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El primer pensamiento del día, nada más despertarse: comprobar la grabación de la cámara.

Maya se levantaba siempre a las 4.58 en punto. Había quien decía que tenía uno de esos despertadores integrados en la cabeza, pero si así era, solo podía programarlo a las 4.58, y no era capaz de desconectarlo, ni siquiera en esas noches que acababan tarde y en las que habría querido disponer de unos minutos más de sueño por la mañana. Aunque intentara «programar» el despertador para que sonara unos minutos antes o después, siempre acababa sonando a las 4.58. Eso ocurría desde sus tiempos de recluta, cuando tocaban diana a las 5.00: aunque la mayoría de sus compañeros protestaban y se levantaban a regañadientes, cuando venían a llamarlos ella ya llevaba dos minutos despierta y estaba preparada para la inminente llegada del sargento instructor, que raramente se presentaba de buen humor.

La noche anterior, después de caer dormida (o más bien fulminada por las pastillas), había dormido profundamente. Curiosamente, todos esos demonios que a veces la poseían no aparecían mientras dormía: nada de pesadillas, de sábanas revueltas, nada de despertarse con un sudor frío. Maya nunca recordaba sus sueños, lo cual podía significar que había dormido plácidamente, o que fuera lo que fuera lo que sucedía en ellos, su subconsciente se apiadaba de ella y le permitía olvidarlos.

Cogió la cinta elástica para el pelo de la mesilla de noche y se hizo una cola de caballo. A Joe le gustaba la cola de caballo. «Me encanta tu estructura ósea —solía decir—. Quiero ver la mayor parte posible de tu rostro». También le gustaba jugar con la cola de caballo y, en algunas ocasiones, incluso le tiraba de ella suavemente, pero eso era en otro contexto. Se ruborizó un poco al pensarlo.

Miró si tenía mensajes en el teléfono. No había nada importante. Sacó las piernas de la cama, se levantó y recorrió el pasillo en silencio. Lily seguía durmiendo. Normal. En cuanto a despertador interno, Lily se parecía más a su padre, que era de los que dormían hasta que no quedaba más remedio que levantarse.

Fuera, aún estaba oscuro. La cocina olía a algo horneado; evidentemente, eso era cosa de Isabella. Maya no cocinaba, ni hacía pasteles, ni ninguna otra actividad culinaria a menos que se viera obligada. Muchos de sus amigos eran grandes aficionados a la cocina, algo que a ella le parecía divertido, dado que durante generaciones, y de hecho a lo largo de casi toda la existencia de la humanidad, cocinar había sido considerado una tarea tediosa y pesada que la gente intentaba evitar. En los libros de historia, raramente se encontraban relatos sobre monarcas, nobles o nadie mínimamente privilegiado que disfrutara pasando tiempo en la cocina. Comiendo sí, claro. ¿Platos finos y buenos vinos? Por supuesto. Pero ¿preparar las comidas? Ese era trabajo para los sirvientes.

Maya se planteó hacerse unos huevos revueltos con beicon, pero echar un poco de leche en un tazón de cereales requería mucho menos esfuerzo. Se sentó a la mesa e intentó no pensar en la lectura del testamento de Joe. No creía que pudiera haber ninguna sorpresa. Habían firmado un acuerdo prenupcial («Es algo familiar; si uno de los Burkett no firma, queda desheredado», le había dicho Joe) y, tras el nacimiento de Lily, Joe había dispuesto las cosas para que, en caso de morir, todas sus pertenencias fueran a parar a un fideicomiso a nombre de su hija. A Maya eso ya le parecía bien.

No había cereales en el armario. Mierda. Isabella se había estado quejando de la cantidad de azúcar que llevaban, pero ¿habría llegado al extremo de tirarlos? Maya se fue hacia la nevera, y de pronto se acordó de algo.

Isabella.

La cámara de vigilancia.

Se había despertado pensando en eso, lo cual era algo raro. Sí, comprobaba la grabación casi todos los días, pero no todos. Nunca le pareció que fuera algo urgente. Nunca pasaba nada mínimamente cuestionable. Maya normalmente veía las imágenes con el botón de avance rápido apretado. En la pantalla siempre veía a Isabella contenta y risueña, lo cual resultaba algo inquietante, porque ese no era su estado habitual el resto del tiempo. Era cierto que con Lily se animaba, pero Isabella tenía la cara como la de un tótem indio. Sonreír no era su especialidad.

Sin embargo, sí que sonreía ante la cámara. Era la niñera perfecta todo el rato y —seamos realistas— nadie lo es. Nadie. Todos tenemos nuestros momentos, ¿no?

¿Sabría Isabella que le había puesto una cámara?

El ordenador portátil de Maya y el lector SD que le había dado Eileen estaban en su mochila. Durante un tiempo había usado su mochila militar —una beige, de nailon, con muchos bolsillos—, pero había demasiados aspirantes a soldado que se compraban mochilas parecidas en internet, y al final tuvo la impresión de que resultaba ostentosa. Joe le había comprado una Tumi de Kevlar. A ella le parecía cara, hasta que vio lo que pagaban por sus mochilas militares los aspirantes a soldado.

Cogió el marco digital, apretó el botón lateral y sacó la tarjeta SD. Pensó en qué pasaría si Isabella se hubiera dado cuenta. Para empezar... ¿tan raro sería? La verdad era que no. Una persona observadora como Isabella podría preguntarse por qué había comprado un nuevo marco de fotos la señora de la casa. Y podría preguntarse por qué había aparecido justamente el día después del entierro del señor de la casa.

Aunque quizá no. ¿Cómo iba a saberlo? Maya metió la tarjeta SD en el lector y lo conectó al puerto USB. ¿Por qué le ponía nerviosa todo aquello? Si sus sospechas eran ciertas, si Isabella se había dado cuenta de que el nuevo marco contenía algo más que un popurrí de fotografías de familia, por supuesto que Maya solo podía esperar ver imágenes de su conducta ejemplar. No sería tan tonta de hacer algo sospechoso. La idea de la cámara oculta se basaba precisamente en que estuviera escondida. Si la niñera estaba al corriente, todo aquello no tenía ningún sentido.

Apretó el botón de reproducción. La cámara estaba conectada a un detector de movimiento que activaba la grabación, de modo que el vídeo empezó con la imagen de Isabella acercándose con una taza de café, por supuesto con tapa protectora, para no correr el riesgo de que la niña pudiera quemarse con el líquido caliente. Isabella recogió la jirafa de peluche de Lily del suelo y se dirigió de nuevo hacia la cocina, y salió del plano.

—Mami.

La cámara no tenía audio, así que Maya se giró y miró hacia las escaleras, donde estaba su hija. Una sensación cálida le inundó el pecho. Podía tener una actitud fría respecto a todas esas cosas que se decían en las reuniones de mamás, pero esa sensación que te da ver a tu hija, cuando el resto del mundo desaparece, cuando todo lo que no es esa carita se convierte en decorado, en una imagen de fondo... eso Maya sí que lo entendía.

—Hola, tesoro.

Maya había leído en algún sitio que los niños de dos años tienen un vocabulario de unas cincuenta palabras de media. Y le daba la impresión de que era cierto. Una de las importantes de la pequeña lista era «más». Maya subió las escaleras rápidamente, pasó las manos por detrás de la barandilla de seguridad para niños y cogió a Lily en brazos. La niña sostenía en las manos uno de esos libros de páginas de cartón indestructibles, una versión abreviada del clásico del Dr. Seuss Un pez, dos peces, pez rojo, pez azul. Los últimos días se llevaba ese libro a todas partes, como hacen a veces los niños con su osito de peluche. Un libro en lugar de un animal de trapo; eso a Maya le producía un enorme placer.

—¿Quieres que mami te lea el libro?

Lily asintió.

Maya la llevó al piso de abajo y la sentó junto a la mesa de la cocina. El vídeo seguía avanzando. Una cosa que había aprendido Maya era que a los niños pequeños les encantan las repeticiones. Todavía no buscan experiencias nuevas. Lily tenía toda una colección de libros. A Maya le encantaba la narrativa de los libros de P. D. Eastman como ¿Eres mi mamá? o Un pez fuera del agua, ambos con momentos de miedo y finales inesperados. Lily siempre escuchaba —cualquier libro era mejor que ningún libro— pero siempre acababa volviendo a las rimas y a las ilustraciones del Dr. Seuss. Y en el fondo era lógico.

Maya echó un vistazo a la pantalla del ordenador, donde seguían apareciendo las imágenes de la cámara. En la pantalla, Lily e Isabella estaban en el sofá. Isabella le daba a Lily galletitas Goldfish, una después de otra, como si fueran premios de los que se dan a las focas en los acuarios. Eso le dio la idea de sacar unas galletitas de la despensa y ponerlas sobre la mesa. Lily fue cogiendo galletitas y se las comió una después de la otra.

—¿Quieres algo más?

Lily negó con la cabeza y señaló el libro:

—Lee.

—«Lee», no. Di «Mami, ¿me lees, por favor?».

Tampoco era tan importante. Así que cogió el libro, lo abrió por la primera página y empezó con un pez, dos peces, pasó la página. Estaba a punto de llegar al pez grande con el sombrero amarillo cuando algo en la pantalla del ordenador le llamó la atención.

Maya dejó de leer.

—Más —dijo Lily.

La cámara había vuelto a activarse, pero no se veía nada. ¿Cómo...? Maya supuso que estaba viendo la espalda de Isabella. Isabella estaría de pie, justo delante del marco, y por eso no podía ver nada.

Pero no.

Isabella no era tan alta. Podía taparla con la cabeza. Pero no con la espalda. Además, se distinguía el color. El día anterior Isabella llevaba una blusa roja. Esa camisa era verde.

Verde bosque.

—¿Mami?

—Un segundo, cariño.

Quienquiera que fuera se apartó del marco digital y salió del campo de visión. Ahora Maya veía el sofá. Lily estaba ahí sentada, sola. Tenía aquel mismo libro en las manos, y lo hojeaba por su cuenta, fingiendo que lo leía.

Maya esperó.

Por la izquierda —por la cocina— apareció alguien. No era Isabella.

Era un hombre.

Al menos parecía un hombre. Aún estaba demasiado cerca de la cámara, y en un ángulo que hacía imposible verle el rostro. Por un momento, Maya pensó que podía ser Héctor, que quizá hubiera entrado para hacer un descanso, tomar un vaso de agua o lo que fuera, pero Héctor llevaba un mono y una sudadera.

Ese tipo llevaba vaqueros azules y una camisa verde... verde bosque...

En la pantalla, Lily levantaba la vista y miraba a aquel hombre, si es que era un hombre. Al ver cómo le sonreía, Maya sintió un nudo en el estómago. Lily no aceptaba bien a los extraños. Así que quienquiera que fuera, quienquiera que llevara esa camisa verde bosque que tan familiar le resultaba... El hombre se acercó al sofá. Daba la espalda a la cámara, así que Maya no podía ver a su hija. Maya sintió pánico al perderla de vista y, de hecho, ladeó el cuerpo a derecha e izquierda, como si así pudiera ver más allá y asegurarse de que su hija seguía ahí, en el sofá, segura, con ese libro del Dr. Seuss en la mano. Tenía la sensación de que su hija estaba en peligro y de que este duraría al menos hasta que Maya pudiera volver a verla y vigilarla. El peligro era irreal, por supuesto, y Maya lo sabía. Estaba viendo algo que ya había ocurrido, no una transmisión en directo, y su hija estaba sentada a su lado, en perfecto estado y aparentemente feliz y contenta, o al menos hasta el momento en que su mamá había dejado de leerle para ponerse a mirar la pantalla del ordenador.

—¿Mami?

—Un segundo, cariño, ¿vale?

Era evidente que el hombre de los vaqueros azules y la camisa verde bosque —así describía siempre él el color de esa camisa, no diciendo verde, o verde oscuro, o verde intenso, sino verde bosque— no le había hecho ningún daño a su hija, ni se la había llevado, ni nada así, así que la ansiedad que sentía Maya en aquel momento parecía injustificada, y más que exagerada.

En la pantalla, el hombre se hizo a un lado.

Maya veía de nuevo a Lily. Debería ir pasándosele el miedo. Pero no fue eso lo que ocurrió. El hombre se giró y se sentó en el sofá, junto a Lily, de cara a la cámara, y sonrió. Maya no gritó, pero tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse.

«Flexiona, relaja, flexiona...».

Maya, que en la batalla siempre mantenía la cabeza fría, que siempre conseguía encontrar el modo de controlar las pulsaciones e incluso los subidones de adrenalina, para no quedar paralizada, lo intentó una vez más. La ropa, los vaqueros y especialmente la camisa de color verde bosque tendrían que haberla preparado para la posibilidad —y en este caso «posibilidad» significaba «imposibilidad»— de lo que veía ahora. Así que no se le escapó ningún grito, ningún gemido.

Pero el pecho se le hinchaba progresivamente, lo que le dificultaba la respiración. Sentía el frío en las venas. Y le temblaban los labios.

Allí, en la pantalla del ordenador, Maya vio cómo Lily se subía al regazo de su marido muerto.

Engaños

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