante, sintió que su ternura se despertaba, y lo consoló. Un hombre como él dejarse abatir, ¡qué necedad! Pasa que tales cosas ocurren en la mocedad, pero después era perder el tiempo.

—Te estás echando a perder, Frédéric; ya no eres el mismo; exijo que te recobres y vuelvas a ser como eras, que así me gustabas. Anda, fúmate una pipa, animal. ¡Sacude esa modorra que me desespera!

—¡Es cierto! —dijo Frédéric—. ¡Estoy loco!

Deslauriers replicó:

—¡Ah, viejo trovador, bien sé por qué estás afligido! ¿Asuntos del querer? ¡Confiésalo! ¡Bah!, si una puerta se cierra, cientos se abren. De las mujeres virtuosas se consuela uno con las que no lo son. ¿Quieres que te haga conocer algunas de éstas? No tienes más que venir a la Alhambra. (Se trataba de un lugar de baile, inaugurado poco hacía en las alturas de los Campos Elíseos, y que a la segunda temporada se arruinó por su lujo, prematura en aquella clase de establecimientos.) A lo que parece, allí se divierte uno. ¡Vamos allá! Que te acompañen, si quieres, tus amigos, incluso Regimbart; paso por él.

Frédéric no invitó al último, y Deslauriers, por su parte, se privó de Senecal. Llevaron únicamente a Hussonnet y Cisy con Dussardier, y en un mismo coche se dirigieron los cinco a la Alhambra, a cuya puerta se apearon.

Galerías morunas se extendían paralelamente a derecha e izquierda; en el frente, el muro de una casa le servía de fondo, y en el cuarto lado —el del restaurante— figuraba un claustro gótico con vidrieras de colores. Una como techumbre china cubría el templete donde los músicos tocaban; el suelo, en los contornos, se hallaba asfaltado, y los farolillos a la veneciana, pendientes de los postes, ponían, vistos de lejos, como una aureola de multicolores resplandores sobre las parejas.

Acá y allá, en sus correspondientes pedestales, se veían tazas marmóreas de donde emergían sutiles chorros de agua. Entre el follaje se percibían estatuas de yeso, Hebés y Cupidos, embadurnados de oleosa pintura; y las numerosas avenidas, de menuda arena de un amarillo intenso y perfectamente rastrillada, hacían parecer aquel jardín mucho mayor de lo que era en realidad.

Los estudiantes se paseaban con sus amantes; los dependientes de novedades se pavoneaban con un bastón en la mano; los colegiales fumaban magníficos vegueros; los viejos solterones se pasaban un peine por sus teñidas barbas; había allí ingleses, rusos, sudamericanos, tres orientales con gorros turcos. Las entretenidas, las modistillas y las muchachas iban allí en busca de un protector, de un novio, de una moneda de oro, o sencillamente por el placer de bailar, y sus vestidos de túnica, color verdegay, azul, escarlata o violeta, se deslizaban, por entre ébanos y lilas, desplegándose al viento. Casi todos los hombres vestían trajes a cuadros; algunos llevaban pantalones blancos, no obstante el fresco de la noche. Los mecheros de gas comenzaban a encenderse.

Hussonnet, por sus relaciones con los periódicos de modas y los teatrillos, conocía a muchas mujeres, a las cuales enviaba besos con la punta de los dedos, y, de vez en cuando, abandonando a sus amigos, se iba a charlar con ellas.

Deslauriers, celoso de aquellas andanzas, se dirigió cínicamente a una rubia de alta estatura, quien, tras de contemplarle con hosquedad, le dijo:

—No; ¡nada de confianzas, buen hombre! —y le volvió la espalda.

Fue entonces hacia una morena bastota, loca sin duda, pues a las primeras de cambio se enojó, amenazándole con llamar a la policía si continuaba. Deslauriers se esforzó por reír, mas como descubriera a una menuda mujer sentada en un lugar aparte, se fue a ella, invitándola a bailar.

Los músicos, encaramados en la plataforma, y con posturas de mono, rascaban y soplaban a más no poder. El director de orquesta, en pie, llevaba la batuta de una manera maquinal. La gente, arremolinada, se divertía; las desatadas cintas de los sombreros rozaban las corbatas; los pies se hundían bajo las faldas; todo era un cadencioso saltar; Deslauriers, abrazado a la mujer menuda y poseído de la fiebre del cancan, se rebullía por entre las parejas como un enorme maniquí. Cisy y Dussardier continuaban su paseo; el joven aristócrata le hacía guiños a las muchachas, mas sin hablarles, a pesar de las exhortaciones del dependiente, porque se imaginaba que en casa de aquellas mujeres había siempre "un hombre con una pistola y oculto en un armario, del que salía obligando a firmar letras de cambio"

Volvieron al lado de Frédéric. Deslauriers no bailaba ya, y cuando se preguntaban todos cómo terminar la noche, Hussonnet exclamo:

—¡Mira! La marquesa de Amaegui!

Era una mujer pálida, de remangada nariz, con mitones que le llegaban a los codos y unos grandes y negros bucles que le caían sobre las mejillas, como orejas de perro. Hussonnet le dijo:

—Deberíamos organizar una fiestecita en tu casa, un sarao al estilo oriental. Procura recoger a algunas de tus amigas para estos caballeros franceses. Pero ¿qué es lo que te contraría? ¿Acaso esperas a tu hidalgo?

La andaluza estaba cabizbaja; conociendo las costumbres poco espléndidas de su amigo, temía no sacarle ni para sus refrescos; mas como deslizara la palabra dinero, Cisy ofreció cinco duros, que era todo su capital, y la cosa quedó decidida. Pero Frédéric ya no estaba allí.

Había creído reconocer la voz de Arnoux y visto un sombrero de mujer, y al punto se había escondido en el bosquecillo próximo.

La señorita Vatnaz estaba a solas con Arnoux.

—Perdóneme, ¿le molesto?

—De ninguna manera —repuso el comerciante.

Frédéric, por las últimas palabras de la conversación, comprendió que Arnoux había acudido a la Alhambra para hablar con la señorita Vatnaz de un asunto urgente, y sin duda no se hallaba completamente tranquilizado, porque le dijo con aire inquieto:

¿Está usted bien segura?

—¡Segurísima! ¡Le aman! ¡Oh, que hombre!

Y ella se mostraba contrariada, avanzando sus gruesos labios, en fuerza de rojos, sanguinolentos. Pero sus ojos eran admirables, ojos leonados con puntitos de oro en las pupilas, ojos llenos de viveza, de amor y de sensualidad, que iluminaban como lámparas la amarillenta piel de su enjuto rostro. Arnoux, que parecía gozar sus despreciativas repulsas, le dijo, inclinándose sobre ella:

—Es usted muy amable; déme un beso.

Ella, cogiéndole por las orejas, le besó en la frente.

Cesaron de bailar en aquel momento, y en el sitio del director de orquesta apareció un guapo mozo, demasiado grueso y con una blancura de cera. Usaba larga y negra melena, al modo nazareno; chaleco de terciopelo azul con grandes palmas de oro, y de su talante trascendía el orgullo de un pavo real y la estupidez de un pavo de los otros. Una vez que hubo saludado al público, entonó una cancioncilla. Se trataba en ella de un lugareño que refería por sí mismo su viaje a la capital; el artista hablaba en bajo normando, y se hacía el beodo; el estribillo,

Me he reído, me he reído

en este París perdido:

Y producía un entusiasta pataleo. Delmas, "cantante expresivo" de una excesiva malicia para que lo dejaran de la mano. Al punto le entregaron una guitarra, y suspiró una romanza que tenía por título El hermano de la Albanesa.

La letra recordó a Frédéric la que el hombre astroso cantara entre los dos cabrestantes del buque. Sus ojos se fijaban involuntariamente en los vuelos del vestido que tenía ante su vista. Cada copla era seguida de una larga pausa, y el soplo del viento en los árboles remedaba el ruido de las olas.

La señorita Vatnaz, separando con su mano el ramaje de una alheña que le impedía ver el tablado, contemplaba fijamente al cantante, cejijunta, con las narices dilatadas y como hundida en un gozo verdadero.

—¡Perfectamente! —dijo Arnoux-. ¡Ahora me explico por qué ha venido usted esta noche a la Alhambra! Le gusta Delmas, querida mía.

Ella no quiso decir nada.

—¡Oh, qué pudor!

Y añadió, señalando a Frédéric:

—¿Acaso por éste? De ser así, padecería una equivocación; ¡no hay muchacho más discreto!

Los otros, que buscaban a su amigo, penetraron en la glorieta. Hussonnet los fue presentando y Arnoux les regaló puros y los obsequió con helados.

La señorita Vatnaz, que se había ruborizado al fijarse en Dussardier, se levantó en seguida y, alargándole la mano, le dijo:

—¿No se acuerda de mí, Augusto?

—¡Cómo! ¿La conoce usted? —preguntó Frédéric.

—Hemos estado en la misma casa —repuso Dussardier.

Y como Cisy le tiraba de la manga, salieron; apenas desaparecido, la señorita Vatnaz comenzó a elogiarlo por su carácter, llegando hasta decir que era "la bondad personificada".

Después se habló de Delmas, que podría, en calidad de mimo, tener éxitos en el teatro, entablándose por contera una discusión, en la que salieron a relucir Shakespeare, la censura, el estilo, los principios de la Porte-Saint-Martin, Alejandro Dumas, Victor Hugo y Dumersan.

Como Arnoux había conocido a muchos artistas célebres, los jóvenes se acercaban para oírle; pero sus palabras se perdían entre los acordes de la música, y una vez el rigodón o la polka terminados, las parejas se dirigían a las mesas, riendo y llamando a los camareros; detonaban entre el ramaje los taponazos de las botellas de cerveza y de soda; chillaban como ratas las mujeres; a veces dos señores pretendían reñir; un ladrón fue detenido.

Los bailarines, en desenfrenado galope, irrumpieron en las avenidas. Jadeantes, sonrientes y enrojecidos los rostros, desfilaban en un torbellino que hacía tremolar las faldas femeninas y los faldones de los fraques; los trombones rugían con más fuerza; el ritmo se aceleraba; detrás de los medievales claustros, tras de oírse unos chisporroteos, estallaron los cohetes; las ruedas de los fuegos artificiales comenzaron a girar; las luces de bengala, con sus resplandores esmeraldinos, iluminaron por un momento el jardín, y cuando estalló la bomba final, la multitud lanzó un prolongado ¡ah!, desfilando lentamente.

Una nube de pólvora flotaba en el aire. Frédéric y Deslauriers discurrían paso a paso por entre la muchedumbre, cuando una escena inusitada los detuvo: Martinon recibía la vuelta de una moneda en el guardarropa, acompañado de una mujer de unos cincuenta años, fea, magnificamente ataviada y de muy discutible condición.

—Ese buen mozo —dijo Deslauriers— es menos simplón de lo que parece. Pero ¿dónde está Cisy?

Dussardier les señaló el café, y allí vieron al descendiente de los paladines, ante un ponche y en compañía de una mujer con sombrero rosa.

Hussonnet, que se había ausentado hacía cinco minutos, reapareció al mismo tiempo.

Una muchacha se apoyaba en su brazo, llamándole "gatito mío"

—¡De ninguna manera! —le decía—. ¡No! En público no me llames así! Llámame más bien vizconde! Eso viste mucho y da un cierto aspecto de caballero de la época de Luis XIII que me agrada. ¡Sí, mis buenos amigos, una antigua conocida! ¿Verdad que es muy mona? —y le acariciaba la barbilla al decirlo—. ;Saluda a estos caballeros!

¡Todos son hijos de pares de Francia! ¡Los trato para que me nombren embajador!

—¡Qué loco es usted! —suspiró la señorita Vatnaz.

Y rogó a Dussardier que la acompañara a su casa.

Arnoux los vio alejarse, y volviéndose luego a Frédéric, le dijo:

—¿Le gusta la Vatnaz? No es usted franco en este punto. Me parece que oculta usted sus amores.

Frédéric se puso pálido y juró que no ocultaba nada.

—Es que no se le conoce a usted prometida —repuso Arnoux.

Frédéric sintió deseos de decir un nombre cualquiera; pero como podían irle con el cuento a ella, se contuvo y respondió que, efectivamente, no tenía prometida.

El comerciante se lo censuró.

—Esta noche ha tenido la gran ocasión. ¿Por qué no ha imitado a los demás, que se han ido con una mujer?

—Bueno, ¿y usted? - repuso Frédéric, impaciente ante tal insistencia.

—Porque es muy diferente, hijo mío. Yo me voy en busca de la mía.

Y, llamando a un coche, desapareció.

Los dos amigos se fueron a pie. Soplaba el levante. Los dos iban silenciosos. Deslauriers se lamentaba de no haber estado brillante ante el director de un periódico y Frédéric se sumergía en su tristeza. Al fin dijo que el bailecito aquel se le había antojado estúpido.

—¿Y de quién es la culpa? ¡Si no nos hubieras dejado por tu Arnoux!

—¡Bah! Es lo mismo. ¡Hubiera sido inútil cuanto hiciera!

Pero Deslauriers tenía sus teorías. Para conseguir las cosas con desearlas fuertemente era bastante.

—Sin embargo, tú mismo, hace poco...

—¡Mucho que me importaba a mí la cosa! —dijo Deslauriers parando en seco la alusión—. ¿Pretendo yo acaso enredarme con una mujer? —y declamó contra sus diabluras, sus estupideces; en suma, las mujeres le desagradaban.

—¡Pues no presumes tú! —dijo Frédéric.

Deslauriers se calló, exclamando a poco y de repente:

—¿Quieres apostarte cien duros a que consigo la primera que pase?

—¡Sí, aceptado!

La primera que pasó fue una mendiga haraposa, y estaban a punto de desconfiar de su estrella, cuando en medio de la calle de Révoli descubrieron a una muchacha alta con una cajita de cartón en la mano.

Deslauriers se acercó a ella bajo las arcadas; pero la muchacha, torciendo bruscamente por el lado de las Tullerías, se dirigió en seguida por la plaza del Carrousel, lanzando miradas a diestro y siniestro.

Corrió hacia un coche; pero Deslauriers la alcanzó nuevamente. Marchaba junto a ella, hablándole con expresivos gestos. Por fin aceptó su brazo, y juntos continuaron a través de los muelles. Luego, a la altura del Chatelet, y por lo menos durante veinte minutos, pasearon por la acera como dos marinos que estuvieran de guardia. Pero de pronto atravesaron el puente del Cambio, el mercado de las Flores y el paseo de Napoleón. Como Frédéric entrara tras ellos, le hizo comprender su amigo que, de recogerse, les estorbaría, y que no le quedaba otro recurso que imitar su ejemplo.

—¿Cuánto te queda aún?

—Diez duros.

—Es suficiente. Adiós.

Frédéric se quedó boquiabierto ante el éxito de aquella farsa. "Se burla de mí", pensó. "¿Si le siguiera de nuevo? ¿Creerá acaso Deslauriers que le envidio ese amor? ¡Como si yo no tuviera uno cien veces más extraordinario, más noble y más fuerte! Una especie de cólera le empujaba, y llevado por ella llegó ante la casa de la señora Arnoux.

Ninguna de aquellas ventanas pertenecía a sus habitaciones; pero, no obstante esto, proseguía con los ojos fijos en la fachada, como si pretendiera, contemplándola, atravesar sus muros. En aquel momento, sin duda, ella reposaba tranquilamente, como adormecida flor, con sus hermosos y negros cabellos entre los encajes de la almohada, entreabierta la boca y descansando la cabeza en uno de los brazos. Pero se le apareció la de Arnoux, y se alejó al punto para huir de aquella visión.

El consejo de Arnoux se le vino —sin que le horrorizara— a la memoria, y comenzó a vagabundear por las calles.

Cuando se adelantaba un transeúnte, procuraba distinguirle el rostro.

De vez en cuando un rayo de luz, deslizándose por entre sus piernas, describía, a ras de suelo, un enorme cuarto de círculo, y al punto un hombre surgía de la sombra con su cesta y su farol. El viento, en algunos parajes, sacudía las chimeneas; se oían sones lejanos que se mezclaban al zumbido de su cabeza, y se le antojaba oír, en el aire, el vago ritornelo de las contradanzas. El movimiento de su marcha mantenía aquella embriaguez, y de este modo llegó a la plaza de la Concordia.

En aquel instante se acordó de aquella otra noche del anterior invierno, cuando, al salir de casa de ella, por primera vez, se vio en trance de detenerse, de tal modo y tan aprisa le latía el corazón a impulso de sus esperanzas. Y ahora, ¡todas se habían desvanecido!

Algunas sombras desnudas corrían por la faz de la Luna. El joven la contempló, pensando en la grandeza de los espacios, en las miserias de la vida y en la vacuidad de todo. Amaneció; entrechocaban sus dientes, y medio dormido, empapado por la niebla y bañado de lágrimas, se preguntó por qué no ponía fin a su existencia. Le bastaba con hacer un movimiento! Le arrastraba el peso de su frente y su cadáver lo veía ya flotando en el agua. Frédéric se inclinó; pero era un poco ancha la barandilla y su indolencia no le permitió franquearla.

El alma se le sobrecogió, y de vuelta en los bulevares se desplomó en un banco, de donde le despertaron los policías, convencidos de que "había corrido una juerga".

Prosiguió su marcha; pero como tenía mucho apetito y los restaurantes estaban cerrados, se fue a comer a un figón de los mercados.

Después de esto, y como creyera que aún era muy pronto para recogerse, comenzó a dar vueltas, sin ton ni son, en torno del Ayuntamiento, hasta las ocho y cuarto.

Deslauriers, que había despedido a la joven hacía mucho tiempo, escribía en la mesa, en mitad del cuarto. Hacia las cuatro se presentó el señor de Cisy.

Gracias a Dussardier, la noche anterior se tropezó con una señora, y hasta la había acompañado en coche, con su marido, a la puerta de su casa, y fue citado por ella allí, y de allí venía ¡y aún ignoraba quiénes eran!

—¿Qué quiere usted que yo haga? —preguntó Frédéric.

Y en tal punto, el hidalgo, yéndose por los cerros de Ubeda, habló de la señorita Vatnaz, de la andaluza y de todas las demás. Por fin, y con muchos rodeos, expuso el objeto de su visita: fiándose en la discreción de su amigo, venía para que le ayudase en un cierto asunto, después del cual se consideraría definitivamente como un hombre; a lo que Frédéric accedió. Luego contó la historia a Deslauriers, ocultándole todo aquello que hacía referencia a su persona.

A Deslauriers le pareció que "entonces iba por el buen camino"

Tal consideración a sus consecuencias aumentó su buen humor.

Gracias a él había seducido, desde el primer momento, a la señorita Clemencia Daviou, bordadora en oro de uniformes militares, la criatura más buena del mundo, esbelta como un junco y con grandes y azules ojos, siempre como pasmados. Deslauriers abusaba de su candor, hasta el punto de hacerla creer que estaba condecorado con la Legión de Honor, y para visitarla se ponía en el ojal de su levita una cinta roja, que no usaba en público —según decía él—para no humillar a su jefe. Aparte de esto, la mantenía a distancia, haciéndose acariciar como una baja y llamándola —a modo de broma— "hija del pueblo". Ella, por su parte, le llevaba continuamente ramitos de violetas. Frédéric no hubiera deseado tal amor.

No obstante, cuando salían del brazo para irse a un reservado de Pinson o de Barillot, experimentaba una singular tristeza. ¡No sabía Frédéric lo que había hecho sufrir a Deslauriers durante un año, todos los jueves, mientras se arreglaba las uñas, antes de dirigirse, para comer, a la calle de Choiseul!

Una noche que, desde lo alto de su balcón, acababa de verlos salir, distinguió a lo lejos, en el puente de Arcole, a Hussonnet. El bohemio comenzó a hacerle señas para que bajase, y cuando bajó de su quinto piso le dijo aquél:

—He aquí de lo que se trata: el sábado próximo, o sea el veinticuatro, es el santo de la señora Arnoux.

—¡Cómo! ¿Pues no se llama María?

—Y Angeles también, ¡qué importa! La fiesta tendrá lugar en su casa de campo de Saint-Cloud, y me han encargado para que se lo comunique a usted. Le aguardará un coche, a las tres, en el periódico.

Quedamos en lo dicho, ¿no? Perdone que le haya molestado; pero ¡tengo tanto que hacer!

No había dado un paso Frédéric, cuando su portero le entregó una carta que decía así:

"Los señores Dambreuse ruegan a D. F. Moreau les dispense la honra de asistir a la comida que se celebrará en su casa el sábado 24 del corriente. (Se suplica el acuse de recibo.)"

—Llega tarde —pensó.

Sin embargo, se la enseñó a Deslauriers, quien dijo:

—¡Ah! Por fin. Pero no pareces contento. ¿Por qué?

Frédéric, después de vacilar un momento, repuso que estaba invitado para el mismo día en otra parte.

—Hazme el favor de mandar a paseo a esa dichosa calle de Choiseul. ¡Nada de tonterías! Y si a ti te molesta, yo contestaré por ti.

Y escribió, aceptando, en nombre de Frédéric.

Como no conocía la vida de sociedad sino a través de la fiebre de sus deseos, se la imaginaba como una creación artificial que funcionaba en virtud de leyes matemáticas. Una comida por invitación, el encuentro en la calle con un hombre, la sonrisa de una linda mujer, podían, por una serie de actos, entrelazados entre sí, tener enormes consecuencias. Ciertos salones parisinos eran como esas máquinas que reciben los materiales en estado bruto y los altiprecian y perfeccionan al devolverlos. Creía en las cortesanas que aconsejan a los diplomáticos, en los matrimonios con gente rica logrados por medio de intrigas, en la aptitud de los esforzados, en el doblegarse del azar bajo la diestra de los fuertes. En fin, consideraba el trato con los Dambreuse en tal modo útil, y de tal manera y tan acertadamente habló, que Frédéric no sabía ya de qué lado caer.

Pero debía, por lo menos, y puesto que era el santo de la señora Arnoux, llevarle un regalo, y pensó, naturalmente, en una sombrilla, para reparar su torpeza. Y halló una de la China, de seda tornasolada y con un pequeño y cincelado puño de marfil; pero querían por ella ciento setenta y cinco francos y no le quedaba ni un céntimo, como que hasta vivía a cuenta de la paga del próximo trimestre. Sin embargo, quería poseerla y la poseería, y venciendo su repugnancia recurrió a Deslauriers; mas él repuso que no le quedaba dinero.

—Pues lo necesito —dijo Frédéric--; me hace mucha falta.

Y como le repitiera la misma excusa, se le fue la lengua y dijo:

—Bien podrías, algunas veces..

—¿Qué?

—¡Nada!

Pero Deslauriers lo había comprendido. Sacó de sus ahorros la suma pedida, y una vez que la amontonó, moneda sobre moneda, dijo:

—No te pido un recibo puesto que estoy viviendo a costa tuya.

Frédéric se le abrazó al cuello, haciéndole mil protestas de amistad; pero Deslauriers permaneció impasible. Al día siguiente, y al ver la sombrilla sobre el piano, exclamó:

—¡Ah! Era para esto!

—Sí; quizá la envíe —dijo, como al descuido, Frédéric.

La casualidad le ayudó, pues aquella tarde recibió una esquelita de luto en la que la señora Dambreuse le anunciaba la muerte de un tío, excusándose de dejar para más adelante el placer de conocerle.

Desde las dos se hallaba en la oficina del periódico. Arnoux, en lugar de aguardarle para conducirlo en su coche, se había marchado la víspera, no pudiendo resistir a su deseo de verse en pleno aire.

Todos los años, al iniciarse la primavera, durante muchos días seguidos, se iba a las afueras por la mañana, daba largos paseos a campo traviesa, bebía leche en las granjas, bromeaba con los aldeanos, se informaba de las cosechas y volvía grupas con el pañuelo lleno de lechugas.

Al fin, realizando un antiguo sueño, había comprado una casa de campo.

Mientras Frédéric hablaba con el dependiente se presentó la señorita Vatnaz, llenándose de asombro al no encontrarse con Arnoux, que quizá permanecería aún dos días en su retiro campestre. El dependiente le aconsejó que "fuera allí", pero ella no podía hacer tal cosa; pues "escriba una carta, entonces", le dijo; tampoco se atrevía, por temor a que la carta se extraviara. Frédéric se ofreció a llevarla en persona. La escribió, entonces, rogándole encarecidamente que se la entregara sin que nadie lo viera.

Cuarenta minutos después llegaba a Saint-Cloud.

La casa, cien pasos más allá del puente, se erguía en la mediación de la colina. Las tapias del jardín se ocultaban entre una doble ringlera de tilos, y un espeso césped descendía hasta la orilla del río. Como la verja se hallaba abierta, Frédéric entró.

Arnoux, tendido en la hierba, jugaba con unos gatitos. Aquella distracción parecía absorberle por completo; pero la carta de la señorita Vatnaz le sacó de aquélla.

—¡Demonios, demonios! ¡Qué fastidio! Tiene razón; es necesario que vaya.

Tras guardarse la carta en el bolsillo, se complació en enseñar su posesión. Lo enseñó todo: la cuadra, el cobertizo para los útiles de labranza, la cocina. El salón se hallaba a la derecha, y por el lado de París daba a un enrejado cubierto de clemátides. De pronto, por encima de su cabeza se oyeron unos gorgoritos. Era la señora Arnoux, que, creyéndose a solas, se entretenía cantando, haciendo escalas, trinos y arpegios. Lanzaba largas notas, que parecían quedarse como suspendidas, y otras caían con la precipitación de una cascada, y su voz, escapándose por las persianas, rompía el profundo silencio, elevándose al cielo azul.

Calló de repente, al presentarse los señores de Oudry, que eran vecinos.

Luego apareció en lo alto de la escalinata, y al descender por ella pudo descubrir su pie. Calzaba unos zapatitos escotados de mordoré, con tiras transversales que ponían un como enrejado de oro sobre las medias. Comenzaron a llegar los invitados, y a excepción del jurisconsulto señor Lefaucheur, todos los demás eran los ya conocidos. Cada uno traía su correspondiente regalo: Dittmer, un chal asirio; Rosenwal, un álbum de romanzas; Burnieu, una acuarela; Sombaz, una autocaricatura, y Pellerin, un dibujo al carbón, especie de danza macabra, fantasía horrible, de una mediana ejecución. Hussonnet se creyó exento de todo presente.

Frédéric aguardó a ser el último para ofrecerle el suyo. Ella se lo agradeció muchísimo, y entonces él repuso:

—Era casi una deuda. ¡Me contrarió tanto!

—¿Qué cosa? No comprendo —replicó la señora Arnoux.

—¡A la mesa! - dijo el marido cogiéndole por el brazo, y luego, en voz baja y al oído, añadió: ¡No es usted muy despierto que digamos!

Nada tan agradable como el comedor, pintado de un color verde mar.

En uno de los extremos, una ninfa de mármol humedecía su pie en una pila en forma de concha. Por las ventanas abiertas se veía todo el jardín y el espeso césped, flanqueado por un añoso y casi destruido pino de Escocia; arriates acá y allá que daban a la superficie un desigual bombeamiento, y de la otra parte del río, el bosque de Boulogne, Neuilly, Sèvres, Meudon, que se abrían en un amplio semicírculo. Por último, enfrente, delante de la verja, un barco velero se deslizaba costeando.

Primeramente se habló del panorama que desde allí se ofrecía, y luego del paisaje en general, y cuando las discusiones dieron principio, Arnoux dio a su criado la orden de enganchar el coche para las nueve y media. Una carta de su cajero según dijo le obligaba a ausentarse.

—¿Quieres que me vaya contigo? —dijo su mujer.

—¡Sí, por cierto! —y; haciéndole una galante reverencia, añadió:

Ya sabe usted, señora, que no puedo vivir sin usted.

Todos le dieron la enhorabuena por tener tan perfecto marido.

—¡Oh! ¡Es que no se trata sólo de mí! --replicó dulcemente, señalando a su hijita.

Luego, reanudada la conversación sobre la pintura, se habló de un Ruysdaël, por el que Arnoux aguardaba obtener una fuerte suma, y Pellerin le preguntó si era cierto que el pasado mes había ido el famoso Saul Mathias, de Londres, para ofrecerle veintitrés mil francos.

—¡Nada más exacto! —y volviéndose a Frédéric añadió: Es aquel mismo caballero que se paseaba conmigo el otro día por la Alhambra, muy a pesar mío, se lo aseguro, pues los tales ingleses no tienen nada de divertidos.

Frédéric, creyendo descubrir en la carta de la señorita Vatnaz alguna empresa amorosa, se admiró de la facilidad con que Arnoux encontró un medio razonable para escabullirse; pero aquella nueva mentira, completamente injustificada, le hizo abrir los ojos con estupefacción.

El comerciante añadió con sencillez:

—¿Cómo se llama ese joven alto, amigo de usted?

—Deslauriers —dijo apresuradamente Frédéric.

Y para reparar las faltas que con él cometiera, le alabó como a hombre de clarísimo talento.

—¿De veras? Pero no tiene aspecto de ser tan buen muchacho como el otro, el dependiente de transportes.

Frédéric maldijo a Dussardier, porque ella iba a creerse que se codeaba con gentecilla de poco más o menos.

En seguida se habló de las mejoras realizadas en la capital, de los barrios nuevos, y el infeliz de Oudry citó entre los grandes especuladores al señor Dambreuse.

Frédéric, cogiendo por los cabellos, para darse tono, la ocasión que se le presentaba, dijo que lo conocía; pero Pellerin lanzó una catilinaria contra los tenderos en general, pues para él era completamente lo mismo vender bujías o plata. A continuación, Rosenwald y Burrieu discutieron de porcelanas; Arnoux hablaba de jardinería con la señora de Oudry, y Sombaz, zumbón chapado a la antigua, se divertía burlándose del marido de aquella, al que llamaba Odry, como el actor, y afirmando que debía descender de Oudry, el pintor de los perros, porque la protuberancia craneana de los animales era muy visible en su frente, y al decir esto intentaba pasarle la mano por el cráneo; pero el otro, a causa de su peluca, se resistía con tenacidad, terminando de este modo la sobremesa, entre grandes risas.

Después de que tomaron el café bajo los tilos, de fumar y de dar unas cuantas vueltas por el jardín, se fueron a la orilla del río para pasearse a lo largo de ella.

La caravana se detuvo ante un pescador que limpiaba anguilas en un cubo. La señorita Marthe quiso verlas; las vació sobre la hierba el buen hombre, y la muchacha se arrodilló para cogerlas, riendo de alborozo y chillando asustada, y como se perdieron todas, Arnoux las pagó, ocurriendosele, a poco, la idea de dar un paseo en bote.

El horizonte comenzaba a palidecer por una parte, en tanto que de la otra se extendía por el cielo una amplia franja de anaranjado matiz, que se hacía de más intensa púrpura en la cumbre de las colinas, ennegrecidas por completo. La señora Arnoux se hallaba sentada en un peñón, de espaldas a aquel resplandor de hoguera. Los demás iban de acá para allá, sin rumbo ni idea fija. Hussonnet, al pie del ribazo, arrojaba piedras al agua.

Volvió Arnoux con una chalupa vieja, en la que, no obstante las prudentes advertencias que se le hicieron, amontonó a los convidados; pero como zozobraba, fue preciso desembarcar.

Dentro de la casa, en el salón, tapizado de estofa persa y con arañas de cristal en las paredes, resplandecían ya las luces. La señora de Oudry cabeceaba dulcemente en un sillón, y los demás oían una disertación del señor Lefaucheur sobre las glorias del foro. La señora Arnoux estaba sola, junto a la ventana: Frédéric se acercó a ella.

Hablaron a propósito de lo que se decía: ella admiraba a los oradores; él, la gloria literaria. Pero el orador según ella —debía sentir un mayor goce al conmover directamente y por sí mismo a las masas y al contemplar cómo los propios sentimientos se adentraban en la muchedumbre. Tales triunfos apenas si tentaban a Frédéric, que carecía de ambición.

—¿Por qué? —dijo ella—. Es preciso tener alguna.

Se hallaban uno junto al otro, de pie, al lado del alféizar de la ventana. La noche, ante ellos, se extendía como inmenso y sombrío velo, salpicado de plata. Era la primera vez que no hablaban de cosas insignificantes. Llegó incluso a conocer los gustos y antipatías de ella: ciertos perfumes no eran de su gusto; le interesaban los libros de historia y creía en los sueños.

Frédéric abordó el capítulo de las aventuras sentimentales. Ella se compadecía de los destrozos que la pasión ocasiona; pero se revolvía contra las hipócritas liviandades, y aquella rectitud de espíritu le iba tan bien a la correcta belleza de su rostro, que parecía su natural corolario.

A veces sonreía, fijando, por un momento, sus ojos en él, que sentía penetrar aquella mirada en su espíritu, como el rayo de sol que desciende hasta el fondo de las aguas. La amaba sin segunda intención, sin la más ligerísima esperanza de ser correspondido, y en aquellos mudos transportes, semejantes a vehementes impulsos de gratitud, hubiera deseado cubrir su frente de una lluvia de besos. Sin embargo, un íntimo anhelo le arrastraba como fuera de sí: era un ansia de sacrificio, una necesidad de inmediata abnegación, tanto más fuerte cuanto que no podía satisfacerla.

No se retiró con los otros invitados; Hussonnet tampoco; debían regresar en el coche; aguardaba éste al pie de la escalinata, cuando Arnoux bajó al jardín para cortar rosas. Una vez hecho el ramillete y atado con un hilo, como los tallos eran desiguales, rebuscó en su bolsillo, lleno de papeles, y cogiendo uno al azar, los envolvió y sujetó, para mayor seguridad, con un alfiler grande, entregándole el ramillete, por último, y no sin cierta emoción, a su mujer.

—Toma, querida mía —le dijo—, y perdóname que te tenga olvidada.

Ella lanzó un "¡ay!: se había herido con el alfiler, torpemente colocado, y subió a su habitación. Estuvieron esperándola cerca de quince minutos. Al fin se presentó, tomó a Marthe y penetró en el coche.

—¿Y el ramillete? —preguntó Arnoux.

—¡Déjalo! No vale la pena!

Como Frédéric se apresurara para ir a recogerlo, ella exclamó:

—¡No lo quiero!

Pero lo trajo en seguida, diciendo que acababa de ponerlo otra vez en su envoltorio, pues se había encontrado las flores esparcidas por el suelo. Las puso en el guardafango, junto al asiento, y el coche arrancó Frédéric, sentado junto a ella, notó que se estremecía de un modo horrible. A poco, una vez pasado el puente, y como Arnoux se dirigiera a la izquierda, le dijo:

—¡No es por ahí, te equivocas! ¡Es por este otro lado!

Parecía irritada; se molestaba con lo más mínimo. Como Marthe cerrara los ojos, tomó el ramillete y lo arrojó por la portezuela; luego, cogiendo el brazo de Frédéric con una mano, le hizo comprender por señas con la otra que jamás dijera nada de aquello.

A continuación se puso el pañuelo en la boca y no dijo una palabra más.

Los otros dos, mientras tanto, en el pescante, hablaban de asuntos de imprenta y de suscriptores. Arnoux, quien guiaba sin fijarse, se perdió en medio del bosque de Boulogne, hundiéndose por los vericuetos. El caballo iba al paso; las ramas de los árboles rozaban la capota del coche.

Frédéric no veía de la señora Arnoux más que los ojos, entre las sombras; Marthe se había tendido en la falda de su madre, y él le sostenía la cabeza.

—¿Le molesta? - le preguntó la señora Arnoux.

—¡Oh, no, no!

Se alzaban lentos remolinos de polvo; atravesaron Auteuil; todas las casas estaban cerradas; de trecho en trecho, un farol iluminaba la esquina de una calle y las tinieblas volvían; una de las veces Frédéric se percató de que ella lloraba.

¿Era remordimiento, deseo? ¿Qué era, pues? Aquel sufrimiento, cuya causa desconocía, le interesaba como algo personal; al presente existía entre ellos un nuevo lazo, una como complicidad que los ligaba, lo más cariñosamente que pudo, le pregunto:

—¿Sufre usted?

—Sí, un poco —repuso ella.

Avanzaba el coche, y las madreselvas y las jeringuillas, desbordándose por sobre las tapias de los jardines, inundaban la noche de enervantes y perfumados efluvios. Los numerosos pliegues de su vestido cubrían sus pies, y se le antojaba que aquel cuerpo infantil, tendido entre los dos, le servía como de comunicación con toda su persona. Se inclinó sobre la niña, y apartando sus hermosos y oscuros cabellos, la besó en la frente con suavidad.

—Es usted bueno —dijo la señora Arnoux.

—¿Por qué?

—Porque ama a los niños.

—No a todos.

Y sin decir otra cosa, alargó hacia ella su mano izquierda, abierta del todo, imaginándose que acaso ella haría lo mismo y se encontraría con la suya. Luego tuvo vergüenza y la retiró.

A poco rodaba el coche por el empedrado; el caballo iba más aprisa; se multiplicaban los mecheros de gas: estaban en París. Hussonnet saltó de su sitio frente al guardamueble. Frédéric aguardó a que llegasen al patio para apearse; luego se emboscó en la esquina de la calle de Choiseul, viendo a Arnoux que subía de nuevo y lentamente hacia los bulevares.

Desde el día siguiente se puso a trabajar con todas sus fuerzas. Se veía en la sala de una Audiencia, durante una tarde de invierno y próxima a terminar la defensa, cuando los jurados están pálidos y la jadeante multitud hace crujir los tabiques de madera de la sala, hablando cuatro horas hacía, resumiendo todas sus pruebas, presentando otras y sintiendo a cada frase, a cada palabra, a cada ademán, levantarse la cuchilla de la guillotina, suspendida a sus espaldas; luego se veía en la Cámara como orador que lleva en sus labios la salvación de todo un pueblo, ahogando, con sus vehemencias, a los adversarios, confundiéndolos con una respuesta, llena la voz —irónica, patética, fogosa o sublime—de arranques y musicales entonaciones. Ella estaría allí, en cualquier parte, en medio de los demás, ocultando bajo el velo sus lágrimas de entusiasmo; se reunirían después, y los desalientos, las calumnias y las injurias no harían mella en su ánimo si ella le decía: "¡Oh, qué hermoso es eso!", pasándole por la frente su grácil mano.

Aquellas imágenes fulguraban como faros en el horizonte de su vida. Su talento, excitado, se hizo más penetrante y más fuerte. Se encerró hasta el mes de agosto, consiguiendo salir bien de su último examen.

Deslauriers, a quien tanto trabajo había costado obligarle a repasar de nuevo el segundo curso, a fin de diciembre, y el tercero, en febrero, se admiraba de aquel entusiasmo. Con tal motivo, renacieron las antiguas esperanzas. Era preciso que Deslauriers, dentro de diez años, fuera diputado, y ministro dentro de quince, ¿por qué no? Con su patrimonio, que iba a recoger en seguida, podía, primeramente, fundar un periódico; esto, para empezar, que luego ya se vería. En cuanto a él, su ambición era siempre ocupar una cátedra de la Facultad de Derecho.

Su tesis Doctoral fue de tan sobresaliente manera defendida, que mereció las felicitaciones de los catedráticos.

Tres días después era aprobada la de Frédéric. Antes de marcharse de vacaciones se le ocurrió finalizar con una comida a escote las reuniones de los sábados. Así se hizo, y en ella estuvo muy alegre.

La señora Arnoux estaba en Chartres con su madre; pero la encontraía de nuevo muy pronto, y acabaría siendo su amante.

Deslauriers, admitido aquel mismo día en laparlotte de Orsay, lugar donde suelen adiestrarse los abogados jóvenes, hizo allí un discurso que fue muy celebrado. Aunque era hombre sobrio, se achispó, y ya en los postres le dijo a Dussardier:

—¡Tú eres una persona honrada! Cuando yo sea rico te nombraré mi administrador.

Todos eran dichosos: Cisy no acabaría la carrera; Martinon se iba a continuar las practicas en provincias, donde sería nombrado auxiliar; Pellerin se preparaba para pintar un gran cuadro que representaba El genio de la revolución; Hussonnet, en la semana siguiente, debía leer al director de las Diversiones el plan de una obrita, y no dudaba del éxito.

—¡Porque el armazón del drama me lo admiten! Por lo que hace a las pasiones, he rodado lo bastante para conocerlas, y en cuanto a los rasgos de ingenio, precisamente son mi fuerte.

Dio un salto, cayó sobre ambas manos, lanzó las piernas al aire, y de esta suerte anduvo en torno de la mesa durante un rato.

Aquella galopinada no desarrugó el ceño de Senecal, que acababa de perder su destino en el colegio por haberle pegado al hijo de un aristócrata. Como su miseria era cada vez mayor, renegaba del orden social y maldecía a los ricos, desahogándose en el seno de Regimbart, que estaba, por momentos, más desilusionado, entristecido y disgustado. El ciudadano se entregaba, por entonces, al estudio de los presupuestos y acusaba a la camarilla de malgastar los millones en Argelia.

Como no podía dormir sin haberse pasado por el diván Alexandre, apenas dieron las once desapareció. Los demás se retiraron más tarde, y Frédéric, al despedirse de Hussonnet, supo por éste que la señora Arnoux había debido llegar la víspera.

Demoró su partida para el día siguiente, y a eso de las seis de la tarde se presentó en casa de ella, que no estaba, pues, según le dijo el portero, había demorado su regreso una semana. Frédéric comió solo, y luego paseó, para pasar el tiempo, por los bulevares.

Nubes rosas, en forma de chal, se alargaban por encima de los tejados; comenzaban a recogerse los toldos de las tiendas; los carros de riego vertían su lluvia sobre el polvo, y una inesperada frescura se mezclaba al vaho de los cafés, por cuyas abiertas puertas se veían, entre plateados y dorados, los manojos de flores que se reflejaban en los altos espejos. La gente marchaba despacio; en medio de la acera había grupos de hombres charlando, y cruzaban las mujeres con ese lánguido mirar y ese matiz de camelia que dan a las carnes femeninas la laxitud de los calores excesivos. Un desmedido no se qué se extendía por doquier, envolviendo las casas. Nunca París se le antojó tan hermoso, y era tal su optimismo, que sólo percibía en el porvenir una interminable serie de años repletos de amor.

Se detuvo ante el teatro de la Porte-Saint-Martin para mirar el cartel y, como no tenía nada que hacer, compró un boleto.

Se representaba una antigua comedia de magia. Los espectadores eran escasos, y en las claraboyas del paraíso la luz se destacaba en cuadraditos azules, mientras que los quinqués del proscenio formaban una sola hilera de luces amarillas. La escena representaba un mercado de esclavos en Pekín, con campanillas, platillos, sutanes, gorros puntiagudos y retruécanos. Bajado el telón anduvo a solas por el foyer y admiró el bulevar, al pie de la escalinata, un gran landó verde, tirado por dos caballos blancos que sujetaba un cochero de calzón corto.

Ocupaba de nuevo su sitio, cuando en el antepecho del primer palco apareció un matrimonio. El marido tenía rostro pálido, de rala y canosa barba, la insignia de la Legión de Honor y ese glacial empaque que se atribuye a los diplomáticos.

Su mujer, veinte años más joven, por lo menos, ni alta ni baja, ni fea ni bonita, con los rubios cabellos en tirabuzones a la inglesa, llevaba un vestido de cuerpo liso y un gran abanico de encaje negro. Para que personas de un rango asistiesen al espectáculo en aquella estación era necesario suponer una casualidad o el aburrimiento de pasar la noche solos. La señora mordisqueaba su abanico y el caballero bostezaba. Frédéric no podía acordarse de dónde conocía aquel rostro.

En el entreacto siguiente, al atravesar por el pasillo de los palcos, se encontró con los dos, y al ligero saludo que les hizo, el señor Dambreuse, reconociéndolo, le llamó y se excusó de imperdonables negligencias. Era una alusión a las numerosas tarjetas que le enviara siguiendo los consejos de Deslauriers. Con todo, confundía las épocas creyendo que Frédéric estudiaba el segundo año de Derecho. Después le envidió por marcharse al campo; también él necesitaba reposo, pero sus asuntos le retenían en París. La señora Dambreuse, apoyada en el brazo de su marido, inclinaba levemente la cabeza; la agradable espiritualidad de su rostro contrastaba con su melancólica expresión de hacía un momento.

—A pesar de todo, en el campo se encuentran muchas distracciones —dijo, a propósito de las últimas palabras de su marido. Qué espectáculo más necio es éste, ¿verdad, caballero?

Y permanecieron de pie, hablando de teatros y obras nuevas.

Frédéric, acostumbrado a los modales de las muchachitas provincianas, no había visto en mujer alguna una tal soltura de maneras, ni esa sencillez, que es un refinamiento, y en la que las almas cándidas creen descubrir la expresión de una instantánea simpatía.

A su vuelta, contaban con él; el señor Dambreuse le dio recuerdos para el tío Roque.

Ya en casa, Frédéric no dejó de contar aquella acogida a Deslauriers.

—¡Estupendo! —dijo su amigo. ¡Y no te dejes engatusar por tu madrecita! Regresa a la carrera.

Al siguiente día de su llegada, después del almuerzo, la señora de Moreau se fue con su hijo al jardín.

Le dijo que se sentía muy feliz viéndole con una carrera, pues no eran tan ricos como se creía; la tierra daba muy poco, los renteros cumplían mal sus compromisos, y hasta ella misma se vio en el aprieto de vender su coche: en una palabra le expuso su situación.

En los primeros apuros de su viudez, un hombre astuto, el tío Roque, le había hecho algunos préstamos, renovados y prolongados muy a su pesar, y de pronto vino a reclamarlos, teniendo que someterse a sus imposiciones y entregarle, por un precio irrisorio, la finca de Presles. Diez años más tarde desaparecía su capital con la quiebra de un banquero de Melun. Por horror a las hipotecas, y para conservar unas apariencias beneficiosas para el porvenir de su hijo, y como el tío Roque se le presentara de nuevo, se echó en su brazos una vez más.

Pero al presente ya había liquidado con él. En resumen: les quedaban unos diez mil francos de renta, perteneciéndole a él dos mil trescientos; éste era todo su patrimonio.

—Pero ¡eso no es posible! —exclamó Frédéric.

La madre hizo un gesto, dándole a entender que "aquello era muy posible".

—Pero su tío le dejaría algo.

—Nada menos seguro.

Y, en silencio, dieron una vuelta por el jardín. Por último, lo estrechó contra su corazón y, ahogada por las lágrimas, le dijo:

—¡Ah, pobre hijo! ¡Cuántos sueños he tenido que abandonar!

Frédéric se sentó en un banco, a la sombra de una frondosa acacia.

Su madre le aconsejaba que entrara de pasante con el procurador señor Prouharam, quien le cedería su bufete, y si lo hacía valer, podría revenderlo y hallar un buen partido.

Frédéric ya no oía; maquinalmente clavaba sus ojos, por encima de la empalizada, en el jardín frontero.

Una muchachita de unos doce años, con el pelo rojo, se hallaba allí completamente sola. Se había hecho unos zarcillos con bayas de serbal; su cuerpecillo, de una tela gris, dejaba al descubierto sus hombros, ligeramente tostados por el sol; acá y allá, en su falda blanca, se veían algunas manchas de dulce, y en toda su infantil persona se descubría un cierto encanto de bestezuela joven, fuerte y delicada a un tiempo mismo. Sin duda le asombraba la presencia de un desconocido, porque se detuvo de pronto, con su regadera en la mano, clavando en él sus pupilas, de un oscuro y traslúcido verde.

—Es la hija del tío Roque —dijo la señora de Moreau—. El padre, para legitimarla, se ha casado hace poco con su doméstica.

La educación sentimental

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