Читать книгу El que susurra en la oscuridad - Говард Лавкрафт, H. P. Lovecraft, Говард Филлипс Лавкрафт - Страница 4

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Tengan muy presente que en último término no presencié ningún horror visual. Decir que una conmoción mental fue la causa de lo que deduje — aquella última gota que me hizo escapar de la solitaria granja de Akeley y lanzarme, en plena noche, por las desoladas montañas de Vermont en un vehículo requisado—, no es sino querer ignorar los hechos más palmarios de mi experiencia final. No obstante las cosas tan fascinantes que tuve ocasión de ver y oír y la imborrable huella que en mí dejaron, ni siquiera hoy puedo afirmar si estaba o no equivocado por lo que respecta a mi horrible deducción. Ya que, después de todo, la desaparición de Akeley no prueba nada. No se encontró algo anormal en su casa a pesar de las huellas de proyectiles que había dentro y fuera de ésta. Daba la impresión de que hubiera salido a dar una vuelta por las montañas y, por algún motivo desconocido, no hubiera regresado. No había la menor indicación de que alguien hubiera pasado por allí, ni de que aquellos horribles cilindros y máquinas hubieran estado almacenados en el estudio. Que Akeley profesara un temor reverencial hacia las verdes y abigarradas montañas y los innumerables cursos de agua entre los que había nacido y se había criado, tampoco quería decir nada en absoluto, pues se cuentan por millares las personas sujetas a tan morbosas aprensiones. La extravagancia, además, podía contribuir a explicar los extraños actos y recelos en que incurrió hacia el final.

Todo comenzó, por lo que a mí respecta, con las históricas, y hasta entonces jamás vistas, inundaciones de Vermont del 3 de noviembre de 1927. Por aquel entonces era yo, al igual que sigo siendo hoy, profesor de Literatura en la Universidad de Miskatonic, en Arkham, Massachusetts, y un entusiasta aficionado al estudio del folclore de Nueva Inglaterra. Poco después de la inundación, entre los numerosos reportajes sobre calamidades, desgracias y auxilios organizados que llenaban las páginas de los periódicos, apareció una serie de extrañas historias acerca de objetos que se encontraron flotando en algunos de los desbordados ríos. En ellas hallaron oportunidad muchos de mis amigos para enfrascarse en curiosas polémicas, y acabaron recurriendo a mí, confiando en que podría aclararles algo al respecto. Me sentí halagado al comprobar en qué medida se tomaban en serio mis estudios sobre el folclore, e hice lo que pude por reducir a su justo término aquellas infundadas y confusas historias que tan genuinamente parecían tener origen en las antiguas supersticiones populares. Me divertía mucho encontrar a personas cultas convencidas de que debía haber algo de misterioso y perverso en el fondo de aquellos rumores.

Las leyendas que atrajeron mi atención procedían en su mayor parte de lectores de periódicos, aunque una de aquellas increíbles historias tenía una fuente oral y a un amigo mío se la reprodujo su madre en una carta que le envió desde Hardwick, Vermont. Lo que se describía en ellas era, en esencia, lo mismo, aunque parecía haber tres variantes: una estaba relacionada con el río Winoski, cerca de Montpelier; otra tenía que ver con el río West, en el condado de Windham, allende Newfane; y una tercera se centraba en el Passumpsic, condado de Caledonia, al norte de Lyndonville. Desde luego, muchos de los artículos hacían referencia a otros ejemplos, pero en última instancia todos parecían reducirse a estos tres. En todos los casos, los campesinos afirmaban haber visto uno o más objetos muy extraños y desconcertantes en las agitadas aguas que bajaban de las poco frecuentadas montañas, y había una acusada tendencia a relacionar aquellas visiones con un primitivo y semiolvidado ciclo de leyendas tradicionales que los ancianos revivían para el caso en cuestión.

Lo que la gente creía ver eran formas orgánicas muy distintas a cualesquiera otras vistas con anterioridad. Naturalmente, en aquel trágico periodo los ríos arrastraban muchos cadáveres de seres humanos. Ahora bien, quienes describían aquellas extrañas formas estaban convencidos de que no se trataban de seres humanos, a pesar de algunas aparentes semejanzas en tamaño y aspecto general. Tampoco, decían los testigos, podían ser las de ningún animal conocido en Vermont. Eran objetos rosáceos de un metro y medio de largo, con cuerpos revestidos de un caparazón provisto de grandes aletas dorsales o alas membranosas y varios pares de patas articuladas, y con una especie de intrincada forma elipsoide, cubierta con infinidad de antenáculos, en el lugar en que normalmente se encontraría la cabeza. Resultaba curioso hasta qué punto coincidían los relatos de las diferentes fuentes, aunque en parte se explicaba por el hecho de que las antiguas leyendas, difundidas en otro tiempo por toda la montañosa comarca, aportaban un cuadro morbosamente vivido que podía muy bien teñir la imaginación de los testigos implicados. De lo que deduje que los testigos —todos ellos personas sencillas e ingenuas de comarcas escasamente pobladas— habían vislumbrado los destrozados y abotagados cadáveres de seres humanos y animales domésticos en las turbulentas aguas, y el recuerdo latente de las antiguas leyendas los había llevado a revestir de atributos fantásticos a aquellos cadáveres dignos de la mayor compasión.

Dichas leyendas, aun cuando nebulosas, ambiguas y en gran medida olvidadas por las actuales generaciones, tenían rasgos muy singulares y, sin duda, reflejaban la influencia de primitivos relatos tradicionales indios. Era algo que, aunque jamás había estado en Vermont, conocía bien gracias a la curiosísima monografía de En Davenport, en la que se recopila material de la tradición oral recogido con anterioridad a 1839 entre las personas más ancianas del estado. Este material, por otro lado, coincide casi con puntualidad con historias que he escuchado personalmente de boca de los ancianos campesinos de la región montañosa de New Hampshire. De manera breve y resumidas, hacían referencia a una raza oculta de monstruosos seres que habitaban en algún perdido lugar de las más remotas montañas, en los densos bosques de las más altas cumbres y en los sombríos valles bañados por cursos de agua de origen desconocido. Rara vez eran avistados estos seres, pero había testimonios de su presencia, aportados por quienes se habían adentrado más allá de lo normal en las vertientes de determinada montaña o aventurado en las profundidades de determinados barrancos que hasta los lobos rehuían.

En el limo depositado a orillas de los arroyos y en los terrenos yermos había extrañas huellas, las cuales no podía decirse si eran de pies o de zarpas, y unos curiosos círculos de piedras, con la hierba arrancada a su alrededor, que no parecían haber sido colocados allí ni configurados por la acción de la naturaleza. También había cuevas de dudosa profundidad en las laderas de las montañas, cuyas bocas de acceso estaban cerradas por grandes piedras dispuestas de forma nada casual y con más extrañas huellas de lo normal, las cuales se encaminaban tanto hacia el interior como hacia el exterior de la cueva... en el supuesto de que su dirección pudiera determinarse con exactitud. Y lo peor de todo era lo que algunas personas arriesgadas habían visto, ocasionalmente a la luz del crepúsculo, en los más remotos valles y en los frondosos y empinados bosques por encima de los límites normales de ascensión.

Todo habría resultado menos alarmante si los relatos aislados de tales acontecimientos no hubieran coincidido en tal grado. En efecto, la mayoría de los rumores que circulaban tenían algo en común, ya que sostenían que aquellas criaturas eran una especie de grandes cangrejos de color rojizo, con muchos pares de patas y dos grandes alas como de murciélago en medio del lomo. Unas veces caminaban sobre todas sus patas, y otras sólo sobre el par trasero, utilizando las restantes para transportar grandes objetos de naturaleza desconocida. En cierta ocasión fueron vistos en crecido número, al tiempo que un destacamento suyo vadeaba, de tres en línea en formación prácticamente militar, una corriente de agua poco profunda que discurría entre frondosos bosques. Una noche se vio a uno de aquellos seres volando, tras arrojarse de la cima de una colina pelada y solitaria, y desaparecer en el cielo después que sus grandes alas batientes reflejaron por un instante su silueta contra la luna llena.

Aquellos seres no parecían tener, por lo general, la menor intención de atacar a los hombres, aunque a veces se les responsabilizó de la desaparición de algún que otro osado individuo, sobre todo personas que levantaban casas demasiado cerca de ciertos valles o próximas a las cumbres de determinadas montañas. El asentamiento en muchos lugares se hizo poco recomendable; esta creencia perduró aún mucho después de olvidarse la causa. Un escalofrío se apoderaba de la gente al dirigir la mirada hacia algunos barrancos próximos en las estribaciones de aquellos siniestros y verdes centinelas, aun cuando no recordaran cuántos colonos habían desaparecido y cuántas granjas habían ardido hasta reducirse a cenizas.

No obstante que, según las más antiguas leyendas, aquellas criaturas sólo atacaban a quienes violaban su intimidad, había relatos posteriores que dejaban constancia de su curiosidad respecto de los hombres y de sus tentativas por establecer avanzadillas secretas en el mundo de los seres humanos. Circulaban historias de extrañas huellas de zarpas vistas en las proximidades de las ventanas de alguna solitaria granja al despuntar el día y de alguna que otra desaparición en comarcas alejadas de los núcleos que se hallaban, evidentemente, bajo los efectos del hechizo. Historias, por lo demás, de susurrantes voces imitadoras del lenguaje humano que hacían sorprendentes ofrecimientos a los solitarios viajeros que se aventuraban por caminos y senderos abiertos en los frondosos bosques, y de niños aterrorizados por cosas vistas u oídas en los mismos linderos del bosque. En la etapa final de las leyendas —la inmediatamente anterior al declinar de la superstición y al abandono de los temidos lugares—, se encuentran sorprendentes referencias a ermitaños y solitarios colonos que en algún momento de su vida parecieron experimentar un repulsivo cambio de actitud mental, por lo que se les rehuía y rumoraba de ellos que se habían vendido a aquellos extraños seres. En uno de los condados del noreste, parece que hacia 1800, estuvo de moda acusar a todas aquellas personas que llevaban una vida retraída o excéntrica de ser aliados o representantes de las detestables criaturas.

Por lo que se refiere a la naturaleza de aquellos seres, las posibles explicaciones diferían sobremanera. Por lo general, se les designaba con el nombre de “aquellos” o “los antiguos”, aunque otras denominaciones tuvieron un uso local y transitorio. Es muy posible que el grueso de los colonos puritanos viera en ellos, lisa y llanamente, a la parentela del diablo, hasta el punto de hacer de aquellos seres el fundamento de una especulación teológica inspirada en el terror. Quienes tenían sangre celta en sus venas —sobre todo el elemento escocés-irlandés de New Hampshire y sus descendientes asentados en Vermont gracias a los privilegios otorgados a los colonos en tiempos del gobernador Wentworth— los relacionaban con los genios malignos y con los “faunos”, que habitaban en las tierras pantanosas y en las fortificaciones orográficas, y se protegían de ellos por medio de fórmulas mágicas transmitidas de generación en generación. Sin embargo, las teorías más fantásticas eran, con gran diferencia, las de los indios. Si bien las leyendas diferían según las tribus, había una acusada tendencia a creer en ciertos rasgos característicos, y estaban unánimemente de acuerdo en que aquellas criaturas no pertenecían a este mundo.

Los mitos de los pennacook, que por otro lado eran los más coherentes y pintorescos, indicaban que los seres alados procedían de la celeste Osa Mayor y tenían minas en las montañas de la tierra de las que extraían una clase de piedra que no existía en ningún otro planeta. No vivían aquí, señalaban los mitos, sino que se limitaban a mantener avanzadillas y regresaban volando con grandes cargamentos de tierra a sus septentrionales estrellas. Sólo atacaban a los seres terrestres que se acercaban demasiado a ellos o que los espiaban. Los animales los rehuían debido a un temor instintivo, no por miedo a que intentaran cazarlos. No podían comer ni cosas ni animales terrestres, por lo que se veían forzados a traer sus víveres de las estrellas. Era peligroso acercarse a aquellos seres, y a veces los jóvenes cazadores que se aventuraban en sus montañas no regresaban. También resultaba peligroso escuchar lo que susurraban al caer la noche sobre el bosque, con voces semejantes a las de una abeja que tratara de imitar la voz humana. Conocían las lenguas de todas las tribus —pennacooks, hurones, cinco naciones...—, pero no parecían tener ni necesitar una lengua propia. Hablaban con la cabeza, la cual experimentaba cambios de color conforme con lo que quisieran expresar.

Todas las leyendas, ya tuvieran su origen entre los blancos o entre los indios, se desvanecieron en el curso del siglo XIX, a excepción de alguno que otro atávico resurgir. El estado de Vermont se fue poblando de colonos, y una vez levantados los habituales caminos y viviendas, según un plan fijado de antemano, sus habitantes fueron olvidando poco a poco los temores y prevenciones que los impulsaron a poner en marcha aquel plan, e incluso que hubieran existido tales temores y prevenciones. Lo único que sabía la mayoría de la gente era que ciertas comarcas montañosas tenían fama de insalubres, improductivas y, por lo general, que era poco aconsejable vivir en ellas, y que cuanto más lejos se estuviera de ellas mejor marcharían las cosas. Con el transcurso del tiempo, los trillados caminos que imponían la costumbre y los intereses económicos acabaron por arraigar tanto en los lugares en que se asentaron que no había por qué salir de ellos, y así, más por accidente que por designio, las montañas frecuentadas por aquellos seres permanecieron desiertas. Salvo durante alguna que otra rara calamidad local, sólo las parlanchinas abuelitas y los meditabundos nonagenarios hablaban ocasionalmente en voz baja de seres que habitaban en aquellas montañas; incluso, en aquellos entrecortados susurros reconocían que no había mucho que temer de ellos ahora que ya estaban acostumbrados a la presencia de casas y poblados, y que los seres humanos no los importunaban para nada en el territorio elegido por ellos.

Hacía tiempo que sabía todo esto debido a mis lecturas y a ciertas tradiciones populares recopiladas en New Hampshire, por lo que cuando empezaron a correr los rumores sobre la época de la gran inundación, pude deducir con facilidad el trasfondo imaginativo sobre el que se habían levantado.

Me esforcé en explicárselo a mis amigos y, a su vez, no pude menos que divertirme cuando ciertos individuos de esos que les gusta llevar siempre la contraria siguieron insistiendo en la posibilidad de que hubiera algo de cierto en aquellos rumores. Tales personas trataban de poner de relieve que las primitivas leyendas tenían una persistencia y uniformidad significativas y que la naturaleza de las montañas de Vermont, prácticamente aún por explorar, no hacía aconsejable mostrarse dogmático acerca de lo que pudiera habitar o no en ellas. Tampoco se acallaron cuando les aseguré que todos los mitos tenían unos conocidos rasgos característicos en común con los de la mayor parte del género humano, ya que venían prefigurados por las fases iniciales de la experiencia imaginativa que siempre producía idéntico tipo de ilusión.

Fue inútil demostrarles a mis contrarios que los mitos de Vermont apenas diferían en esencia de las leyendas universales sobre la personificación natural que llenaron el mundo antiguo de faunos, dríadas y sátiros, inspiraron los kallikanzarai de la Grecia moderna y confirieron a las tierras incivilizadas, como el país de Gales e Irlanda, esas sombrías alusiones a extrañas, pequeñas y terribles razas ocultas de trogloditas y moradores de madrigueras. Resultó inútil, igualmente, señalar la aún más sorprendente similitud que guardaban con la creencia común entre los habitantes de las tribus montañosas del Nepal en el temible Mi-Go o “abominable hombre de las nieves”, que está espeluznantemente al acecho entre las cimas de hielo y roca de las altas cumbres del Himalaya. Cuando saqué a colación este dato, mis contrarios lo volvieron contra mí, alegando que esto no hacía sino demostrar una cierta historicidad real de las antiguas leyendas y que era un argumento más a favor de la efectiva existencia de alguna extraña y primitiva raza terrestre, que se vio obligada a ocultarse tras la aparición y predominio del género humano, y que era muy posible que hubiera logrado sobrevivir en número reducido hasta épocas relativamente recientes... o incluso hasta nuestros días.

Cuanto más me incitaban a la risa tales teorías, más se aferraban a ellas mis empecinados amigos; llegaron a añadir que, incluso, sin la ascendencia de la leyenda, los rumores que corrían eran demasiado claros, coherentes, detallados y sensatamente prosaicos en su exposición, como para que fueran ignoradas. Dos o tres fanáticos extremistas llegaron al punto de querer encontrar posibles significados en las antiguas leyendas indias, que atribuían un origen extraterrestre a los seres ocultos, al tiempo que citaban en apoyo de sus argumentos los increíbles libros de Charles Fort, en los que se pretende demostrar que viajeros de otros mundos y del espacio exterior hacían frecuentes visitas a la Tierra. La mayoría de mis adversarios, no obstante, eran simples románticos que no hacían sino transferir a la vida real las fantásticas tradiciones de faunos al acecho popularizadas por ese excelente autor de relatos de terror que es Arthur Machen.

El que susurra en la oscuridad

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