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MI PRIMERA COMUNIÓN

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Dentro de ese mismo año (1946) que cursaba el “primero inferior” de la primaria, un determinado sábado, después de tomar la merienda, antes de dar la orden de ir a jugar, la celadora comenzó a llamar a varios chicos por sus apellidos, la costumbre de siempre.

—¡Alderete, González, Fernández, etc.!… y por supuesto estaba yo incluido.

Éramos el mismo grupo de chicos, aquellos que ya teníamos los seis años de edad y que por suerte nos llevábamos muy bien, todos muy amigos que nos apoyábamos permanentemente en muchas “fechorías”.

Nos miramos sorprendidos

—¿Qué pasa ahora?...

—¡Los demás salgan a jugar al patio central!… —ordenó, y así lo hicieron.

—¡Ustedes vayan arriba y esperen ahí!…

—Arriba estaba el dormitorio y además un gran armario donde guardaban la ropa limpia, subimos la escalera murmurando entre nosotros y ahí nos quedamos un ratito, de inmediato llegó la celadora.

—¡Sáquense esa ropa sucia!…

—Y ahí nomás empezó a buscar ropa limpia del armario que básicamente consistía en unas camisas a rayas y pantalones cortos color gris.

—¡Tomá vos, vos, vos!… y así hasta completar a todos.

Como a esa edad no había mucha diferencia en nuestros físicos, cualquier ropa que te dieran daba igual, todas te quedaban bien.

De inmediato la celadora comenzó a explicarnos de qué se trataba todo ese preparativo, como yo expuse en sucesos anteriores, una de nuestras actividades era concurrir a la capilla para escuchar el adoctrinamiento del cura.

A tal punto que ya, todos los domingos, presenciábamos la celebración de la “santa misa”, por supuesto todavía no comulgábamos porque nos faltaba lo principal, confesarnos y precisamente después tomar la “primera comunión”.

—¡Mañana domingo se festeja el día de San…¡no recuerdo qué santo era porque justo me distraje conversando con otro compañerito y siguió diciendo:

—¡Por lo tanto van a tomar la “primera comunión”!…

Todos nos miramos perplejos, no lo podíamos creer, ya había llegado el día de ese extraordinario acontecimiento.

—¡Para eso es necesario que primero confiesen sus pecados con el padre!…

—¡Ustedes ya saben qué significa confesarse porque el padre ya les enseñó!…

Claro, qué fácil es decirlo, la cuestión es hacerlo, nos habían dicho que “pecado” era decir malas palabras, mentir, pegarle a un compañero, no hacerles caso a las órdenes impartidas por la celadora, etc., etc., etc.

Y después de confesarse no debías cometer ningún pecado porque, si comulgabas, cometías un “sacrilegio”, que era un “pecado gravísimo”.

¡Uf, qué difícil era no pecar!…

—¡Ahora van a venir conmigo hasta la capilla porque el padre los está esperando para que se confiesen y mañana a primera hora puedan tomar la primera comunión!…

—¡Pero ojo después con volver a pecar antes de comulgar, eh!…

—¡Sí, señorita!, —respondimos a coro.

Dicho y hecho, nos trasladamos por el extenso pasillo del edificio y llegamos a la capilla donde, efectivamente nos estaba esperando el padre, nos arrodillamos y después de rezar algunas oraciones nos hizo pasar uno a uno por el confesionario, algo que ya conocíamos pero que nunca lo habíamos usado, en cuyo interior se metió el Padre y cada uno debía inclinarse en un costado frente a una ventanilla cerrada con ranuras o agujeritos.

Ahí “confesabas” todos los pecados mientras el padre escuchaba del otro lado.

Cuando me tocó a mí, no sabía por dónde empezar, ¡eran tantos los pecados que tenía!…

—¡Ya hacía seis años que venía pecando!… y esta era la primera vez en mi vida que me confesaba, me imagino que a los otros les habrá ocurrido lo mismo.

—¡Dije muchas malas palabras!…

—¡Me burlaba de la señorita!…

—¡Me peleaba con fulano y zutano!…

Y no sé cuántos “pecados” más, la cuestión es que, cuando terminé, ya cansado, el padre me dijo:

—¡Hijo mío, Dios perdona tus pecados, pero no vuelvas a hacerlo más!…

En ese momento pensé:

¡Uy, a ver si se lo alcahuetea a la celadora y ésta me revienta a cachetazos!…

Pero no, después me enteré que la confesión era algo secreto que nadie se debía enterar, por último me dijo.

—¡Ve al banco y reza un padrenuestro y tres avemarías!…

Desde luego a todos nos decía lo mismo.

Ya con la conciencia tranquila, me tenía que cuidar de no volver a pecar, por lo menos hasta el día siguiente en que debía comulgar.

¡Qué difícil compromiso!…

¡Había tentaciones por todos lados!…

Y encima el resto del día se me hizo larguísimo, pero lo logré, no sé cómo la habrán pasado los otros compañeros que también estaban en la misma situación.

Al día siguiente, bien temprano, ya era domingo, nos levantaron y, en primer lugar, a los que debíamos tomar la comunión, nos dieron un uniforme espectacular, una camisa blanca y almidonada, pantaloncito corto azul marino y una especie de saquito mangas largas y solapa al cuello, haciendo juego con el pantalón, además corbata azul muy delicada, y para rematarla, un moño blanco muy sedoso colocado en el brazo izquierdo, supuestamente del lado del corazón, también zapatos negros de cuero muy brillantes y medias blancas.

Para comulgar, era obligatorio estar en ayunas, así que partimos del pabellón sin desayunar, acompañados por la celadora hacia la capilla, siempre por ese largo corredor interno, llegamos y nuestra sorpresa fue mayúscula cuando entramos en la iglesia, había flores por todos lados, velas encendidas y luces por doquier y además ya estaba llena de gente murmurando, que no sé de dónde salieron.

Muy coquetos con nuestra vestimenta nueva, fuimos trasladados por los pasillos internos de la capilla hasta llegar a los primeros bancos frente al altar, en cierto modo éramos los homenajeados porque tomábamos la primera comunión y todas las miradas estaban puestas en nosotros.

De pronto comenzó a escucharse una música suave y casi celestial y que hacía eco en todos lados de una manera singular, instintivamente casi todos miramos hacia arriba para ubicar de dónde llegaba esa hermosa melodía y pudimos ver en la parte superior, al fondo, un conjunto de barras o caños altos por donde salía el sonido.

Más tarde supe que a ese instrumento musical lo llamaban “armonio”.

Se empezó a escuchar una campanilla tocada por un “monaguillo” y detrás de él venía el padre vestido con un atuendo espectacular propio para esa ocasión.

Y ahí nomás se inició la santa misa, que a nosotros nos resultó familiar porque ya habíamos concurrido en otras ocasiones hasta que llegó el momento tan esperado.

El padre, con toda la liturgia y la ceremonia, levantó una copa grande, seguramente bañada en oro o algo así, porque brillaba como los dioses, y estaba llena de “hostias”.

Después de decir unas palabras en latín.

Aclaro que toda la misa, en esa época, se decía en latín, nadie entendía un pepino lo que oraba, incluso un gran libro llamado Las Sagradas Escrituras que tenía sobre el altar estaba escrito en latín y lo gracioso era que los monaguillos también respondían igual en cada ocasión.

Bajó la copa y se adelantó hacia nosotros mientras una celadora nos indicaba que debíamos arrimarnos en fila india a un reclinatorio frente al altar.

De fondo, nos acompañaba esa música celestial, la sensación extraordinaria que todos sentíamos en ese momento era indescriptible, evidentemente estábamos compenetrados en ese acto con total devoción.

El padre comenzó uno a uno a darnos la hostia, más o menos yo tenía idea de que era redonda, blanca, finita y relativamente pequeña porque la había visto en misas anteriores, desconocía su sabor.

Cuando me tocó a mí, saqué la lengua y sobre ella el padre apoyó la hostia, metí con cuidado la lengua en mi boca tratando de no lastimarla con mis dientes, que en ese entonces eran muy filosos, porque me habían dicho que estaba recibiendo el “cuerpo de Jesús”.

Ahí pude probar el sabor, era bastante agradable, se disolvió rápidamente y la tragué, respiré profundamente y como los demás retornamos a nuestro banco para orar.

El padre continuó dando hostias prácticamente a todos los presentes, así que ese acto tardó bastante en completarse.

Luego siguió con la misa hasta terminarla, por último, nos vino a saludar a nosotros, los que habíamos tomado la “primera comunión”.

Colocándonos a cada uno, el dedo pulgar de su mano en nuestra frente y diciendo:

—¡Dios te bendiga, hijo mío!…

—¡Amén!…

Esa acción me sorprendió porque ahí demostró el padre lo excelente persona que era y en cierto modo cómo nos apreciaba, era un “gran tipo”.

Cuando salimos de la iglesia, varios familiares de algunos chicos, que acompañaban a los presentes, fueron a saludarlos, abrazarlos, besarlos y todo eso.

Yo, junto con otros dos o tres más, observábamos desde lejos, ya estábamos acostumbrados a que nadie viniese a visitarnos, éramos los mismos “huérfanos” de siempre.

Posteriormente, estábamos sin desayunar, nos hicieron un agasajo extraordinario en un salón adornado con guirnaldas y diversas figuritas colgantes, para tomar un exquisito chocolate con leche acompañado de masas y muchas cosas ricas.

Nunca me olvidé de este momento porque fue muy especial, si se quiere, fue el primer agasajo importante en mi corta vida, incluyendo por supuesto el acto de tomar la “primera comunión”.

Yo fui huérfano

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