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19. EL CUELLO DE CAMISA

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Érase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseía un calzador y un peine; pero tenía un cuello de camisa que era el más notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenía ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquí que en el cesto de la ropa coincidió con una liga.

Dijo el cuello:

— Jamás vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ¿Me permite que le pregunte su nombre?

— ¡No se lo diré! — respondió la liga.

— ¿Dónde vive, pues? — insistió el cuello.

Pero la liga era muy tímida, y pensó que la pregunta era algo extraña y que no debía contestarla.

— ¿Es usted un cinturón, verdad? — dijo el cuello-, ¿una especie de cinturón interior? Bien veo, mi simpática señorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno.

— ¡Haga el favor de no dirigirme la palabra! — dijo la liga. — No creo que le haya dado pie para hacerlo.

— Sí, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita-replicó el cuello no hace falta más motivo.

— ¡No se acerque tanto! — exclamó la liga-. ¡Parece usted tan varonil!

— Soy también un caballero fino-dijo el cuello-, tengo un calzador y un peine -. Lo cual no era verdad, pues quien los tenía era su dueño; pero le gustaba vanagloriarse.

— ¡No se acerque tanto! — repitió la liga-. No estoy acostumbrada.

— ¡Qué remilgada! — dijo el cuello con tono burlón; pero en éstas los sacaron del cesto, los almidonaron y, después de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la tabla de planchar; y llegó la plancha caliente.

— ¡Mi querida señora-exclamaba el cuello-, mi querida señora! ¡Qué calor siento! ¡Si no soy yo mismo! ¡Si cambio totalmente de forma! ¡Me va a quemar; va a hacerme un agujero! ¡Huy! ¿Quiere casarse conmigo?

— ¡Harapo! — replicó la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello; se imaginaba ser una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren.

— ¡Harapo! — repitió.

El cuello quedó un poco deshilachado de los bordes; por eso acudió la tijera a cortar los hilos.

— ¡Oh! — exclamó el cuello-, usted debe de ser primera bailarina, ¿verdad? ¡Cómo sabe estirar las piernas! Es lo más encantador que he visto. Nadie sería capaz de imitarla.

— Ya lo sé-respondió la tijera.

— ¡Merecería ser condesa! — dijo el cuello-. Todo lo que poseo es un señor distinguido, un calzador y un peine. ¡Si tuviese también un condado!

— ¿Se me está declarando, el asqueroso? — exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un corte que lo dejó inservible.

— Al fin tendré que solicitar la mano del peine. ¡Es admirable cómo conserva usted todos los dientes, mi querida señorita! — dijo el cuello-. ¿No ha pensado nunca en casarse?

— ¡Claro, ya puede figurárselo! — contestó el peine-. Seguramente habrá oído que estoy prometida con el calzador.

— ¡Prometida! — suspiró el cuello; y como no había nadie más a quien declararse, se las dio en decir mal del matrimonio.

Pasó mucho tiempo, y el cuello fue a parar al almacén de un fabricante de papel. Había allí una nutrida compañía de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el suyo, como exige la corrección. Todos tenían muchas cosas que explicar, pero el cuello los superaba a todos, pues era un gran fanfarrón.

— ¡La de novias que he tenido! — decía-. No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. Tenía además un calzador y un peine, que jamás utilicé. Tenían que haberme visto entonces, cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidaré de mi primera novia; fue una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mí se tiró a una bañera. Luego hubo una plancha que ardía por mi persona; pero no le hice caso y se volvió negra. Tuve también relaciones con una primera bailarina; ella me produjo la herida, cuya cicatriz conservo; ¡era terriblemente celosa! Mi propio peine se enamoró de mí; perdió todos los dientes de mal de amores. ¡Uf!, ¡la de aventuras que he corrido! Pero lo que más me duele es la liga, digo, la cinturilla, que se tiró a la bañera. ¡Cuántos pecados llevo sobre la conciencia! ¡Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco!

Y fue convertido en papel blanco, con todos los demás trapos; y el cuello es precisamente la hoja que aquí vemos, en la cual se imprimió su historia. Y le está bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. Tengámoslo en cuenta, para no comportarnos como él, pues en verdad no podemos saber si también nosotros iremos a dar algún día al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en papel, y toda nuestra historia será impresa (aún lo más íntimo y secreto de ella), y andaremos por esos mundos teniendo que contarla.

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