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El adepto y el médium
ОглавлениеEl adepto puede estimular en animales y plantas la acción de las fuerzas biológicas hasta más allá de los límites que ordinariamente llamamos naturales, sin por ello contrariar a la Naturaleza, sino favorecerla con la intensificación del Principio Vital.
El adepto es capaz de alterar la condicionalidad sensorial y emotiva del cuerpo astral de quien no sea adepto; puede valerse a su albedrío de las entidades elementales o espíritus de la Naturaleza; pero de ningún modo le cabe dominar al Espíritu de hombre alguno ni encarnado ni desencarnado, porque todo Espíritu es Chispa Divina no sujeta a externas influencias.
Hay dos modalidades de clarividencia: psíquica y espiritual. La clarividencia de los modernos sujetos hipnotizados difiere de las antiguas pitonisas tan sólo en los medios de producir el estado lúcido y de la mayor o menor agudeza de los sentidos astrales; pero ni unas ni otros llegan mucho a la perfecta y omnisciente clarividencia espiritual, sino que sólo pueden vislumbrar la Verdad a través del velo de la naturaleza física.
El principio mental llamado Favâtma por los yoguis indos es el medianero entre los elementos espirituales y materiales del hombre, pues por una parte domina y por otra está sujeto al cerebro físico. La claridad y exactitud de las percepciones espirituales de la mente dependen, mientras está ligada al cuerpo material, de su grado de relación con el Principio Superior, y cuando ésta relación le permite actuar independientemente de los principios inferiores y unida al Superior, entonces percibe la Verdad sin mezcla de error alguno. Este es el estado que los indos llaman Samádhi, o sea, la más elevada condición espiritual asequible para el hombre en la Tierra.
Los vocablos sánscritos Prânâyâma, Pratyâhâra y Dhâranâ expresan otros tantos estados psíquicos.
En el de Dhârânâ queda el cuerpo físico completamente cataléptico y la percepción del Alma liberada es subjetiva y clarividente; pero como no deja de funcionar el principio senciente del cerebro físico, las percepciones mentales estarán entremezcladas con las percepciones objetivas del mecanismo cerebral, y por ello se le representarán la memoria y la fantasía en vez de la visión perfecta. Pero el Adepto sabe cómo suspender el funcionalismo mecánico del cerebro y así sus visiones son claras, puras, verdaderas e inalterables. Al paso que mientras el vidente, incapaz de anular las vibraciones astrales, sólo percibe imágenes más o menos incompletas por medio del cerebro, el clarividente sujeta a su Voluntad todas sus potencias psíquicas y facultades físicas; y no puede tomar las sombras por realidades porque su percepción es directamente espiritual, sin que el Yo superior o subjetivo esté eclipsado por el Yo inferior u objetivo. Tal es la genuina clarividencia espiritual que, según dice Platón, eleva el Alma más allá de los dioses menores hasta identificarla con el simple, puro, inmutable e inmaterial Nous. Tal es el estado que Plotino y Apolonio llamaron de unión con Dios, los antiguos yoguis, Ishvara y los modernos, Samâdhi. Sin embargo, la clarividencia espiritual es tan distinta de la videncia psíquica como una estrella de una luciérnaga.
Ammonio Saccas, el Teodidaktos (enseñado por Dios), dice que la memoria es la única potencia que directamente se opone al don de profecía y previsión.
El médium no puede subyugar voluntariamente sus cuerpos mental y físico, sino que necesita para ello la ajena intervención de una entidad desencarnada, de un hipnotizador terreno, o bien, de algún medio que artificiosamente le ponga en trance, mientras que a los adeptos y fakires les basta para ello un breve rato de concentración y ensimismamiento.
Entre los medios artificiales de los que se valían los antiguos para determinar el estado de trance, citaremos las columnas de bronce del templo de Salomón, las campanillas y granadas de oro de Aarón y sumos pontífices hebreos, las sonoras campanas que pendían alrededor de la estatua de Júpiter Capitolino, las tazas de bronce que se empleaban en los Misterios durante el Kora, y las copas de bronce pendientes en círculo de un doble aro de doscientas granadas que servían de chapaletas en el hueco de las columnas. Las sacerdotisas que en el norte de la antigua Germania actuaban bajo la dirección de los Hierofantes, sólo podían profetizar entre el tumulto de las olas del mar o mirando de hito en hito la rápida corriente de un río. Las sacerdotisas de Dodona se situaban al mismo efecto bajo el roble de Zeus y quedaban hipnotizadas al murmullo de las hojas del árbol o del arroyuelo que regaba sus raíces.
Pero el adepto no necesita valerse de estos artificiosos medios, pues le basta con la simple acción de su potencia volitiva. Según el Atharva–Veda, la actualización de la potencia volitiva es la forma superior de la oración, que entonces obtiene inmediata respuesta. Del grado de intensidad del anhelo depende su realización, y ésta a su vez de la pureza interior.
Las entidades que se valen de la materia astral del cuerpo del médium, o de las auras de los circunstantes son, por lo general, los elementarios, o las entidades no purificadas todavía, porque los espíritus puros no quieren ni pueden manifestarse objetivamente.
¡Desgraciado del médium que cae en poder de las entidades astrales!
De la misma forma que el médium en estado cataléptico proyecta espectralmente un brazo, una mano o una cabeza, es posible que proyecte todo su vehículo astral y aparezca el espectro de cuerpo entero. A veces esta proyección es efecto de la voluntad del Yo superior del médium, sin que de ello tenga conciencia el yo inferior; pero generalmente la voluntad del médium queda paralizada por la influencia de las entidades elementarias que se apoderan del cuerpo astral del médium y lo proyectan por efecto de una acción análoga a la del hipnotizador respecto al sujeto.
Tiene razón Fairfield al afirmar que casi todos los médiums están aquejados de alguna enfermedad orgánica o desequilibrio psíquico, y en algunos casos transmiten estas dolencias a sus hijos. En cambio, se equivoca completamente al atribuir todos los fenómenos psíquicos a las morbosas condiciones fisiológicas del médium, pues los adeptos de la Magia Superior gozan constantemente de robusta salud mental y física, y precisamente sólo ellos son capaces de producir a su libre voluntad fenómenos psíquicos.
El Adepto tiene perfecta conciencia de su actuación y no está sujeto como los médiums a los cambios de temperatura de la sangre, ni a los síntomas morbosos, ni exige condiciones previamente establecidas, sino que opera los fenómenos en todo tiempo y lugar, y en vez de sujetarse a influencias ajenas, rige y domina las fuerzas psíquicas con su férrea voluntad.
En el adepto actúan armónicamente cuerpo, alma y espíritu, al paso que en el médium el cuerpo es una masa de materia cataléptica y el alma y el espíritu se ausentan casi siempre mientras dura aquel estado para prestar sus vehículos inferiores a las entidades psíquicas. Los adeptos no sólo pueden proyectar espectralmente a voluntad una parte, sino todo su cuerpo astral.
En cambio, el médium no actualiza fuerza de voluntad alguna, pues basta para la producción del fenómeno que antes de caer en trance sepa lo que de él esperan los investigadores. Cuando el Ego del médium no esté entorpecido por influencias ajenas, actuará fuera de la conciencia física con tanta seguridad como en los casos de sonambulismo, y sus percepciones objetivas y subjetivas serán de agudeza igual a las del sonámbulo, porque cuanto más sutil es el vehículo en que actúa el Ego, tanto más delicadas y agudas son sus percepciones.
Es fama que el órfico Epiménides estuvo dotado de santas y maravillosas facultades, entre ellas la de desprenderse de su cuerpo físico siempre y durante el tiempo que quería. Muchos otros filósofos antiguos tuvieron la misma facultad. Apolonio de Tyana podía dejar conscientemente su cuerpo físico en cualquier instante y operaba fenómenos prodigiosos a la luz del día; como por ejemplo, cuando en presencia del emperador Domiciano y de multitud de circunstantes se desvaneció de repente para aparecer al cabo de una hora en la gruta de Puteoli. Tampoco necesitó de nadie el taumaturgo pitagórico Empédocles de Agrigento para resucitar a una mujer, ni exigió condiciones preestablecidas para desviar una tromba de agua que amenazaba caer sobre la ciudad. Estos teurgos eran magos, y por esto podían obrar a voluntad semejantes prodigios que no hubieran alcanzado si tan sólo fueran médiums.
De igual manera, no le era necesario a Simón el Mago ponerse en trance para elevarse por los aires en presencia de multitud de testigos, entre los que se hallaban los Apóstoles. Como dice Paracelso:
No requieren estas obras conjuros ni ceremonias, ni formación de círculos ni quemas de incienso. Es tal la alteza del Espíritu humano que no acierta a expresarse con palabras. Si comprendiéramos debidamente hasta dónde alcanza su poder, nada nos sería imposible en la Tierra. Inmutable y eterno es como Dios el Espíritu del hombre. La imaginación se educe y robustece por la confianza en nuestra voluntad. La confianza debe confirmar la imaginación, porque establece la Voluntad.