Читать книгу Si je puis. I will, if I can - Haze Robinson Abrahams - Страница 10

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Eran más de las ocho de la mañana de un lunes de septiembre que presagiaba lluvia, pero el sol del amanecer se encargó de apartar las nubes de agua para elevarse lentamente tras las montañas, dispuesto a iluminar la bahía de Santa Catalina (Town), el puerto principal con sus diez casas blancas de madera y techo rojo y sus patios que habían florecido con las últimas lluvias. No se dudaba del despertar del vecindario al escuchar las ventanas de madera que dejaban su oficio protector y se golpeaban contra las paredes de las casas en el afán de asegurarlas contra el viento.

Seis vacas y el toro de massa Tim pasaban con su calculado caminar, obstaculizando la corriente que buscaba paso entre las piedras volcánicas sembradas en el estrecho de agua que separaba las dos islas. Los dos esclavos negros descansaron los remos en el catboat y bajaron al mar, donde el agua les llegaba hasta las rodillas, luego caminaron a la popa y empujaron el bote hasta sentir que la quilla se arrastraba segura en la arena de la ribera. Y, aunque tanto John Boy como el aparente amo lo sintieron, esperaron el grito de confirmación de “hard and fast!” antes de saltar a tierra.

Era blanco el hombre al que acompañaban los dos esclavos, quienes recibieron la carga de la goleta, la acomodaron en el catboat y luego remaron hasta la playa. John Boy se dio cuenta de que este hombre estaba al tanto de las costumbres de la isla y del puerto, pero no recordaba haberlo visto antes. Miraba al joven blanco de ojos azules, cuerpo atlético y manos carentes de callos. Se había limitado a confirmarle al capitán que lo llevaría a tierra, aunque no se lo presentaron —a propósito— y él tampoco preguntó quién era ni la razón de su llegada a la isla.

John Boy sintió la necesidad de presentarse, pero decidió obedecer al capitán. A Adrián no le incomodó la falta, él sabía que antes de acostarse a dormir le informarían, sin él averiguarlo, todo lo que le podía interesar respecto al joven, hasta sus intenciones, aun cuando no las hubiese comunicado.

Los habitantes de la isla jamás permitían que el sol les diera el adiós del día sin saber que no había novedad entre ellos o sin compartirla, si la había. De allí la costumbre de tener entre el personal a una mujer con voz aguda que diera la nota de lamento repetida alrededor de la isla, si había algo que informar. Adrián llevaba poco tiempo de haberse trasladado de San Andrés, pero ya se había dado cuenta de que muchas costumbres en esta isla eran iguales a las de la otra.

Una vez asegurado el bote en la arena, los dos saltaron a la parte más seca de la playa, alfombrada de algas marinas que la marea alta había depositado por la noche. John Boy miró a su alrededor y pensó: “Town, isla de Providencia”, gracias a Dios había llegado. Hacía diez años que no pisaba esta tierra, así que fue agradable volver a sentirla. Creyó experimentar un sentimiento de regreso a lo propio, pero también cierta nostalgia. No estarían sus padres para la bienvenida.

Le dio las gracias al hombre blanco del bote, a quien siguió sin reconocer, y se limitó a mirar a los dos esclavos sin decirles nada, pese a que sí los recordaba. Tanto él como ellos respetaron una reconocida costumbre en la isla: “los niños, como los esclavos, deben ser vistos mas no escuchados”. Diez años habían pasado, pero según parecía, todo seguía igual. Tampoco se ofreció a ayudarles a bajar los sacos, cajas y botellones que habían recibido de la goleta.

Se quedó un rato parado, como indeciso a tomar el camino hacia su meta. Estaba acostumbrado al mar, pero la travesía en una embarcación tan pequeña no solamente había sido larga e incómoda, sino que, además, en algunos momentos la había sentido peligrosa. Cuando se sintió menos mareado, principalmente por hambre y no por el trajín del viaje, volteó la cabeza hacia los dos negros y el amo, les dio las gracias y tomó el camino hacia la iglesia.

John Boy fue oficial desde los diecisiete años en un barco inglés, pero su madre le advirtió que en este viaje a la isla no tendría las comodidades acostumbradas, que no tendría camarote. Como él era el único pasajero, los dueños de la goleta aprovecharon para almacenar carga en la cabina de pasajeros. En el forecastle, o también hutch (castillo de proa), donde los marineros se turnaban para ocupar los camarotes, no cabía un alma más, así que él y el capitán tuvieron que limitarse a dormir en el techo de la cabina o en la cocina, si llovía. No se preocupó, eso más bien le recordó a su madre, que diez años atrás había viajado en esta goleta.

Decidido y con pasos seguros siguió el camino hacia la iglesia, cuya torre con la cruz se veía casi desde el mismo momento en que alguien gritaba “land ahoy!” (tierra a la vista). Los protestantes no acostumbraban colocar cruces en la torre o en el campanario de sus templos, como los católicos, pero sabían que los marineros buscaban esta señal después de un largo viaje y adoptaron la costumbre.

Tenía en su seabag, que llevaba en el hombro, una carta para el pastor Jacob Hudson y sentía un inmenso placer de poderla entregar. Recordó que a los diez años había dejado a sus padres aquí para irse a vivir con un tío y estudiar en Jamaica, y que diez años después llegaría para encontrar, al parecer, todo igual. Las mismas casas, el mismo olor de las algas secas. Para completar, de alguna casa salía un aroma inconfundible: alguien ya había iniciado la tarea de ablandar frijoles para el almuerzo.

Pasaron a su lado dos hombres blancos que lo miraron y, tocando levemente el ala de sus sombreros, le dieron los buenos días. Sintió aquel gesto como una bienvenida. Él los reconoció, mas no ellos a él. Eran dos de los amos que sembraban tabaco y naranjas.

La actividad en el puerto era muy ordenada, nada comparable a los muelles de otros puertos que había conocido. No se acordaba de este silencio interrumpido solo por la llegada de otra nave. Desde tierra se escuchaba todo lo que pasaba en la goleta. Las órdenes del segundo a bordo desocupando la carga de las bodegas del barco, los golpes de la carga cuando la entregaban, los saludos desde tierra, las carcajadas de la marinería, el sonido que hacía el cocinero al raspar sus ollas mientras las lavaba con agua de mar. Las escobas frotando la cubierta y el recorrido del agua de mar que subía para lavarla eran como una bulla sincronizada: cada sonido ocupaba su propio espacio y tiempo.

John Boy caminó tratando de no rayar sus botas contra las piedras casi puntiagudas que había en el camino, mientras con las manos defendía su cara de las motas de algodón que, como copos de nieve, volaban por todas partes. Se acordaba de cómo se divertía con los niños esclavos tratando de acumularlas cuando al final del verano la brisa obligaba a los capullos a despedir su contenido desde los árboles altos que nadie cosechaba.

Cuando llegó a las gradas de la iglesia se sentó y respiró hondo, recordando las veces que las había subido cuando niño. Estaba por cumplir la primera parte del encargo de su madre: entregar la orden y solicitarle al pastor Jacob Hudson su ayuda. Ya se imaginaba el rostro del pastor, a quien recordaba despidiéndose de él diez años atrás.

Pensaba levantarse y caminar alrededor de la edificación en busca de señales de vida, cuando apareció una mujer negra anciana que él inmediatamente reconoció. Aunque sintió alegría al verla, no lo demostró. A esta mujer la había visto todos los días durante sus primeros diez años. Ella lo miró y arrugó la frente como buscando su rostro debajo de su ensortijado cabello. Estaba casi segura de que a este joven blanco era la primera vez que le serviría, pero le dijo:

—Gud maning (Buenos días).

Él le respondió y ella de inmediato expresó:

—Passta Jacob no de home, gan to di bering ova Palmetto Valley, no de com bak til tumaro (El pastor Jacob no está en casa, fue al entierro en Palmetto Valley y regresa hasta mañana). U com pan di bout? (¿Usted vino en la goleta?).

Él respondió que sí y pensó: no había otra forma de llegar.

—Com (Venga).

Lo invitó a que la siguiera y lo dirigió hacia la parte trasera del templo a la vivienda del pastor, camino que él recordaba muy bien. Entraron a la casa y ella le indicó que se sentara en una silla frente a una mesa, igual a como lo hacía en la casa de sus padres cuando era un niño. Sin preguntarle nada más, se dedicó a servirle café con leche, queso, huevos y journey cake. Él comió todo con ganas y al terminar la miró y le dijo por primera vez en su vida:

—Thanks, tante Trista.

A tante Trista le sorprendió el agradecimiento, pero aún más que él supiera su nombre. Volvió a mirarlo fijamente, no reconocía la voz y menos su casi dos metros de estatura. Pero, ¿esos ojos azules y el pelo amarillo? Entonces exclamó elevando los brazos al aire:

—John Boy, u de bak! (¡John Boy, has regresado!).

Y él de inmediato le comunicó:

—I am back to free you.

Tante Trista, sin preguntar ni pedir aclaración sobre lo que había escuchado, enrolló su delantal hasta la cintura y salió apresurada hacia la casa de Nareta para comunicarle a Filipia, su hija, que John Boy había llegado y había dicho algo sobre liberarlas. Mientras tanto, en Palmetto Valley, tan pronto la pala dio la última palmada a la tierra encima de la tumba del esclavo que habían enterrado, el pastor Jacob se acercó a Samuel Higgs, el dueño del difunto, y le preguntó si tenía intención de ir a Town. Samuel le respondió:

—Claro que iré, tenemos que averiguar qué noticias nos traen.

Eran las once de la mañana, él sabía desde el amanecer que la Victory había llegado a la bahía de Town, pero primero había que enterrar a este desgraciado que se había ahogado tratando de recoger caracoles, o de huir. Ya los esclavos encargados de la tarea del entierro se habían retirado para seguir la labor del día. Solo hasta la noche tendrían tiempo para cantar y bailar al muerto. Hasta no hacerlo, el difunto no encontraría el camino. El pastor hizo su parte, pero ellos sabían que Calla no descansaría en paz hasta que sus compañeros le hicieran el set up (el velorio), la ceremonia de nueve días que se acostumbraba y en la que compartían comida, licor, cuentos, chismes y bailes. El pastor Jacob aprovechó para preguntarle a Samuel:

—Dime, ¿sigues pensando en quedarte con los esclavos de Mary Carrington? ¿Los piensas comprar todos?

—Todo depende del tiempo que dure en llegarles la noticia de la tan anhelada libertad y de cómo la reciban. La viuda dijo que ella me informaría su decisión. Posiblemente esta goleta me trae información al respecto.

En todas las islas del Caribe hablaban sobre la libertad de los esclavos, y a regañadientes pensaron liberar primero a los menores de edad y a los que llegarían después, pero los mayores tendrían que esperar. Los amos alegaban que era indispensable prepararlos, pues no sabían lo que era vivir en libertad. Claro, era el pretexto para mantenerlos más tiempo trabajando como esclavos. En las islas de San Andrés y Providencia la comunidad blanca sabía del acontecimiento, lo comentaba en voz baja, pero decidió no darse por aludida. Los esclavos recibieron la información de los barcos que se asomaban a la isla en busca de agua, pero la palabra libertad solamente se escuchaba cuando en su presencia castigaban a quienes trataban de huir en su busca. Con cada latigazo el encargado gritaba “¡libertad!, ¡libertad!”.

Los esclavos de Samuel Higgs alistaron la canoa con varios caparazones de tortugas y cientos de naranjas sueltas; el pastor Jacob y Samuel caminaron desde la orilla con sus botas en la mano y subieron a la canoa. La brisa favorecía y en poco tiempo la punta de Camp estaba a la vista. Al doblar ese recodo, anclada en la bahía, estaba la goleta Victory. Se acercaron y el capitán Jack Hudson les gritó:

—Welcome aboard!

Le dio la orden a uno de los marineros de que les recibiera el cabo para asegurarlos a la nave. Subieron por la escalerilla hecha de madera y sogas que estaba en el costado del barco y, mientras el pastor Jacob, Samuel y el capitán Hudson se abrazaron, los dos esclavos que se quedaron en la canoa iniciaron la entrega de la carga que traían. El capitán los invitó a que bajaran a la cabina que ya habían desocupado y les sirvió medio vaso de brandy de cereza, mientras les informaba que no les había traído correspondencia de la viuda Mary Carrington, sino a su hijo, John Boy, quien ya había bajado a tierra. Así mismo, les advirtió que el muchacho traía una orden de su madre muy distinta a la que ellos esperaban.

—Bueno, bueno, explíquese —le decía Samuel, mientras el pastor Jacob los miraba sin demostrar sorpresa, esperando confirmar lo que sospechaba. Pero el capitán Hudson se limitó a decir:

—No soy el indicado para informarles.

Poco después de la noticia sobre la abolición de la esclavitud, el pastor Jacob había recibido una carta de Mary Carrington en la cual autorizaba que tante Trista y Filipia formaran parte de la misión. También informaba que estaba pensando poner en libertad a todos los esclavos que ella había dejado en la isla bajo las órdenes de Samuel Higgs, aunque después del fallecimiento de John sr. ella se los había ofrecido en venta.

Los tres se tomaron otro trago y subieron a la cubierta. Tanto el pastor Jacob como Samuel estaban preocupados; el pastor por la noticia favorable para los esclavos que pudiera traer el hijo de Mary Carrington; Samuel por el precio que tal vez no estaba en capacidad de pagar, o tal vez porque John Boy hubiera llegado para administrar sus tierras y sus esclavos. Ni por un segundo pensó que él vendría para liberarlos. Mientras tanto, el capitán gritó: “All hands to the task!!!”, para apresurar a los marineros, pues quería estar bien lejos de la isla cuando el pastor Jacob y Samuel se encontraran con John Boy.

Si je puis. I will, if I can

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