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Capítulo 1

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KASIA Salah clavó los ojos entrecerrados en el horizonte, envuelto en una neblina de calor, y después miró el teléfono.

No tenía cobertura.

Contuvo la palabra malsonante que había aprendido durante su estancia en la Universidad de Cambridge mientras el sudor se le acumulaba encima del labio superior y corría por su espalda, debajo de la camiseta y de la voluminosa túnica que se había puesto para evitar el calor y el polvo del desierto. Sin lugar a dudas, de haber oído aquella palabra, su abuela la habría castigado. Se guardó el teléfono en el bolsillo trasero de los pantalones cortos, que tardó unos desesperantes segundos en encontrar debajo de los metros y metros de tela. Entonces clavó la vista en el motor del todoterreno negro y, ya sí, juró en voz alta. Al fin y al cabo, no había nadie que pudiese oírla en un radio de setenta kilómetros y, aunque no sirviese de nada, hacía que se sintiese un poco mejor.

¿Por qué no había pensado en llevarse un teléfono por satélite antes de salir de palacio a investigar? ¿O a un acompañante? En especial, a alguien que supiese más que ella acerca de averías mecánicas. Suspiró y le dio una patada a una de las ruedas.

No había imaginado que sufriría una avería en medio de la nada.

El jeque Zane Ali Nawari Khan, esposo de su mejor amiga, Catherine, soberano de Narabia y, en teoría, su jefe, había trabajado mucho para conseguir que hubiese conexión a Internet y red telefónica inalámbrica en casi todo el país, pero ella debía de estar demasiado cerca de la frontera, además de estar en una zona aislada del desierto flanqueada por la región montañosa del sur, donde solo vivían los nómadas kholadis. Que ella recordase, los kholadis ni siquiera tenían agua corriente, así que las posibilidades de que necesitasen red telefónica eran escasas.

Utilizó la túnica para cubrirse las manos y no quemarse con el capó del coche, lo cerró de un golpe. Por suerte, les había dado a Cat y a Nadia, su asistente, el itinerario del viaje, así que cuando no volviese a casa por la noche, enviarían a alguien a buscarla.

Pero eso significaba que tendría que pasar la noche allí, en el coche.

No iba a ser divertido, sobre todo, cuando cayesen las temperaturas, en cuanto se pusiese el sol.

El aire seco y caliente le salpicó el rostro de arena. Se subió el pañuelo que llevaba al cuello para taparse la nariz y la boca y miró hacia el horizonte. La nube de polvo que había visto un rato antes había crecido.

¿Sería una tormenta de arena?

¿Iría en aquella dirección?

Nunca había vivido una tormenta de arena. Llevaba casi toda su vida encerrada en la lujosa seguridad de la zona reservada a las mujeres del Palacio Dorado.

Pero había oído hablar de ellas y sabía que aterrorizaban a hombres y mujeres hechos y derechos. Su abuela le había hablado de ellas con respeto y en susurros, explicándole que habían devastado grandes superficies del país, convirtiendo terrenos fértiles en desierto y causando numerosas víctimas.

Intentó controlar el pánico que quería apoderarse de ella.

«No te pongas dramática».

Aquel era uno de sus defectos. Lo vivía todo con demasiada intensidad.

Su abuela, a pesar de haber sido una mujer muy sabia, también había sido así. Kasia había ido a vivir con ella con cuatro años y se había convertido en parte del personal de palacio cuando el viejo jeque había fallecido. Y el nuevo jeque, Zane, había contratado a Catherine Smith, becada por la Universidad de Cambridge, para que escribiese un libro acerca de su reino.

Catherine la había contratado a ella con diecinueve años para que fuese su asistente y eso le había cambiado la vida. Sobre todo, cuando Cat se había casado con Zane y se había convertido en la reina de Narabia y le había abierto a Kasia los ojos al nuevo y emocionante mundo que había detrás de las paredes del palacio.

Kasia ya no era una adolescente demasiado ansiosa, imaginativa y romántica, sino una mujer adulta con sueños que había empezado a cumplir. Uno de ellos era convertirse en científica medioambiental y salvar el suelo agrícola de Narabia de un desierto que amenazaba con consumirlo.

Así que por pasar una noche durmiendo en un todoterreno, en el desierto, no iba a ocurrirle nada. De hecho, tal vez pudiese obtener información útil para su estudio.

Además, no era seguro que se tratase de una tormenta de arena. No habían previsto condiciones meteorológicas adversas, lo había comprobado antes de salir de palacio. Tal vez fuese un poco imprudente, pero no era tonta.

Intentó tranquilizarse, pero no pudo apartar la mirada del horizonte.

La nube oscura, impenetrable, siguió creciendo, bloqueando el sol. Era enorme y avanzaba muy deprisa. El ruido cortaba el silencio del desierto. Vio a varias criaturas: un lagarto, una serpiente, un roedor corriendo hacia ella y enterrándose en la arena. El cielo azul, completamente despejado, se oscureció.

Kasia sintió miedo e intentó pensar. ¿Debía meterse dentro del coche? ¿O debajo de él?

Entonces vio algo, un punto en el horizonte, salir de la nube como una bala. Y, enseguida, una silueta. Una persona montada a caballo, galopando deprisa.

Se le hizo un nudo en la garganta.

Se trataba de un hombre. Un hombre corpulento, fuerte, cuyo rostro iba oculto debajo de un pañuelo.

El pánico se apoderó de ella al darse cuenta de que el jinete cambiaba de repente de dirección e iba hacia ella.

Entonces se fijó en el rifle que llevaba colgado del pecho.

Un bandido. No podía ser otra cosa, estando tan lejos de la civilización.

«Corre, Kasia, corre».

Un grito le retumbó en la cabeza. El viento hizo girar la arena a su alrededor. Entonces, oyó la voz de su abuela que le susurraba: «Tranquila. No tengas miedo. Es solo un hombre».

Pero, a pesar de que intentó razonar, pensó en su madre alejándose de ella por última vez y no pudo evitar que se le encogiese el estómago.

El hombre gritó en un dialecto que Kasia no reconocía.

Casi había llegado a su lado.

«Haz algo, muévete, que pareces un pelele», pensó ella. «Ya no eres la niña pequeña que no servía para nada. Eres valiente, inteligente, una mujer».

Se acercó al todoterreno, abrió la puerta del acompañante y se metió dentro. El sonido de la arena al chocar con los cristales la acompañó mientras buscaba la pistola que había en la guantera.

Zane había insistido en que aprendiese a disparar antes de permitir que fuese al desierto sola, pero, cuando su mano agarró el metal, sintió que el corazón se le salía por la boca.

Sabía disparar con cierta precisión, pero nunca le había disparado a un ser vivo.

El caballo se detuvo muy cerca del coche. Kasia salió de él, notó la arena golpeándole las mejillas y levantó el arma con un dedo tembloroso apoyado en el gatillo.

–Quédese ahí o le dispararé –le gritó al hombre en inglés, idioma que se había convertido en su primera lengua después de haber pasado cinco años en el Reino Unido.

Sus ojos oscuros la fulminaron, brillantes, intensos. Y Kasia sintió todavía más miedo.

El bandido desmontó con un movimiento ágil, sin hablar, traspasándola hasta el alma con la mirada.

Ella retrocedió un paso y, sin querer, disparó. El estallido casi no se oyó, pero Kasia se vio despedida hacia atrás y vio como el hombre retrocedía también.

¿Le habría dado?

El caballo se puso de pie delante de ella y el hombre tiró de las riendas para que no la golpease contra el suelo del desierto, pero Kasia sintió tanto miedo que se dejó caer.

–Váyase –gritó.

Intentó encontrar la pistola, que se le había caído, pero la arena le impedía ver. Solo podía verlo a él.

Unos dedos largos y fuertes la agarraron del brazo, la levantaron y la sentaron a lomos del caballo con tal rapidez que a Kasia no le dio tiempo ni a asimilar lo que acababa de ocurrir.

Levantó una pierna para desmontar, pero el hombre ya se había vuelto a subir al caballo, detrás de ella. Sujetaba las riendas con una mano mientras con la otra la agarraba por la cintura.

Kasia dio un grito ahogado al notar su brazo justo debajo de los pechos y, de repente, echaron a volar, alejándose del todoterreno que ya casi estaba enterrado por la arena. Ella intentó gritar.

«Te está secuestrando. Tienes que pelear. Tienes que sobrevivir».

Pero no pudo.

Cabalgaron durante mucho tiempo rodeados de arena, hasta que, por fin, agotada, Kasia dejó de sentir pánico y se sintió protegida bajo el cuerpo fuerte de aquel hombre.

¿Sería el síndrome de Estocolmo? Estaba tan cansada que no podía ni pensar.

Cerró los ojos, dejó sin fuerza el cuerpo y volvió a sentirse como cuando era pequeña. Salvo que, en esa ocasión, no estaba sola e indefensa, su madre no la acababa de abandonar, sino que tenía a su alrededor unos brazos fuertes.

El jeque rebelde

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