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Capítulo 1

Envainad las espadas brillantes, que el rocío va a oxidarlas.

No sabemos si William Shakespeare llegó a salir de Inglaterra. Entre 1585 y 1589 no consta en los registros ni da señales de vida. Seguramente estaba iniciándose en los teatros de Londres, pero sólo podemos suponerlo. Recuerdo que, cuando fui a Elsinor (Castillo de Kronborg en Helsingør, Dinamarca) y entré en la Gran Sala, tuve la sensación de que Shakespeare tenía que haberla visto. Hay toda una tradición de representaciones de Hamlet en la Gran Sala, con actores como John Gielgud, Laurence Olivier, Derek Jacobi y David Tennant.

Si es que Shakespeare hubiera viajado al continente, tal vez con una compañía de actores, parece improbable que hubiera visto Venecia. Tanto Otelo, el Moro de Venecia como El mercader de Venecia transmiten el ambiente de esa ciudad-estado, otrora poderosa, cuyo declive era muy evidente en la época de Shakespeare.

Otelo es la más dolorosa de las obras de Shakespeare y en algunos aspectos es elíptica y extrañamente enigmática. La raza de Otelo nunca se explicita. ¿Es el Moro Otelo un africano negro, o es bereber o árabe? En nuestro tiempo se impone el que tenga que ser representado como negro y por un actor negro. En la primera producción de 1604, fue Richard Burbage, el actor principal de Shakespeare, quien encarnó a Otelo, mientras que a Yago lo representó Robert Armin, que en 1600 había sustituido al ingobernable Will Kemp como gracioso o bufón de la compañía. No sabemos si Burbage actuaba con la cara ennegrecida o se presentaba como árabe. En 1604 un «moro» podía ser ambas cosas, y Shakespeare tuvo que observar una pluralidad de razas africanas cuando en 1601-1602 estuvieron en Londres el embajador de Marruecos y su séquito.

Las incongruencias de Otelo son fascinantes y decisivas. Desdémona tendrá unos catorce o quince años como máximo. Otelo tal vez unos cincuenta. Parece más bien distraído o miope y suele preguntar a Yago lo que ocurre. Al ser a la vez un espléndido capitán general de un ejército mercenario y una especie de hombreniño propenso a llorar, no facilita nuestra comprensión.

Como Otelo es evidentemente un cristiano devoto, nos preguntamos si fue bautizado como tal o si se convirtió. Si era un converso, no lo fue desde el islamismo, sino desde el paganismo. Es lo que parece sostener que era un negro africano descendiente de una familia real pagana. Los moros marroquíes se habían sometido al islamismo. La mayoría de los negros africanos de más al sur eran paganos. Según su propio relato, Otelo era de sangre regia y se había convertido en niño guerrero. Tras haber conocido el cautiverio, se había liberado y pudo seguir una larga carrera militar hasta alcanzar el indiscutido liderazgo de las fuerzas armadas de Venecia.

Su amor a Desdémona es más estético que libidinoso. Y el sano deseo de ella por él excede con mucho la apetencia carnal de él por ella. En diferentes momentos de este libro abordaré la controvertida cuestión de si Desdémona muere virgen. Apoyándome en el texto mostraré que ni Otelo ni ningún otro la llevó a la consumación.

Desde hace casi tres cuartos de siglo he estado asistiendo ávidamente a representaciones de Otelo. La primera fue en Nueva York, en noviembre de 1943, con Paul Robeson en el papel de Otelo, José Ferrer en el de Yago y Uta Hagen en el de Desdémona, y bajo la dirección de Margaret Webster, quien además encarnó vigorosamente a Emilia.

Con diferencia, el mejor Yago que he visto fue en la compleja y aterradora actuación de Frank Finlay, que vi en Londres en 1964. Laurence Olivier, con la cara pintada de negro, era un Otelo muy inapropiado, desbancado por Finlay y de hecho por el resto del reparto (Maggie Smith como Desdémona, Joyce Redman como Emilia y Derek Jacobi como Casio).

Más recientemente he visto varios Yagos excelentes, pero ninguno a la altura de Frank Finlay. De diferentes modos, Kenneth Branagh, el estupendo Simon Russell Beale y el actor cómico Rory Kinnear aumentaron mi percepción de Yago, pero ni siquiera Beale igualaba a Finlay. Añadiré que no he visto nunca un Otelo apropiado, salvo quizá el de Orson Welles en su versión cinematográfica (1951).

A lo largo de este libro, Yago. Las estrategias del mal, volveré varias veces a la actuación de Frank Finlay. Poseía una tensa fusión de amor y odio a Otelo. Yago es el alférez o portaestandarte del Moro Otelo, es decir, el soldado portador de la bandera de Otelo que ha jurado morir antes que permitir que le arrebaten los colores de su general. Ha luchado en las batallas de Otelo y ha adorado al Moro casi como a un dios. Antes de que empiece la tragedia, Yago ha sufrido una conmoción que lo ha castrado y le ha arruinado su razón de ser. Se le ha descartado para ascender a teniente de Otelo y padece de lo que el Satán de John Milton, que debe mucho a Yago, llama «un sentimiento del mérito herido».

En tanto que Lucifer aún no caído, Satán era, después de Dios, el segundo de la jerarquía celestial. Cuando Dios, con bastante beligerancia, proclama que acaba de engendrar a Cristo, su hijo unigénito, y que «Quien le desobedezca, Me desobedece», el ofendido Satán comienza su rebelión contra Dios. La progenie de Yago empieza con el Satán de Milton y de ahí pasa a los héroes plenamente románticos –el Prometeo de Shelley y el Caín de Byron– para después manifestarse en el Chillingworth de Nathaniel Hawthorne –que atormenta a Dimmesdale en La letra escarlata–, en el capitán Ahab del Moby-Dick de Herman Melville y el Claggart de su Billy Budd; en el Thomas Sutpen del Absalón, Absalón de William Faulkner, y en los dos aterradores descendientes de Yago: el despiadado Shrike,1 en Miss Lonelyhearts, de Nathaniel West, y el juez Holden en Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy.

Otelo vive del honor de las armas y ha elegido a Miguel Casio como su teniente porque intuye que Yago, aunque leal y «honrado» («honest», que significa brusco y franco),2 no conoce los límites que separan la guerra de la paz. Tal vez sea un guerrero estelar, pero carece de aptitudes para los tiempos de paz. Yago es un pirómano que quiere prender fuego a todo y a todos.

La tragedia empieza en una calle de Venecia con un diálogo entre Yago y Rodrigo, que se ha encaprichado con Desdémona y se convierte en el pagano de Yago:

Rodrigo

¡Calla, no sigas! Me disgusta muchísimo

que tú, Yago, que manejas mi bolsa

como si fuera tuya, no me lo hayas dicho.

Yago

Voto a Dios, ¡si no me escuchas!

Aborréceme si yo he soñado

nada semejante.

Rodrigo

Me decías que le odiabas.

Yago

Despréciame si es falso. Tres magnates

de Venecia se descubren ante él

y le piden que me nombre su teniente;

y te juro que menos no merezco,

que yo sé lo que valgo. Mas él, enamorado

de su propia majestad y de su verbo,

los evade con rodeos ampulosos

hinchados de términos marciales

(acto 1, escena 1)

Aún oigo a Frank Finley entonando ferozmente el desprecio de Yago por la hinchada rimbombancia de Otelo con su oculta inseguridad.

y acaba denegándoles la súplica.

Les dice: «Ya he nombrado a mi oficial».

Y, ¿quién es él?

Pardiez, todo un matemático,

un tal Miguel Casio, un florentino,

ya casi condenado a mujercita,

que jamás puso una escuadra sobre el campo

ni sabe disponer un batallón

mejor que una hilandera…si no es con teoría

libresca, de la cual también saben hablar

los cónsules togados. Mera plática sin práctica

es toda su milicia. Mas le ha dado el puesto,

y a mí, a quien ha visto dar pruebas en Rodas,

en Chipre y en tierras cristianas y paganas,

me deja a la zaga y a la sombra

del debe y el haber. Y este sacacuentas

es, en buena hora, su teniente, y yo,

vaya por Dios, el alférez de Su Morería.

Aquí hay que explicar el lenguaje de Yago. El «debe y el haber» reduce a Casio a contable, a sacacuentas que calcula usando un ábaco. La retórica sugiere ofensa, que Finlay expresaba con intensidad irónica, incluyendo el sarcasmo de «Su Morería».

La vehemencia de los comentarios iniciales de Yago indican el cambio radical que ha sufrido. Miguel Casio, que evidentemente no está casado, no tiene experiencia de la guerra, a diferencia de Yago, que ha combatido bajo el mando de Otelo en Rodas, Chipre y otros territorios. El alférez descartado se siente desinflado y estancado. Y pasa a declarar su nuevo credo:

Le sirvo para servirme de él.

Ni todos podemos ser amos, ni a todos

los amos podemos fielmente servir.

Ahí tienes al criado humilde y reverente,

prendado de su propio servilismo,

que, como el burro de la casa, sólo vive

para el pienso; y de viejo, lo licencian.

¡Que lo cuelguen por honrado! Otros,

revestidos de aparente sumisión,

por dentro sólo cuidan de sí mismos

y, dando muestras de servicio a sus señores,

medran a su costa; hecha su jugada,

se sirven a sí mismos. En éstos sí que hay alma,

y yo me cuento entre ellos.

Pues, tan verdad como que tú eres Rodrigo,

si yo fuera el Moro, no habría ningún Yago.

Sirviéndole a él, me sirvo a mí mismo.

Dios sabe que no actúo por afecto ni obediencia,

sino que aparento por mi propio interés.

Pues el día en que mis actos manifiesten

la índole y verdad de mi ánimo

en exterior correspondencia, ya verás

qué pronto llevo el corazón en la mano

para que piquen los bobos. Yo no soy el que soy.

Veremos el progresivo despertar del papel demoníaco de Yago, pero en esta fase él va tanteando la acción externa que oculte las intenciones de su pecho. Los pájaros bobos, incautos, están invitados a picotear en el corazón de Yago si, como sirviente, lleva la insignia de Otelo en la manga. El clímax es la grandiosa blasfemia «Yo no soy el que soy», que invoca la declaración de Yahvé en Éxodo, 3.14:

Y le respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros.

También hay en ella un eco burlón de San Pablo en Corintios 1, 15:10:

Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo.

En un sentido profundo Yago ya no es lo que era. Traducido rigurosamente, Yahvé proclama «Yo seré yo seré», es decir, yo estaré presente donde y cuando yo quiera estar presente. Yago se siente herido en su ser, lo que podría llamarse un vacío de presencia interior. Su dios le ha rechazado y él no conoce otra deidad que el dios de la guerra. En toda la obra hay indicios de que su constante salacidad procede de su impotencia.

Yago

Llama al padre. Al Moro despiértalo,

acósalo, envenena su placer, denúncialo

en las calles, irrita a los parientes de ella

y, si vive en un mundo delicioso,

inféstalo de moscas; si grande es su dicha,

inventa ocasiones de amargársela

y dejarla deslucida.

Rodrigo

Aquí vive el padre. Voy a dar voces.

Yago

Tú grita en un tono de miedo y horror,

como cuando, en el descuido de la noche,

estalla un incendio en ciudad populosa.

El tono de miedo cobra aquí el sentido de aterrador. Brabancio, cuyo única progenie es Desdémona, está furioso, pero de ningún modo aterrado:

Brabancio

¿A qué se deben esos gritos de espanto?

¿Qué os trae aquí?

Rodrigo

Señor, ¿vuestra familia está en casa?

Yago

¿Y las puertas bien cerradas?

Brabancio

¿Por qué lo preguntáis?

Yago

¡Demonios, señor, que os roban! ¡Vamos, vestíos!

¡El corazón se os ha roto, se os ha partido el alma!

Ahora, ahora, ahora mismo un viejo carnero negro

está montando a vuestra blanca ovejita. ¡Arriba, arriba!

Despertad con la campana a los que roncan,

si no queréis que el diablo os haga abuelo.

¡Vamos, arriba!

El triple «arriba» emplaza a Brabancio a oír la obscena burla de que el Moro está copulando con la bella Desdémona. Gozando el momento, Yago convertirá ingeniosamente «senador» en insulto.

Brabancio

¿Qué me cuentas de robos? Estamos en Venecia;

yo no vivo en el campo.

Rodrigo

Muy respetable Brabancio, acudo a vos

con lealtad y buena fe.

Yago

¡Voto al cielo! Sois de los que no sirven a Dios porque lo

manda el diablo. Venimos a ayudaros y nos tratáis como

salvajes. ¿Queréis que a vuestra hija la cubra un caballo

bereber y vuestros nietos os relinchen? ¿Queréis tener

jacos y rocines en lugar de allegados y parientes?

Brabancio

¿Y quién eres tú, desvergonzado?

Yago

Uno que viene a deciros que vuestra hija y el Moro

están jugando a la bestia de dos espaldas.

Brabancio

¡Miserable!

Yago

Y vos, senador.

«Bereber», del norte de África, enlaza con el Moro Otelo. Cuando Yago sugiere que los hijos de Otelo y Desdémona –los nietos de Brabancio– serán caballos, está evocando el miedo veneciano al matrimonio interracial. Y después explota esa inquietud con la visión rabelesiana de Otelo y Desdémona unidos como bestia de dos espaldas.

En una violenta escena callejera, Brabancio y una banda armada, con Rodrigo incluido, se enfrenta a Otelo y sus ayudantes, con Yago a la cabeza:

Yago

Es Brabancio. En guardia, general,

que viene con malas intenciones.

Otelo

¡Alto!

Rodrigo

Señor, es el Moro.

Brabancio

¡Ladrón! ¡Abajo con él!

Desenvainan por ambas partes.

Yago

¿Tú, Rodrigo? Vamos, aquí me tienes.

Otelo

Envainad las espadas brillantes, que el rocío

va a oxidarlas.

(acto 1, escena 2)

La auténtica grandeza del Otelo no caído reverbera en estas maravillosas palabras. Él ordena a ambos grupos que guarden las espadas en la vaina, advirtiéndoles implícitamente de que, si no, el brillante metal se oxidará en el suelo, en el rocío de la mañana. Resuena la autoridad, pues la espada más rápida de la cristiandad no tardaría en acabar con ellos. Shakespeare enriquece la escena con la llegada de Casio, que va a informar a Otelo de un inminente ataque turco contra Chipre. Como militar indispensable, Otelo ha sido convocado al Senado. Brabancio acompaña a su yerno a un consejo que ahora tiene doble carga.

En la crítica moderna cundió la moda de rebajar a Otelo. La originaron F.R. Leavis y T.S. Eliot. Como todas las modas, ya pasó. Sin embargo, han persistido algunos de sus efectos adversos. El lector y el espectador deben prestar atención a la lengua de Otelo, que tiene dignidad sin rimbombancia, aunque sí elevación; que expresa orgullo sin vanagloria, aunque sí inseguridad. Se abre a la libertad de una naturaleza no adulterada por la sofisticación de los venecianos, a quienes sirve. Cuando Yago le dice que Brabancio piensa divorciar a Desdémona de su esposo, Otelo proclama la gloria de su ser:

Que haga lo imposible.

Mis servicios a la Serenísima

acallarán sus protestas. Se ignora

(y pienso proclamarlo cuando sepa

que la jactancia es virtud)

que soy de regia cuna y que mis méritos

están a la par de la espléndida fortuna

que he alcanzado. Te aseguro, Yago,

que, si yo no quisiera a la noble Desdémona,

no expondría mi libre y exenta condición

a reclusiones ni límites por todos

los tesoros de la mar.

Otelo afirma que es un príncipe africano y que es de regia condición. Si esto aún no se sabe, es porque jactarse no es propio de él y lo que habla es su distinción (sus «méritos»). No necesita descubrirse, pues está a la altura de Brabancio. Es conmovedor y un tanto ominoso que se reafirme en su amor a Desdémona y que, sin embargo, dé a entender su nostalgia por la libertad que ha entregado a las restricciones y confinamientos que le impone el matrimonio.

Cuando Brabancio, dirigiéndose al Dux y al Senado, acusa a Otelo de brujería al seducir a Desdémona, el Moro se muestra discretamente elocuente y tranquilo en su defensa:

Muy graves, poderosas y honorables Señorías,

mis nobles y estimados superiores:

es verdad que me he llevado a la hija

de este anciano, y verdad que ya es mi esposa.

Tal es la envergadura de mi ofensa;

más no alcanza. Soy tosco de palabra

y no me adorna la elocuencia de la paz,

pues, desde mi vigor de siete años

hasta hace nueve lunas, estos brazos

prestaron sus mayores servicios en campaña,

y lo poco que sé del ancho mundo

concierne a gestas de armas y combates;

así que mal podría engalanar mi causa

si yo la defendiese. Mas, con vuestra venia,

referiré, llanamente y sin ornato,

la historia de mi amor: con qué pócimas,

hechizos, encantamientos o magia poderosa

(pues de tales acciones se me acusa)

a su hija he conquistado.

(acto 1, escena 3)

Soldado desde los siete años, cuando estaba en su primer brote de fuerza, Otelo cuenta la lisa y llana historia de su noviazgo:

Su padre me quería, y me invitaba,

curioso por saber la historia de mi vida

año por año; las batallas, asedios

y accidentes que he pasado. Yo se la conté,

desde mi infancia hasta el momento

en que quiso conocerla. Le hablé

de grandes infortunios, de lances

peligrosos en mares y en campaña;

de escapes milagrosos en la brecha amenazante,

de cómo me apresó el orgulloso enemigo

y me vendió como esclavo; de mi rescate

y el curso de mi vida de viajero.

Le hablé de áridos desiertos y anchas grutas,

riscos, peñas, montes cuyas cimas tocan cielo;

de los caníbales que se devoran, los antropófagos,

y seres con la cara por debajo de los hombros.

Desdémona ponía toda su atención,

mas la reclamaban los quehaceres de la casa;

ella los cumplía presurosa

y, con ávidos oídos, volvía

para sorber mis palabras. Yo lo advertí,

busqué ocasión propicia y hallé el modo

de sacarle un ruego muy sentido:

que yo le refiriese por extenso

mi vida azarosa, que no había podido

oír entera y de continuo. Accedí,

y a veces le arranqué más de una lágrima

hablándole de alguna desventura

que sufrió mi juventud. Contada ya la historia,

me pagó con un mundo de suspiros:

juró que era admirable y portentosa,

y que era muy conmovedora; que ojalá

no la hubiera oído, mas que ojalá

Dios la hubiera hecho un hombre como yo.

Me dio las gracias y me dijo que si algún

amigo mío la quería, le enseñase

a contar mi historia, que con eso podía

enamorarla. A esta sugerencia respondí

que, si ella me quería por mis peligros,

yo a ella la quería por su lástima.

Ésta ha sido mi sola brujería.

Aquí llega la dama; que ella lo atestigüe.

Este fabuloso relato roba el corazón. Heroicamente, en cavernas o en el árido desierto, el Moro soportó el cautiverio y el rescate, antropófagos y monstruos, y sobrevivió con renovado vigor. Dos versos maravillosamente equilibrados resumen el noviazgo de Desdémona y Otelo:

si ella me quería por mis peligros,

yo a ella la quería por su lástima.

Esto suscita el gentil comentario del Dux: «Esa historia también conquistaría a mi hija.» La hermosa afirmación de Desdémona permanecerá tristemente en una tragedia que acaba con su brutal asesinato a manos de Otelo:

Que quiero a Otelo y con él quiero vivir

mi osadía y riesgos de fortuna

al mundo lo proclaman.

Me rendí a la condición de mi señor.

He visto el rostro de Otelo en su alma,

y a sus honores y virtudes marciales

consagré mi ser y mi suerte.

Audaz afirmación, que empieza por admitir la infracción de usos sociales y rinde homenaje a las auténticas cualidades de mente y espíritu de Otelo. Suplica que le permitan acompañarle a Chipre para alcanzar la consumación. En su apoyo, Otelo da a entender un curioso retraimiento respecto a tal realización:

Dad consentimiento. Pongo al cielo

por testigo de que no lo demando

por saciar el paladar de mi apetito,

ni entregarme a pasiones juveniles

a que tengo derecho libremente,

sino por complacerla en sus deseos.

Y no penséis (no lo quiera el cielo)

que voy a descuidar vuestra magna empresa

cuando ella esté conmigo. No: si las niñerías

del alado Cupido ciegan de placer

mis órganos activos y mentales

y el deleite corrompe y empaña mi deber,

¡que mi yelmo se vuelva una cazuela

y todas las vilezas y ruindades

se armen contra mi dignidad!

Podemos preguntarnos cuánta experiencia sexual tiene el Moro. Parece improbable que una carrera militar tan dilatada haya estado exenta de eros, y sin embargo no es seguro. Recién casado, demuestra poco afán por la consumación. Como siempre, Shakespeare es un maestro de la elipsis. Hay que reflexionar sobre lo que ha omitido. Otelo, el Moro de Venecia no es el Otelo de Verdi. Yo mismo sospecho que Desdémona morirá virgen, aunque esto sigue siendo una opinión minoritaria.

Brabancio, que pronto morirá de pena, se permite un amargo pareado:

Con ella, Moro, siempre vigilante:

Si a su padre engañó, puede engañarte.

La respuesta de Otelo es extrañamente profética:

¡Mi vida por su fidelidad! – Honrado Yago,

he de confiarte a mi Desdémona.

Te ruego que tu esposa la acompañe;

luego llévalas en la mejor ocasión.

Vamos, Desdémona, sólo nos queda una hora

para amores, asuntos e instrucciones.

El tiempo manda.

Las instrucciones militares y los asuntos relacionados apenas permiten más de unos minutos de amor en esa apresurada hora. «El tiempo manda» significa afrontar la actual crisis, no abrazar a Desdémona.

El honrado Yago y Rodrigo permanecen en escena tras la marcha de Desdémona y Otelo. «Honrado» [«honest»] ha inspirado mucho comentario, especialmente el de ironía fácil, y recorre la obra a modo de estribillo. Manifiestamente, significa franco, llano, abierto, más que veraz.3 Yago es incisivo cuando responde a la desesperación de Rodrigo:

¡Ah, desdichado! Hace cuatro veces siete años que veo este mundo, y desde que supe distinguir entre daño y beneficio, aún no he conocido a quien sepa amarse a sí mismo. Antes de pensar en ahogarme por el amor de una zorra, preferiría convertirme en mico.

Rechazando la bobería de Rodrigo, Yago nos informa de que él todavía no ha conocido a nadie que sepa amarse a sí mismo. Aquí «amor» bien puede ser odio a los demás. La humanidad de Yago apenas llega a la de un mico.

Rodrigo

¿Y qué puedo hacer? Me avergüenza enamorarme

como un tonto, mas no tengo la virtud de remediarlo.

Yago

¿Virtud? ¡Una higa! Ser de tal o cual manera depende de nosotros. Nuestro cuerpo es un jardín y nuestra voluntad, la jardinera. Ya sea plantando ortigas o sembrando lechugas, plantando hisopo y arrancando tomillo, llenándolo de una especie de hierba o de muchas distintas, dejándolo yermo por desidia o cultivándolo con celo, el poder y autoridad para cambiarlo está en la voluntad. Si en la balanza de la vida la razón no equilibrase nuestra sensualidad, el ardor y la bajeza de nuestros instintos nos llevarían a extremos aberrantes. Mas la razón enfría impulsos violentos, apetitos carnales, pasiones sin freno. Por eso, lo que tú llamas amor, a mí no me parece más que un brote o un vástago.

Dar la higa a la virtud es insultarla. La voluntad como jardinera es lo prevalente. La balanza de la vida exige que la razón se contrapese con la sensualidad, con nuestros ardores naturales. El amor es simplemente un brote del deseo desenfrenado.

Rodrigo

No es posible.

Yago

Simplemente ardor de la sangre y concesión de la voluntad. Vamos, sé hombre. ¿Ahogarte? Ahoga gatos y cachorros ciegos. Te he asegurado mi amistad y me declaro ligado a tus méritos con cuerdas de perenne firmeza. Nunca como ahora podría serte útil. Tú mete dinero en tu bolsa, vente a la guerra, cámbiate esa cara con una barba postiza. Repito: mete dinero en tu bolsa. Verás como Desdémona no sigue queriendo al Moro mucho tiempo –mete dinero en tu bolsa–, ni él a ella. Tuvo un principio violento y tendrá pareja conclusión –mete dinero en tu bolsa–. Estos Moros son muy veleidosos –mete dinero en tu bolsa–. La comida que ahora le sabe más jugosa que la fruta pronto le sabrá más amarga que el acíbar. Ella querrá otro más joven: cuando se haya saciado con su cuerpo, se dará cuenta de su error. Querrá cambiar, seguro. Conque mete dinero en tu bolsa. Y si a la fuerza quieres condenarte, no te ahogues: busca una manera más suave. Junta todo el dinero que puedas. Si mi ingenio y toda la caterva del diablo no pueden más que la santidad de un frágil juramento entre un bárbaro errabundo y una veneciana archiexquisita, tú la gozarás; conque junta dinero. Y nada de ahogarte; está fuera de lugar. Antes ahorcado por lograr tu gusto que ahogado sin gozarla.

El amargo estribillo «mete dinero en tu bolsa» culminará finalmente a voluntad de Yago con la muerte del desdichado Rodrigo. El enamoramiento de Desdémona, según lo ve Yago, empezó violentamente y terminará igual de rápido. El gusto de Otelo por la fruta jugosa será premiado con una manzana amarga. Desdémona, veneciana archiexquisita, se hartará de su bárbaro errabundo y la habilidad de Yago rematará el distanciamiento.

Rodrigo

¿Apoyarás mis deseos si confío en el resultado?

Yago

Cuenta conmigo. Tú junta dinero. Te lo he dicho y te lo diré una y mil veces: odio al Moro. Lo llevo muy dentro, y a ti razones no te faltan. Unámonos en la venganza. Si le pones los cuernos, tú te das el gusto y a mí me das la fiesta. El vientre del tiempo guarda muchos sucesos que pronto verán la luz. ¡En marcha! Anda, búscate dinero. Mañana seguimos hablando. Adiós.

El odio de Yago lo lleva en el alma. Si Rodrigo le pone los cuernos a Otelo, será una diversión y un pasatiempo para Yago y su pagano.

Rodrigo

¿Dónde nos vemos mañana?

Yago

En mi casa.

Rodrigo

Iré temprano.

Yago

Bueno, adiós. Oye, Rodrigo.

Rodrigo

¿Qué quieres?

Yago

Nada de ahogarte, ¿eh?

Rodrigo

Me has convencido.

Yago

Bueno, adiós. Mete mucho dinero en tu bolsa.

Rodrigo

Venderé todas mis tierras.

La ágil y malévola prosa de Yago, articulada con sinuosa inmediatez por el serpentino Frank Finlay, da paso ahora a su primer monólogo:

Así es como el pagano me sirve de bolsa,

pues deshonraría todo mi saber

pasando el tiempo con memo semejante

sin placer ni provecho. Odio al Moro,

y dicen por ahí que en la cama

me ha robado el sitio. No sé si es verdad,

mas para mí una sospecha de este orden

vale por un hecho. Él me aprecia:

mejor resultará el plan que le preparo.

Casio es gallardo. A ver…

Quitarle el puesto y coronar mi voluntad

con doble trampa. A ver cómo… A ver…

Después de un tiempo, susurrando a Otelo

que Casio se toma confianzas con su esposa:

presencia no le falta, ni modales;

se presta a la sospecha, invita al adulterio.

El Moro es de carácter noble y franco;

cree que es honrado todo aquél que lo parece,

y buenamente dejará

que lo lleven del hocico como a un burro.

Ya está, lo concebí. La noche y el infierno

asistirán al parto de mi engendro.

Ni nosotros ni Yago creemos que Otelo haya sido amante de Emilia, la mujer de Yago. Es simplemente el pretexto de una intriga incipiente. Hasta ahora, Yago sólo sabe que un punto de partida para su red es tener celos de Casio. Con precisión, caracteriza a Otelo como noble y franco, ajeno a la sospecha. El gran grito de «Ya está» y el triunfante «lo concebí» son aún tentativos. Yago descenderá a las sombras del infierno para sacar el horrible engendro que planea.

Yago

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