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ODA A PASTO

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Escribí Cóndores no entierran todos los días en la ciudad universitaria de Torobajo, en Pasto, una ciudad al sur de Colombia, en la frontera con Ecuador, a donde había llegado contratado como profesor de Humanidades. Era 1970. Acababa de graduarme en Literatura en la Universidad del Valle y mi frustración por no haber sido seleccionado para actuar como docente en la misma universidad donde me había graduado, y ejercido mis últimos dos años como monitor, quedó plenamente compensada con mi llegada a Pasto.

Haber salido del mundo cultural de Cali, en donde fuí protagonista de todo nivel durante los cinco años de mi carrera universitaria, significó un trauma para quienes creyeron que mi prometedor futuro literario debía estar en los cafetines de París (a donde iban entonces todos los intelectuales) y no en las remotas y frías calles paramunas de un pueblo que había vivido hasta entonces al margen de la historia nacional. Mis enemigos de la izquierda comunista, y en especial los trotskistas, debieron vibrar de alborozo cuando vieron que la derecha oligarca que manejaba entonces la Universidad del Valle me había enviado al ostracismo. El problema de vérselas conmigo estaba solucionado y como no me fui a las calles de la capital francesa a realizar el curso de adoctrinamiento que todas las promesas literarias debíamos completar para que la internacional marxista nos exaltara, sino que me perdí en las brumas y nieblas de una ciudad decimonónica, arrimada a la ladera de un volcán remoto, la posibilidad de que yo ascendiera tan vertiginosamente como lo iba haciendo quedaba trunca.

Bueno, eso creyeron quienes siempre me minimizaron o me persiguieron como nefasto cuestionante de la actitud de los poderosos. Tenerme lejos del bochornoso ámbito de la sociedad caleña resultó más que benéfico para mi posibilidad literaria. Hoy, cincuenta años después, pienso que si no me hubiese ido a vivir a Pasto no habría escrito con tanta facilidad y entusiasmo una novela como Cóndores ni hubiese terminado La tara del Papa, que comencé siendo estudiante en la Universidad del Valle. Pasto fue el sitio y el clima ideal para retroalimentarme en mis recuerdos y versiones. No teniendo dónde investigar, porque la única biblioteca que existía de verdad en esa ciudad era la del maestro Ignacio Rodríguez Guerrero, y en ella no se encontraba material para desviar, aumentar o refutar mi versión de la violencia partidista tulueña, mi capacidad de imaginación se desbordó.

En aquel entonces Pasto no tenía suficientes vehículos para que con su combustión elevaran la temperatura ambiental. Los más de 2.600 metros de altura y el socavón de vientos donde fue construida la ciudad la convertían en el epicentro de fríos antárticos o de nieblas jupiterinas. Era obligatorio usar ruana o abrigo pesado, guantes y muchas veces gorra de los mejores inviernos nórdicos. Todos vestían ceremoniosamente, con trajes oscuros como en las novelas de García Márquez y se respiraba un aire de convento. Las iglesias y sus campanas seguían siendo el epicentro de la vida citadina y la existencia de las cofradías religiosas de cada una de ellas trasladaban la vigencia de finales del siglo xx a comienzos de la vida colonial española. El mestizaje era poco. Los blancos eran blancos así no tuvieran con qué ponerse los dientes postizos o hacerse los tratamientos dentales como todos los indios muecos que iban y venían por las calles, ya pavimentadas pero que ellos creían forradas en piedra como cuando los quillacingas que la habitaban tributaban al inca poderoso y lejano.

Pasto se había caracterizado históricamente ante los demás colombianos como la ciudad en donde los españoles resistieron hasta mucho más allá de la fecha oficial de independencia. Fue en Pasto donde quisieron matar a Antonio Nariño, el gran precursor de nuestra independencia. Fue en Pasto, la ciudad del mítico Agualongo, donde nunca quisieron a Bolívar y desde donde el señor Sañudo escribió la más grande diatriba que se haya escrito contra el Libertador. Fue allá mismo en donde planificaron y consiguieron matar al mariscal Sucre, el hombre llamado a suceder a Bolívar. Reacios a modernizarse, orgullosos de no haber sido patriotas, sino realistas, de girar dentro de estructuras ancestrales alejadas del vértigo bullicioso de la Colombia que se transformaba, se creían siempre perseguidos por el omnímodo poder centralista bogotano y siempre abandonados a su suerte como castigo por haber sido políticamente equivocados en momentos cruciales de la vida nacional.

Los pastusos giraban, por los días en que llegué, más alrededor de la vida y la cultura quiteñas que del resto del país. La carretera que los intercomunicaba con Popayán apenas había sido medio terminada cuando el conato de guerra con el Perú y, desafiando los grandes abismos del Guáitara, más parecía un camino de herradura que una carretera panamericana, como con orgullo la llamaban desde entonces. El aeropuerto de Chachagüi era, es y seguirá siendo, un portaviones desafiando los precipicios que lo rodean por tres de los cuatro costados. Existía, pues, una incomunicación física pero ella no era tan protuberante como la espiritual e intelectual. En ella me refugié y el ostracismo que se me quería hacer lo patrociné con mis actuaciones. Muchos años después, cuando volví a ser condenado al olvido por la misma casta para impedirme el vertiginoso avance político que llevaba y fui sometido por cuatro años a la cárcel por un delito que no era delito, volví a sentirme en el ostracismo y con fuerza igual salí de él victorioso, apabullando con mis actos a quienes me habían relegado a la fuerza.

Cóndores fue la respuesta pastusa a semejante censura. La visión del pasado tulueño la hice en ese cubículo frío y sin calefacción de la Universidad de Nariño en Torobajo. No tenía los afanes de la batalla diaria contra las clases dominantes o intransigentes de la vida caleña. No tenía que opinar distinto de los cenáculos estigmatizantes de la oligarquía vallecaucana ni someter a los designios canallescos de las hordas trotskistas.

Recorrer las calles de Pasto vestido ceremoniosamente con saco y corbata, llevando una mochila de cabuya colgada del hombro y con el pelo y las patillas largas, en deformación de la moda hippie de los sesenta que apenas llegaba a Colombia, era un atrevimiento para la cerrada y pacata sociedad pastusa. Haber alquilado una casa en el barrio de Las Cuadras, a orillas del río Pasto, para ir a vivir allá con Roke, era una provocación absurda. De todo ese periplo quedan las cartas que diariamente me cruzaba con Pilar Narvión, la periodista española que se convirtió desde su apartamento en París o su piso en Madrid en mi hada madrina. Allí deben estar las explicaciones de mi actitud y los reparos que ella, racional como la que más, me daba desde la óptica de la agonía franquista. Eran los tiempos del correo de estampillas, de los sobres engomados, de las cartas con copias al papel carbón. No guardo una sola carta de esas. Las archivé en mi memoria como atesoro el olor de las frías mañanas de Pasto, el color brillante de sus flores o la imagen tenue de las indias con pollera, acuclillándose en las calles a orinar porque todavía no aprendían a usar los inodoros.

Recibía entonces en mi apartado de correos la revista española “La estafeta literaria”, en donde, cuando era estudiante, había publicado mi primer cuento, “El gringo del cascajero”. Allí había salido la convocatoria a participar en el Premio de Novela Manacor cuyo jurado presidía el premio nobel Miguel Ángel Asturias. Me pareció que debía participar, y como ya me había ganado algún premio de cuento en España a pesar de ser un estudiante en Colombia, envié Cóndores pero puse en la plica que deberían contactar a Pilar Narvión en su piso de la calle de Virgen de Nuria, del barrio de la Concepción en Madrid, y no a mí, en Pasto. Me pareció que si ganaba; ella debería ser la administradora de mi triunfo, finalmente era mi confidente postal diaria. Lo que no pensé era que a finales de julio, cuando el premio se falló, ella no iba a estar en su piso, sino en su casa de Estepona o en alguna otra parte del mundo gozando de sus vacaciones estivales. Allá no volvió sino al promediar septiembre y mi glorioso triunfo sólo vine a saberlo por esos días.

Después, todo se hizo a pedir de boca. La edición la harían los organizadores del concurso en forma limitada. Por la misma época ya había terminado Dabeiba, la novela que el seis de enero siguiente ganaría el segundo puesto en el Premio Nadal que organizaba don Joseph Vergés en su editorial Destino de Barcelona; por fortuna, Pilar tenía una fuerte amistad con él y sólo bastó con que me dieran el premio para que ella lo llamara y le ofreciera Cóndores, que aceptó de inmediato.

Todo esto pasó mientras viví en Pasto. Mis años allá resultaron ser con el tiempo los años más inolvidables y felices de mi vida. Ese destierro al que me vi sometido, ese mundo aparte del vértigo colombiano, me permitió esculpir para siempre en mi memoria los días y las horas que pasé en aquella ciudad. Volví muchas veces mientras mi averiado corazón me lo permitió. Más aún, cuando sufría esas melancolías terribles, aquellas depresiones de espanto que me acercaban con furia al suicidio, siempre tenía la opción de Pasto. Tomaba un avión y me iba a recorrer sus calles, a respirar sus aires, a mirar el Galeras siempre a punto de hacer erupción, a oír correr el río, a arrullarme con el sonsonete cantarino del habla de sus gentes. Volvía a vivir, me sentía recuperado y seguía dando la guerra.

No pude volver a esa ciudad. La última vez que lo hice fui a almorzar con María Helena, la hija del maestro Ignacio Rodríguez Guerrero, el hombre más inteligente e importante que ha tenido Pasto y quien me brindó durante mi estancia allá las luces de su inmensa biblioteca. Ya el maestro había muerto y sus libros, vendidos por kilos, fueron a dar a muchas orillas del saber o de la ignorancia. No sabía que era mi última asomada a sus paisajes, no me habían diagnosticado el mal todavía pero ya me sentía desfallecer. Ahora, cuando sólo anhelo poder volver a recorrer sus espacios, cuando sólo guardo añoranzas por la tierra bendita que me amparó mientras escribía Cóndores y se celebran los cincuenta años de la primera edición de esta obra, no he pensado en otra cosa que cantarle desde lejos a Pasto. Oyendo en la memoria sus campanas, sintiendo soplar el viento frío y húmedo de los eneros de carnaval o cortando con mi cabeza el ventarrón helado y seco de agosto, cabeceo sin cesar para decir una vez más que si no me hubiese ido a vivir a Pasto no habría conseguido, metido en aquél cubículo de la ciudad universitaria de Torobajo, escribir Cóndores no entierran todos los días.

El Porce, 2021

Cóndores no entierran todos los días

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